Mario Szichman
“Soy apenas el protagonista
en una vasta comedia
que todos declamamos juntos”.
Benito Mussolini
Nací
en 1945, el mismo año en que concluyó la segunda guerra mundial, y estoy seguro
de que ese evento influyó en mis predilecciones literarias. Creo que la
historia tiene siempre una manera especial de afectar nuestros destinos. La
historia con mayúsculas sirve de telón de fondo a Balzac, a Stendhal, a
Alejandro Dumas, a Tolstoi, del mismo modo en que la peripecia personal afectó
la narración de Dostoievski o de Dickens. La sombra de la Revolución Francesa
acecha en toda la Comedia Humana, en Rojo
y Negro, en El Conde de Montecristo.
La invasión de Napoleón a Rusia es el telón de fondo de La guerra y la paz.
Dickens
padeció la humillación de ver a su padre entre rejas. Niño apenas, debió
abandonar la escuela a fin de trabajar en una fábrica donde elaboraban betún
para zapatos. Las marcas de sus
tribulaciones están en toda su narrativa.
Dostoievski
fue llevado ante un pelotón de fusilamiento acusado de pertenecer a un grupo
subversivo. Todo lo que leemos en sus grandes novelas pasó primero por su
cuerpo, desde las privaciones económicas hasta contemplar la mira de un fusil
apuntando a su pecho. Muchos atribuyen a la epilpesia sus visiones cercanas al
milagro, pero nadie descuida que la enfermedad haya recrudecido luego de que le
conmutaron la pena.
Parafraseando
a Gabriel García Márquez, podría decirse que 1945 fue el año más importante del
mundo. El siglo veinte no había cumplido siquiera su medio cupón cuando ya
había sido fagocitado por dos conflagraciones, e incinerado con dos preavisos
de un holocausto nuclear. Tras la primera guerra mundial, bautizada
originalmente La Gran Guerra –hasta que el nuevo conflicto iniciado en 1939
redujo bruscamente su estatura– el mapa político de Europa se alteró de manera
decisiva. El imperio otomano fue el más afectado. Poseía parte del sureste de Europa, se
extendía al Asia occidental, al Cáucaso, y al Norte de África. De todo ese berenjenal de estados vasallos
solo perdura ahora Turquía. Pero en la historia europea, su disolución tuvo
menos importancia que la caída del imperio austrohúngaro, que permitió la
emergencia de nuevas naciones en Europa oriental, o del imperio ruso,
reemplazado por la Unión Soviética tras el triunfo de la Revolución
Bolchevique.
Dudo
que la memoria colectiva conserve muchos recuerdos de los líderes que
gobernaron los países involucrados en la primera guerra mundial, pero es
imposible olvidar a los de la segunda. El triunvirato del Eje: Adolf Hitler en
Alemania, el emperador Hirohito en Japón, Benito Mussolini en Italia, o los
dirigentes de la coalición aliada: Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos,
José Stalin en la Unión Soviética y Winston Churchill en Gran Bretaña. (Charles
de Gaulle llegó tarde, recién con la liberación de París, en 1944).
De
todos esos personajes, en mi opinión el más novelable es Mussolini. Lo conocí
primero desde el desprecio y la burla. Los cineastas italianos de la posguerra
lograron ridiculizar la figura de Il Duce
y mostrar los operáticos emblemas del fascismo en varias obras maestras. Es
suficiente contemplar algunos documentales de la época para confirmar los
aspectos más risibles del cabecilla de las camisas negras. No hay una sola pose
de Mussolini que excluya el desplante, la bravata, la arrogancia. Proliferan
las fotografías donde su perfil observa la lejanía (los dictadores nunca observan
la lejanía de frente, como el resto de los mortales) mientras sus puños descansan en el cinturón
de su casaca militar.
Mussolini
parece surgido de una ópera de Giuseppe Verdi, y su final, en el que compartió la
ignominiosa muerte con su amante Clara Petacci en el Piazzale de Loreto, en
Milán, el 27 de abril de 1945, es un gran melodrama. Pero era también un
personaje trágico. Sus desplantes, su ampulosidad, formaban parte de su
personalidad. Faltaban algunos datos. La máscara impedía analizar el verdadero
rostro.
En
cierta ocasión, cayó en mis manos un libro de Ray Moseley, Mussolini: The Last 600 Days of Il Duce, y realmente fue una
sorpresa. Vivimos anegados en preconceptos y a mí, al menos, me fastidia verme
obligado a alterarlos.
No
ha variado excesivamente mi opinión del hombre que gobernó a Italia entre 1922
y 1943. Creo que hay solo dos modelos de líderes: quienes abandonan el cargo
dejando a su país más próspero, y quienes lo destruyen con sus ridículas
ambiciones, su crueldad y su necesidad de acallar a quienes piensan distinto.
Todo eso puede decirse de Mussolini, de Hitler, de Hirohito. Con Stalin, el
veredicto de la historia es más fluctuante. Transformó a la Unión Soviética en
una potencia mundial, pero ¿a qué precio? Su triunfo económico y político se
erigió sobre una pirámide de cadáveres. Sojuzgó a varios países, trocando a
cada uno de ellos en sucursales de su mediocridad, su paranoia, sus prácticas
represivas. Y además, tenía la sordidez de un burócrata. Todo lo humano le era
ajeno.
Es
así que emerge Mussolini como un líder diferente. El retrato que arma Moseley
muestra ribetes extrañamente humanos. No lo digo con intención de
reivindicarlo, lo pienso como sujeto de una narración. De todos los dirigentes
de la segunda guerra mundial, debe haber sido el único que fue también líder en
el sacrificio.
Un
reciente libro de Chiara Ferrari, The
Rethoric of Violence and Sacrifice en Fascist Italy, señala que la
abnegación, la pena y el sufrimiento formaron parte del discurso fascista.
Mussolini
no solo se postulaba como ejemplo de paladín, sino también como un cordero para
el sacrificio. Es evidente que detrás de la retórica urgiendo la creación de un
hombre nuevo, estaban los oligarcas fascistas consolidando sus ganancias,
reteniendo su poder económico, desmintiendo con sus vientres cada vez más
voluminosos la idea de martirio que le inyectaban al pueblo.
Y
ocurre que el cuerpo nunca miente. Voy a dar un ejemplo. Mi relación con
Venezuela, desde hace décadas, es cotidiana, pero virtual. Mi aproximación ha
sido siempre a través de los cables de las agencias noticiosas, o de la lectura
de periódicos donde he trabajado. La perpetua presencia, la insistente
distancia, me han permitido desarrollar una especie de mirada esquizofrénica.
Desconozco la voz de los líderes de la Revolución Bonita, pero estoy al tanto
de sus cuerpos, sus rostros y sus miradas.
Recuerdo
un filme británico protagonizado por Tom Courtenay: La soledad del corredor de fondo. Era la historia de un joven de la
clase obrera que llegaba a la universidad, especialmente por sus dotes de
atleta. En la carrera final, la más importante de su vida (especialmente para
las autoridades universitarias que buscaban en el triunfo del atleta su propia
exaltación) el atleta pasaba fácilmente al frente. Sin embargo algunos metros
antes de la meta frenaba su marcha y dejaba pasar a sus rivales. Luego empezaba
a reírse a carcajadas del decano, desesperado ante esa derrota premeditada. Esa
carcajada era precedida al comienzo del filme por otra, cuando el joven estaba
observando la televisión, y escuchando un aburrido discurso de un dirigente
político. De repente, el joven eliminaba el sonido del aparato de televisión. Privado
de su voz, el dirigente político aparecía como un perfecto patán, cargado de
gestos que nada explicaban.
Algo
así me ocurre cuando analizo las noticias de Venezuela y comparo el discurso
incorpóreo con los exaltados rostros sin voz, o esos ensanchados vientres
cubriendo disfraces revolucionarios. El fallecido presidente Hugo Chávez Frías
era un hombre casi enjuto cuando lideró el golpe del 4 de febrero. En sus
últimos meses de vida se transformó en un ser voluminoso. Ese cuerpo desmentía
sus palabras, las ridiculizaba, las hacía improbables.
Eso
no ocurrió con Mussolini. Moseley dice que en los meses finales de la guerra,
la hambruna comenzó a afligir a la población italiana, y el líder fascista
empezó a comer las mismas raciones que sus compatriotas. Las fotos lo
corroboran.
Mussolini
fue un líder muy complejo, con atributos repelentes. Fue un racista, como lo
demostraron sus leyes contra los judíos y sus despectivos comentarios sobre los
negros. Sus ridículas aventuras bélicas en África, su invasión de Etiopía, su ayuda al generalísimo Francisco Franco
durante la guerra civil en España, y la ocupación de Albania fueron algunos de
los clavos que sellaron su ataúd. Al mismo tiempo, tenía una cultura
renacentista. Hablaba el alemán, el inglés, el español y el francés. Amaba la
poesía de Goethe, era un experto en historia italiana, y recitaba de memoria La República de Platón, uno de sus
libros favoritos.
Además,
aunque poderoso, no era omnipotente. En julio de 1943, el Gran Consejo Fascista
se hartó de sus fracasos políticos, y se rehusó a respaldarlo. El rey de Italia
lo destituyó y ordenó su arresto. Semanas después, fue liberado de prisión en
un rescate liderado por un capitán de las tropas de asalto nazi, y creó un
gobierno fascista en Salo, en el norte de Italia.
En
el interín, la resistencia italiana, una de las más poderosas de Europa,
aumentó las actividades contra el régimen y el país se hundió en una
catastrófica guerra civil, mientras la invasión aliada preparó el escenario
para la confrontación con la Alemania Nazi. Nunca antes Italia había sufrido
semejante devastación. Mussolini se convirtió en un trágico, impotente espectador.
Finalmente, fue capturado tras el colapso de las divisiones alemanas, y
ejecutado con su amante. Pero siempre tuvo idea de la gran historia, y del rol
que ocupaba en ella. A diferencia del voluminoso comandante eterno, se reservó
un modesto lugar en el escenario italiano, pese a ocuparlo durante dos décadas.
Al final de su vida, éste fue su lema: “Aunque trabajo, y hago intentos, estoy
convencido que todo es una gran farsa”.
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