Mario Szichman
The suspension of disbelief, la interrupción de la incredulidad, era casi una
obligación en las comedias de Bob Hope. El espectador estaba sumergido en la
trama y de repente se mostraba un primer plano del actor, quien giraba la
cabeza hacia el público en la sala y formulaba un comentario presuntamente
gracioso vinculado con alguno de los personajes de la película.
La segunda vez que
observé a Bob Hope en uno de esos apartes dejé de ver sus películas. Debía
tener ocho o nueve años, pero los niños poseen una enorme percepción, hasta que
los maestros y profesores les moldean el cerebro y les obligan a repetir como
loros. Por suerte, en ocasiones, los maestros llegan tarde. El niño ha tenido
ocasión de descubrir, gracias a un extraño, maravilloso descuido de sus
mayores, algunas novelas bastante subversivas, como Las aventuras de Huckleberry Finn, Alicia en el país de las maravillas, La isla del tesoro, y especialmente Los viajes de Gulliver, cuyo realismo y sadismo supera cualquier
imaginación calenturienta. (Y si no me
creen, lean el capítulo dedicado a los inmortales).
Creo que los apartes son
tan antiguos como el teatro. Nunca entendí qué función cumplían. Pero la
literatura está repleta de restos vestigiales, como la cola del mono en el
hombre, y supongo que tiene algo que ver con la vanidad del escritor, o con sus
remordimientos.
Recuerdo un simulacro de
aparte en Misery, que para mí sigue
siendo la mejor novela de Stephen King. Es el relato donde King más se acerca
al genio, y en que aborda su oficio con más perspicacia. La historia es la de
un escritor que sufre un accidente con su vehículo y es salvado de la muerte
por una admiradora. Mientras el escritor se va recuperando de las heridas, la
admiradora le consigue una vieja máquina de escribir para que redacte otra
novela, pues cree que de esa manera evitará la depresión. Como en el relato de
Evelyn Waugh The Man Who Loved Dickens,
el escritor descubre que se ha convertido en prisionero de su benefactora. El texto está escrito con gran ironía y economía de medios. A medida que el
narrador avanza en su escritura le ocurren una serie de percances. Su máquina
de escribir pierde algunas letras, dificultando la comprensión del texto, en
otras ocasiones la trama se interpone con la realidad. La figura de la admiradora
se hace cada vez más temible, sugiere toda clase de cambios a la novela en
ciernes, mezcla las medicinas del escritor con codeína, para bajar sus
defensas, y cuando éste intenta huir, lo mutila.
Pero, a mitad de camino
ocurre un incidente que siempre me hizo recordar los apartes de Bob Hope. La
admiradora acusa al escritor de engañarla, y el escritor recuerda entonces una
escena en que su ex esposa le formuló similar acusación, aunque no se trataba
de una admiradora sino de su agente literaria. Creo que en ese capítulo tan
discordante del resto de Misery hubo una intrusión de la realidad. Siempre
sospeché que esa acusación de infidelidad no provenía de la admiradora hacia el
protagonista de la novela, sino de la esposa de Stephen King hacia su marido.
DEL APARTE A LA CREENCIA
El aparte enfría una
situación. Nos obliga a recuperar la posición de testigos. A Bob Hope el aparte
le salía mal. Pero no a Buster Keaton. Creó varias obras maestras, pero nada
tan surrealista como Sherlock junior.
No hay en todo el cine hablado algo que se parezca a ese filme. (Por cierto, la
actriz Mary Pickford solía decir que el cine parecía haber sufrido una
involución, y que el cine hablado, con su primitivismo, había precedido al cine
mudo). Sherlock junior es la historia
de un aprendiz de detective que descubre en una película un drama similar al
suyo. El protagonista se introduce en el filme, y altera el guión. La magia de
Buster Keaton fue que en ese aparte logró al mismo tiempo introducir la
interrupción de la incredulidad.
Pero se trata de un caso
excepcional. Supongo que en líneas generales preferimos abandonar el recelo y
hundirnos en una narración, en un filme, sin advertencia alguna.
Cornell Woolrich escribió
un excelente relato de horror que tiene como protagonista a un niño: Si muriera antes de despertar. A fines
de la década del cuarenta y comienzos del cincuenta, Hollywood produjo varios
filmes basados en el mismo tema. No recuerdo si se ha hecho un filme con el
cuento de Woolrich, pero al menos dos tienen como protagonistas a niños. En un
caso, se trata del niño que llamó al lobo en excesivas ocasiones. El
protagonista tiene una gran imaginación y siempre está inventando cuentos de
aparecidos o de asesinatos. Hasta que finalmente presencia un asesinato de verdad,
y nadie le cree. Excepto, obviamente, el asesino. Después está The Bad Seed, un filme basado en una
novela de William March, que narra la historia de una asesina de ocho años de
edad. La novela es excelente. March tuvo el tino de contar la trama desde la
mirada de la madre, pero la versión
cinematográfica seguramente perdurará gracias a Patricia McCormack en el rol
de la malvada niña. La actuación de McCormack fue tan plausible que el director
Mervin LeRoy tuvo que añadirle una secuencia, tras el final, intentando mostrar
que por una parte estaba la actriz, y por el otro lado la asesina del filme. En
esa secuencia la niña hacía toda clase de travesuras con la actriz encargada de
interpretar a su madre. Dudo que el público haya quedado muy convencido de la
dicotomía. Pues para compensar por los apartes, el público suele fusionar al
villano con la persona que lo encarna.
Recuerdo que en mi
infancia propalaban una radionovela muy popular, Fachenzo el maldito. Obviamente, su protagonista era un villano. El
actor consiguió tanto éxito que formó una compañía teatral y difundió la obra
en pueblos del interior de Argentina. El problema era que cuando concluía la
función, algunos vecinos del lugar esperaban al protagonista en las
inmediaciones del teatro para molerlo a golpes. Sospecho que Fachenzo se había
quedado con los ahorros de su pobre madre, posiblemente una costurera, y que
con su infamia había arrastrado a su hermana por el camino de la prostitución.
El intérprete de Fachenzo nunca pudo convencer al público de que una vez librado
del maquillaje y de sus ropas de malvado era un buen padre de familia.
Se me ocurre ahora: tal
vez los apartes de Bob Hope, un actor surgido del vodevil, eran la manera de
frenar alguna reacción adversa de sus admiradores. Lamentablemente, si bien fue
un actor muy famoso, nunca logró la celebridad del protagonista de Fachenzo el maldito. El mejor homenaje
que podía rendirle el público, el sello de su gloria, era enviarlo al hospital
tras cada una de sus funciones.
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