Mario Szichman
El novelista norteamericano Harry Whittington
escribió y enseñó a escribir memorables novelas –unas 200–, en base al
suspenso. Su consejo básico para crear novelas imposibles de abandonar fue éste:
“El suspenso es mayor, cuando algún personaje que amamos elige una alternativa
que odiamos”.
Whittington (1915 – 1989), publicó sus textos
en paperbacks o libros de bolsillo,
que proliferaron en Estados Unidos en las décadas del treinta y del cuarenta
del siglo pasado. Esos paperbacks se
vendían a 25 o 50 centavos de dólar el ejemplar, y cubrían toda la gama de la
narrativa popular.
Whittington escribió en todos los géneros: el
policial negro, el “soft-porn,” o
pornografía recatada, el Western, la
novela histórica y la ciencia ficción, usando los seudónimos de Ashley Carter, Whit Harrison, Harriet
Kathryn Myers, Blaine Stevens, Curt Colman, John Dexter, Tabor Evans, Kel Holland, Suzanne Stephens, Clay Stuart,
Hondo Wells, y J.X. Williams. La lista no es exhaustiva. Tras su muerte, se
encontró un baúl con los manuscritos de otras 39 novelas finalizadas.
El narrador podría haber ingresado en
numerosas entradas del Libro Guinness de los Récords. En un lapso de doce años
escribió 85 novelas, en ocasiones, siete por mes. Superó en productividad a Henry
James O'Brien Bedford-Jones (1887–1949) otro autor que merece ser
redescubierto, quien escribió más de 100 novelas históricas, de aventuras, de
fantasía, de ciencia ficción, de crimen y Westerns.
El editor de pulps Harold Hersey visitó en cierta ocasión a Bedford-Jones. En la
habitación de su hotel, en Paris, el escritor tenía dos máquinas de escribir en
dos mesas distintas. Estaba trabajando dos novelas de manera simultánea.
Cada novela de Whittington se define por sus
bien delineados caracteres, y por sus dramáticas escenas. Cuando alguien le
preguntó cómo hacía para introducirse en la piel de sus personajes, o para detallar
situaciones de gran peligro, respondió: “Un escritor no necesita morir
incinerado para describir un incendio intencional”.
El
prolífico autor ingresó al territorio del paperback
por casualidad. Apenas un adolescente, se sumergió en la literatura “seria” del
siglo diecinueve: Fiodor Dostoievski, Guy de Maupassant, Honorato de Balzac, Gustave
Flaubert, y Alejandro Dumas.
En la década del treinta del siglo pasado, apenas
un veinteañero, Whittington se enamoró simultáneamente de una mujer, y de las
novelas de Francis Scott Fitzgerald. Era plena época de la Gran Depresión. No
había siquiera dinero para comprar una novela de tapa dura. Y además, Scott
Fitzgerald pasó rápido de moda. Sus libros estaban out of print, y eso encarecía su valor.
Al principio, Whittington pasaba la mayor
parte de su tiempo leyendo a Scott Fitzgerald en bibliotecas. Hasta que su
novia, en base a ahorros forzados, logró adquirir todas las novelas del autor
de The Great Gatsby.
“Me sentí tan abrumado de gratitud, alegría y regocijo”,
dijo Whittington en una corta biografía, “que me casé con ella. Todavía
conservo a esa mujer, junto con los libros de Scott Fitzgerald”.
Tras
Scott Fitzgerald, los escritores más admirados por Whittington fueron Dashiell
Hammett (Cosecha Roja, El Halcón Maltés, La llave de cristal),
Raymond Chandler (El largo adiós) y
James M. Cain (Double Indemnity, El cartero llama dos veces). Esos
autores le descubrieron la importancia de la trama, y de los personajes que la
habitan.
Whittington
ignoraba, por esa época, que los escritores más exitosos de Estados Unidos no
vivían exclusivamente de la literatura. Hammett había vendido los scripts de varias de sus novelas a
Hollywood, Chandler era ejecutivo de una empresa petrolera, Cain escribía para
periódicos y revistas, y vendía guiones de películas. Otros eran profesores
universitarios, reporteros, abogados, políticos, o trabajaban en agencias de
publicidad.
Los
inicios de Whittington fueron difíciles. Demoró siete años en vender su primer
cuento a United Features en 1943 por 15
dólares. Tardó otros cinco antes de poder vender sus historias de manera
regular.
En
una ocasión, en 1949, asistió a una conferencia de escritores en Chicago. Un editor le explicó
que era posible ganarse la vida escribiendo novelas de misterio y de suspenso.
En su viaje en autobús de retorno a Ocala, Florida, donde residía, Whittington tuvo
que viajar aplastado contra la ventana por una mujer enorme. Fue ahí que se le
ocurrió su primera novela corta de misterio. Aunque nunca reveló la fuente, es
obvio que la obesa dama despertó sus instintos asesinos.
Cuando
llegó a su hogar, un lunes, se sentó a escribir la nouvelle. La envió por correo a la empresa editora King Features, de la cadena Hearst (Su
dueño, el empresario William Randolph Hearst, pasó a la historia del cine como
el protagonista de Citizen Kane, el
film que lanzó al estrellato a Orson Welles). El viernes de esa misma semana,
el escritor recibió un cheque por 250 dólares, una suma bastante importante en
esa época.
Lanzado
en la carrera literaria, aunque no de su elección, pues soñaba con escribir
como Scott Fitzgerald, “con un toque de Somerset Maugham”, Whittington escribió
30 novelettes para King Features.
I COULD PLOT,
BABY. I COULD PLOT.
Pero
nada resultó fácil para Whittington. Dijo que demoró trece años en aprender a
crear una narrativa compelling, apasionante.
Y, una vez aprendió la técnica, siempre se vanaglorió de que I could
plot, baby. I could plot. Estaba en condiciones de crear argumentos.
Y
eso cambió su vida. Podía vender prácticamente todo aquello que escribía, y
vivir como un millonario.
Cada
una de sus novelas estaba concebida con muchísimo esmero, pues esa era la tarea
de un verdadero profesional. Una de sus mejores, Forgive me, Killer, es un modelo de economía, y de intriga.
En
la primera escena Mike Ballard, un policía corrupto, visita en una cárcel a
Earl Warren, un hombre acusado de haber asesinado a Ruby Venuto, una prostituta
de alta clase. El policía visita al prisionero presionado por su sacerdote, por
la madre del recluso, y por un profesor de la escuela secundaria.
Ballard
ha revisado el prontuario del prisionero, y está convencido de que cometió el
crimen. Se trata de apenas una visita de cortesía, para no quedar mal con
personajes que figuran entre sus amistades.
En
el segundo capítulo nos enteramos de que Mike Ballard ha sido comprado por el
mafioso de su precinto. Algunos lo temen, otros lo desprecian. En cualquier
momento, descubrirán sus manejos, y terminará, en el mejor de los casos,
perdiendo su pensión de retiro, y en el peor de los casos, en la cárcel. Los
lectores comienzan sutilmente a rogar que Ballard se reforme y se salve.
Recordemos
que “El suspenso es mayor, cuando algún personaje que amamos elige una
alternativa que odiamos”. ¿Cómo resolverá el escritor la intriga para que el
personaje pueda elegir una alternativa que amamos?
Es
entonces cuando Whittington introduce en la rueda de la trama el primer
obstáculo. Ballard no es totalmente corrupto, y tiene algunas cuentas que
saldar con sus jefes, algunos de ellos tan corruptos como él, pero dotados de suficientes
contactos para salir ilesos.
Ballard
está cargado de fallas, pero Whittington nos convence rápidamente que nada es
lo que parece. El protagonista tiene también sus rasgos atractivos. No es una
marioneta, y está ansioso por recuperar su dignidad, siguiendo el ejemplo de su
padre, quien también fue policía, y fracasó intentando defender su honestidad.
¿Cómo poner a Mike Ballard en conflicto con su
entorno? (No hay trama sin conflicto. Y cuando el conflicto es más denso,
resulta más sencillo atrapar a los lectores). “Cherchez la femme”, busquen a la
mujer.
Es inevitable que aparezca una mujer para
acentuar los riesgos. En el caso de Ballard se trata de dos mujeres. Por un
lado está Peggy Walker, la esposa del prisionero que visitó el detective. No es
precisamente una Venus. Mucho más bella y seductora es Hilma, la amante de
Ballard. Pero Hilma está harta de los desplantes del policía, de sus horas
irregulares. Ella necesita un compañero constante, y que no beba tanto. Es obvio que los lectores apuesten por Peggy.
Excepto que Peggy está casada con el convicto Earl Warren.
Peggy está convencida de la inocencia de su
esposo. Hilma querría librarse de Ballard. Pero, al mismo tiempo, lo ama,
físicamente, de una manera apasionada.
Una de las vueltas de tuerca más inteligentes
de la trama, es esa confrontación entre ambas mujeres. Si hay algo que
diferencia a Hilma de Peggy Walker, es la sensualidad. Peggy Walker es una mujer
sacrificada. Pero está dispuesta a sacrificar su cuerpo para salvar a su
marido. Si tiene que acostarse con Ballard, a fin de interesarlo en el caso de
Earl Walker, no tendrá problema alguno en hacerlo.
Cunde la tentación. Una mujer que se entrega
no es un objeto excesivamente codiciable para Ballard. Pero Peggy, que al
principio parece una simple ama de casa carente de todo atractivo, de pronto
adquiere rasgos muy seductores.
El perfume de su cabello, y su generoso busto
lo atraen. Y especialmente una honestidad que choca con la desbocada sexualidad
de Ballard. Es en ese momento cuando comienzan a cambiar los roles. Ballard
decide actuar cagey, con reserva y
cautela. Un poco lo que hacía Alfred Hitchcock en sus filmes. Sus actrices eran
siempre muy formales, tímidas. Solo revelaban su pasión en el boudoir.
EL DESEO BAJO LOS OLMOS
Si revisamos las parejas del policial noir,
observaremos la abundancia de femmes
fatales. James M. Cain fue un maestro en diseñar a esas mujeres, que fueron
luego idolizadas en filmes como Double
Indemnity (Barbara Stanwick) y The
Postman Always Rings Twice (Lana Turner).
Pero ¿qué ocurre cuando no existe la mujer
fatal, como ocurre en el caso de Peggy? Muy sencillo: se la transforma de la cabeza a
los pies. No recuerdo caso alguno en que un ama de casa se reconstruya desde el
interior hacia afuera como hace Peggy Walker ante los ojos del policía.
¿Cuánto de esa nueva mujer es genuino, y
cuánto es la invención de Ballard? ¿Es acaso importante? No. Pues Forgive me, Killer está contada desde la
primera persona de Ballard. Nos enamoramos de manera vicaria de Peggy a través
de los ojos de Ballard. Confiamos en su criterio. Y la postergada consumación
de esa fogosidad, crea algunos de los capítulos más sugestivos de la novela. Es
difícil encontrar en el policial noir escenas
románticas tan cargadas de erotismo como en Forgive
Me, Killer, aunque en realidad, nada ocurre. Finalmente, Ballard,
transformado en el caballero con la brillante armadura, logra descubrir la
inocencia de Earl Warren. Y eso carga la trama con otra complicación. La puesta
en libertad de Earl puede poner fin al romance entre Peggy y Ballard.
EL AMOR OCULTO
Stephen
King se quejaba en uno de sus ensayos de la “plomería del amor”, de todas esas
novelas eróticas que causaban rechazo en lugar de seducir al público, debido a
escenas cargadas de risible sensualidad.
Whittington
era demasiado sutil para caer en esas cursilerías. Y esa es una de las razones
de su persistencia. Aunque durante varios años su narrativa desapareció de los
estantes, ha comenzado a reaparecer, de manera lerda, en algunas editoriales. Escribía
con vigor, pero de manera muy controlada. Sabía crear personajes, situaciones y
conflictos. Solía tener piedad por sus criaturas. Conocía mucho de psicología. Sus
finales no suelen ser felices. Pero sí optimistas.
Puede
decirse de él, lo que el crítico literario Edmund Wilson dijo de James M. Cain:
“Nadie suspendió jamás su lectura en la mitad de uno de los libros de Jim”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario