miércoles, 4 de abril de 2018

El juego de naipes como “mancha” temática


Mario Szichman



En el Memorial de Santa Helena, Napoleón critica el juego de naipes. Dice que “todos los jugadores pierden su estima ante mis ojos”. Existe, sin embargo, una anécdota capaz de explicar los vínculos entre el general de fortuna y el juego de azar. De acuerdo a esa versión, cuando Napoleón preparaba la campaña de Italia, en 1796, envió al general Jean-Andoche Junot, duque de Abrantès, con todo el dinero que había recolectado para que lo apostara en una casa de juego, con la ilusión de acrecentarlo.

Jean-Andoche Junot

Cuando Junot retornó de la casa de juego con el dinero multiplicado, Napoleón le dijo que no era suficiente y lo envió otra vez a jugar, acrecentando la apuesta y el riesgo, como lo hizo muchas veces en el campo de batalla.
En La Condición Humana, de André Malraux, el traficante de armas Clappique juega a las cartas el destino de los revolucionarios. Es el único que puede avisar a los comunistas sobre la inminencia de una salvaje represión. Pero Clappique, fascinado por el juego de azar, clavado a su silla, derrocha en la mesa de ruleta las vidas de los revolucionarios.
Y es que el juego de azar es siempre asocial. No hay ley alguna que pueda imponerle normas. Cada jugador sólo puede ganar recaudando las pérdidas de los demás.

ROSTROS DE CARTÓN

Jugar a las cartas podía también definir un compromiso político. Antes de la Revolución Francesa, los rostros que engalanaban los naipes eran de reyes y reinas. Cuando tras la revolución muchos aristócratas comenzaron a atisbar la eternidad a través de la ventana nacional de la guillotina, los reyes comenzaron a trocar sus cabezas por las de genios: el Genio de la Guerra, el Genio de la Paz, el Genio de las Artes, o del Comercio.
Las reinas se transmutaron en Libertades, o en Virtudes, y los sirvientes en Igualdades. Borrados quedaron los signos de la realeza: coronas, flores de lis, y blasones heráldicos.
En cada apuesta se juega al todo o nada. La apuesta es un recurso que, según Walter Benjamin, “invalida el criterio de la experiencia”. Cada envite es único. La tradición no funciona. La realeza primordial es la aristocracia de los naipes. Y a veces, hasta las barajas pierden a sus monarcas.
David Viñas señalaba que todo escritor usaba “manchas temáticas” en su trama. En el caso de Los años de la guerra a muerte, la tercera parte de La Trilogía de la Patria Boba, utilicé la metáfora del juego de naipes como mancha temática central.
La segunda versión de ese texto (2012) me permitió cruzar un umbral en relación a Los papeles de Miranda y Las dos muertes del general Simón Bolívar, las dos previas novelas de la trilogía.
Eso se debió no solo a razones literarias, sino también a motivos personales, inclusive un episodio traumático que sirvió de divisoria de aguas. Lo cierto es que Los años de la guerra a muerte se transfiguró del patito feo de la trilogía, en una de mis novelas más vendidas. Contribuyó de manera decisiva a esa transfiguración la edición de la profesora venezolana Carmen Virginia Carrillo. Hay también unas cien páginas nuevas, y además, cosa que no me había ocurrido antes, varios de los personajes secundarios pasaron al primer plano.
Voy a usar datos de época y la memoria, no la revisión del texto, para explicar cómo ocurrió esa metamorfosis.
El 16 de enero de 1813, en Cartagena de Indias, el jefe patriota Antonio Nicolás Briceño, también conocido como El Diablo Briceño, anunció en un decreto que “El fin principal de esta guerra es el de exterminar en Venezuela la raza maldita de los españoles de Europa sin exceptuar los isleños de Canarias”. El Diablo inclusive fijó los ascensos militares en base a la cifra de españoles que fuesen asesinados.
Fue la apuesta más grande que hizo un caudillo patriota en tierras venezolanas. La apuesta le salió muy mal, pues los españoles lo capturaron y lo mandaron fusilar.

UNA PRÁCTICA COMÚN

 Simón Bolívar, aunque abominaba de los naipes, solía jugar en ocasiones para matar el aburrimiento. José Félix Ribas, su primo, uno de sus lugartenientes favoritos, uno de los mejores generales de la primera época de la independencia, era un fervoroso apostador, al igual que varios de sus compañeros de juerga y de revolución. En su biografía de Ribas, Juan Vicente González dice que “Para entretener la juventud ociosa de Caracas y dar pábulo a su imaginación inquieta, amiga de novedades y peligrosas empresas Vasconcelos”, otro de los patriotas de esa época, “la reunió en su casa e hizo nacer el amor al juego en el espíritu de los principales mancebos”.
José Antonio Páez, primer presidente de Venezuela, era otro fervoroso apostador. En el Diario de Bucaramanga, Bolívar le sugirió a su autor, Perú de Lacroix que esa pasión por el juego llevó a Páez a ordenar el asesinato del general francés Serviez.
“Como el Libertador había hablado un poco antes del general francés Serviez, le pregunté qué había de cierto sobre su muerte”, señaló el autor del libro. “El Libertador me respondió que todas las sospechas cayeron sobre el general Páez. La rivalidad de éste para con Serviez era grande y su enemistad también; sus méritos le ofuscaban y codiciaba su dinero. Lo cierto es que para esa época Páez estaba sin dinero. Poco días después del asesinato y muerte de Serviez, le vieron muchas onzas de oro en el juego”. Por supuesto, para cubrirse las espaldas, Bolívar añade a continuación: “Es tan horrendo y tan atroz el crimen que mi espíritu rechaza las vehementes sospechas que existen todavía sobre el general Páez”.

José Antonio Páez

No es aventurado suponer que las palabras de Bolívar eran una calumnia. Nunca pudo perdonar a uno de sus mejores y más audaces lugartenientes, que lo desplazara del poder.

BARAJANDO DESTINOS

¿Jugaban nuestros héroes con barajas españolas o francesas? Es difícil pensar a Ribas, al Diablo Briceño, a Miranda, sobando cartas en que aparecían la sota de bastos, o el dos de oro. En cambio, es tentador concebir al acomodaticio Marqués de Casa León como un comodín de naipes, factible de adquirir su valor de la persona con quien se vinculaba. ¿Qué rostro adquiría Casa León al servir a Miranda o a Bolívar? ¿Con qué apariencia se presentaba ante Boves?
 Si las cartas de azar son el azar total, que decide imparcialmente destinos ¿no será la tarea del tramposo el imponerle normas, trabando así sus engranajes mediante una carta marcada, o una bolilla cargada en una ruleta? ¿No será la lógica del tramposo el equivalente, a nivel de la macroeconomía del dumping, de los subsidios a la producción, del monopolio y de otros equivalentes usados por el gran capital para imponer su voluntad?
¿Era el marqués de Casa León un excepcional tramposo, que sabía cómo barajar las cartas para caer siempre parado? ¿Era un protagonista diabólico, o una baraja más en una enorme apuesta que en 20 años de guerras intestinas despilfarró cientos de miles de vidas? ¿Supo jugar Bolívar a ese juego mejor que ninguno? ¿Fue la guerra a muerte su apuesta máxima?
Basta recordar que esa guerra a muerte se disputó siempre con el mismo mazo de naipes. Las tropas que primero estuvieron a las órdenes de Boves el asturiano, sirvieron posteriormente, con la misma valentía y salvajismo, a las órdenes de Páez.
Y al final el Libertador, un gran apostador que era reacio a jugar, tropezó con la dura realidad. En el juego de la política su influencia era tan imperceptible como, según dijo, la de ese “loco griego que pretendía desde una roca dirigir los buques que navegaban alrededor”.
Casi doscientos años después, otros apostadores siguen arriesgando el destino de Venezuela tratando de dirigir, desde una roca los buques que navegan alrededor, usando la vociferante ingenuidad de quien cree ha encontrado un método infalible para vencer a la ruleta.
 Es una grata ilusión pensar que un país es dueño de su destino cuando su destino se juega, en realidad, con grandes capitales, en las grandes capitales, allí donde las apuestas son al todo o nada, y donde los habitantes de un país, son apenas figuras sin relevancia alguna.


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