Mario Szichman
Generalmente,
tras su muerte, los personajes históricos y los artistas célebres ingresan en
un cono de sombra, sin importar su gloria previa. La profesora Guadalupe Isabel
Carrillo recordó en un muy buen ensayo sobre la novela de Gabriel García
Márquez El general en su laberinto, el cuasi epitafio con que el gobernador de Maracaibo anunció la muerte de Simón
Bolívar:
“Me apresuro a participar la nueva de este gran
acontecimiento que sin duda ha de producir innumerables bienes a la causa de la
libertad y la felicidad del país. El genio del mal, la tea de la anarquía, el
opresor de la patria ha dejado de existir”.
(Ver bloghttp://notaapiedepagina.blogspot.com/).
Obviamente,
Bolívar logró inmortalizarse pese a esa opinión desfavorable.
En
el terreno de la literatura han existido desconocidos en vida que lograron una
sólida inmortalidad, como es el caso de Franz Kafka. En eso también influyó la
época en que a Kafka le tocó vivir y morir, y su ubicación geográfica.
Checoeslovaquia no era la perla más rutilante del imperio austrohúngaro. De
haber vivido Kafka más cerca de Viena, es posible que hubiera sido famoso antes
de morir. Pese a ello, Kafka pasará a la historia como uno de los grandes
escritores del siglo veinte, junto con Marcel Proust y William Faulkner.
Muchas
veces la guerra interrumpe la fama. El escritor polaco Witold Gombrowicz es
obviamente una de las grandes figuras literarias del siglo XX, pero tuvo la
mala suerte de que fue invitado a ir a la Argentina poco antes de estallar la
segunda guerra mundial. Gombrowicz llegó a Buenos Aires cuando comenzó la
guerra. Polonia fue invadida por los nazis (y también por los soviéticos). El
escritor quedó convertido en un paria durante varios años de su vida literaria.
Luego,
tras la guerra, estableció vínculos con expatriados polacos, y colaboró con
publicaciones en París. Finalmente, en 1963, recibió una beca de la Fundación
Ford, vivió un tiempo en Alemania y en Francia, en 1967 obtuvo el Prix
International. Falleció en 1969, con una notoriedad bastante consolidada, en
buena parte, gracias a su novela Ferdydurke.
El efecto inverso
En
el 2001, Paul Collins publicó en la editorial neoyorquina Picador el libro Banvard´s
Folly, la locura de Banvard. El título poco informa, pero el subtítulo lo
dice todo: “Trece relatos de insigne oscuridad, famoso anonimato, y endemoniada
suerte”.
Collins
sustenta una tesis bastante sólida. Si se examinan los documentos de previas
épocas, dice, sólo se tropieza con nombres olvidados. En tanto los primeros ejemplos
citados son de creadores cuya fama se fue consolidando con los años, Collins
lidia con aquellos cuya nombradía los abrumó en vida, y se desvaneció tras la
muerte. Pues existe una fama creada por las maquinarias de publicidad, o por el
curriculum universitario, y otra que
perdura a pesar de esos artilugios.
Recuerdo
que en una ocasión entrevisté al escritor norteamericano Kurt Vonnegut, uno de
los escasos escritores de Estados Unidos, junto con Carson McCullers, Flannery
O´Connor, Faulkner y Jim Thompson, cuya fama está asegurada de por muerte.
No
hay una sola novela de Vonnegut que sea mala. A mí me gusta
particularmente Mother Night. Sus relatos son de una perfecta
ironía, especialmente los compilados en Welcome to the Monkey House. Además,
era uno de los escasos escritores a los que se puede asignar el rótulo de
sabios.
Sin embargo, Vonnegut estaba convencido de que,
al menos en Estados Unidos, los únicos escritores que perdurarían eran quienes
ingresaban en el curriculum
universitario. Y me daba el ejemplo de lo que ocurría con el irlandés James
Joyce, posiblemente, el escritor ilegible más ponderado por los académicos
anglosajones.
Ahora
que también se incorporó al canon lacaniano, la inmortalidad de Joyce es seguramente
inmortal. Invito al lector a leer el Finnegan´s Wake, y a ofrecer
su opinión sobre el texto. (Por supuesto, el Ulises es comprensible,
así como los cuentos de Dubliners y A Portrait of the
Artist as a Young Man). Pero al canon literario le interesa la dificultad,
no el placer de leer.
Las estaciones insufribles
Paul Collins
Cada época crea sus ídolos, y
con el mismo placer los derriba. La tarea de Collins, y creo que muchos
lectores le están agradecidos por su gentileza, es redimir del olvido a
personas injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan
absurdos como sus logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del
siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry
Longfellow. No sólo eso. Tupper fue uno de los inspiradores de Walt Whitman (el
gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial
Philosophy, el libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas
de Hierba).
Además de ser famoso, Tupper fue
quizás el único poeta de la historia moderna que se hizo millonario gracias a
sus versos. Según Collins, Tupper logró vender de Proverbial Philosophy unos
250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos.
Estamos hablando de mediados del
siglo XIX, en la época en que Edgar Allan Poe necesitaba escribir un
cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener
cosido el alma a su cuerpo.
Edgar Alan Poe
Es posible que su temprana
muerte, a los 40 años de edad, haya permitido a Poe acceder rápidamente al
Parnaso literario. Su trágica historia personal y su alcoholismo, también contribuyeron.
Pero una prueba de su genial talento es que su fama póstuma logró emerger a
pesar del formidable maltrato a que lo sometió Rufus Griswold, su albacea
literario.
Cuando Poe falleció en 1849,
Griswold, escudándose en el seudónimo de Ludwig, publicó un obituario de Poe
donde decía: “Edgar Allan Poe está muerto. Falleció en Baltimore. Tal vez el
anuncio desconcierte a muchos, pero muy pocos lo lamentarán”. A eso añadió una
“memoria” de la vida de Poe, donde incluyó cartas falsas de su rival, con el
único propósito de arruinar su reputación.
Nada de eso ocurrió con Tupper.
Sucedió algo mucho peor. A diferencia de Poe, señala Collins, Tupper cometió un
crimen imperdonable para un poeta: “En lugar de optar por morir en su glamorosa
juventud de un acceso de tisis, envejeció y se mantuvo desaforadamente vivo”.
Vivir para no contarla
Como
resultado de su longevidad, Tupper se convirtió en un paria. Cuando los
críticos querían enlodar a un nuevo genio, bastaba decir, “Me recuerda a
Tupper”... Y “tupperiano” pasó al diccionario como una forma de insultar a todo
mediocre poeta (por cierto, los poemas de Tupper no se reeditan desde hace más
de un siglo).
Collins
dice que Tupper comparte el Parnaso de nulidades engreídas con figuras tan
glamorosas como él. He aquí un breve recuento:
–
Robert Coates. Se trata, posiblemente, del peor actor que haya transitado
alguna vez un escenario. “Un hombre tan exento de talento y tan confiado en su
capacidad”, dice Collins, “que creó una tradición teatral”.
Tal
vez la performance más memorable de Coates fue en su papel de Romeo, cuando,
antes de morir, tomó un pañuelo de su bolsillo, limpió cuidadosamente el suelo
del tablado, se quitó su gorra, y la depositó en una almohada. Luego, murió ...
No,
no exactamente. Inclusive en ese momento, el héroe no estaba totalmente
convencido de que debía acceder al más allá. Por lo tanto, cuando uno de los
espectadores gritó: “¡Vuelve a morir, Romeo!” el actor decidió acatar la
sugerencia y “resucitó de manera milagrosa”, dice Collins. “Luego, se puso de
pie, tomó otro trago del veneno, y volvió nuevamente a morir”.
–John
Banvard. A mediados del siglo diecinueve, Banvard logró el título de “El más
famoso pintor viviente del mundo”. Fue aclamado por Charles Dickens, Henry
Longfellow y la reina Victoria.
Banvard
se especializaba en gigantescos frescos, o “panoramas móviles”. El más famoso
de ellos fue La Pintura de Tres Millas de Extensión, resultado de
su navegación por el río Misisipí. La exhibición del panorama hizo de Banvard
“El primer pintor millonario de la historia”. Pero cuando Banvard falleció, fue
enterrado en un osario común, porque su familia no tenía dinero para pagar su
entierro. Al poco tiempo, dice Collins, sus obras más famosas fueron
destruidas. En recientes libros de referencia, no hay una sola alusión a su
nombre.
Collins
narra las historias de esos seres desdichados con simpatía y comprensión. Los
quince minutos de fama de que gozaron todos ellos precedió en décadas la
popular frase de Andy Warhol.
Como
señala el autor, "cualquiera que revise los documentos de toda época
pasada: diarios, contratos de venta, testamentos, tropezará únicamente con
nombres olvidados".
Afortunadamente,
Collins ha sido capaz de rescatarlos de su merecido anonimato en un libro de
suave, mortífero humor.
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