Mario Szichman
En el Memorial de Santa Helena, Napoleón critica el juego de naipes. Dice
que “todos los jugadores pierden su estima ante mis ojos”. Existe, sin embargo,
una anécdota capaz de explicar los vínculos entre el general de fortuna y el
juego de azar. De acuerdo a esa versión, cuando Napoleón preparaba la campaña
de Italia, en 1796, envió al general Jean-Andoche Junot, duque de Abrantès, con
todo el dinero que había recolectado para que lo apostara en una casa de juego,
con la ilusión de acrecentarlo.
Jean-Andoche Junot
Cuando Junot retornó de la casa de
juego con el dinero multiplicado, Napoleón le dijo que no era suficiente y lo
envió otra vez a jugar, acrecentando la apuesta y el riesgo, como lo hizo
muchas veces en el campo de batalla.
En La Condición Humana, de André Malraux, el traficante de armas
Clappique juega a las cartas el destino de los revolucionarios. Es el único que
puede avisar a los comunistas sobre la inminencia de una salvaje represión.
Pero Clappique, fascinado por el juego de azar, clavado a su silla, derrocha en
la mesa de ruleta las vidas de los revolucionarios.
Y es que el juego de azar es siempre
asocial. No hay ley alguna que pueda imponerle normas. Cada jugador sólo puede ganar
recaudando las pérdidas de los demás.
ROSTROS DE CARTÓN
Jugar a las cartas podía también
definir un compromiso político. Antes de la Revolución Francesa, los rostros
que engalanaban los naipes eran de reyes y reinas. Cuando tras la revolución
muchos aristócratas comenzaron a atisbar la eternidad a través de la ventana
nacional de la guillotina, los reyes comenzaron a trocar sus cabezas por las de
genios: el Genio de la Guerra, el Genio de la Paz, el Genio de las Artes, o del
Comercio.
Las reinas se transmutaron en
Libertades, o en Virtudes, y los sirvientes en Igualdades. Borrados quedaron
los signos de la realeza: coronas, flores de lis, y blasones heráldicos.
En cada apuesta se juega al todo o
nada. La apuesta es un recurso que, según Walter Benjamin, “invalida el
criterio de la experiencia”. Cada envite es único. La tradición no funciona. La
realeza primordial es la aristocracia de los naipes. Y a veces, hasta las
barajas pierden a sus monarcas.
David Viñas señalaba que todo escritor
usaba “manchas temáticas” en su trama. En el caso de Los años de la guerra a muerte, la tercera parte de La Trilogía de
la Patria Boba, utilicé la metáfora del juego de naipes como mancha temática
central.
La segunda versión de ese texto (2012)
me permitió cruzar un umbral en relación a Los
papeles de Miranda y Las dos muertes
del general Simón Bolívar, las dos previas novelas de la trilogía.
Eso se debió no solo a razones
literarias, sino también a motivos personales, inclusive un episodio traumático
que sirvió de divisoria de aguas. Lo cierto es que Los años de la guerra a muerte se transfiguró del patito feo de la
trilogía, en una de mis novelas más vendidas. Contribuyó de manera decisiva a
esa transfiguración la edición de la profesora venezolana Carmen Virginia
Carrillo. Hay también unas cien páginas nuevas, y además, cosa que no me había
ocurrido antes, varios de los personajes secundarios pasaron al primer plano.
Voy a usar datos de época y la
memoria, no la revisión del texto, para explicar cómo ocurrió esa metamorfosis.
El 16 de enero de 1813, en Cartagena
de Indias, el jefe patriota Antonio Nicolás Briceño, también conocido como El
Diablo Briceño, anunció en un decreto que “El fin principal de esta guerra es
el de exterminar en Venezuela la raza maldita de los españoles de Europa sin
exceptuar los isleños de Canarias”. El Diablo inclusive fijó los ascensos
militares en base a la cifra de españoles que fuesen asesinados.
Fue la apuesta más grande que hizo un
caudillo patriota en tierras venezolanas. La apuesta le salió muy mal, pues los
españoles lo capturaron y lo mandaron fusilar.
UNA PRÁCTICA COMÚN
Simón Bolívar, aunque abominaba de los naipes,
solía jugar en ocasiones para matar el aburrimiento. José Félix Ribas, su
primo, uno de sus lugartenientes favoritos, uno de los mejores generales de la
primera época de la independencia, era un fervoroso apostador, al igual que
varios de sus compañeros de juerga y de revolución. En su biografía de Ribas,
Juan Vicente González dice que “Para entretener la juventud ociosa de Caracas y
dar pábulo a su imaginación inquieta, amiga de novedades y peligrosas empresas
Vasconcelos”, otro de los patriotas de esa época, “la reunió en su casa e hizo
nacer el amor al juego en el espíritu de los principales mancebos”.
José Antonio Páez, primer presidente
de Venezuela, era otro fervoroso apostador. En el Diario de Bucaramanga, Bolívar le sugirió a su autor, Perú de
Lacroix que esa pasión por el juego llevó a Páez a ordenar el asesinato del
general francés Serviez.
“Como el Libertador había hablado un
poco antes del general francés Serviez, le pregunté qué había de cierto sobre
su muerte”, señaló el autor del libro. “El Libertador me respondió que todas
las sospechas cayeron sobre el general Páez. La rivalidad de éste para con
Serviez era grande y su enemistad también; sus méritos le ofuscaban y codiciaba
su dinero. Lo cierto es que para esa época Páez estaba sin dinero. Poco días
después del asesinato y muerte de Serviez, le vieron muchas onzas de oro en el
juego”. Por supuesto, para cubrirse las espaldas, Bolívar añade a continuación:
“Es tan horrendo y tan atroz el crimen que mi espíritu rechaza las vehementes
sospechas que existen todavía sobre el general Páez”.
José Antonio Páez
No es aventurado suponer que las
palabras de Bolívar eran una calumnia. Nunca pudo perdonar a uno de sus mejores
y más audaces lugartenientes, que lo desplazara del poder.
BARAJANDO DESTINOS
¿Jugaban nuestros héroes con barajas
españolas o francesas? Es difícil pensar a Ribas, al Diablo Briceño, a Miranda,
sobando cartas en que aparecían la sota de bastos, o el dos de oro. En cambio,
es tentador concebir al acomodaticio Marqués de Casa León como un comodín de
naipes, factible de adquirir su valor de la persona con quien se vinculaba.
¿Qué rostro adquiría Casa León al servir a Miranda o a Bolívar? ¿Con qué
apariencia se presentaba ante Boves?
Si las cartas de azar son el azar total, que
decide imparcialmente destinos ¿no será la tarea del tramposo el imponerle
normas, trabando así sus engranajes mediante una carta marcada, o una bolilla
cargada en una ruleta? ¿No será la lógica del tramposo el equivalente, a nivel
de la macroeconomía del dumping, de los subsidios a la producción, del
monopolio y de otros equivalentes usados por el gran capital para imponer su
voluntad?
¿Era el marqués de Casa León un
excepcional tramposo, que sabía cómo barajar las cartas para caer siempre
parado? ¿Era un protagonista diabólico, o una baraja más en una enorme apuesta
que en 20 años de guerras intestinas despilfarró cientos de miles de vidas?
¿Supo jugar Bolívar a ese juego mejor que ninguno? ¿Fue la guerra a muerte su
apuesta máxima?
Basta recordar que esa guerra a muerte
se disputó siempre con el mismo mazo de naipes. Las tropas que primero estuvieron
a las órdenes de Boves el asturiano, sirvieron posteriormente, con la misma
valentía y salvajismo, a las órdenes de Páez.
Y al final el Libertador, un gran
apostador que era reacio a jugar, tropezó con la dura realidad. En el juego de
la política su influencia era tan imperceptible como, según dijo, la de ese
“loco griego que pretendía desde una roca dirigir los buques que navegaban
alrededor”.
Casi doscientos años después, otros
apostadores siguen arriesgando el destino de Venezuela tratando de dirigir,
desde una roca los buques que navegan alrededor, usando la vociferante
ingenuidad de quien cree ha encontrado un método infalible para vencer a la
ruleta.
Es una grata ilusión pensar que un país es
dueño de su destino cuando su destino se juega, en realidad, con grandes
capitales, en las grandes capitales, allí donde las apuestas son al todo o
nada, y donde los habitantes de un país, son apenas figuras sin relevancia
alguna.
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