Mario Szichman
Robert Louis Stevenson no solo fue el autor de la mejor novela para
niños: La isla del tesoro, y del
mejor relato de horror: Dr. Jekyll and
Mr. Hyde, sino además un portentoso lector, pues incitaba al hábito de
aferrarse a la página impresa tras descubrirnos sus placeres. Es suficiente
leer su elogio a El vizconde de
Bragelonne, de Alejandro Dumas –que consideraba una novela superior a Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo– para salir
corriendo a buscar una copia. (El lector no quedará defraudado).
Hay libros que pecan de inclasificables. ¿Dónde podemos ubicar a La biblia en España, de George Borrow?
(por cierto, otro de los favoritos de Stevenson). En noviembre de 1835, mientras
se libraba en España una más de las numerosas guerras civiles que padeció la
Madre Patria, Borrow, un promotor de la biblia protestante, viajó a la
Península con el propósito de difundir su credo.
El único libro que se aproxima a sus aventuras es el Gil Blas de Santillana. Borrow
conoció a todos los estratos de la población española, desde el primer ministro
hasta el último de los mendigos, y cada encuentro con un personaje fue diseñado
como un aguafuerte. ¿En qué estante colocar La
biblia en España? No es un libro de viajes, en el estricto sentido de la
palabra. De no ser por las fechas, o los nombres y apellidos de personajes
famosos, o la mención de eventos históricos, podría leerse como una novela
picaresca o de aventuras.
Y después, en el territorio de la narrativa policial hay tres novelas que dejan
boquiabierto a los lectores, y que carecen de antecedente o consecuente, un
poco como el Tristram Shandy de
Lawrence Sterne en el campo de la literatura clásica. Quien se halle convencido
de que el Ulises de James Joyce es
una obra innovadora, podrá verificar con asombro que Sterne enfiló dos siglos
antes en una dirección mucho más ambiciosa. Buena parte de la novela transcurre
mientras el protagonista se halla aún en el útero materno. Sterne usó hasta
recursos tipográficos para poner patas arriba la narrativa, por ejemplo, ubicar
la portada y contraportada en páginas interiores. También describió con la
precisión de un entomólogo el ascenso por una escalera. Y eso sin descuidar un desembozado
erotismo, que a veces llega a la escatología, una ironía muy sutil, o el humor
más chabacano.
Un poco el equivalente del Tristram Shandy entre los mysteries son The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers, Eye of the Beholder, de Marc Behm, y The Nothing Man, de Jim Thompson.
La novela más fascinante de ese grupo, y posiblemente la más difícil de
traducir, es The Red Right Hand. Lo
que Stevenson aplicaba a la lectura de El vizconde de Bragelonne puede
aprovecharse para la novela de Joel Townsley Rogers. Se necesita una
cama muy cómoda, una chimenea encendida, y una nevada en el exterior para
disfrutar inmensamente de su lectura. La narración se inicia con un médico, el
doctor Riddle, refugiado en una vivienda de Connecticut, aguardando a que un grupo
de policías descubran a un asesino oculto en los alrededores. Su único
acompañante es una bella adolescente cuyo novio ha sido asesinado por un ser
grotesco, cuando ambos se dirigían a un juzgado de paz para contraer nupcias.
El lector aguarda junto con el narrador la irrupción del asesino en la
vivienda.
Rogers combina el suspenso con el
terror de una manera desusada. A diferencia de otros narradores del mainstream, obliga a varias relecturas
de la novela. Cuando finalmente se llega al desenlace, hay que volver a leer al
principio, pues todas las claves que manejaba el doctor Riddle (riddle es en
inglés adivinanza) son una serie de acertijos, insertos unos en otros, como en
la caja de un ilusionista. La real magia de Joel Townsley Rogers es conseguir mantener
el suspenso hasta el final.
Eye of the Beholder
funciona con otros parámetros, pero en la misma vena de empujar la narración
hasta los límites. Una traducción no literal del título sería: Todo depende del
cristal con que se mira. Pero “Eye”, en inglés, es sinónimo de detective, y el
protagonista de la novela es un detective cuya esposa lo abandonó llevándose a
su hija pequeña. El detective posee algunas fotos de su hija, cuando
tenía unos siete años de edad. Han pasado casi veinte años, y de repente, por
una serie de datos que ignoramos si son reales o productos de su imaginación,
el detective decide que ha encontrado a su hija. Hay un solo problema: la mujer
es una asesina profesional, cuyo único hobby es leer incansablemente el Ricardo
III de Shakespeare, o hacer crucigramas. La presunta hija del detective es un
vendaval que cambia de amantes como de pelucas. Y con cada cambio de peluca
comete un asesinato, roba el dinero de su amante, y se hace cada vez más
próspera, recorriendo de una punta a otra el territorio de Estados Unidos
buscando nuevas presas. La vuelta de tuerca de la novela es que el detective
empieza a seguir a la que presume es su hija no para arrestarla, sino para
protegerla y ayudarla a borrar las huellas de algunos de sus asesinatos.
Aunque algunas piezas del magnífico ensamblaje de Behm pertenecen al teatro
del absurdo, es evidente que lo fascinaba la tragedia griega. Si alguien quiere
encontrar el significado exacto de la palabra catarsis, puede descubrirlo en el
final de Eye of the Beholder.
Por último está The Nothing Man,
de Jim Thompson. En la narrativa policial norteamericana Thompson hace quedar a
los grandes gurúes: Raymond Chandler, Dashiell Hammett, o John D. Macdonald
como aventajados amateurs. Recuerdo haber conversado con Arnold Hano, uno de
los editores de Lion Books, la casa
editorial donde el novelista publicó sus paperback
originals.
Aunque los pulps estaban escritos
a toda carrera por algunos de los mejores practicantes del oficio, contaban con
una asesoría que inclusive hoy es difícil de encontrar en editoriales serias.
Hano tenía en su escritorio algunas sinopsis de novelas para distribuir entre
su elenco de escritores. Las sinopsis se basaban en los clásicos griegos o
romanos, o en la narrativa rusa y francesa del siglo diecinueve. Tal vez no
abundaba Sigmund Freud o James Joyce, pero quien escribía para Lion Books terminaba muy familiarizado
con Edipo Rey, Antígona, Ana Karenina, Crimen y Castigo, o La piel de zapa. El aporte de Thompson fue subvertir la narrativa
incorporando la sátira de Addison, de Swift o de Butler, o el lugar común. The Killer Inside Me es la historia de
un alguacil tejano, Lou Ford –junto con
Nick Corey, de Pop. 1280, el
villano más horriblemente simpático del policial norteamericano (por no decir
de toda su literatura), cuya técnica consiste en matar literalmente de
aburrimiento a sus potenciales víctimas torturándolas con frases hechas antes
de eliminarlas de la faz de la tierra.
Pero en The Nothing Man Thompson
dio un paso más. Su protagonista es un periodista que ha perdido su virilidad.
Comete una serie de asesinatos, los confiesa, y la emasculación sufrida durante
la guerra es el salvoconducto que garantiza su impunidad.
Toda la narrativa de Thompson está impregnada de esa magia negra. Savage Night es el relato de un asesino
enteramente dotado de prótesis que al final de la narración se desvanece en el
aire como el gato de Cheshire. The Golden
Gizmo comienza de esta manera: “Fue poco antes de concluir su labor de ese
día que Tod Kent conoció al hombre sin quijada y al perro que hablaba” (hay que
retroceder al Diario de un loco de
Nikolai Gogol para encontrarse con un texto parecido). A Hell of a Woman concluye en dos relatos
superpuestos de un héroe totalmente escindido. The Grifters tiene una Yocasta del siglo veinte que reemplaza a su
hijo en el crimen final, y en The
Getaway, una pareja de atracadores de bancos realiza un ascenso simbólico a
la ciudad de El Rey, y un descenso literal al infierno.
Al igual que Thompson, tanto Joel Townsley Rogers como Marc Behm son
inclasificables, e inatrapables porque escriben en el presente desde un remoto
pasado. Por alguna extraña razón, se han librado de la grasa, la exposición, el
esclarecimiento, y avanzan raudos por el territorio de la sinopsis. Creen que
la vida es un misterio, una caja de Pandora, un rompecabezas, sin principio ni
final, que los dioses controlan nuestra providencia, que incurrimos en varios
destinos a la vez, y que Dios sí juega a los dados con el universo, aunque
Einstein estaba en contra de esa tesis.
En los tres autores prima una disolución, ya se trate del significado de un
texto, de la apariencia de normalidad, o de la justicia como esencia. Creo que
el más inquietante sigue siendo Jim Thompson; recuerda a esos autores de dramas
litúrgicos que apelaban a la pornografía para divulgar su credo religioso.
Así que leíste Bible in Spain! Creía que era algo caído en el olvido. Yo leí algunos pasajes hace muchos años, y me acuerdo del siguiente: Después de cruzar los Pirineos sin ningún problema, Borrow se entera de otro grupo que fue asaltado, robado, molido a palos y algunos asesinados. Entonces agradece a Dios por Su infinita misericordia. Maravilloso, ¿no?
ResponderEliminarDaniel: sensacional la cita. (Y la memoria). Creo que ni el mismo Borrow estaba al tanto de la calidad de su texto. El creyó que escribía un libro más de viajes. La Biblia en España demuestra una vez más que siempre conviene la mirada del Otro. ¿Podemos analizar las novelas de Walter Scott de la misma manera tras leer Un yanqui en la corte de rey Arturo, de Mark Twain?
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