Mario
Szichman
La equívoca fama de We, the Accused, una de las grandes novelas británicas del siglo
veinte, puede atribuirse enteramente a George Orwell, el autor de 1984. En su famoso ensayo Good Bad Books, publicado en el diario
londinense Tribune en noviembre de
1945, Orwell intentó explicar la diferencia entre “buenos” y “malos” libros,
así como la discordancia con esa categoría intermedia de “buenos malos libros”.
La categoría es un invento del escritor
Gilbert Keith Chesterton. Un “buen mal libro” es un libro “sin pretensiones
literarias, pero que continúa siendo entretenido, en tanto producciones más
serias han perecido”, decía Orwell. Por ejemplo, destacaba las historias de
Sherlock Holmes, que nunca pasan de moda, en tanto novelas que denunciaban
problemas sociales o discutían temas filosóficos, habían desaparecido de la
estantería de librerías y bibliotecas, así como de la memoria de críticos y
lectores.
Y luego de mencionar autores populares en los
géneros del policial, o del humor, Orwell se concentraba en We, the Accused, de Ernest Raymond. “Se
trata”, decía Orwell, de una “sórdida y convincente historia de un asesinato,
posiblemente basada en el caso Crippen”[i].
Para Orwell, la calidad de la novela se debía
a que el autor “solo logra capturar en parte la patética vulgaridad de las
personas que describe, y por lo tanto, no las desprecia. Tal vez, inclusive
gana mucho por la manera prolija en la cual está escrita”, siguiendo un poco
las huellas de Una Tragedia Americana,
de Theodore Dreiser.
De esa manera, indicaba Orwell, “se van
apilando los detalles, casi sin intentar selección alguna. En el proceso, se construye, lentamente, un
efecto de terrible, demoledora crueldad”.
REPUTACIONES REVISITADAS
En The
Times Literary Supplement de enero de 1977, se preguntó a varios autores
cuales consideraban los libros o escritores más sobrestimados o subestimados
del siglo. John Betjeman dijo que We, the
Accused figuraba entre las novelas
más subestimadas. Se trataba, señaló, de “una de las mejores narraciones que
transcurren en Londres, y de una obra maestra del suspenso”.
La novela transcurre en 1932, en Islington,
Londres. El triángulo amoroso está constituido por Paul Presset, de 50 años, un
maestro de una escuela de segunda categoría, su esposa Elinor, varios años
mayor que él, quien cuenta con una pequeña fortuna, obtenida durante su primer
matrimonio, y Myra, una maestra de kindergarten
en la misma escuela donde enseña Paul, y que se transfigura en su “resplandor”.
Ernest Raymond
Raymond fue eslabonando con gran sabiduría la
cadena de incidentes que transformaron la amistad de Paul y de Myra en una gran
pasión, y el matrimonio de Paul y Elinor en un infierno.
Quizás la sabiduría del relato consiste en la
manera prolija en que Raymond fue creando el suspenso. De otra manera, sería
imposible comprender cómo un hombre sin atributos se va convirtiendo en un
asesino, o como una mujer como Myra, afectuosa, sencilla, honesta, va
adquiriendo una nueva personalidad en su rol de protectora de Paul, y cómo lo
sigue defendiendo, tras descubrir que su amante ha envenenado a su esposa con
arsénico.
Raymond aplicó su lupa sobre la pareja,
ofreciendo un patético retrato de dos seres humanos que van creciendo junto con
la emoción de los lectores. No hay clishés,
ni atajos, ni invenciones para sostener la trama: apenas una pareja que intenta
eludir la acción de la justicia huyendo de Londres, soñando con algún lugar de
Europa donde nadie los busque, y en el cual puedan ser felices.
Al principio, cuando su esposa aún vive, Paul
Presset propone a Myra huir, e iniciar una nueva vida. Pero la moralidad de
Myra impide esa solución. Ella no quiere ser la amante de Paul, sino su esposa.
La ironía es que esa integridad de Myra hace que su amante acreciente el odio
por su esposa, y la envenene.
En la narrativa policial de esos años, la manera
de enfrentar a dos amantes complicados en un crimen consistía en el surgimiento
del odio. Puede observarse en esas obras maestras de James Cain El cartero llama dos veces, y Double Indemnity, especialmente en la
segunda. Pero Raymond no eligió esa solución. Y logró algo mejor.
Myra no ha participado en la muerte de Elinor.
Y cree en la versión de Paul, de que su esposa murió como resultado de una
enfermedad. Algunos diálogos son ejemplares. Cuando Paul le menciona a Myra su
origen pobre, Myra le responde: “Me siento tan contenta de que ninguno de
nosotros es una persona importante”.
Solo cuando prospera la fuga de ambos, es
cuando comienza a desenredarse la madeja. En cierto momento, Myra le pregunta a
Paul cual es la verdad sobre la muerte de Elinor. Tras algunas excusas y
prolongadas explicaciones, Paul admite que ha envenenado a su esposa. Entonces
Myra le dice: “Seguiré haciendo todo lo que pueda por ti”. Y luego, señala el
autor: “Myra tuvo una gran piedad” por su amante. Al mismo tiempo, sentía que
el amor había desaparecido.
No hay planificación alguna en el asesinato de
Elinor por parte de su esposo. Como decía Mark Twain, “Si el deseo de asesinar
se acopla a la oportunidad de hacerlo, ¿qué ser humano podría evitar ser
ahorcado?” Paul Presset mata a su esposa
sin premeditación o alevosía. Su excusa para hacerlo es que Myra le está
ofreciendo una nueva vida. Además, Elinor padece una enfermedad grave que puede
disimular los síntomas causados por el arsénico.
Nadie sospecha al principio de la muerte de
Elinor. Ni siquiera su médico de cabecera. Todo parece un regalo del cielo. Una
mujer nagging, fastidiosa, puede ser
reemplazada por una mujer joven, con sólidos principios morales. Myra es para
Paul la inesperada tabla de salvación, aunque luego, su integridad será la
causa de su ejecución.
El novelista tenía la capacidad de modificar
las lealtades del espectador. Durante las jornadas en que Paul y Myra huyen de
la policía, nadie duda de que serán finalmente capturados, mientras se
acrecienta el deseo de que los amantes eludan la persecución policial e inicien
una nueva vida en un lugar remoto donde no pueda alcanzarlos la justicia.
Finalmente, la justicia llega, el amor de Myra
por Paul se desvanece, aunque no su lealtad, y el asesino enfrenta la ejecución
en dos páginas finales memorables.
Un día, las agujas del reloj de la prisión
donde está encerrado Paul, marcan las nueve de la mañana. Y Paul rodeado de funcionarios, “concreta el
último gran esfuerzo de su vida”. Instalado debajo de la horca, les dice a los
presentes: “Bueno, adiós a todos, y gracias”. Y luego, murmura: “Adiós mi
querida Myra; adiós querida mamá, querido papá”.
En ese momento, uno de los carceleros coloca
una capucha blanca sobre la cabeza y el rostro de Paul, se abre una puerta
trampa bajo los pies del condenado, y “Paul desapareció de la vista de todos.
La soga se puso tensa, y comenzó a oscilar”.
Con materiales del caso Crippen que abundaron
en los periódicos, Raymond transitó una ruta escasamente recorrida. Le quitó glamour al crimen, le añadió una
profunda humanidad, y se concentró en personajes cuya máxima alegría consistía
en saber que “ninguno de nosotros es importante”.
[i] El
“caso” Crippen, uno de los más famosos en los anales del crimen británico. Tuvo
como protagonista al homeópata Hawley Harvey
Crippen (1862 – 1910),
quien fue ahorcado en la prisión de Pentonville, Londres, acusado de asesinar a
su esposa Cora Henrietta Crippen. El presunto asesino mantenía una relación
sentimental con una mujer mucho más joven que él.
El caso
tuvo ribetes sensacionales porque la investigación policial se hizo en base al
hallazgo de algunas partes de un cadáver en el sótano de la vivienda de
Crippen. En el año 2007, evidencias obtenidas mediante el ADN de trozos del
cuerpo, sugirieron que los restos pertenecían a un hombre. Las conclusiones han
sido cuestionadas.
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