miércoles, 29 de octubre de 2014

La comedia humana de Benito Mussolini



Mario Szichman
“Soy apenas el protagonista
en una vasta comedia
que todos declamamos juntos”.
Benito Mussolini


Nací en 1945, el mismo año en que concluyó la segunda guerra mundial, y estoy seguro de que ese evento influyó en mis predilecciones literarias. Creo que la historia tiene siempre una manera especial de afectar nuestros destinos. La historia con mayúsculas sirve de telón de fondo a Balzac, a Stendhal, a Alejandro Dumas, a Tolstoi, del mismo modo en que la peripecia personal afectó la narración de Dostoievski o de Dickens. La sombra de la Revolución Francesa acecha en toda la Comedia Humana, en Rojo y Negro, en El Conde de Montecristo. La invasión de Napoleón a Rusia es el telón de fondo de La guerra y la paz.
Dickens padeció la humillación de ver a su padre entre rejas. Niño apenas, debió abandonar la escuela a fin de trabajar en una fábrica donde elaboraban betún para zapatos.  Las marcas de sus tribulaciones están en toda su narrativa.
Dostoievski fue llevado ante un pelotón de fusilamiento acusado de pertenecer a un grupo subversivo. Todo lo que leemos en sus grandes novelas pasó primero por su cuerpo, desde las privaciones económicas hasta contemplar la mira de un fusil apuntando a su pecho. Muchos atribuyen a la epilpesia sus visiones cercanas al milagro, pero nadie descuida que la enfermedad haya recrudecido luego de que le conmutaron la pena.
Parafraseando a Gabriel García Márquez, podría decirse que 1945 fue el año más importante del mundo. El siglo veinte no había cumplido siquiera su medio cupón cuando ya había sido fagocitado por dos conflagraciones, e incinerado con dos preavisos de un holocausto nuclear. Tras la primera guerra mundial, bautizada originalmente La Gran Guerra –hasta que el nuevo conflicto iniciado en 1939 redujo bruscamente su estatura– el mapa político de Europa se alteró de manera decisiva. El imperio otomano fue el más afectado. Poseía parte del sureste de Europa, se extendía al Asia occidental, al Cáucaso, y al Norte de África.  De todo ese berenjenal de estados vasallos solo perdura ahora Turquía. Pero en la historia europea, su disolución tuvo menos importancia que la caída del imperio austrohúngaro, que permitió la emergencia de nuevas naciones en Europa oriental, o del imperio ruso, reemplazado por la Unión Soviética tras el triunfo de la Revolución Bolchevique.
Dudo que la memoria colectiva conserve muchos recuerdos de los líderes que gobernaron los países involucrados en la primera guerra mundial, pero es imposible olvidar a los de la segunda. El triunvirato del Eje: Adolf Hitler en Alemania, el emperador Hirohito en Japón, Benito Mussolini en Italia, o los dirigentes de la coalición aliada: Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, José Stalin en la Unión Soviética y Winston Churchill en Gran Bretaña. (Charles de Gaulle llegó tarde, recién con la liberación de París, en 1944).
De todos esos personajes, en mi opinión el más novelable es Mussolini. Lo conocí primero desde el desprecio y la burla. Los cineastas italianos de la posguerra lograron ridiculizar la figura de Il Duce y mostrar los operáticos emblemas del fascismo en varias obras maestras. Es suficiente contemplar algunos documentales de la época para confirmar los aspectos más risibles del cabecilla de las camisas negras. No hay una sola pose de Mussolini que excluya el desplante, la bravata, la arrogancia. Proliferan las fotografías donde su perfil observa la lejanía (los dictadores nunca observan la lejanía de frente, como el resto de los mortales)  mientras sus puños descansan en el cinturón de su casaca militar.
Mussolini parece surgido de una ópera de Giuseppe Verdi, y su final, en el que compartió la ignominiosa muerte con su amante Clara Petacci en el Piazzale de Loreto, en Milán, el 27 de abril de 1945, es un gran melodrama. Pero era también un personaje trágico. Sus desplantes, su ampulosidad, formaban parte de su personalidad. Faltaban algunos datos. La máscara impedía analizar el verdadero rostro.
En cierta ocasión, cayó en mis manos un libro de Ray Moseley, Mussolini: The Last 600 Days of Il Duce, y realmente fue una sorpresa. Vivimos anegados en preconceptos y a mí, al menos, me fastidia verme obligado a alterarlos. 

No ha variado excesivamente mi opinión del hombre que gobernó a Italia entre 1922 y 1943. Creo que hay solo dos modelos de líderes: quienes abandonan el cargo dejando a su país más próspero, y quienes lo destruyen con sus ridículas ambiciones, su crueldad y su necesidad de acallar a quienes piensan distinto. Todo eso puede decirse de Mussolini, de Hitler, de Hirohito. Con Stalin, el veredicto de la historia es más fluctuante. Transformó a la Unión Soviética en una potencia mundial, pero ¿a qué precio? Su triunfo económico y político se erigió sobre una pirámide de cadáveres. Sojuzgó a varios países, trocando a cada uno de ellos en sucursales de su mediocridad, su paranoia, sus prácticas represivas. Y además, tenía la sordidez de un burócrata. Todo lo humano le era ajeno.
Es así que emerge Mussolini como un líder diferente. El retrato que arma Moseley muestra ribetes extrañamente humanos. No lo digo con intención de reivindicarlo, lo pienso como sujeto de una narración. De todos los dirigentes de la segunda guerra mundial, debe haber sido el único que fue también líder en el sacrificio.
Un reciente libro de Chiara Ferrari, The Rethoric of Violence and Sacrifice en Fascist Italy, señala que la abnegación, la pena y el sufrimiento formaron parte del discurso fascista.
Mussolini no solo se postulaba como ejemplo de paladín, sino también como un cordero para el sacrificio. Es evidente que detrás de la retórica urgiendo la creación de un hombre nuevo, estaban los oligarcas fascistas consolidando sus ganancias, reteniendo su poder económico, desmintiendo con sus vientres cada vez más voluminosos la idea de martirio que le inyectaban al pueblo.
Y ocurre que el cuerpo nunca miente. Voy a dar un ejemplo. Mi relación con Venezuela, desde hace décadas, es cotidiana, pero virtual. Mi aproximación ha sido siempre a través de los cables de las agencias noticiosas, o de la lectura de periódicos donde he trabajado. La perpetua presencia, la insistente distancia, me han permitido desarrollar una especie de mirada esquizofrénica. Desconozco la voz de los líderes de la Revolución Bonita, pero estoy al tanto de sus cuerpos, sus rostros y sus miradas.
Recuerdo un filme británico protagonizado por Tom Courtenay: La soledad del corredor de fondo. Era la historia de un joven de la clase obrera que llegaba a la universidad, especialmente por sus dotes de atleta. En la carrera final, la más importante de su vida (especialmente para las autoridades universitarias que buscaban en el triunfo del atleta su propia exaltación) el atleta pasaba fácilmente al frente. Sin embargo algunos metros antes de la meta frenaba su marcha y dejaba pasar a sus rivales. Luego empezaba a reírse a carcajadas del decano, desesperado ante esa derrota premeditada. Esa carcajada era precedida al comienzo del filme por otra, cuando el joven estaba observando la televisión, y escuchando un aburrido discurso de un dirigente político. De repente, el joven eliminaba el sonido del aparato de televisión. Privado de su voz, el dirigente político aparecía como un perfecto patán, cargado de gestos que nada explicaban.
Algo así me ocurre cuando analizo las noticias de Venezuela y comparo el discurso incorpóreo con los exaltados rostros sin voz, o esos ensanchados vientres cubriendo disfraces revolucionarios. El fallecido presidente Hugo Chávez Frías era un hombre casi enjuto cuando lideró el golpe del 4 de febrero. En sus últimos meses de vida se transformó en un ser voluminoso. Ese cuerpo desmentía sus palabras, las ridiculizaba, las hacía improbables.
Eso no ocurrió con Mussolini. Moseley dice que en los meses finales de la guerra, la hambruna comenzó a afligir a la población italiana, y el líder fascista empezó a comer las mismas raciones que sus compatriotas. Las fotos lo corroboran.
Mussolini fue un líder muy complejo, con atributos repelentes. Fue un racista, como lo demostraron sus leyes contra los judíos y sus despectivos comentarios sobre los negros. Sus ridículas aventuras bélicas en África, su invasión de Etiopía,  su ayuda al generalísimo Francisco Franco durante la guerra civil en España, y la ocupación de Albania fueron algunos de los clavos que sellaron su ataúd. Al mismo tiempo, tenía una cultura renacentista. Hablaba el alemán, el inglés, el español y el francés. Amaba la poesía de Goethe, era un experto en historia italiana, y recitaba de memoria La República de Platón, uno de sus libros favoritos.
Además, aunque poderoso, no era omnipotente. En julio de 1943, el Gran Consejo Fascista se hartó de sus fracasos políticos, y se rehusó a respaldarlo. El rey de Italia lo destituyó y ordenó su arresto. Semanas después, fue liberado de prisión en un rescate liderado por un capitán de las tropas de asalto nazi, y creó un gobierno fascista en Salo, en el norte de Italia.
En el interín, la resistencia italiana, una de las más poderosas de Europa, aumentó las actividades contra el régimen y el país se hundió en una catastrófica guerra civil, mientras la invasión aliada preparó el escenario para la confrontación con la Alemania Nazi. Nunca antes Italia había sufrido semejante devastación. Mussolini se convirtió en un trágico, impotente espectador. Finalmente, fue capturado tras el colapso de las divisiones alemanas, y ejecutado con su amante. Pero siempre tuvo idea de la gran historia, y del rol que ocupaba en ella. A diferencia del voluminoso comandante eterno, se reservó un modesto lugar en el escenario italiano, pese a ocuparlo durante dos décadas. Al final de su vida, éste fue su lema: “Aunque trabajo, y hago intentos, estoy convencido que todo es una gran farsa”.


     


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