Mario Szichman
Los mejores estantes de mi biblioteca,
aquéllos ubicados a la altura de los ojos, están dedicados a una selecta
antología de novelas que no pienso leer. Es una colección que he ido atesorando
con esmero, durante muchos años, en los distintos países en que he vivido.
Comenzó en Buenos Aires, cuando era apenas un adolescente; continuó en Bogotá y
luego en Barranquilla, prosiguió en Caracas, Washington y ahora en Nueva York.
Todas esas novelas han sido muy
elogiadas por la crítica. Aportan algo nuevo para entender la sociedad en que
vivimos. Revelan nuestra sexualidad oculta, concretan maravillas con el
lenguaje. Generalmente, son el después. Existe un antes, y luego viene esa
novela, que representa el después.
Mi colección se va convirtiendo en un inventario
de todas las novelas cuya lectura jamás iniciaré. Ya tengo 142 libros que no pienso
leer. Tal vez en menos de diez años esa colección conste de unos 200 libros
cuyas páginas estarán siempre cerradas a mi escrutinio.
Reconozco que no es una considerable colección.
Por otra parte, tampoco estoy en condiciones de hacer cotejos. No conozco una
sola persona que se vanaglorie de un repertorio similar, aunque abundan quienes
aseguran haber leído una novela tras examinar apenas la contraportada. En mi
adolescencia definían esas aproximaciones a un texto como “lecturas de sobaco”,
por el sitio donde las insertaban sus portadores.
(Por cierto, una de las condiciones de toda
novela que no pienso leer es que carezca de contraportada. Pues la menor
tentación generada por esa contraportada podría forzarme a abrir las páginas y
a leer un texto previamente estimado indeseable, menguando así la colección de
libros que no pienso leer).
Ernest Hemingway decía que el escritor
solo podía redactar un número de páginas por día. Inclusive si se sentía
inspirado, debía frenar el torbellino de ideas cuando aún quedaba gasolina en
su tanque. Luego, podía dedicarse a otras tareas, descansar, soñar –el gran
motor de un narrador– y al día siguiente reanudar la tarea seguro que su musa
le dictaría palabras inefables.
Quizás abstenerse de ciertas lecturas
ayuda al escritor. Nuestra natural propensión es aceptar con fervor toda clase
de ladrillos literarios porque duendes agazapados en las editoriales inventan cada
día nuevas maravillas sin cuyo hallazgo parecería imposible concretar la tarea
intelectual. Cada generación nos entrega su cuota de textos indigestos en los
cuales confiamos con la ingenuidad con que aceptamos textos sagrados – y que padecemos
con similar contrariedad.
La admirable prosa de Juan Rulfo está
nutrida de las lecturas de autores escandinavos, especialmente de Knut Hamsum. Muy
pocos de los colegas de Rulfo han mostrado similar predilección por esos
escritores. Eso ha representado una afrenta para algunos críticos, quienes
aseguran que Rulfo abrevó en realidad en la escritura de William Faulkner. Al
parecer, el problema con esos escrutadores de textos es que leyeron a Faulkner
y no se molestaron en leer a Hamsum. Y los críticos acostumbran a quedarse con
la última palabra. Aunque el mismo Rulfo desmintió la influencia de Faulkner,
los críticos aseveran que el narrador mexicano “mintió”, pues están más
enterados que Rulfo de sus verdaderas lecturas.
A veces, la literatura escarnecida
ayuda más a un escritor que la gran literatura. Cervantes devoraba novelas de
caballería. Por cada Tirant lo Blanc,
hay mil narraciones imposibles de fagocitar, pero Cervantes sabía encontrar las
pepitas de oro en la arena.
Roberto Arlt, el único genio que ha
dado la literatura argentina, abrevó en Emilio Salgari y en Ponson du Terrail.
En El juguete rabioso, otra de sus
excepcionales novelas, el protagonista señala: “Cuando tenía catorce años me inició en los
deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz… Decoraban
el frente del cuchitril las polícromas caricaturas de los cuadernillos que
narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano”. De esa
manera, los argentinos tuvieron un Louis Ferdinand Celine sin saberlo, aunque
el autor de Viaje al fin de la noche
era mucho más culto que Arlt.
Siempre he pensado que la tarea más
interesante de un narrador es descubrir un texto del que nadie habla, en lugar
de caer de espaldas ante las nulidades engreídas celebradas por otros seres aún
más presumidos. Hamsum iba por la buena senda, Arlt marchaba por territorio
seguro. Cuando Dickens empezó a escribir, no se preocupó por revisar la tediosa
literatura inglesa del siglo diecinueve o los fabulosos narradores franceses de
la misma época. Creyó que toda la sabiduría del mundo estaba concentrada en
Tobias Smollet, cuya virtud era contar historias muy interesantes en un estilo picaresco,
y usar como protagonistas a seres adictos a la aventura. No voy a incurrir en
el error de dar consejos, pero sugiero al lector que revise dos de las novelas
de Smollet: Las aventuras de Roderick Random y Las aventuras de Ferdinand Count Fathom. Me parece que tropezará con una escritura
muy apasionante.
LA TAREA DEL COLECCIONISTA
Otro de los problemas que sufro al archivar novelas que
no pienso leer es que carezco de guías. Hay multitud de antologías de Los Mejores Cien Cuentos de la Literatura
Anglosajona, o sumarios de Las
Mejores Cien Novelas de la Literatura Universal, pero ni uno solo está
dedicado a Las Cien Mejores Novelas Que Uno
Debe Abstenerse de Leer. Y eso me obliga a ser crítico y guía de esos
libros a los que nunca accederé. A veces, glosando a Borges, pienso que se
trata de un “desvarío vasto y empobrecedor” guardar esos volúmenes. Mi tarea,
aparte de infructuosa, se confunde con la de otros profesionales que hacen lo
mismo por razones prácticas: bibliotecarios y bibliófilos. Sin embargo, actúan en
un territorio diferente. Lo mío es enteramente original, carece de antecedentes
o consecuentes, y no me brinda beneficio alguno.
Los profesionales de la recopilación de libros
pueden decidir a su libre albedrío si leen o no los volúmenes que caen bajo su amparo.
Cada libro que pasa por sus manos es un objeto sin carga emocional alguna.
Pueden echarle una ojeada, revisar su índice, tocar sus hojas para verificar su
estado. E inclusive, si así lo deciden,
también están licenciados para leerlo, algo que me está vedado. Si bien puedo
releer tres o cuatro veces mis novelas favoritas, es imposible ejecutar la
misma acción con novelas que no intento leer. Después de negarme a leer esas
novelas por primera vez, ¿cómo puedo emprender la laboriosa tarea de rehusar su
lectura en tres o cuatro ocasiones distintas?
Releo mis libros favoritos porque
siempre les encuentro algo nuevo. Tal vez mis años, tal vez otra clase de
experiencias, me ayudan a iluminar zonas del texto que antes había descuidado o
ignorado. Abundan los ejemplos: disfruté mucho de una novela que ahora
encuentro un poco exasperante, The
Catcher in the Rye, de J.D. Salinger (su título ha sido traducido como El cazador oculto, o El que atrapa en el centeno). La primera
vez que leí la novela me adivirtió mucho la ingenuidad del protagonista, un
estudiante con muchos problemas emocionales. Un día toma un taxi, y le pregunta
al conductor si sabe dónde se esconden en el invierno los patos del Central
Park de Nueva York. Así se inicia una discusión muy amena y absurda.
Holden Caulfield, el protagonista,
siempre tropieza con personajes que están fascinados con alguna investigación
que nunca llegará a la academia. Uno de ellos colecciona un catálogo de súper
machos del cine que, está convencido, son gay.
Pero ya a la segunda lectura, pensé que Holden Caulfield era lo que aquí
califican de weirdo, un ser bastante
desequilibrado, cuya búsqueda de la pureza está cercana a la psicosis. Había
demasiado del escritor Salinger detrás del protagonista.
No sé cuántas veces releí Crimen y Castigo, pero recién a la
tercera descubrí al fiscal que investiga el asesinato de la usurera, un gran profesional armado de una impecable lógica. En las dos
primeras ocasiones, ese fiscal era para mí un punto ciego.
Eso no ocurre con las novelas que no
pienso leer. ¿Cómo puedo saber si la tercera o cuarta oportunidad será superior
a la primera?
Y después está la selección. Es imposible
enterarse por anticipado de la necesidad de no leer un libro sin antes leerlo.
Algunos de ellos tienen índices, y pueden informarme por qué no debo leerlos.
Pero ¿qué ocurre cuando les falta el índice? ¿Dan los títulos alguna conjetura
de por qué debo abstenerme de leerlos? Puedo ignorar vastos campos del saber universal
y limitarme a ampliar mi ignorancia en temas que sí me interesan. Ese sí es un
problema.
Hay autores que admiro y otros que
detesto. Pero, ¡cuántos autores que admiro están en ocasiones muy por debajo de
sus méritos! ¡Y cuántos autores que detesto han logrado a veces descollar a
pesar de sí mismos! La indecisión de
optar entre esas lecturas que me niego a emprender es a veces una completa
agonía.
Estoy seguro de que muchos de esos libros cuya
lectura me está vedada no son necesariamente mediocres o malos. Por el
contrario, creo que pueden enseñar muchísimo al escritor, mucho más que los
buenos libros.
¿Aumenta mi ignorancia al desechar esas
novelas? ¿Estoy perdiendo un discernimiento capaz de descubrirme nuevos mundos?
¿Acaso ese rechazo a abrir una novela que no pienso leer me está despojando de otro
Kafka, un nuevo Céline, un flamante Faulkner? Eso es imposible de saber. Para
eso tendría que iniciar sus lecturas.
Estimado amigo Mario nos dejas un mal regusto, ya que yo y muchos lectores quizas esperabamos con alguna ansiedad, tu lista de novelas que nunca leerias, en particular aquellas que por algun sector particular son consideradas como "incunables",
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