Mario
Szichman
Para Daniel Zadunaisky,
con el cual solemos
transitar
por la misma longitud de
onda
Uno de los propósitos de un escritor es conjurar los terrores de su
infancia. Quien logró mayor éxito fue Cornell Woolrich en su cuento Si muriera antes de despertar. Nada
anterior, nada que vino luego, está a la altura de ese relato de un indefenso
niño acosado por un ser maléfico. En mi infancia padecí muchos terrores,
generados por los matones del barrio o de la escuela. Pero había otro terror
más difuso y enfermizo: el de las autoridades escolares.
Edmundo D´Amicis ocupa un sitio muy especial en mi canon. Lo admiro
por su imaginación, por la creación de personajes inolvidables como El pequeño
vigía lombardo, o esos niños deshollinadores, o con el rostro blanqueado por la
cal, o esos padres absolutamente miserables, y siempre optimistas. Al mismo
tiempo, lo detesto con toda mi alma por engañarme con los maestros.
En la conjunción entre la admiración y el odio, emerge buena parte de
la literatura. Este relato trata de sintetizar mi perplejidad acerca del autor
que ha tenido más influencia en mi vida, a excepción de Emilio Salgari, a quien
todos los días coloco en un altar.
M.S.
–1–
El 11 de septiembre celebramos en
todo el país el Día del Maestro. Pero en nuestra población de R…, situada en la
provincia de Buenos Aires, la fecha está teñida de tragedia, pues coincide con la
muerte de un maestro de escuela primaria fallecido en horrendas y misteriosas
circunstancias. No estuve presente cuando ocurrió la tragedia. Sus lejanos ecos
me llegaron de manera intermitente, durante mis años de estudio, primero en la
facultad de Medicina de la ciudad de La Plata, y luego cuando hice un posgrado
en psiquiatría en la universidad de Buenos Aires.
“No
intentaré justificar ese crimen abominable, aunque podrían existir
circunstancias atenuantes para explicarlo”, me dijo en cierta ocasión un
funcionario policial. He pensado mucho en esas ominosas palabras, pues por
extrañas circunstancias, conocí a uno de los posibles perpetradores, y tomé
numerosos apuntes. Si la muerte llega de manera inesperada, espero que mi
albacea testamentario revise estos papeles. El decidirá si deben salir a la luz
pública. Por cierto, todos los nombres han sido cambiados para proteger la
privacidad de las personas involucradas.
He aquí los hechos:
El 11 de septiembre de 1943, la escuela principal de R… se engalanó
para celebrar una de nuestras fechas patrias: El Día del Maestro. Como todos
los años, el orador de orden sería don Aparicio Funes. En esa ocasión, había un
doble motivo de regocijo. No sólo el pedagogo celebraba sus bodas de oro con el
magisterio, sino que además, anunciaría el lanzamiento de su nueva iniciativa, “Las
rifas del mausoleo”, destinadas a honrar la memoria del albañilito inmolado. Tras
observar en El Tesoro de la Juventud
una fotografía del cenotafio donde se guardan los restos de Napoleón Bonaparte,
en Los Inválidos de París, don Aparicio quiso rendir homenaje al angelical niño
erigiendo una cripta de similar diseño, y comprometió a sus alumnos a vender numerosos
talonarios de rifas con el propósito de subvencionar la bóveda.
Pues bien, ese día el maestro, epítome de la puntualidad, faltó a la
cita. Tras anunciarse la cancelación de la ceremonia los alumnos se pusieron en
fila, empezaron a cantar “Febo asoma, ya sus rayos, iluminan el histórico
convento”, y marcharon en perfecta
formación desde el patio de la escuela hacia la puerta de salida. Según se dijo
luego, algunos, siete u ocho, cuyo pulgar derecho estaba cubierto con vendajes,
mostraron especial curiosidad al pasar junto al aljibe, una bella construcción creada
con mosaicos blancos ribeteados de azul que habían sido traídos de Málaga. El
aljibe había sido financiado gracias a una previa propuesta de don Aparicio bautizada
“Las rifas de la alberca”.
Transcurrieron tres días sin que se conociera el paradero del maestro.
Finalmente, el 14 de septiembre Franti, conocido como “el malo del grado”, se
acercó al aljibe para tomar agua. El educando tiró de la soga para subir el
balde, pero no pudo. Comentó el problema al celador, y éste fracasó en el segundo
intento por acarrear el barreño a la superficie. De repente, el celador lanzó
una mirada al pozo y fue sobrecogido por el terror. Sin dar explicaciones, salió
corriendo de la escuela. Retornó como a la media hora acompañado de Franceschi,
el comisario del municipio y del doctor Casares, director del Hospital
Salaberry. El comisario Franceschi ordenó a los alumnos que abandonaran la
escuela, y seguido del doctor Casares y de nuestro director se dirigió hacia el
aljibe.
Al día siguiente, en el periódico Noticias
de Pehuajó, se informó que el maestro había sido ahorcado con la soga del
aljibe. Un talonario de rifas sobresalía de su boca.
–2–
Dos días después de hallarse el cadáver del maestro, y cuando tras
intensos interrogatorios se verificó la inocencia del celador, el comisario
Franceschi solicitó la ayuda de las autoridades provinciales. El comisario fue
apartado de la investigación tras una denuncia de apremios ilegales presentada por
el celador, y cuatro funcionarios de la policía bonaerense dedicaron casi un
año a seguir hasta la pista más tenue, sin obtener resultados. La única secuela
feliz fue que uno de los funcionarios, Galíndez, experto en huellas digitales,
se puso de novio con una de las maestras del pueblo, y le propuso matrimonio. La
unión resultó muy dichosa. Cuando el funcionario fue ascendido y trasladado a
La Plata, los lugareños lamentaron la partida de la señorita Asunción, quien ya
para ese entonces había procreado dos hijos varones. La mujer parecía muy
dichosa de mudarse a la capital provincial.
Con el transcurso de los años, el homicidio de don Aparicio se fue
olvidando, aunque su figura era recordada el Día del Maestro. Hubo inclusive
quienes lanzaron la iniciativa de “las rifas del malogrado” con el propósito de
adquirir un sarcófago donde pudieran descansar sus restos, pero la propuesta fue
descartada cuando su principal promotor Coretti, el hijo del panadero, apareció
colgado de un árbol. En uno de los bolsillos de su pantalón había una carta
donde rogaba encarecidamente que no se culpara a nadie de su muerte. La carta
había sido redactada en una máquina de escribir, aunque no había una en su
casa.
Durante mi ausencia de la población de R… mi madre me mantuvo al tanto
de las escasas novedades.
Cuando retorné a mi ciudad natal debí optar por la práctica de la
medicina para obtener un honesto pasar, pero tras quedar un puesto vacante en el
hospicio de Pilar, acepté reanudar mis tareas como psiquiátra.
–3–
Muchos me acusan de estar chapado a la antigua. La mayoría de mis
discípulos, deslumbrados por las nuevas corrientes del psicoanálisis, desdeñan mis
enseñanzas. Sin embargo, algunos de mis informes han despertado interés en revistas
especializadas. Y uno de ellos, el que abordé con más entusiasmo, debió ser
engavetado. Será mi albacea testamentario quien decidirá si vale la pena
publicarlo.
El paciente, al que llamaré “N”, fue traído a mi consultorio en
septiembre de 1975.
He
aquí una transcripción de mis notas:
Primera
sesión:
La celebración del Día del Maestro ha puesto al paciente de ánimo
sombrío. Extrema sensibilidad del sistema nervioso; hiperestias diversas y
espasmos. Hay una mención constante a las “rifas escolares”.
El paciente evoca a don Aparicio Funes, su “querido maestro” de la
escuela primaria. El maestro “era un pan de Dios”, dice el paciente. Nunca hizo
quedar a nadie después de clase, “ni siquiera a Garofi”, señala, pese a la
costumbre del educando de comerse los boletines de notas cuando le ponían un
insuficiente.
Si bien el paciente habla con devoción del maestro, reconoce que sus suaves
admoniciones contra los alumnos desprolijos le causaban una opresión y sequedad
en la garganta que Lasegue asocia con las histerias periféricas.
Segunda
sesión:
El recuerdo de la llegada de la primavera hunde al paciente en una
intensa melancolía. Se queja de un dolor en la región mastoidea, de contracción
de la laringe, de rigidez muscular y de cefalea. Cuando le propongo cancelar la
sesión me pide unos minutos para calmarse. Finalmente, decide reanudar su
relato. Por primera vez surge el tema de las rifas. Cuenta que el maestro propuso
en cierta ocasión organizar una colecta para sufragar los gastos de la
excursión a la morada del albañilito moribundo.
Para financiar el paseo, cada uno de los alumnos debía garantizar la
venta de treinta rifas. El paciente dice que el “malo del grado” (Franti), mostró
un certificado médico donde se lo dispensaba de la tarea mientras se extendiera
su convalecencia. El alumno había
sufrido daños en su espina dorsal cuando Coretti, el hijo del panadero, lo
atropelló sin querer con una carretilla repleta de adoquines, luego que Franti
mostró un cuaderno de espiral, considerado material ilícito por las autoridades
escolares, pues permitía arrancar las hojas que tenían manchones de tinta o
correcciones, encubriendo así la falta.
Coretti extrajo de uno de sus bolsillos una manopla de bronce y mientras
la ajustaba en su mano derecha preguntó si algún otro de sus condiscípulos
deseaba exhibir un certificado médico.
El paciente dice que los alumnos “por unanimidad”, expresaron que se
sentían sanos como robles y juraron vender las rifas necesarias. Inclusive más.
Nuestro paciente pidió cinco talonarios de cincuenta rifas cada uno y su
maestro se emocionó al enterarse de la oferta. A la salida de la escuela Coretti
lo despeinó “cariñosamente” y le propuso conformarse con tres talonarios. Lo
importante era vender las rifas prometidas, le explicó, pues sino, le llenaría
la cara de dedos.
Tercera
sesión:
El paciente aparece muy afligido al recordar su “calvario”. Observo en
su rostro la congestión apoplectiforme citada por Bourneville en sus estudios
termométricos sobre las enfermedades del sistema nervioso.
Un día tropezó con la realidad: era casi imposible vender las rifas.
Estuvo una semana postrado en cama, y a la siguiente empezó a sufrir
alucinaciones. Cada una de las rifas se le antojaba más grande que la portada
de El Eco de Villa Lucense, un
periódico de una población vecina.
Las primeras diez rifas, dice el paciente, no eran muy difíciles de
vender: una a su madre, otra a su hermana Dora, seis a “los novios de Dora” y
dos a él, usando parte del dinero destinado a las ensaimadas.
El problema surgía al tratar de colocar las restantes ciento cuarenta
y cinco rifas. En su barriada no vivían más de setenta personas y era imposible
hacer incursiones en otras zonas, pues sus compañeros las defendían como cotos
de caza privados.
El paciente recuerda que Derossi, el hijo del herrero, contrajo
tuberculosis tras comprobar que no podía vender sus cuatro talonarios de rifas.
Por su parte Garrone, el diminuto hijo del deshollinador, murió en el incendio
de su casa, cuando trató de incinerar dos talonarios en la chimenea y dejó caer
por error un bidón de querosén en el hogar.
El único en mantener su promesa de cumplir con el objetivo fue Franti,
el malo del grado quien, al ser violentamente expulsado por Coretti de la
panadería de su padre logró enfilar su silla de ruedas hacia el carromato de
pompas fúnebres, sufriendo múltiples heridas. Luego de casi un año de cirugía
reconstructiva, de la cual emergió con la mitad de su estatura, pudo cobrar una
indemnización suficiente para pagar las rifas y adquirir una mansión en Tandil,
población famosa por sus aguas termales, donde intenta curar sus dolencias.
Cuarta
sesión:
El paciente experimenta una sensación de bolo que sube del estómago a
la garganta y una aguda opresión al evocar su nombre encabezando la lista de
vendedores de rifas en un gigantesco pizarrón instalado en el patio de la
escuela. Para azuzar la competencia, el maestro había decidido asentar en el
pizarrón el nombre de cada alumno y la recaudación alcanzada usando cuatro
tizas de diferentes colores. El paciente reconoce que fue un error alardear de
sus inexistentes logros. Lo atribuye a su corta edad y a la vanidad. Se sentía
tan complacido por las aclamaciones que le brindaban los alumnos de grados
superiores, que dispuso encargar más talonarios de rifas.
Un cálculo preliminar indicaba que si se alineaban las rifas que se
había comprometido a vender, una tras otra, podrían cubrir una distancia
similar a la que había recorrido el deportista Delfo Cabrera en la Maratón de
los Barrios. Desesperado, oró por la muerte del albañilito moribundo, pues sin
el enfermito las rifas perdían todo sentido.
Quinta
sesión:
Transcurrió casi una semana hasta que el paciente aceptó volver a
verme. Y aproveché ese intervalo para viajar a La Plata, a visitar a Galíndez,
el experto en huellas dactilares, uno de los encargados de investigar el
asesinato de don Aparicio. El policía estaba a punto de jubilarse, y su carrera
se había estancado, simplemente por su honradez. No había querido mezclarse en
política, la única posibilidad de ascenso en esos tiempos turbulentos, y estaba
relegado a tareas administrativas.
“Me mandan a copiar en tarjetas de cartón lo que ahora una máquina de
IBM hace en segundos”, me dijo disgustado. “Ah, y no puedo usar birome,
solamente pluma cucharita”. Al rato de conversar, Galíndez recuperó su humor.
Se sentía contento de verme. Le alegró que elogiara a su esposa. “Está igual que cuando nos casamos”, me dijo
orgulloso y me mostró varias fotos de la familia. Ya tenía cinco hijos, a los
dos varones le habían seguido tres niñas. Su esposa, Asunción, era directora de
una escuela.
“Si usted no tiene información”, le dije a Galíndez, “nadie la tiene”,
y le conté de mi paciente.
Galíndez trató de recordar, pero me confesó que no podía ubicar su
rostro. De todas maneras, me dijo, el asesinato de don Aparicio fue resuelto a
las pocas horas, aunque era imposible revelar el nombre de los perpetradores.
¿Perpetradores?
“Fue el peor dilema de mi carrera”, me confesó. “Pero por suerte no
estaba solo. Todos los que actuamos en la pesquisa llegamos a la misma
conclusión. Dar los nombres de los participantes en el asesinato hubiera
contribuido a destruir siete, ocho
hogares. Quizás más”.
Última
sesión:
Al principio, dialogué con el paciente sobre temas triviales. Dijo que
se sentía algo mejor, pero me pedía que no forzara sus recuerdos. Sin embargo,
la información de Galíndez me obligó a ir cambiando el tenor de la conversación
y en un momento dado me gritó: “Usted lo sabía todo desde el comienzo”, aunque
eso no era cierto.
De repente, tartamudeando, con su motilidad trabada por espasmos
musculares generalizados, el paciente volvió
a caer en un estado cercano al torpor.
Cuando se recuperó, hizo una confesión parcial, aunque insistía en
describir el episodio como un “milagro”.
He aquí un resumen de sus revelaciones:
Cuarenta y ocho horas antes del día señalado para la entrega del
dinero recaudado por la venta de rifas, el maestro anunció, “con lágrimas en
los ojos”, el fallecimiento del albañilito moribundo. El paciente reseña
vívidamente la emoción con que su madre le cosió una banda de luto en la manga
para asistir a los funerales. De allí
salta a la escena en el cementerio, evoca a su maestro leyendo una oración
fúnebre frente a la tumba del albañilito que de moribundo se había convertido
en inmolado. El maestro prometió que el esfuerzo de sus alumnos no sería en
vano. Luego hizo un breve gesto, y dos alumnos trasladaron junto al túmulo el
atril con el gigantesco pizarrón donde aparecían fotos del cenotafio de
Napoleón Bonaparte. El maestro estaba convencido que podría erigirse una cripta
de similar diseño, y seguro que sus alumnos se pelearían para obtener talonarios
de rifas con el propósito de subvencionar la bóveda.
El único milagro de esa sesión fue observar al paciente sumirse en una
beatífica paz. Recordó que en el camposanto se podía oír el zumbido de las
moscas, el lerdo fluir de un arroyuelo, el murmullo de los sauces llorones al
ser agitados por la suave brisa. Sin embargo, aunque era una jornada
correspondiente al caliginoso mes de febrero, los alumnos temblaban como hojas,
y sus ojos fulguraban como carbones ardientes.
A la salida del cementerio Coretti, el único que llevaba pantalones
largos y había desarrollado un cuerpo hercúleo, distribuyó los nuevos
talonarios de rifas entre sus condiscípulos. A nuestro paciente lo llevó
aparte, le acarició la cabeza con la mano izquierda, y lo miró cálidamente a
los ojos. Luego mostró la palma de su mano derecha. Mi paciente comenzó a
contar los dedos.
Esa tarde, tras salir del cementerio, sin siquiera quitarse los albos
guardapolvos, todos ellos tableados, varios alumnos, entre ellos el paciente,
se reunieron en un galpón donde a veces invitaban a las niñas a hacer cosas.
Pero en esa circunstancia la convocatoria había sido resultado del patriotismo,
no de la lubricidad. Se sentían como esos héroes que se reunieron en la
jabonería de Vieytes para iniciar la gesta patria y librarse de las cadenas de
España. Con el propósito de rubricar el pacto, se hicieron un corte en el dedo
pulgar, y lo unieron al resto de los conspiradores. Luego, se lo vendaron, una
precaución que podría haberlos delatado.
De allí partieron para la
escuela, entraron discretamente por una de las puertas traseras, y examinaron
con atención el aljibe. Uno de los conjurados había traído un metro de
carpintero con el cual tomó una serie de medidas. Don Aparicio se disponía a
abandonar su despacho cuando fue interceptado por los alumnos.
Evocando esa trágica jornada, recordé las palabras de Galíndez al
despedirse. Nunca lo vi tan solemne, tan afligido, tan indefenso: “No intentaré
justificar ese crimen abominable”, murmuró. “Y sin embargo, creo que existen circunstancias
atenuantes para explicarlo”.
Gracias, Mario, por la dedicatoria de este magnífico cuento, que no sabía si sentir horror o retorcerme de la risa (all of the above). A mí también me gustaba d'Amicis, aunque me repugnaba su patrioterismo. Y hablando de longitudes de onda, acabo de leer mi primer Jim Thompson: "The Killer Inside Me". Mamma mía, qué novelista
ResponderEliminarGracias a tí (a vos) Daniel. Me alegra que te haya gustado el cuento. Y me alegra que hayas paladeado The Killer Inside Me. Por lo tanto, continuamos en la misma longitud de onda.
EliminarJim Thompson integra mi Santísima Trinidad, junto con Salgari y con Roberto Arlt. Sigo fascinado y aterrado ante esos genios. A veces temo que todo lo demás es impostura. Un fuerte abrazo
Mario