Mario Szichman
“Si yo no fuese tan bueno y usted no fuese tan poeta,
me avanzaría a creer que usted
había querido hacer una parodia de La Ilíada
con los héroes de nuestra pobre farsa.
Usted sabe bien que de lo heroico a lo
ridículo no hay más que un paso”.
Carta de Simón Bolívar al poeta
José Joaquín Olmedo
Cuestionando su poema Canto a Junín
Escribí hasta ahora cuatro novelas instalando a Simón Bolívar en el papel
protagónico, o como su principal personaje secundario. En la última, aún
inédita, Bolívar compite con el
brigadier español José Ramón Rodil por el control de las fortalezas de El
Callao, situadas en las afueras de Lima. Fue uno de los episodios más crueles
de la guerra por la independencia de América Latina. Unas siete mil personas,
en su inmensa mayoría civiles, se refugiaron en los castillos. Al cabo de un
año de asedio por parte de las fuerzas al mando de Bolívar, seis mil trescientas
quedaron enterradas entre sus muros, o sus cadáveres fueron arrojados al mar,
en otro de los deplorables episodios de nuestra cruel e ignorada historia.
Los grandes personajes siempre alientan a los escritores. La pasión
desplegada por León Tolstoi para describir la invasión de Francia a Rusia
parece robustecida por la presencia de Napoleón Bonaparte –a quien odiaba con
un ardor que causa perplejidad, si se tiene en cuenta la irónica objetividad
del escritor hacia otros seres tan feroces o más mediocres que el emperador de
los franceses.
En relación a la figura de Bolívar, existe, creo, un parámetro distinto.
Hasta donde llega mi conocimiento, no conozco muchos países donde sus gobiernos
intenten resucitar fantasmas del pasado a fin de vestirlos con ropas modernas.
Los argentinos siguen obsesionados con Juan Perón, pero a nadie se le ocurre
implantar un gobierno sanmartiniano. Dudo, además, que algún dirigente del PRI
quiera hacer circular en México un émulo del cura Hidalgo.
Es una pena que el presidente Hugo Chávez Frías haya remodelado el culto a
Bolívar para hacerlo a su imagen y semejanza. Inclusive su curiosa idea de
revolución recibió el aditamento de “bolivariana”.
Hay frases que parecen esculpidas en piedra. Una de ellas es la de Carlos
Marx al enunciar en El 18 Brumario de
Luis Napoleón Bonaparte que “La historia se repite dos veces, la primera
como tragedia, la segunda como farsa”. El filósofo alemán atribuyó la frase a
Hegel, aunque es de su exclusiva creación. En su espléndido prólogo al
ensayo, Marx decía que “Los hombres
hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio”, sino en
eventos que transmite el pasado. “La tradición de todas las generaciones
muertas”, expresaba, “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
De la misma manera en que Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, decía Marx,
Cromwell y los ingleses buscaron en el Antiguo Testamento “el lenguaje, las
pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa”.
En el caso de Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón Primero, su
golpe de estado de 1851 no sirvió para glorificar las nuevas luchas, sino como
una excusa “para parodiar las antiguas”. Luis Napoleón, señalaba Marx, era “un
aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla
de muerte de Napoleón”.
Contrastar a los dos Napoleones, como hizo Marx, tal vez evitó que algunos
políticos sintieran la tentación de equipararse con sus próceres. Recién al
final de su dictadura, y cuando ya el Ejército Rojo merodeaba en Berlín, Adolf
Hitler se animó a favorecer paralelos con el rey Federico de Prusia.
Chávez fue
diferente. Desde el comienzo quiso emular al Libertador, y aquellos a quienes
el periódico Tal Cual bautizó con
expresión feliz de “jalabolivarianos”, se unieron a la empresa de considerar al
popular presidente como el alter ego de Simón Bolívar. Chávez aceptó agradecido
el reto. Lo que siguió después no hay narrador que pueda emularlo.
El escritor Augusto Roa Bastos solía decir que si Kafka hubiera nacido en
el Paraguay, sería considerado un costumbrista. El realismo mágico de Gabriel
García Márquez suena chatoe inconvincente a la hora de perfilar
un jefe de estado venezolano que manda desenterrar los restos del prócer máximo,
pues está seguro de que fue envenenado con arsénico por la oligarquía colombiana,
y es su intención descubrir a los criminales. (Los restos de muchos seres
humanos, al cabo de algunos años, muestran sedimentos de arsénico,
especialmente en el cabello y en las uñas. No es obra de la oligarquía
colombiana sino de la naturaleza, y de ciertos tipos de suelo).
Obviamente, si un jefe de estado
quiere resurgir con los atributos de un prócer enfrenta un problema: invita a
la comparación. Y para que ésta sea eficaz, es ineludible convertir a la
memoria colectiva del país en una fábula sin nexos con la realidad o, como
decía Cervantes, en una “historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos,
celebrada y aun creída de los viejos, y, con todo esto, no más verdadera que los
milagros de Mahoma”.
Pese a que la historia actual de Venezuela está repleta de episodios
sórdidos, desagradables, conmovedores, tristes e ingratos, un magma con el cual
es factible construir una excelente narrativa,
tiene un problema: existe una farsa que todo lo contamina, hasta en los
eventos más siniestros. No es la historia contada por un idiota, llena de
sonido y furia, sino una telenovela que tiene como protagonista al Joker, el
peor enemigo de Batman. Es preferible, por lo tanto, retroceder en el tiempo,
pasar de la farsa a una tragedia animada por personajes que, como dicen en
estas tierras Are bigger than life, esto es, monumentales. Es mejor que concentrarse
en gigantescos pigmeos políticos cuya única tarea consiste en sembrar la ruina.
EL BOLÍVAR QUE
AMO
No me pidan que les explique mi admiración por las batallas que ganó
Bolívar –fueron muy pocas, y Marx no estaba muy alejado de la realidad cuando
repitió, con Manuel Piar, la acusación de que era “El Napoleón de las
retiradas”– o su genio político. El hecho de que ya antes de su muerte se
disolviera la confederación de repúblicas que intentó crear, o su amargura ante
el páramo que abandonaba, muestra a un líder desesperado y desesperanzado. “La
América es ingobernable para nosotros”, le dice al general ecuatoriano Juan
José Flores. “El que sirve una revolución ara en el mar. La única cosa que se
puede hacer en América es emigrar. Este país caerá infaliblemente en manos de
la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles,
de todos colores y razas. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la
ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. Sí fuera posible que una
parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la
América”.
A Bolívar lo pueden acusar de muchas cosas, entre ellas de que entregó
generales patriotas a los españoles (Francisco de Miranda) o que mandó fusilar
a jefes militares que le hacían sombra tras juicios amañados (Manuel Piar, el
general Córdoba, el almirante Padilla), pero al menos no se mentía. Se quemó en
la llama de la guerra por la independencia, entró muy rico –era quizás el
mantuano más rico de la Gran Colombia– y murió con exactamente una camisa
ceñida al cuerpo. Es el héroe más antiheroico que haya dado América Latina,
cargado de defectos que son en parte sus virtudes, pues fue humano, demasiado
humano, nada acartonado o bolivariano. Tal vez lo condenó su exceso de
inteligencia, su profunda aristocracia. Podía ser muchas cosas, pero no un
nauseabundo populista. Cuando alguien le señaló que una política de halago a
las “castas” pondría en peligro los intereses de los propietarios, Bolívar le
respondió: “No tema usted por las castas; las adulo porque las necesito: la
democracia en los labios y la aristocracia en el corazón” . (Me pregunto cómo
harán los historiadores bolivarianos para torcerles el cuello a esas palabras a
fin de que signifiquen exactamente lo contrario y exhiban a Bolívar como un
jefe proletario).
Bolívar es como la muralla china revisada por Kafka. Podríamos hacer un
parafraseo y decir que es tan grande que ninguna leyenda se aproxima a su
grandeza, pero su gloria está cargada de sordideces, de una incómoda humanidad.
Y al mismo tiempo de un juicio tan agudo, tan malévolo, que tal vez contribuyó
a destruir sus ambiciones frente a seres carentes de grandeza política, como
José Antonio Páez o Francisco de Paula Santander. (Los verdaderos padres
fundadores de esas entidades políticas que hoy conocemos como Venezuela y
Colombia).
Si el lector desea adentrarse un poco más en el otro Bolívar, el admirable
Bolívar, debe revisar simplemente sus cartas al poeta Juan José Olmedo,
degustar la ironía y el buen gusto con que criticó su Canto a Junín.
Marcelino Menéndez y Pelayo, uno de los ensayistas españoles más
reaccionarios, y al mismo tiempo uno de los más honestos y de pluma muy sagaz,
tras renegar de la independencia latinoamericana y de sus líderes, tuvo que
rendirse admirado ante Bolívar, ante sus críticas literarias, que inclusive
mejoraron el largo poema. (Un crítico colombiano consideró infrecuente que el
héroe a quien está destinado una oda pueda corregirla de su puño y letra. Un
poco como si Aquiles se hubiera encargado de revisarle a Homero las estrofas de
La Ilíada). Menéndez y Pelayo agregaba
que el intercambio de opiniones entre Bolívar y Olmedo permitió ver “cómo el
hierro al salir de la fragua iba depurándose de las escorias”.
Bolívar, que según se trasluce por sus cartas, “era hombre de muy buen gusto
y de no vulgar literatura”, dice Menéndez y Pelayo, arremetió “contra la
ilusión local del patriotismo americano”, y señaló todos los lunares que
afeaban El Canto a Junín. La
introducción le pareció rimbombante,
muchos versos le resultaron prosaicos y
vulgares, o simples renglones
oratorios.
No olvidemos que el épico poema tenía como propósito exaltar la gloria de
Bolívar. Pero el Libertador pudo frenar a ese magnífico poeta y primer
jalabolivariano llamado Olmedo. Tenía demasiado sentido del buen gusto, de la
ironía y de las proporciones para aceptar la lisonja.
“Usted abrasa la tierra con las ascuas del eje y de las ruedas de un carro
que no rodó jamás en Junín”, le reprochaba Bolívar a Olmedo. “Usted se hace
dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter, de Sucre un Marte, de La
Mar un Agamenón y un Menelao, de Córdoba un Aquiles, de Necochea un Patroclo y
un Ayax, de Miller un Diomedes y de Lara un Ulises”.
Y precisaba luego: “Usted, pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha
precipitado en el abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el
pálido resplandor de nuestras opacas virtudes. Así, amigo mío, usted nos ha
pulverizado con los rayos de su Júpiter,
con la espada de su Marte, con el cetro de su Agamenón, con la lanza de
su Aquiles y con la sabiduría de su Ulises. Si yo no fuese tan bueno y usted no
fuese tan poeta, me avanzaría a creer que usted había querido hacer una parodia
de La Ilíada con los héroes de
nuestra pobre farsa. Usted sabe bien que de lo heroico a lo ridículo no hay más
que un paso”.
Y añadía Menéndez y Pelayo: el hecho de que Bolívar hubiera conservado “tan
buen sentido después de haberse hecho árbitro de su continente, vale casi tanto
como haber triunfado en Boyacá, en Carabobo y en Junín”.
Bolívar poseía la grandeza del hombre superior (No se engañen, no todos los
hombres o mujeres son iguales). Al final de su carta le pedía disculpas a
Olmedo por las críticas. “Perdón, perdón, amigo”, le decía, “la culpa es de
usted que me metió a poeta”. Y se despedía luego como “su amigo de corazón”.
Me imagino la humillación y la burla que hubiera infligido doscientos años
después el comandante eterno a quien hubiera incurrido en su disgusto por no
formular la adulación exacta.
Venezuela, mi querida Venezuela, la pobre Venezuela, está padeciendo ahora
una remodelación del culto a Bolívar para hacerlo a imagen y semejanza de Hugo
Chávez Frías. Su plan, que nunca ocultó,
era convertirse en el segundo Bolívar de la historia. Sus devotos acólitos
intentan convencernos de que ya es el
segundo Bolívar venezolano. Es de
presumir que si la cosa sigue así, en algún momento se convertirá en el
primero. La historia surge primero como tragedia, luego como farsa, y finalmente como una farsa
trágica.
Mario:
ResponderEliminarMe he quedado pensando en la novela de Bolívar que aun está inédita.¿Tienes pensado publicarla? Siempre he pesado que La Trilogía de La Patria Boba, será una eterna obra incompleta. Quizá por la nostalgia que inspira las novelas bien escritas sobre la historia de tu país y que, nunca, queremos que se concluya.
Un abrazo gigante!