Mario
Szichman
The unmentionable
odour of death
Offends the September
night.
W. H. Auden
El crítico Graham Robb
dice que Balzac solía escribir sus novelas “ensanchando las frases para
convertirlas en párrafos y los párrafos en capítulos”. Es una idea muy atractiva, pero dudo mucho
que ese haya sido el método de trabajo del narrador. Se aplica mejor al
periodismo, y posiblemente al ensayo, aunque en este último caso resulta menos
factible.
Los ensayos suelen
desplegarse en las dos dimensiones de la cronología y las novelas en las tres
dimensiones de la diacronía. No es frecuente que un ensayista coloque el carro
antes que los caballos y empiece hablando del personaje principal en uno de los
momentos cruciales de su carrera, o en el período en que su única alternativa
era suicidarse. La evolución de un ser sobresaliente obliga a ensanchar las frases
para convertirlas en párrafos y los párrafos en capítulos. Es casi
imprescindible explorar sus ancestros y su formación intelectual.
La
novela, en cambio, requiere primero mostrar al personaje de crisis en crisis, y
eso obliga a descartar la sucesión de escenarios. En realidad, creo que las
novelas se escriben de atrás para adelante, pues si el narrador ignora dónde va
a concluir el relato, mejor que ni empiece.
En ese viaje a la
semilla, el narrador tropieza muy rápido con el principal obstáculo de tres
dimensiones: los personajes. Esos seres opinan, y uno de los principales temas
de discusión es si pueden sumarse al elenco de los otros héroes de la novela.
La narración urge vínculos, no tolera los seis grados de separación.
Quien desee escribir un ensayo
sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001, puede incluir numerosos
personajes, vivos y muertos, sin alterar el interés del lector. Pero la mayoría
de esos seres sobran en un relato cuyos atributos tridimensionales se plasman
en las estratagemas de otras personas. En la narrativa, siempre menos es más.
Saturar una novela de personajes interesantes, lejos de hacer el texto más
atractivo, embota los sentidos y
perturba la lectura. En realidad, una de las técnicas más habituales en el
arsenal del escritor es el carácter compuesto, fusionar varios seres humanos en
uno solo. Después de leer La guerra y la
paz, mi recomendación (fervorosa) es
examinar el libro de Kathryn B. Feuer sobre el génesis de la novela de Tolstoi.
Es difícil encontrar otro ensayo que ilumine con tanta clarividencia el proceso
de creación de un escritor, excepto por los diarios que dejó Fiodor Dostoievski
mientras redactaba sus principales novelas. Tolstoi erigió a los protagonistas
de ese romance escindiendo su propio yo en las figuras del príncipe Andrei
Bolkonsky y del millonario bastardo Pierre Besujov.
Cuando estaba escribiendo
La región vacía, que analiza los
ataques del 11 de septiembre, había personajes que me resultaban fascinantes, y
situaciones muy novelescas. Les voy a dar un ejemplo de varios de las decenas
que nunca se incorporaron al relato.
Cuando dos aeronaves
comerciales se estrellaron contra la torre norte y sur del World Trade Center,
se convirtieron en hornos crematorios. Se estima que la temperatura superó los
mil grados centígrados y, como sabemos a partir de la famosa novela de Ray
Bradubry, el papel arde a los 451 grados Fahrenheit, esto es, 232 grados
centígrados. Sin embargo, hubo ocasiones en que el papel “sobrevivió” a los
incendios.
La señora Donna Snyder,
de la población de Rochester, en el estado de New Hampshire, envió al club
Allegro, de Irvine, California, un cheque por
170 dólares. El cheque era la cuota mensual que Snyder enviaba al club
para financiar sus vacaciones invernales en Aruba.
La carta de la mujer
viajaba en la bodega de carga de una de las aeronaves secuestradas por miembros
de al-Qaida. El avión se estrelló, el incendio vaporizó literalmente a los
viajeros y tripulantes, pero la misiva quedó apenas chamuscada.
El 12 de octubre de 2001,
Snyder recibió su carta de retorno, dentro de otra envoltura. La carta, con el
cheque en su interior, no parecía muy dañada, y estaba intacta la estampilla
que mostraba la imagen de un soldado de la Segunda Guerra Mundial abrazando a
una mujer.
Junto con la carta
chamuscada había una nota: “A quien pueda interesar. Esta carta fue hallada
flotando en una calle, en Nueva York. Lamento si usted sufrió alguna pérdida en
esa tragedia. Sinceramente, su amigo en Nueva York”.
La señora Snyder descubrió
luego que su carta era una de dos piezas de correspondencia recuperadas de los
aviones estrellados contra las torres gemelas.
Larry Toto, un
electricista de 28 años de edad, quien residía en Staten Island, uno de los
condados de Nueva York, encontró la carta. Toto había perdido a su mejor amigo,
Neil Dollard, cuando colapsaron las torres. Dollard había sido el padrino de
boda de Toto, y hubiera sido el padrino del niño que aguardaban Toto y su
esposa. “Era la clase de persona con la cual yo quería conversar todos los
días. Me siento muy solo desde que lo he perdido”, le confesó Toto a la señora
Snyder.
A partir de ese momento,
surgió una estrecha amistad entre ambos. Aunque Toto no quería ponerse demasiado
espiritual, siempre pensó que el hallazgo de la carta de la señora Snyder era
un mensaje de su amigo Dollard desde el más allá.
SEPARADOS POR 100 METROS DE
DISTANCIA,
UNIDOS POR LA ETERNIDAD
Entre las pasajeras del
vuelo 11 de American Airlines que se estrelló contra la Torre Norte figuraba
Paige Farley Hackel. En principio, Hackel debía viajar a Los Angeles con su
inseparable amiga, Ruth Clifford McCourt, y con su hija de cuatro años, Juliana
Valentine, pero a último momento no pudieron obtener boletos en el mismo avión.
Por lo tanto McCourt y su hija tomaron el siguiente vuelo para Los Angeles: el
vue1o 175 de United Airlines, que concluyó su jornada en la Torre Sur.
Ronnie Clifford, hermano
de Ruth Clifford McCourt, tío de Juliana Valentine, amigo de Paige Farley
Hackel, trabajaba en una oficina de la Torre Sur del Word Trade Center. Cuando
el avión de United Airlines vuelo 175 se estrelló entre los pisos 78 y 84 de la
Torre Sur, Ronnie Clifford logró escapar justo a tiempo del edificio.
Entre tanto, los
cadáveres carbonizados de su hermana Ruth, y de su sobrina Juliana Valentine,
estaban 75 pisos más arriba de la misma torre. Y en la derruida Torre Norte se
estaba convirtiendo en polvo el cadáver de su amiga Paige.
Recién al día siguiente
Ronnie Clifford se enteró de esa macabra simetría que acabó con tres personas
muy cercanas a su corazón.
LA RUTINA COTIDIANA DE MORIR
Lorrie Moore es una
excelente narradora. Al cumplirse una década de los ataques del 11 de
septiembre de 2001, escribió un ensayo para la revista The New Yorker. Me imagino que ese ensayo se ha convertido en una
novela. Y si no, alguien le robará la idea.
Cuando se enteró del
ataque a las torres, contó Moore, se hallaba a mil quinientos kilómetros de
distancia de Nueva York. Contempló las imágenes y los videos, e intentó
recordar si conocía a alguna persona que trabajara en los edificios. Estaba
segura de que ningún amigo o conocido trabajaba allí. Hasta que súbitamente se
le ocurrió que alguien más cercano
estaba empleado en el Trade World Center: su hermano. (No voy a explicar
ahora las extrañas relaciones familiares de los norteamericanos. Y tampoco ésta es una generalización, pero he
conocido personas que tenían ideas más vagas sobre sus parientes que sobre sus
compañeros de oficina. Si Lorrie Moore no recordaba la presencia de su hermano
en el sitio de la peor tragedia ocurrida en suelo norteamericano, es curioso,
pero no sorprendente).
No sólo el hermano de
Lorrie Moore trabajaba en el World Trade Center. Había estado presente en el previo
ataque, el de febrero de 1993, cuando un miembro de al-Qaida abandonó en el
garaje de una de las torres una camioneta cargada de dinamita y fertilizantes.
En la segunda ocasión, el hermano de la escritora trabajaba a una cuadra de
distancia de las torres gemelas. Cuando se estrelló el primer avión, el hombre
se hallaba en la estación de subte del World Trade Center. Al emerger del
sitio, comenzó a observar la caída de cenizas y personas que caminaban con
cierta premura, pero sin pánico. Al estrellarse el segundo avión, se inició la
evacuación de los edificios cercanos, y un ejército de empleados y
trabajadores, uniformados por la ceniza proveniente de las torres incendiadas,
del combustible de las aeronaves y del concreto calcinado, se alejaron de lo que
rápidamente sería bautizado como Ground
Zero. Entre esa multitud deambulaba el hermano de Lorrie Moore. El tránsito
terrestre y subterráneo estaba paralizado, por lo tanto, el hombre se fue
caminando hacia su hogar, en Queens, cruzando alguno de los numerosos puentes
que unen a Manhattan con ese condado. Ocho horas demoró el hombre en hacer la
travesía, que hasta el día anterior podía cubrir en 40 minutos, si se trataba
del subte, o en una hora y media en un autobús que sólo es superado en lentitud
por las carretas.
Al día siguiente, el
hermano de Lorrie Moore hizo algo excepcional: retornó a su oficina. Todavía no
se sabe muy bien cómo lo hizo. El transporte público era casi inatrapable. Los
horarios de trenes, de subterráneos y de autobuses, casi imposibles de
discernir, pero el hombre volvió a su trabajo y se sentó en su escritorio. Ni
uno solo de sus compañeros apareció para secundarlo en sus inexistentes
labores. Los edificios del World Trade Center seguían ardiendo y podía
observarse la destrucción a través de las ventanas. El aroma dulzón de la carne
muerta no sólo podía olfatearse, sino casi palparse. Y el hombre se quedó allí,
íngrimo y solo en la oficina, quizás esperando la resurrección de sus
compañeros, tal vez, intentando recuperar la normalidad. Hasta que en cierto
momento se levantó de su escritorio y se marchó.
A partir de ese día, todo
cambió en el ánimo del hombre. Como el joven Goodman Brown, descubrió que el
mundo había cambiado. No, algo peor: que le habían cambiado el mundo. El mundo
en el que se levantaba y acostaba no era el mismo que había existido antes del
11 de septiembre de 2001.
Y como la enfermedad es
muchas veces la forma piadosa en que aceptamos marchar hacia la muerte, el
hombre evocó súbitamente sus problemas bronquiales. A partir de ese momento,
dijo su hermana, “La tos que lo afligía fue empeorando y se hizo permanente”.
Me hubiera encantado
insertar esa historia, o la del neoyorquino que encontró un sobre chamuscado,
con una dirección y una estampilla. Tal vez esa carta que había caído de un
avión en llamas podía abrir la puerta a un romance. Esa mujer que había enviado
un cheque para financiar sus vacaciones invernales en Aruba podría haber sido
en realidad madre de uno de los pasajeros de una de las aeronaves estrelladas.
Quizás el hijo llevaba en uno de los bolsillos de su traje una carta para
Snyder, y la pensaba depositar en un buzón al llegar a su destino. La carta del
hijo muerto serviría de enlace para ponerla en contacto con el señor Toto.
Existían otras posibilidades: o el señor Toto estaba casado, en cuyo caso
debería abandonar a su esposa para cortejar a la señora Snyder, o era un viudo,
un soltero o un divorciado. La ficción permite muchas alternativas.
Barajé posibles
escenarios, pero quedaban demasiados cabos sueltos, y fui desechando personajes
que me habían cautivado. De tantas historias solo logré apenas que sobreviviera
un detalle. A veces el papel es más perdurable que la carne. En un devastador
incendio, por razones misteriosas, es posible que el papel subsista. Y gracias
a ese dato logré estructurar una parte importante de la novela.
Uno de los 19 piratas
aéreos que participaron en los atentados era el estudiante saudí Satam
al-Suqami. Viajaba en el avión de American Airlines, vuelo 11. En torno a al-Suqami
surgió una leyenda urbana, pues su pasaporte aterrizó cerca del lugar donde se
estrelló una de las aeronaves, y prácticamente no sufrió daños.
Han aparecido muchos
artículos de prensa, algunos en matutinos muy serios, cuestionando la versión,
sugiriendo que el FBI “plantó” el pasaporte para incriminar a miembros de
al-Qaida. Anne Karpf, columnista del periódico británico The Guardian, consideró imposible que la gigantesca conflagración
que había volatilizado las cajas negras de la aeronave estrellada hubiera
respetado un elemento tan combustible como el papel de un pasaporte.
La versión del FBI es la
siguiente: poco después de los ataques una persona que huía de las torres vio
una especie de librito azul en la calle y lo levantó. El librito era en realidad
un pasaporte parcialmente quemado que olía a kerosene. La persona le entregó el
pasaporte a Yuk H. Chin, un detective de la policía de Nueva York. El
transeúnte, “un hombre de unos 30 años, vestido como un ejecutivo”, no pudo ser
identificado. Pues en ese momento arreciaba la caída de escombros provenientes
de la Torre Sur, que colapsaría poco después. El detective Chin entregó el
pasaporte al FBI en la jornada del 11 de septiembre. En la tarde de ese día, un agente del FBI, de
apellido Coleman, lo revisó.
De no haber sido por la
carta semiquemada que el señor Toto envió a la señora Snyder, nunca hubiera
incluido la historia del señor al-Suqami, o de su pasaporte. Si un elemento tan
flamígero como un sobre había subsistido casi intacto, era plausible que lo mismo haya ocurrido con
el pasaporte de al–Suqami.
Otra de las cosas
enigmáticas que no incluí en la novela fue una breve nota que el entonces
presidente George W. Bush escribió en su diario personal a las 11:30 de la
noche del 11 de septiembre de 2001. Nadie sabía hasta ese momento quiénes
habían causado semejante destrucción. Pero al parecer, alguien estaba enterado.
Bush escribió en su diario: “Hoy se registró el Pearl Harbor del siglo XXI…
Creemos que el culpable fue Osama bin Laden”.
¿Nadie sabía nada? Parte
de La región vacía es una narración
detectivesca mostrando, a través de un ex agente del FBI, que a nivel de los
servicios de inteligencia, en los escalones más altos, muchos sabían todo.
Quizás podría haber
incorporado algunos de los personajes que deseché. Se hubieran sumado a la
cronología de la historia sin aportar nada a su diacronía. En cambio, la nota
de Bush en su diario personal, aunque no la menciono en la novela, es
fundamental en la composición del texto. Es la casilla vacía de La región vacía. Ofrece al relato la
diacronía necesaria, las tres dimensiones. Esa nota en un diario personal,
minutos antes de concluir la jornada del 11 de septiembre, alteró toda la
novela. Sí, creo, estoy seguro, de que las novelas se escriben a partir del
final, y de esa manera, contribuyen a iluminar la verdad.
Una breve glosa (salvando las proporciones)
ResponderEliminarEn el 92 yo trabajaba para la AP en Buenos Aires cuando se produjo el ataque que destruyó la embajada israelí. Como llegué antes que la policía, pude inspeccionar bastante las ruinas del edificio. Entre los escombros vi un gabinete de madera con puertas de vidrio que contenía una colección de porcelana. Todo estaba intacto.
Tiempo después me enteré que en el Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, a unos 200 metros de la embajada, la onda expansiva pulverizó una colección de porcelana colonial.
Daniel: me citas un ejemplo muy novelesco, que te agradezco. (O tal vez lo novelesco es en la forma en que tienes de contarlo). Me permites visualizar muy bien lo ocurrido. Y me fortalece en la convicción de que el periodista observa con ojos de narrador.Y en ocasiones lo supera.
EliminarUna pregunta: ¿pudiste incluir ese dato en tu crónica?
Por cierto, tras leer tu comentario, recordé otra escena que ocurrió el 11 de septiembre en una de las torres gemelas, y que tuvo como protagonista a Stanley Praimnath, quien trabajaba en el banco Fuji, en la Torre Sur.
La trompa del avión de United Airlines, vuelo 175, se introdujo en la oficina de Praimnath, y pasó a unos 40 metros de su escritorio. El avión se convirtió en una bola de fuego. La onda expansiva causada por el estrellamiento del avión lanzó computadoras y escritorios por las ventanas, entre ellos aquel donde estaba sentado el empleado. Y sin embargo, Praimnath salvó su vida. Fue la única persona que sobrevivió entre los pisos 78 y 84, el área de impacto de la aeronave.
Los milagros no existirán, pero que los hay, los hay
Sí pude incluirlo en una de las crónicas
EliminarPues me gustaría leerla.
EliminarA mí también, ya que lo mencionas, pero fue en el milenio pasado, y ni los archivos de AP ni los míos personales llegan tan atrás
EliminarEs realmente una pena. No entiendo por qué las agencias noticiosas no pueden contar con archivos digitales similares a los de algunos buenos periódicos.
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