Mario
Szichman
En El
buen soldado Schweik, su autor, el checo Jaroslav Hasek, narra cómo reclutas
analfabetos deciden aprender a leer apenas sus jefes prohíben la circulación de
periódicos porque en ellos se denuncia los maltratos que la oficialidad comete
contra los subalternos.
Siempre pensé que la mejor forma de fomentar
la lectura es prohibirla, y la peor manera es propiciarla. Un buen ejemplo lo
brinda la proliferación de ejemplares de Don
Quijote cuando se cumplió en el 2005 el cuatricentenario de su publicación.
Varios gobiernos de América Latina, entre
ellos el de Venezuela, en esa época liderado por Hugo Chávez Frías, publicaron
la novela en ediciones baratas, o simplemente la regalaron. No sé a dónde
fueron a parar esos centenares de miles de ejemplares impresos en letra
diminuta, pero dudo que hayan conseguido muchos lectores. La intención de esos
gobiernos no era difundir a Cervantes sino exaltar su propia munificencia.
Despilfarraron un montón de dinero y nada consiguieron.
No es así como se promueve la lectura. En
realidad, hubiera sido más provechoso que cada uno de esos gobiernos hubiera
lanzado un ukase prohibiendo el Don Quijote. Cualquier excusa era buena. Podían
decir que era un libro pornográfico. En ciertas partes lo es. ¿Qué criterios
usaron las autoridades eclesiásticas españolas para aprobar Don Quijote o La vida del Buscón, de Quevedo? Después de todo, abundan las
escenas eróticas, no solo entre seres humanos, sino también entre animales,
como cuando el pacífico Rocinante quiere refocilarse con algunas yeguas.
También es posible alegar que describe sin remilgos la excreción. (“Hueles,
Sancho, y no a rosas”, le reprocha Don Quijote a su escudero, luego que éste
sufre un desagradable percance).
También abundan los discursos mock heroics, donde se patrocina hasta
la alcahuetería, como honesta forma de ganarse la vida. Don Quijote defiende a
un condenado señalando que “el alcahuete limpio no merecía el ir a bogar a
galeras, sino a mandarlas y a ser general de ellas, porque no es así como
quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la
república bien ordenada”.
En cuanto a la novela de tiene aún
más desparpajo en su descripción de vicios y de hábitos contra natura.
BALANCEANDO LOS PROS Y CONTRAS
De la
misma manera en que siempre necesitamos una autoridad que nos consienta, y eso
incluye el territorio de la lectura, debería existir otra dispuesta a censurar
los productos de la cultura, a fin de espolearnos en su conocimiento. Y en ese
sentido ¿Cuántas lecturas han sido promovidas por los reyes o los inquisidores
españoles?
En El
libro en un libro, Manuel Alonso Erausquin dice que “la censura más antigua
y eficaz contra los libros en España la protagonizó el rey Recaredo, tras su
conversión al cristianismo, al ordenar la destrucción de todas las obras con
doctrina arriana, de las que no ha subsistido ninguna”. Pero la hazaña del rey
Recaredo es difícil de imitar. Otras formas son más sutiles para enviar a un
libro al desván de los recuerdos.
Es suficiente que alguien se desviva en
elogios por un texto y sugiera (u ordene) que es imprescindible leerlo para que
la mayoría de los lectores se niegue a leerlo. Afortunadamente, para eso están
las academias, que imponen la lectura de textos indigestos, accediendo a que
perduren.
A veces, los editores que han debido lidiar
con libros indigeribles, han sido piadosos con sus lectores.
La lectura
de Los Miserables, de Víctor Hugo, es para mí una tortura. En fecha
reciente compré una nueva edición de la novela en versión digital. Es una
edición abridged, resumida. Y el
benévolo editor explica por qué han sido extirpados capítulos y partes enteras.
Tal vez en esta ocasión tenga suerte, y pueda finalmente leer la obra
maestra.
Tampoco es cuestión de que la versión original
de Los Miserables tenga más de mil
páginas.
La guerra y
la paz supera las 1.300 páginas, y A la búsqueda del tiempo perdido las
1.800. Y son muy legibles y apasionantes.
Creo
que Bertolt Brecht señalaba que la novela de Proust marcaba para todo aspirante
a escritor el cruce de un umbral. No se podía seguir escribiendo de la misma
manera tras leerla. Y Vladimir Nabokov la consideraba un prolongado cuento de
hadas.
Una actriz de Hollywood, muy bella, muy
inteligente, asegura que necesita releerla al menos una vez cada dos años. Sospecho
que ella no requiere otra lectura en su vida. (Creo que el otro umbral fue
diseñado por William Faulkner. Como en el caso de Proust, hay un antes y un
después para los narradores. Nadie que haya leído a Faulkner puede escribir
ignorando su prosa y sus personajes).
LAS FORMAS DE LEER
Recién pude leer Don Quijote cuando descubrí una edición de bolsillo de Aguilar, una
joya de encuadernación, con páginas de papel cebolla y un aparato crítico ameno
y enormemente instructivo. El problema con el Quijote es que han pasado 400
años desde su publicación. En ese período, el castellano ha evolucionado no
solo en España sino en el mundo hispanohablante. Cervantes habla de fermosura, y nosotros de hermosura.
¿Quién sabe, en la actualidad, en qué consiste una comida llamada “duelos y
quebrantos”? (Es un revuelto de huevos con torreznos o tocino frito). ¿Cuántos
lectores están enterados de la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega que anima muchas páginas de Don Quijote? El
incidente en que Rocinante trata de enamorar a una yegua y unos labriegos lo
muelen a palos, le ocurrió en realidad a Lope de Vega, cuando intentó seducir a
una dama y fue agredido, al parecer, por el marido y algunos amigos del
marido.
Faltando el contexto, y abundando el idioma
cervantino en refranes que también han caído en desuso, un lector desprevenido
muy difícilmente avance más allá de la segunda página. Pero si cuenta con un
buen aparato crítico, como la edición de Aguilar antes mencionada, logrará
disfrutar enormemente de la mejor novela cómica de todos los tiempos.
Aprender a leer es toda una técnica, y sin su
aprendizaje, la lectura es una continua frustración. No existe un lector más
exigente que un niño. Si un niño no encuentra placer en la lectura, abandona el
libro. Los libros infantiles perduran mucho más que los libros para adultos,
aunque sea en versiones abreviadas. Excepto por La isla del tesoro, o por las novelas de Emilio Salgari, los libros
infantiles necesitan de atajos. No todo es interesante en Robinson Crusoe o en Los
viajes de Gulliver, y en el segundo caso, hay tanta escatología y una
visión tan pesimista del mundo, que los mayores suelen eliminar muchas páginas
cuando se trata de recontar a los menores de edad las aventuras de Lemuel
Gulliver
El niño es mucho más cruel que un adulto a la
hora de juzgar una historia. Prefiere la verdad a los buenos modales, y suele
amar personajes que pueden ser sanguinarios con sus enemigos y gentiles con las
damas, como es el caso del pirata Sandokan.
Pero ante todo, el niño necesita ser absorbido
por la historia, vivir, durante algunas horas o días, en otro mundo paralelo,
más temible, y más encantado, repleto de peligros y de seres interesantes donde
siempre, al final, triunfa la justicia.
TRISTEZAS DE UNA PIEZA DE HOTEL
Cuando nos volvemos adultos autorizamos a
algunos escritores a narrar finales desdichados. Al parecer, algunos creen que
ese tipo de final es superior al feliz. Como dice Ansel Dibell en su
extraordinario libro Plot, un “final
feliz” satisface, inclusive si “termina con virtualmente todos los personajes
muertos en el suelo, como en Hamlet”-
Los atributos de un final feliz “consisten en
algo adecuado (los personajes parecen haber conseguido el final que se
proponían a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso de la novela, para
bien o para mal) y definitorio (la resolución de la historia es clara,
apropiada y decisiva. Se ha llegado a una conclusión)”. En general, la mayoría
de los finales terminan con una nota optimista. Nadie tiene ganas de leer una
novela policial donde el asesino no es capturado, los amantes nunca vuelven a
reunirse, o el niño secuestrado jamás retorna al hogar.
Algunos escritores suponen que un final
desdichado es superior al final feliz, pues toda vida concluye en la muerte. Todo
joven, con suerte, se convierte en un viejo no muy seductor, y nuestra
residencia temporal es un valle de lágrimas. Pero la literatura no ha sido
inventada para multiplicar nuestras tribulaciones sino para escapar de ellas. Y
si bien eso suena a escapismo ¿qué tiene de malo el escapismo?
Recuerdo una aterradora película polaca, Kanal. Era la historia de un grupo de
combatientes de la resistencia antinazi que intentaban huir por las cloacas de
Varsovia. Todos iban muriendo por el camino. Finalmente, el protagonista
encontraba una vía de escape. El espectador empezaba a respirar más confiado. Y
cuando creía que el personaje podría emerger del túnel hacia la libertad,
descubría que la única salida estaba sellada con barrotes de hierro.
El cineasta francés Jean Pierre Melville hizo
también un filme sobre la resistencia antinazi, protagonizada por Lino Ventura
y Simone Signoret. Las peripecias eran horribles. El personaje que interpretaba
a Simone Signoret terminaba delatando a sus compañeros. Lino Ventura, junto con
otros compañeros, era encerrado en una prisión, y a todos ellos les daban la
oportunidad de salir corriendo del lugar. Sus captores, armados con
ametralladoras, prometían empezar a disparar luego de que los prisioneros
lograran algunos metros de ventaja. Nadie se salvaba.
Y sin embargo, era una película optimista,
porque se adecuaba, como señala Dibell, al resto de la trama. Los personajes
alcanzaban un final heroico que habían buscado a raíz de las acciones adoptadas
en el transcurso del film, y la resolución de la historia era clara, apropiada
y decisiva. Eso no ocurría en Kanal.
Se le hacía una trampa al espectador ofreciéndole la ilusión de que el
protagonista lograría huir, aunque finalmente concluía atrapado entre barrotes
a escasos metros de la libertad.
Como decía Dibell, “la melancolía no es
intrínsecamente más honesta, valiente, o de mayor respetabilidad intelectual
que la alegría. Solo se hace creíble en el contexto de una historia en
particular. La desesperación puede ser tan trillada y banal como la felicidad”.
Dije al principio que siempre necesitamos una
autoridad que nos autorice. Montaigne, no precisamente el más inculto de los
autores, decía en uno de sus ensayos que nunca leía por obligación, sino por
puro placer.
“Si estoy leyendo y tropiezo con puntos
difíciles, no me molesto en continuar la lectura. Si persisto, lo único que
gano es perder el tiempo y mi propio yo. Si no lo veo en la primera lectura,
menos lo podré observar más adelante. Cuando un libro me parece tedioso, lo
abandono y tomo otro”.
Montaigne autoriza a abandonar libros
tediosos. Inclusive algunos extraordinarios libros se convierten en tediosos a
poco o mucho de andar. Ferdydurke, la
novela de Witold Gombrowicz, tiene una primera parte extraordinaria. El resto
es aburrido, un añadido que poco agrega a ese deslumbrante comienzo. Por lo
tanto, se puede leer la primera parte, y dejar el resto a los críticos. El tambor de hojalata es otra portentosa
novela, pero hacia la mitad, muere la madre de Oskar, el diminuto protagonista,
y ahí se derrumba toda la estantería. Tal vez no para otros, pero sí para mí.
Existe en sectores de la cultura moderna una
necesidad de sufrir, pero la vida es demasiado corta para arrostrarla leyendo
libros insufribles.
Hay que tener el coraje, y la autoridad moral
de Montaigne para decir “Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo
otro”, sin dejarse avasallar por aquellos que persisten en convertir nuestra
vida en un calvario.
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