Mario
Szichman
“En esta grandiosa época, que
yo conocí
cuando era así de pequeña; que
volverá a ser pequeña siempre
y cuando
quede tiempo suficiente para
ello...
En esta grandiosa época no
esperen de
mí más palabras, excepto
aquellas
destinadas a evitar que el silencio
sea mal interpretado”.
Karl Kraus
En
Rogue Male, Geoffrey Household narra
la historia de un hombre que intenta asesinar a Adolf Hitler, y es capturado
por los guardias del líder nazi. El protagonista es torturado hasta quedar
reducido prácticamente a pulpa, y luego arrojado por un barranco para que
muera. Afortunadamente, cae en medio de un lodazal, que atempera el impacto de
la caída del cuerpo.
Pero
el barro no sólo sirve para evitar su muerte. El barro se convierte primero en
su placenta, luego en su caparazón. Y así el protagonista logra renacer a
partir de sus heridas.
Los
principales personajes de la novela de José Ruivary Hombres de Barro (La alternativa de Harry), desde ese improbable
héroe que es Harry Vegas, hasta sus secuaces, subordinados y superiores,
parecen compartir esa cualidad incierta del protagonista de Rogue Male. Se trata de seres a medio
camino entre la carne y su disolución total.
El
barro parece constituir su elemento, del mismo modo en que el clima de Piura
parece amasarlos en el lodo. Todos ellos luchan, ¡Y cómo luchan! Y aunque están
condenados al fracaso, al menos una cualidad los destaca: nunca se resignan.
UNA
NARRATIVA JADEANTE
No
conozco muchos novelistas que pongan tanta carne, tanta piel, y tantos huesos
para explicar un proyecto de fracaso político. El aprismo en el Perú, como
otros movimientos populistas en América Latina, ha surgido entero de la cabeza
de un caudillo y ha sido enjaezado luego en el llano –y especialmente en la
clandestinidad– con arrebatos teóricos de una izquierda que ha olvidado la
elegancia polémica de un Marx, de un Bielinsky, de una Rosa Luxemburgo, o de un
Gramsci, y se ha hecho acrítica y mesiánica.
Ruivary
brinda tres dimensiones a un dirigente medio del aprismo como Harry Vegas,
recubre de carne y hueso sus consignas políticas, y lo equipa con la densidad y
el peso específico del deseo.
El
escritor emprende una tarea difícil de explicar y ardua de concretar: trabajar
con un ser humano que es además portavoz de contradictorias ideas y
sentimientos.
Adornado
con lemas que luce como si fueran abalorios, el cuerpo del protagonista lucha
en ese interminable two-way pull del
que hablaba el grande entre los grandes Jim Thompson. Como el novelista
boliviano Luis Minaya Montaño, quien en El
cadáver de Leonardo logró hacer surgir a un personaje inolvidable de las
ruinas de un proyecto político –en este caso, el Movimiento Nacionalista
Revolucionario– Ruivary consigue en Hombres de Barro dar vida a esas
creaciones de los doctores Frankenstein que son nuestros políticos autóctonos,
incompetentes para conocerse a sí mismos, ineptos para aprender, con una
personalidad escindida entre sus anhelos de justicia, sus desmesurados deseos
de poder, su saqueo del erario público, y una realidad improbable de alterar.
En
uno de sus momentos de franqueza, Harry Vegas reconoce: “¡Estamos fregados,
caracho! ¿Qué hacemos, pues? Nos hemos dormido y ahora es tarde para
reinstaurar el orden. La gente opina que no tiene necesidad del gobierno del
APRA. Muchos están convencidos de que los apristas hemos traído la corrupción
en lugar de la libertad. Y claro, nos vilipendian. Lo peor de todo, es que
nosotros hacemos muy poco o nada por combatir a nuestros enemigos. ¿Qué diablos
nos está pasando? A lo que parece, nos estamos yendo al infierno a pasos
agigantados”.
LA
COMPASIÓN DEL CORREDOR DE FONDO
Un
mal novelista nos haría creer que los seres malos se sienten malos, y por eso
actúan como malvados. Un novelista como Ruivary sabe algo más: que la maldad se
tiñe del color del cristal con que se mira. Cuando a Albert Speer, ministro de
Armamentos de Adolfo Hitler, le cuestionaron su pasado nazi, éste respondió: “Es
difícil saber que uno está frente al demonio, especialmente si el demonio nos
apoya afectuosamente la mano en el hombro”.
No
hay hipocresía, y apenas cinismo, en los personajes que pueblan Hombres de Barro. Tal vez indignación,
porque la vida les ha jugado una mala pasada. Quizás envidia, por la buena
suerte de los otros. Y un soterrado anhelo de probidad hasta en el más
malévolo.
Tampoco
existe una elegante lógica en las tribulaciones del protagonista, o de su
compañera, Chela. Pero, al igual que otros personajes que pueblan el relato, es
posible identificarse con sus exploraciones y traspiés.
“Si
(Harry Vegas) pudiera `verse´”, escribe Ruivary, “se vería como un sujeto
todavía sin domesticar por completo y en permanente trance de arrojarlo todo
por la borda a poco que se lo pida el cuerpo y se aburra de la política y sus
circunstancias”. Uno teme en esos comentarios la presencia de un autor
intentando suplir las carencias de su personaje. Pero Ruivary tiene la astucia
de dar un giro inesperado a esas aserciones.
Con
humilde sabiduría, el autor también incurre en los tanteos y tropiezos de sus
malhadados héroes.
LA
LECTURA Y OTRAS SORPRESAS
Leemos
por placer, o leemos por obligación.
Leemos
como niños, o lo hacemos como académicos.
Leemos
con la fruición con que lo hacía Silvio Drodman Antier, el protagonista de la
novela de Roberto Arlt El Juguete Rabioso,
a quien un viejo zapatero andaluz había iniciado “en los deleites y afanes de
la literatura bandoleresca”, o leemos porque las obras han sido escogidas para
atiborrar algún curriculum
universitario.
Nos
sumergimos en la lectura, o la mantenemos a distancia, observando la prosa con
objetividad e indiferencia. Y después, mucho después, descubrimos que esos
textos que leemos como si volviéramos a la infancia, que nos absorben y nos
hacen olvidar el entorno cotidiano, han sido construidos por arquitectos y
ejecutados por albañiles.
Pues
la sencillez, la pasión, la capacidad de inspirar empatía en el lector, son
producto de una tarea agobiadora. (Kurt Vonnegut me dijo en el curso de una
entrevista: “No hay una tarea más engorrosa y endiablada que la de escribir con
sencillez”).
Tropezar
con un buen texto siempre despierta alegría. Y encontrar buenos textos es una
tarea cada vez más difícil. Pues nos brinda temor reclamarle a un escritor lo
que le exigimos al más humilde de los artesanos.
Si
un albañil se comportase como ese ingenioso arquitecto de la Academia de Lagado
inventado por Jonathan Swift, que construía viviendas a partir del techo,
“acatando la práctica de “esos dos prudentes insectos, la abeja y la araña”, lo
pondríamos de inmediato en la calle.
Pero
nada de eso le pedimos a un escritor. De ahí que abunden esas estructuras
narrativas que tiemblan como casuchas de lata cuando pasa cerca un tren elevado,
o esos diálogos inverosímiles emplazados en las novelas para indicar que el
autor es quien posee las mejores réplicas.
Estoy
seguro de que si la mayoría de los escritores que plagan nuestro horizonte
cultural aprendieran simplemente de las destrezas de un albañil, contaríamos
con más novelas y relatos de primera agua.
Ruivary
es uno de esos albañiles, construyendo sus escenas, sus conflictos, sus
personajes, sus diálogos, ladrillo tras ladrillo. Nada está puesto al azar en Hombres de Barro. Ruivary permite a sus
personajes vivir sus propias vidas. Es como si nos hiciera caer por una puerta
trampa y nos transportase a un mundo diferente, mientras pasa a un discreto
segundo plano. No le interesa dar a conocer sus puntos de vista: sólo los
puntos de vista de los personajes inmersos en conflictos casi insolubles.
PERSONAJES
EN BUSCA DE UN AUTOR
William
Faulkner dijo en un interesante intercambio de cartas con Malcom Cowley que la
mayor tentación de un autor es obligar al protagonista a sustentar sus ideas propias.
Y ese es también su mayor fracaso.
Faulkner
indicaba a Cowley que él no hablaba por sus personajes: permitía que sus
personajes hablasen por sí mismos. Y Northrop Frye decía por su parte que a
nadie se le ocurrió mencionar que Julio César o Ricardo III hablaban por boca
de Shakespeare. Es importante ese sesgo, pues de lo contrario, el
autor se convierte en un tirano que prefiere escuchar su voz, a permitir que
los demás hablen con sus propios sentimientos.
Tal
vez aquello que despierta tanta admiración en Jim Thompson es que nunca pone
distancias con sus personajes. Ni desprecia a sus villanos, ni los hace hablar
como villanos. Los villanos de Jim Thompson parecen seres buenos e
incomprendidos, animados de razonamientos plausibles y de una gran indignación
moral.
Ruivary
pertenece a ese linaje. Y acepta las consecuencias. Pues, para bien o para mal,
las mejores razones no son siempre esgrimidas por personas virtuosas.
Hombres de Barro es un fresco de la sociedad política peruana
a fines de la década de los ochenta, cuando el gobierno aprista, en uno de sus
numerosos momentos de escasa popularidad, intentó enfrentar la acción de la
guerrilla y los narcotraficantes, la embestida de los militares y el sabotaje
de poderosos grupos empresariales en un país sumido en la pobreza y
sobrenadando en la corrupción.
El
panorama es narrado por Ruivary con mano maestra:
“En el inmenso revoltijo humano ha
desaparecido la personalidad individual. Las criaturas y los objetos son
sumidos, aquilatados, hasta conformar una masa compacta. Luces, chisporroteos,
alharacas y estruendos musicales invaden todos los rincones de la ciudad. Los
blancos, zambos, mestizos, cholos, negros, delincuentes, gentes honestas, pobres,
miserables y ricos, blanquiñosos patojos, aserranados, vendedores y
compradores, repartidores de cielos y conjuradores de infiernos, congregados en
los aledaños de la avenida Grau y la Plaza de Armas, representan la vida en sí
misma, sin más aditamentos”.
Seguramente
el lector se devorará esta novela, tal como lo ha hecho este prologuista.
Entonces ¿para qué escribir un prólogo?
Bear with me, como suelen decir en estas tierras. Si me
tienen un poco de paciencia, les daré una explicación.
Las
buenas novelas nunca se leen: se releen. Sólo una segunda o una tercera lectura
revelan sus marcas de agua, su escritura secreta, la forma en que han sido
redactadas. En ocasiones, ni una vida alcanza para descifrarlas. (Muchos
profesores norteamericanos deben a ese feliz hecho la oportunidad de contar con
un tenure, un empleo de por vida en
una universidad).
A
veces, los años nos proponen nuevas lecturas, privilegian ciertos personajes
que en una primera lectura habíamos ignorado.
Hombres de Barro exige más de una lectura. Aunque su ritmo es
endiablado, requiere que el lector se siente a la vera del camino, y tome
aliento para reflexionar sobre esos extraños, marginales personajes. Como lo
hace el propio Harry Vegas, en uno de sus momentos de mayor lucidez.
“Todos
somos un poco la materia de la noche”, piensa Harry Vegas. “Hasta el último
piurano forma parte del espectáculo o de la locura. Mi gente está loca y se
deja engañar, creyendo que le espera un futuro menos deplorable”.
La
final desesperanza de Harry no es compartida por este lector. En el crisol de
los personajes elaborados por Ruivary, hay numerosos futuros, distintas maneras
de equivocarse, pero también de cambiar y de mejorar. En su irónico anticlímax
(“Una historia irrelevante, con un final estúpido", piensa Harry Vegas. “Un
final sin dramatismos ni crispaciones. Garúa que llega y en vez de humedecer la
tierra se evapora en el aire”") el novelista ha sembrado las semillas de
nuevos avatares, anticipando una nueva saga a punto de desplegarse.
Y
eso me lleva a hacer una apuesta: es bien sabido que las olas literarias llegan
y se van. Surgirán en los próximos años múltiples celebridades, con novelas
absolutamente olvidables. Y mientras los famosos se vayan hundiendo en el
olvido, apuesto a que una novela como Hombres
de Barro, sencillamente perdurará.
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Hombres de Barro fue publicada en marzo de 2018 por la
editorial CELYA de Toledo, España.
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