Mario Szichman
"Y además,
¡Hay tantas maneras
De decir buenas noches!"
Kate Chopin[i]
“La
mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa”. Es, obviamente, una frase
inventada por un hombre. (Español, por más señas).
Los
hombres han sido, casi siempre, los encargados de juzgar a las adúlteras. Las
dos pecadoras más famosas del siglo XIX habitan dos obras maestras escritas por
personas del sexo masculino: Madame
Bovary, y Anna Karenina.
Pero
una mujer consumó en el siglo XIX, la hazaña de narrar la vida de Edna
Pontellier, otra gran adúltera, desde un punto de vista estrictamente femenino.
The Awakening –el despertar—es la obra maestra de Kate
Chopin, una novela que en sus insights,
por lo menos a la hora de analizar cuerpos deseantes, es tan luminosa como las
producciones de Gustave Flaubert, o de León Tolstoi.
UNA
HEROÍNA DIFÍCIL DE ACEPTAR
Willa Carther
La
reacción del público norteamericano a The
Awakening fue propia de esas ligas de moral que abundaron en Estados Unidos
hasta bien entrado el siglo veinte. Quizás la reacción más virulenta, por la
fama posterior de quien la profirió, fue la de Willa Cather, una de las grandes
escritoras norteamericanas del siglo veinte.
Cuando
era una joven crítica literaria, Cather escribió una reseña de The Awakening, para el periódico The Pittsburgh Leader (julio de 1899).
Aunque comparó algunos aspectos de la novela corta de Chopin con Madame Bovary, el punto de vista de
Cather no fue diferente al prejuicio de sus colegas hombres. Y de esa manera,
Cather perdió la oportunidad de pregonar el surgimiento de una extraordinaria
novelista.
Por supuesto, Cather era una mujer muy
inteligente. Reconocía en Chopin su “exquisito, sensible, y bien controlado
estilo”, pero no podía entender que lo usara “en un tema tan sórdido y
trillado” como el de la infidelidad conyugal.
Cather
no consideraba el tema ni sórdido ni trillado en Madame Bovary o en Anna
Karenina. ¿Por qué le asignaba esos defectos a The Awakening? Al parecer, porque
su redacción había corrido a cargo de una mujer.
Cather
podía aceptar a un hombre explicando los avatares de la pasión, pero rechazaba
el punto de vista femenino. ¿Acaso solo los hombres podían juzgar a las mujeres
infieles? ¿Desde qué normativa?
Es
obvio que pese a la delicadeza empleada por Flaubert y por Tolstoi para
describir a sus pecaminosas heroínas –especialmente Anna Karenina—ambos estaban convencidos que se trataba de seres
irredimibles. Solo la mujer podía proteger la santidad del hogar. El hombre tenía
derecho a numerosas aventuras, o a frecuentar varias amantes, sin que eso
pusiera en peligro la institución familiar.
Justamente
una de las genialidades de Tolstoi consistió en inaugurar Anna Karenina describiendo una escena de traición conyugal, pero a
cargo de un marido. Cuando el hermano de la protagonista es atrapado in fraganti con la institutriz de sus
hijos, Anna es llamada al hogar. Su tarea es resolver el conflicto entre su
hermano y su cuñada. Disímil es la situación cuando Anna se enamora del conde Alexei
Vronsky. Ya no se trata de un pecadillo sino de la destrucción de una familia.
Y solo le queda a la heroína el camino del suicidio para redimirse.
Kate Chopan e hijos
Pero
Chopin, nacida con el nombre de Katherine O'Flaherty en 1850, era, para su
tiempo, una mujer liberada. En 1870, a los veinte años de edad, se casó con Oscar
Chopin y ambos se establecieron en New Orleans, donde su esposo tenía una firma
de corretaje de algodón. Entre 1871 y 1879, Chopin tuvo seis hijos. El mismo
año del nacimiento del último hijo, la firma de corretaje de Oscar Chopin fue a
la quiebra. Cuando falleció, tres años más tarde, en 1882, dejó a Kate con una
deuda imposible de pagar.
Según
su biógrafa, Emily Toth, durante un tiempo, “la viuda Kate administró la firma”
del marido, y además, “coqueteó de manera escandalosa con hombres de la zona.
Inclusive tuvo una relación con un granjero, un hombre casado”.
Luego,
Kate vendió su negocio en la Luisiana y, a solicitud de su madre, quien tenía
una posición acomodada, se mudó a su sitio de origen, Saint Louis. Cuando la
madre falleció, al año siguiente, Kate
se hundió en la depresión. Fue entonces que el obstetra y amigo de la familia, Frederick
Kolbenheyer, le aconsejó que se pusiera a escribir, pues consideraba ese
trabajo la mejor terapia.
Kate
Chopin acató su consejo. Comenzó a escribir cuentos cortos, artículos y a hacer
traducciones, que aparecieron en periódicos y revistas. De esa manera, empezó a
ganarse la vida de manera regular con sus trabajos.
Hay
mucho de autobiográfico en sus textos de ficción, especialmente en The Awakening. La protagonista no desea
ser una mantenida –ni Madame Bovary ni Anna Karenina necesitaban buscar
trabajo—y aprovecha su talento como pintora para ganar dinero, y alquilar un
sitio alejado de la mansión donde reside con su esposo y sus hijos.
Eso
otorga a la mirada de Kate Chopin un enfoque muy peculiar. Ya no es la mujer
sumisa, abrumada por sus affairs,
sino una dama independiente capaz de tener relaciones amorosas sin pedir
permiso.
La
ironía, la precisión con que Kate Chopin describía a la sociedad de su tiempo,
es un soplo de aire fresco. Ni hombres ni mujeres escapan a su implacable
escrutinio. Su mundo estaba poblado de seres interesantes. Al menos desde su
mirada. Y es un toque de talento que sus dos amantes, Aalcee Arobin y Robert
Lebrun, no son los personajes más recordables. Y por buenas razones. Ella no
los desea por sus atributos intelectuales.
La
protagonista es mucho más sutil al aplicar el microscopio a mujeres ancianas, o
a potenciales rivales.
En
uno de los sets pieces de la novela,
la narradora dice que “El señor Pontellier”, el esposo de la protagonista,
“había sido un marido bastante cortés, en tanto su mujer mostraba una cierta
sumisión. Pero cuando Edna exhibió un absoluto desprecio por sus deberes de
esposa, se mostró furioso. Cuando el señor Pontellier mostró rudeza, Edna
creció en insolencia y decidió que nunca más daría un paso atrás”.
Tanto
Madame Bovary como Anna Karenina son seres huidizos, cargando con el pecado a
cuestas. Se dejan arrastrar por la pasión, y asumen sus roles de amantes
exhibiendo la pasividad con que antes cumplían sus roles maritales. Pero no la
señora Edna Pontellier. Ella es una feminista avant la lettre, dispuesta a defender sus derechos, inclusive su
derecho a amar a hombres que no son sus maridos.
En
su comentario de The Awakening, Willa
Cather señaló de manera mezquina que “no había necesidad de una segunda Madame Bovary”. Pero The Awakening demuestra que sí, que
existía esa necesidad. Especialmente por su punto de vista.
Kate
Chopin tenía un temperamento que cargaba a sus personajes de vida. Aceptaba la
depresión, pero sabía cómo combatirla. Enfrentaba a hombres y a mujeres en
términos de igualdad. Había un sano optimismo que la hacía emerger de sus
crisis, y tenía la valentía de divulgarlas.
Sus
descripciones son precisas, sus diálogos nos permiten descubrir la mente de sus
personajes, seres de tres dimensiones. Edna necesita la presencia masculina,
que la admiren y la deseen. No oculta sus sentimientos. No es una madre devota,
y es para ella un gran alivio que sus vástagos pasen prolongadas jornadas en
compañía de su padre, pues así puede disfrutar de su existencia. Inclusive su
suicidio es más sano que el de sus inmortales rivales.
Como
las dos adúlteras antes mencionadas, Edna también acaba con su vida. Pero es
allí donde terminan las semejanzas. Madame Bovary se envenena con arsénico, y
Anna Karenina se arroja debajo de un tren. Ese era el destino reservado por el
siglo diecinueve a las damas que no confinaban su sexualidad al lecho conyugal.
Edna
Pontellier no solo elige una muerte diferente al ahogarse en el mar. También
sus razones son distintas. No lo hace para pagar sus pecados. En ningún momento
se arrepiente de haber amado a otros hombres. Inclusive hay una buena dosis de
ironía en el hecho de que se ahoga aunque sabe nadar.
El
final es abierto. Por un lado, Edna se siente desconsolada porque uno de sus
amantes, Robert Lebrun, ha decidido separarse de ella para siempre. Por otra
parte, mientras se va alejando de la orilla, se siente eufórica por haber huido
de la rutina familiar, de un marido imperioso, y de sus pequeños hijos.
Edna
sigue nadando hasta quedar agotada. Y descubre que la orilla está demasiado
lejos como para retornar a ella. Sus últimos momentos están saturados de
recuerdos de su infancia.
Obviamente,
no hay muertes dulces. Pero Edna elige la menos trágica, la más incierta. Y ni
siquiera lo hace abrumada por la desesperación, sino convencida que su
existencia ha perdido toda razón de ser.
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