Mario Szichman
El escritor argentino
David Viñas solía hablar de las “manchas temáticas” en la narración, una idea
muy brillante, y muy productiva pues permite organizar el análisis de una
escritura.
Algunos críticos
literarios dicen que no hablamos sino que “somos hablados”. El medio ambiente,
la época en que vivimos, dictan desde nuestros pensamientos hasta su expresión
final. Cuando James Joyce decía: “Ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de
conversación”, no sugería olvidarse del país, sino enfocar la conversación
desde un ángulo distinto. Pues aun cuando cambiamos de país seguimos hablando
de nuestro lugar de origen, inclusive si intentamos olvidarlo o lo comparamos
con el nuevo lugar de residencia.
Si hay una mancha
temática que me viene obsesionando desde hace décadas es la inflación. O mejor
dicho, la hiperinflación. En 1967 me fui por primera vez de la Argentina, un
país que en poco tiempo más celebrará las bodas de diamante con la inflación, y recalé en Venezuela, en ese entonces el
paraíso de la estabilidad monetaria. Recuerdo un chiste que circulaba en la
Argentina. Habían detenido a un funcionario público por enriquecimiento
ilícito, y tuvieron que dejarlo en libertad pues la inflación se había devorado
su dinero mal habido y no existía la figura jurídica del empobrecimiento
ilícito.
En 1967, en Venezuela, la
paridad cambiaria era de 4,30 bolívares por dólar, que se mantuvo hasta
comienzos de la década del ochenta, cuando el gobierno del demócrata cristiano
Luis Herrera Campins ordenó una devaluación. Ahora, con un bolívar fuerte
venezolano se puede adquirir 0,158730 de dólar. La inflación anual es del 63,4
por ciento, de creer en las cifras oficiales.
En cuanto a la Argentina,
la inflación podría alcanzar en el 2014 al 35 por ciento anual, de acuerdo a
Germán Fermo, del portal de economía Infobae.
En mi novela Los años de la guerra a muerte describí
la manera en que el primer gobierno patrio de Venezuela fomentó, sin querer, la
rebelión de los partidarios de España, y acrecentó las filas del temible
caudillo José Tomás Boves al lanzar a la circulación un sucedáneo de los
asignados, los billetes inventados por los revolucionarios franceses. El
atributo central de ese dinero era que carecía de respaldo en metálico.
Se considera a esos
billetes azules culpables directos de la llamada “rebelión de los pulperos”.
Nadie quería aceptarlos pues no valían
ni la tinta con que habían sido impresos.
Y en La trilogía del Mar
Dulce, especialmente en A las 20:25 la
Señora pasó a la inmortalidad y en Los
judíos del Mar Dulce, me explayé en
la inflación del primer gobierno peronista, que libró incesantes batallas
contra el agio y la especulación y siempre salió perdiendo. (Según los
peronistas, los “contreras” o enemigos del gobierno, fomentaban la inflación
para que “la canalla celebrara con champán”). Siempre me resultó interesante la
figura del agiotista, un personaje casi mítico del folklore peronista.
Inclusive inventé un agiotista del violín. El agiotista se enteraba de que era
posible un pogrom y que podría vender muchos de esos instrumentos. Le habían
dicho que ningún judío aceptaba ir a un campo de concentración si no llevaba
consigo un violín.
Quizás la mancha temática
de la inflación no sea tan prestigiosa como los linajes patricios, el incesto,
las fracturas históricas, o esas discusiones tan interesantes sobre el ser
nacional, pero a nivel narrativo es de una riqueza difícil de superar. Es como
la lepra social, puede trastornar la mentalidad de un pueblo, despojarlo de su
identidad, lanzarlo al vacío, facilitar la proliferación de tiranos, conducir a
la guerra civil.
BORRÓN Y CUENTA NUEVA
Tras uno de esos períodos
de hiperinflación, la Argentina se hundió en la dictadura militar, que hizo
desaparecer a entre 8.900 y 30.000 personas. Aún no se ha llegado a un acuerdo
sobre la cifra exacta. Me contaron, ignoro si será cierto, que en mercados al
aire libre de Buenos Aires vendían toda clase de objetos electrónicos y ropas.
Nadie sabía de donde provenían. Nadie tampoco se animaba a preguntar.
Los militares se hubieran
eternizado en el poder de no ser porque decidieron invadir las Islas Malvinas,
ya que eran argentinas. Fue uno de los periódicos ataques de locura de la clase
gobernante argentina. Tal vez influyó también la censura de prensa. La mayoría
de los columnistas de periódicos y revistas se sumaron al coro triunfal de
quienes estaban convencidos que la invasión, o la redención de las Malvinas,
sería un paseo militar. Y además, estaba la prédica despectiva. Los políticos
hablaban con desprecio de “El viejo y apolillado león inglés”. Sin discusión ni crítica, el enemigo suele
ser denigrado, y el adversario silenciado para que no lo consideren un traidor
a la patria. Inclusive una revista, no sé si era Noticias, trazó todo el
diagrama de lo que ocurriría durante la recuperación del territorio reclamado.
El redactor ni siquiera presumía la existencia de muertos en los combates. Como
máximo, la dislocación o fractura del pie de un paracaidista.
LA EXPLOSIÓN DEL INSULTO
¿Causa la hiperinflación
un incremento en la petulancia, la arrogancia y el lenguaje cruel? Quienes sigan las noticias de Venezuela
podrían pensar que sí. El enemigo está en todas partes, causa todos los males,
especialmente la escasez de productos esenciales, ha urdido cada asesinato.
Según cifras de las Naciones Unidas, entre los países que no sufren conflictos
bélicos, Venezuela tiene la tasa de homicidios más alta del mundo después de
Honduras. Esta semana fue asesinado el diputado oficialista Robert Serra y su
compañera María Herrera. De inmediato el gobierno acusó a la oposición, a la
CIA, y al ex presidente colombiano Álvaro Uribe por el crimen. Pero los
detalles que han surgido plantean muchos interrogantes sobre el caso. (Ver periódico
Tal Cual:
http://www.talcualdigital.com/Nota/visor.aspx?id=108630&tipo=ESP&idcolum=81)
El primero de octubre
pasado, en un discurso por televisión, la presidenta de Argentina Cristina
Fernández dijo que Estados Unidos estaba propiciando un golpe para derrocar a
su gobierno. Eso incluía su posible asesinato. El periódico británico The Guardian, no precisamente un órgano
de la derecha, señaló que el discurso había sido “rambling” (incoherente) y recordó que previamente, la jefa de
estado argentina denunció haber recibido amenazas de muerte del ISIS (siglas en
inglés de Estado Islámico de Siria e Irak ) a raíz de su amistad con el papa
Francisco. En cambio, en su discurso del primero de octubre, cambió el origen
del enemigo. “Si algo me ocurre, no miren en dirección al Medio Oriente”, dijo.
“Miren al Norte”.
El periódico indicó que
la denuncia fue formulada tras el rápido deterioro de las relaciones con
Estados Unidos luego de que el gobierno de Buenos Aires incurrió en cesación de
pagos en agosto.
The Guardian también mencionó que el estado mental de la presidenta fue
puesto en tela de juicio por la ex secretaria de Estado norteamericana Hillary
Clinton. En el 2010, en un cable diplomático que divulgó Wikileaks, Clinton
preguntó: “¿Está tomando algún medicamento para que la ayude a calmarse?” “¿Cómo lidia con su nerviosismo y angustia?”
La reacción de la
presidenta argentina parece algo exagerada. En Venezuela la hiperinflación era
un fenómeno desconocido hasta la llegada del chavismo al poder. Pero en la
Argentina se ha reiterado con enorme regularidad durante los últimos 70 años.
Raúl Veiga, del portal de economía Estrategas, dice que en ese lapso “la
Argentina registró tasas inflacionarias anuales menores al 10% solo 14 veces”.
En realidad, “En la historia económica argentina a partir de los años 40, la
baja inflación fue un fenómeno excepcional”.
Muy pocas veces la
percepción coincide con la realidad. Depende del observador. Basta analizar las
vísperas de cualquier episodio que concluyó en el despeñadero, ya sea la toma
de la Bastilla, la batalla de Waterloo, el asesinato del archiduque Francisco
Fernando de Austria y de su esposa, en Sarajevo o el Pacto de Munich.
Uno pensaría que guerra
avisada no mata soldado. Años de inflación o de hiperinflación en la Argentina
y ahora en Venezuela deberían preparar a sus habitantes. Curiosamente, eso no
ocurre. Lo que suele suceder es una recurrencia de las vísperas, y del
insospechado detonante.
Cuando estaba trabajando
en mi última novela, me puse a revisar la historia de la República de Weimar,
que abrió las puertas del nazismo. La república fue fundada tras la derrota del
káiser en la primera guerra mundial, y dio sus últimas boqueadas a comienzos de
la década del treinta, cuando Adolf Hitler llegó al poder.
Se han dado muchas causas
para el surgimiento del nazismo, pero es posible que sin la hiperinflación de
comienzos de la década del veinte del siglo pasado el Tercer Reich no hubiera
existido. Surgió como resultado puro y simple de la desesperación. Y es factible
que de no existir la necesidad de un chivo expiatorio capaz de explicar de
manera fácil la devastación económica, otra hubiera sido la suerte corrida por
seis millones de judíos.
Leí el caso de un alemán
que en su buena época había sido dueño de tres peleterías. En el 1903 compró
una póliza de seguros, y la fue pagando religiosamente cada mes. Saldó la deuda
veinte años después, en 1923, cuando ya la inflación se había adueñado de
Alemania. Con el dinero recaudado de la póliza apenas pudo comprar una barra de
pan.
Antes de concluir 1923,
el gobierno de Berlín empezó a imprimir billetes de mil millones de marcos. Un
dólar equivalía a un billón de marcos. El alemán al que aludí antes fue un día
a una cafetería y pidió una taza de café. El precio en el menú era de 5.000
marcos. Luego quiso tomar otra taza de café. La cuenta subió a 14.000 marcos.
El mozo le dijo que si deseaba ahorrar debía ordenar dos tazas de café al mismo
tiempo.
Al desaparecer el marco
como moneda confiable, los alemanes retornaron al viejo y confiable sistema del
trueque. Muchos empezaron a comprar pianos, sin importar si contaban con oído
musical. Los pianos eran desguazados y eran vendidos por piezas. (Por alguna
razón, los pedales eran muy solicitados, también las teclas).
Personas en buena
posición económica descubrieron de un día para otro que una mano invisible se
les metía en el bolsillo y se quedaba con sus ahorros. Seres exasperados
ofrecían diamantes, obras de arte, muebles, a cambio de oro, dólares o libras
esterlinas. Se erigieron galpones donde se canjeaban desde jabón y perfumes hasta hebillas para el
cabello. No todos los productos que se ofrecían habían sido adquiridos de
manera honesta. Abundaron los proveedores que se dedicaban a robar tuberías de
cobre o a destornillar de puertas de calle placas de bronce donde figuraban
nombres de médicos o números de casas. La gasolina se obtenía directamente de
automóviles estacionados de noche en las calles. También neumáticos,
asientos, bujías, correas del ventilador, alternadores.
Quienes crean que la
escasez causa rebelión, deberían pensarlo dos veces. La escasez suele causar
impotencia, resignación y promueve el eslogan de “¡Sálvese quien pueda!”
Tras el colapso de la
economía alemana vino su parcial restablecimiento, pero muchas personas
perdieron los ahorros de toda su vida, tuvieron que empezar de cero, cundió el
rencor, y en muchas ocasiones no se recuperó la honestidad previa a la
inflación. En esa atmósfera donde nada asombraba, especialmente la locura o la
crueldad, prosperaron los nazis. Necesitaron al menos una decena de años. El
vaciamiento económico fue acompañado del deterioro moral. Era necesario
encontrar el mal afuera, para no descubrirlo adentro. Un enemigo invisible les
había quitado a los alemanes los ahorros de toda la vida, y debería pagar por
ello. El demonio era fácil de identificar, la propaganda nazi lo mostraba en
todas partes, en afiches, en la portada de libros donde se denunciaban sus
vicios, en filmes, siempre con su nariz ganchuda, y un labio inferior que
sugería lascivia. El mantra era que una vez se libraran de los judíos, Alemania
sanaría.
Por alguna extraña razón,
el ser humano siempre avizora el mal. En la mayoría de los casos llega tarde
para evitarlo.
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