domingo, 12 de octubre de 2014

Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda



Mario Szichman

The unmentionable odour of death
Offends the September night. 
W. H. Auden

El crítico Graham Robb dice que Balzac solía escribir sus novelas “ensanchando las frases para convertirlas en párrafos y los párrafos en capítulos”.  Es una idea muy atractiva, pero dudo mucho que ese haya sido el método de trabajo del narrador. Se aplica mejor al periodismo, y posiblemente al ensayo, aunque en este último caso resulta menos factible.   
Los ensayos suelen desplegarse en las dos dimensiones de la cronología y las novelas en las tres dimensiones de la diacronía. No es frecuente que un ensayista coloque el carro antes que los caballos y empiece hablando del personaje principal en uno de los momentos cruciales de su carrera, o en el período en que su única alternativa era suicidarse. La evolución de un ser sobresaliente obliga a ensanchar las frases para convertirlas en párrafos y los párrafos en capítulos. Es casi imprescindible explorar sus ancestros y su formación intelectual.
            La novela, en cambio, requiere primero mostrar al personaje de crisis en crisis, y eso obliga a descartar la sucesión de escenarios. En realidad, creo que las novelas se escriben de atrás para adelante, pues si el narrador ignora dónde va a concluir el relato, mejor que ni empiece.
En ese viaje a la semilla, el narrador tropieza muy rápido con el principal obstáculo de tres dimensiones: los personajes. Esos seres opinan, y uno de los principales temas de discusión es si pueden sumarse al elenco de los otros héroes de la novela. La narración urge vínculos, no tolera los seis grados de separación.
Quien desee escribir un ensayo sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001, puede incluir numerosos personajes, vivos y muertos, sin alterar el interés del lector. Pero la mayoría de esos seres sobran en un relato cuyos atributos tridimensionales se plasman en las estratagemas de otras personas. En la narrativa, siempre menos es más. Saturar una novela de personajes interesantes, lejos de hacer el texto más atractivo,  embota los sentidos y perturba la lectura. En realidad, una de las técnicas más habituales en el arsenal del escritor es el carácter compuesto, fusionar varios seres humanos en uno solo. Después de leer La guerra y la paz,  mi recomendación (fervorosa) es examinar el libro de Kathryn B. Feuer sobre el génesis de la novela de Tolstoi. Es difícil encontrar otro ensayo que ilumine con tanta clarividencia el proceso de creación de un escritor, excepto por los diarios que dejó Fiodor Dostoievski mientras redactaba sus principales novelas. Tolstoi erigió a los protagonistas de ese romance escindiendo su propio yo en las figuras del príncipe Andrei Bolkonsky y del millonario bastardo Pierre Besujov.
Cuando estaba escribiendo La región vacía, que analiza los ataques del 11 de septiembre, había personajes que me resultaban fascinantes, y situaciones muy novelescas. Les voy a dar un ejemplo de varios de las decenas que nunca se incorporaron al relato.
Cuando dos aeronaves comerciales se estrellaron contra la torre norte y sur del World Trade Center, se convirtieron en hornos crematorios. Se estima que la temperatura superó los mil grados centígrados y, como sabemos a partir de la famosa novela de Ray Bradubry, el papel arde a los 451 grados Fahrenheit, esto es, 232 grados centígrados. Sin embargo, hubo ocasiones en que el papel “sobrevivió” a los incendios.   
La señora Donna Snyder, de la población de Rochester, en el estado de New Hampshire, envió al club Allegro, de Irvine, California, un cheque por  170 dólares. El cheque era la cuota mensual que Snyder enviaba al club para financiar sus vacaciones invernales en Aruba.
La carta de la mujer viajaba en la bodega de carga de una de las aeronaves secuestradas por miembros de al-Qaida. El avión se estrelló, el incendio vaporizó literalmente a los viajeros y tripulantes, pero la misiva quedó apenas chamuscada.
El 12 de octubre de 2001, Snyder recibió su carta de retorno, dentro de otra envoltura. La carta, con el cheque en su interior, no parecía muy dañada, y estaba intacta la estampilla que mostraba la imagen de un soldado de la Segunda Guerra Mundial abrazando a una mujer.  
Junto con la carta chamuscada había una nota: “A quien pueda interesar. Esta carta fue hallada flotando en una calle, en Nueva York. Lamento si usted sufrió alguna pérdida en esa tragedia. Sinceramente, su amigo en Nueva York”.
La señora Snyder descubrió luego que su carta era una de dos piezas de correspondencia recuperadas de los aviones estrellados contra las torres gemelas.   
Larry Toto, un electricista de 28 años de edad, quien residía en Staten Island, uno de los condados de Nueva York, encontró la carta. Toto había perdido a su mejor amigo, Neil Dollard, cuando colapsaron las torres. Dollard había sido el padrino de boda de Toto, y hubiera sido el padrino del niño que aguardaban Toto y su esposa. “Era la clase de persona con la cual yo quería conversar todos los días. Me siento muy solo desde que lo he perdido”, le confesó Toto a la señora Snyder.
A partir de ese momento, surgió una estrecha amistad entre ambos. Aunque Toto no quería ponerse demasiado espiritual, siempre pensó que el hallazgo de la carta de la señora Snyder era un mensaje de su amigo Dollard desde el más allá.

SEPARADOS POR 100 METROS DE DISTANCIA,
UNIDOS POR LA ETERNIDAD

Entre las pasajeras del vuelo 11 de American Airlines que se estrelló contra la Torre Norte figuraba Paige Farley Hackel. En principio, Hackel debía viajar a Los Angeles con su inseparable amiga, Ruth Clifford McCourt, y con su hija de cuatro años, Juliana Valentine, pero a último momento no pudieron obtener boletos en el mismo avión. Por lo tanto McCourt y su hija tomaron el siguiente vuelo para Los Angeles: el vue1o 175 de United Airlines, que concluyó su jornada en la Torre Sur.
Ronnie Clifford, hermano de Ruth Clifford McCourt, tío de Juliana Valentine, amigo de Paige Farley Hackel, trabajaba en una oficina de la Torre Sur del Word Trade Center. Cuando el avión de United Airlines vuelo 175 se estrelló entre los pisos 78 y 84 de la Torre Sur, Ronnie Clifford logró escapar justo a tiempo del edificio.
Entre tanto, los cadáveres carbonizados de su hermana Ruth, y de su sobrina Juliana Valentine, estaban 75 pisos más arriba de la misma torre. Y en la derruida Torre Norte se estaba convirtiendo en polvo el cadáver de su amiga Paige.  
Recién al día siguiente Ronnie Clifford se enteró de esa macabra simetría que acabó con tres personas muy cercanas a su corazón.

LA RUTINA COTIDIANA DE MORIR

Lorrie Moore es una excelente narradora. Al cumplirse una década de los ataques del 11 de septiembre de 2001, escribió un ensayo para la revista The New Yorker. Me imagino que ese ensayo se ha convertido en una novela. Y si no, alguien le robará la idea.
Cuando se enteró del ataque a las torres, contó Moore, se hallaba a mil quinientos kilómetros de distancia de Nueva York. Contempló las imágenes y los videos, e intentó recordar si conocía a alguna persona que trabajara en los edificios. Estaba segura de que ningún amigo o conocido trabajaba allí. Hasta que súbitamente se le ocurrió que alguien más cercano  estaba empleado en el Trade World Center: su hermano. (No voy a explicar ahora las extrañas relaciones familiares de los norteamericanos.  Y tampoco ésta es una generalización, pero he conocido personas que tenían ideas más vagas sobre sus parientes que sobre sus compañeros de oficina. Si Lorrie Moore no recordaba la presencia de su hermano en el sitio de la peor tragedia ocurrida en suelo norteamericano, es curioso, pero no sorprendente).  
No sólo el hermano de Lorrie Moore trabajaba en el World Trade Center. Había estado presente en el previo ataque, el de febrero de 1993, cuando un miembro de al-Qaida abandonó en el garaje de una de las torres una camioneta cargada de dinamita y fertilizantes. En la segunda ocasión, el hermano de la escritora trabajaba a una cuadra de distancia de las torres gemelas. Cuando se estrelló el primer avión, el hombre se hallaba en la estación de subte del World Trade Center. Al emerger del sitio, comenzó a observar la caída de cenizas y personas que caminaban con cierta premura, pero sin pánico. Al estrellarse el segundo avión, se inició la evacuación de los edificios cercanos, y un ejército de empleados y trabajadores, uniformados por la ceniza proveniente de las torres incendiadas, del combustible de las aeronaves y del concreto calcinado, se alejaron de lo que rápidamente sería bautizado como Ground Zero. Entre esa multitud deambulaba el hermano de Lorrie Moore. El tránsito terrestre y subterráneo estaba paralizado, por lo tanto, el hombre se fue caminando hacia su hogar, en Queens, cruzando alguno de los numerosos puentes que unen a Manhattan con ese condado. Ocho horas demoró el hombre en hacer la travesía, que hasta el día anterior podía cubrir en 40 minutos, si se trataba del subte, o en una hora y media en un autobús que sólo es superado en lentitud por las carretas.
Al día siguiente, el hermano de Lorrie Moore hizo algo excepcional: retornó a su oficina. Todavía no se sabe muy bien cómo lo hizo. El transporte público era casi inatrapable. Los horarios de trenes, de subterráneos y de autobuses, casi imposibles de discernir, pero el hombre volvió a su trabajo y se sentó en su escritorio. Ni uno solo de sus compañeros apareció para secundarlo en sus inexistentes labores. Los edificios del World Trade Center seguían ardiendo y podía observarse la destrucción a través de las ventanas. El aroma dulzón de la carne muerta no sólo podía olfatearse, sino casi palparse. Y el hombre se quedó allí, íngrimo y solo en la oficina, quizás esperando la resurrección de sus compañeros, tal vez, intentando recuperar la normalidad. Hasta que en cierto momento se levantó de su escritorio y se marchó.  
A partir de ese día, todo cambió en el ánimo del hombre. Como el joven Goodman Brown, descubrió que el mundo había cambiado. No, algo peor: que le habían cambiado el mundo. El mundo en el que se levantaba y acostaba no era el mismo que había existido antes del 11 de septiembre de 2001.
Y como la enfermedad es muchas veces la forma piadosa en que aceptamos marchar hacia la muerte, el hombre evocó súbitamente sus problemas bronquiales. A partir de ese momento, dijo su hermana, “La tos que lo afligía fue empeorando y se hizo permanente”.
Me hubiera encantado insertar esa historia, o la del neoyorquino que encontró un sobre chamuscado, con una dirección y una estampilla. Tal vez esa carta que había caído de un avión en llamas podía abrir la puerta a un romance. Esa mujer que había enviado un cheque para financiar sus vacaciones invernales en Aruba podría haber sido en realidad madre de uno de los pasajeros de una de las aeronaves estrelladas. Quizás el hijo llevaba en uno de los bolsillos de su traje una carta para Snyder, y la pensaba depositar en un buzón al llegar a su destino. La carta del hijo muerto serviría de enlace para ponerla en contacto con el señor Toto. Existían otras posibilidades: o el señor Toto estaba casado, en cuyo caso debería abandonar a su esposa para cortejar a la señora Snyder, o era un viudo, un soltero o un divorciado. La ficción permite muchas alternativas.  
Barajé posibles escenarios, pero quedaban demasiados cabos sueltos, y fui desechando personajes que me habían cautivado. De tantas historias solo logré apenas que sobreviviera un detalle. A veces el papel es más perdurable que la carne. En un devastador incendio, por razones misteriosas, es posible que el papel subsista. Y gracias a ese dato logré estructurar una parte importante de la novela.  
Uno de los 19 piratas aéreos que participaron en los atentados era el estudiante saudí Satam al-Suqami. Viajaba en el avión de American Airlines, vuelo 11. En torno a al-Suqami surgió una leyenda urbana, pues su pasaporte aterrizó cerca del lugar donde se estrelló una de las aeronaves, y prácticamente no sufrió daños.
Han aparecido muchos artículos de prensa, algunos en matutinos muy serios, cuestionando la versión, sugiriendo que el FBI “plantó” el pasaporte para incriminar a miembros de al-Qaida. Anne Karpf, columnista del periódico británico The Guardian, consideró imposible que la gigantesca conflagración que había volatilizado las cajas negras de la aeronave estrellada hubiera respetado un elemento tan combustible como el papel de un pasaporte.  
La versión del FBI es la siguiente: poco después de los ataques una persona que huía de las torres vio una especie de librito azul en la calle y lo levantó. El librito era en realidad un pasaporte parcialmente quemado que olía a kerosene. La persona le entregó el pasaporte a Yuk H. Chin, un detective de la policía de Nueva York. El transeúnte, “un hombre de unos 30 años, vestido como un ejecutivo”, no pudo ser identificado. Pues en ese momento arreciaba la caída de escombros provenientes de la Torre Sur, que colapsaría poco después. El detective Chin entregó el pasaporte al FBI en la jornada del 11 de septiembre.  En la tarde de ese día, un agente del FBI, de apellido Coleman, lo revisó.
De no haber sido por la carta semiquemada que el señor Toto envió a la señora Snyder, nunca hubiera incluido la historia del señor al-Suqami, o de su pasaporte. Si un elemento tan flamígero como un sobre había subsistido casi intacto,  era plausible que lo mismo haya ocurrido con el pasaporte de al–Suqami.  
Otra de las cosas enigmáticas que no incluí en la novela fue una breve nota que el entonces presidente George W. Bush escribió en su diario personal a las 11:30 de la noche del 11 de septiembre de 2001. Nadie sabía hasta ese momento quiénes habían causado semejante destrucción. Pero al parecer, alguien estaba enterado. Bush escribió en su diario: “Hoy se registró el Pearl Harbor del siglo XXI… Creemos que el culpable fue Osama bin Laden”.
¿Nadie sabía nada? Parte de La región vacía es una narración detectivesca mostrando, a través de un ex agente del FBI, que a nivel de los servicios de inteligencia, en los escalones más altos, muchos sabían todo.  
Quizás podría haber incorporado algunos de los personajes que deseché. Se hubieran sumado a la cronología de la historia sin aportar nada a su diacronía. En cambio, la nota de Bush en su diario personal, aunque no la menciono en la novela, es fundamental en la composición del texto. Es la casilla vacía de La región vacía. Ofrece al relato la diacronía necesaria, las tres dimensiones. Esa nota en un diario personal, minutos antes de concluir la jornada del 11 de septiembre, alteró toda la novela. Sí, creo, estoy seguro, de que las novelas se escriben a partir del final, y de esa manera, contribuyen a iluminar la verdad.

6 comentarios:

  1. Una breve glosa (salvando las proporciones)
    En el 92 yo trabajaba para la AP en Buenos Aires cuando se produjo el ataque que destruyó la embajada israelí. Como llegué antes que la policía, pude inspeccionar bastante las ruinas del edificio. Entre los escombros vi un gabinete de madera con puertas de vidrio que contenía una colección de porcelana. Todo estaba intacto.
    Tiempo después me enteré que en el Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, a unos 200 metros de la embajada, la onda expansiva pulverizó una colección de porcelana colonial.

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    1. Daniel: me citas un ejemplo muy novelesco, que te agradezco. (O tal vez lo novelesco es en la forma en que tienes de contarlo). Me permites visualizar muy bien lo ocurrido. Y me fortalece en la convicción de que el periodista observa con ojos de narrador.Y en ocasiones lo supera.
      Una pregunta: ¿pudiste incluir ese dato en tu crónica?
      Por cierto, tras leer tu comentario, recordé otra escena que ocurrió el 11 de septiembre en una de las torres gemelas, y que tuvo como protagonista a Stanley Praimnath, quien trabajaba en el banco Fuji, en la Torre Sur.
      La trompa del avión de United Airlines, vuelo 175, se introdujo en la oficina de Praimnath, y pasó a unos 40 metros de su escritorio. El avión se convirtió en una bola de fuego. La onda expansiva causada por el estrellamiento del avión lanzó computadoras y escritorios por las ventanas, entre ellos aquel donde estaba sentado el empleado. Y sin embargo, Praimnath salvó su vida. Fue la única persona que sobrevivió entre los pisos 78 y 84, el área de impacto de la aeronave.
      Los milagros no existirán, pero que los hay, los hay

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    2. Sí pude incluirlo en una de las crónicas

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    3. A mí también, ya que lo mencionas, pero fue en el milenio pasado, y ni los archivos de AP ni los míos personales llegan tan atrás

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  2. Es realmente una pena. No entiendo por qué las agencias noticiosas no pueden contar con archivos digitales similares a los de algunos buenos periódicos.

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