Mario
Szichman
N.B.
Publiqué la primera versión de Los judíos
del Mar Dulce en 1971. La profesora Carmen Virginia Carrillo editó la
versión definitiva en el 2012. Y esa versión tiene la misma diferencia que
entre la noche y el día. En la primera versión, estaba demasiado cerca de mi
país de origen, y de mi infancia, una infancia peronista, donde se mezclaban
los delirios de la Argentina Potencia con una economía que ya había comenzado a
resquebrajarse.
Mis
padres tenían un pequeño comercio de joyería, y nunca pudieron levantar vuelo.
Eran acosados por los temibles inspectores de impositiva, y atormentados por
las huestes encargadas de combatir el agio y la especulación. Ya en esa época,
mis progenitores descubrieron que un colchón era mejor que un banco para
depositar el dinero. Faltaban décadas para que otro gobierno peronista
impusiera a comienzos del siglo veintiuno el famoso “corralito”, que impedía
retirar los depósitos de los bancos.
En la
versión original de Los judíos del Mar
Dulce no había agiotistas, o campañas contra la especulación, ni pululaban
los inspectores de impositiva. En la recreación, editada por la
profesora Carrillo, esos elementos se transformaron en algo primordial. Nunca
creí que poseyeran algo cómico. Pero a veces la desesperación observada desde
gran distancia, adquiere tonalidades que no figuraban en el proyecto inicial.
En
cuanto a la mención a Gardel, espero que algún día me perdonen.
M.S.
Itzik, el menor de los hermanos Pechof, estuvo
dos años en el hospital curándose a medias de la bronquitis que había contraído
pelando huesos hirvientes cuando trabajaba en el frigorífico Smithfield. Al
salir del hospital sintió deseos de hacerle toda clase de desprecios a su
familia para vengarse del abandono que había comenzado cuando era todavía un
bebé y los Pechof, en el apuro por escapar de las fuerzas de Kolchak,
estuvieron a punto de olvidarlo dentro de su casa, en medio de la estepa rusa,
donde los lobos aullaban de hambre.
***
Durante sus dos años de internación Itzik
había estudiado diferentes formas de ultraje que pensaba usar con su familia
una vez lo diesen de alta.
Por razones de lealtad étnica, y en buena
parte debido al violín, un instrumento que anhelaba tocar, aunque nunca había
aprendido cómo hacerlo, Itzik prefirió compartir el encono con los paisanos. Otras
comunidades usaban el acordeón o la guitarra para acompañar sus juramentos de
venganza. En cambio, los paisanos acudían al violín, un instrumento musical que
combinaba su escaso volumen con su ductilidad para causar congoja.
Con el acompañamiento imaginario del violín,
Itzik podía despreciar las ropas que le regalaban sus hermanos. Era cuestión de
poner cara agria, evocar el arpegio de algún violín, y decirles luego, con ese
defecto en el paladar que le bloqueaba el uso de la ché y la yé: “Mutsas
gracias. Veo que el finado era más alto que szo”. Y luego, bastaba esconderse
en el baño y llorar sintiendo lástima de ese Itzik más joven que solían embutir
dentro del corsé.
Pero soplaban nuevos vientos en Buenos Aires.
Estaba en pleno auge la campaña contra el agio y la especulación. Y esa campaña
arrastró a Itzik en su estela.
Itzik tropezó con la tensión reinante cuando
llevaba recorridas apenas dos cuadras desde la salida del hospital. Centenares
de ciudadanos estaban realizando un acto de desagravio mientras saltaban sobre
su pierna derecha. Algunos blandían carteles en que se denunciaba el agio y la
especulación. En otros carteles se repudiaba a los contreras. Un cartel decía:
“Debemos desagraviar lo mancillado”.
El
fenómeno de los actos de desagravio era contagioso. Bastaba que una persona
comenzara a saltar sobre su pierna derecha blandiendo un cartel de desagravio,
para que rápidamente, en los cuatro puntos cardinales de Buenos Aires,
comenzaran a convocarse otros actos de reparación. Uno de los ciudadanos le
preguntó a Itzik por qué no saltaba. ¿O acaso era un vendepatria? Itzik empezó
a saltar.
Al rato, tan agobiado por el esfuerzo como por
el atlético estado de los encargados del desagravio, Itzik empezó a perder el
aliento y decidió descansar recostándose contra la vitrina de una casa de
empeños.
Cuando se aprestaba a continuar la marcha, vio
algo que lo aturdió: detrás de la vitrina había un violín. Itzik decidió que
quería ese violín. Imaginó además distintos escenarios donde podría tocar el
violín. Estaba seguro de que sus hermanos le ofrecerían cualquier cosa con tal
de que cesara de tocar el violín. Y si bien Itzik ignoraba cómo tocar el
instrumento, eso se debía a que nunca lo había tenido en sus manos.
***
Itzik entró en la casa de empeños. En el
centro del tétrico salón habían colocado un pendón con la consigna “En la Nueva
Argentina, los únicos privilegiados son los niños”. Dos retratos ovalados de
los líderes de la Nueva Argentina habían sido emplazados en los extremos de una
jaula de metal. Detrás había un hombre sentado cerca de una caja registradora. Itzik
le señaló el violín que había en la vidriera y le preguntó si podía verlo.
–No se atiende a menores de edad– dijo el
hombre sin moverse de la jaula.
–No soy menor de edad. Tengo libreta de
enrolamiento– le dijo Itzik.
–Si no te vas de aquí, te denuncio a la
policía. Aquí luchamos contra el agio y la especulación– le dijo el hombre.
Itzik ignoraba que en la comunidad de agiotistas circulaba el rumor de que
inspectores de Impositiva disfrazados de enanos visitaban comercios para
descubrir acaparadores.
– ¿Cuánto cuesta el violín?– insistió Itzik.
–No puedo venderlo. Ese es el único violín que
tengo. Si lo vendo, me quedo sin estoc.
– ¿Y no puede conseguir otro violín?– le
preguntó Itzik.
– ¿Para que me acusen de agiotista?
– ¿Por un solo violín?
–Impositiva es cada vez más estricta. Y con
toda la razón del mundo.
–Soy el mejor cliente para ese violín– le
explicó Itzik. –Mi hermano Salmen me enseñó a odiar a los de Impositiva.
–Yo no odio a los de Impositiva. Yo los
admiro– dijo el comerciante. El hombre vivía aterrorizado por los violines que
tenía acaparados en el sótano. Y eso sin contar los tres contrabajos. También
acaparaba papel higiénico. Y rollos de papel periódico por si disminuían las
cuotas de papel higiénico. –Debemos combatir el agio y la especulación– agregó.
–Tengo plata ahorrada– le dijo Itzik. –Si el
violín no es muy caro, puedo comprarlo.
En ese momento se asomó en la trastienda una
señora que llevaba en la mano izquierda una media de nailon y en la mano
derecha una bolsa de harina.
–Querido—dijo la mujer. –Esta harina tiene
demasiado afrecho. No puedo colarla en la media.
–No hay necesidad de colarla. Es pura como la
nieve– le dijo el hombre y le hizo gestos con dos dedos de la mano derecha para
que volviera a sus menesteres.
–La harina sza no viene como antes– dijo
Itzik, quien en sus últimos meses en el hospital había trabajado en la cocina,
ayudando a colar la harina de trigo que venía mezclada con mijo y centeno para
que fuera más nutritiva y pesara más.
–La harina viene mejor que antes– dijo el
hombre. –El pan sale tan blanco como la nieve de Los Andes.
Y luego, apuntando con el pulgar de la mano
derecha hacia los retratos ovalados de la pareja presidencial colocados a ambos
extremos de la jaula, añadió: –Él cumple y ella dignifica.
–Mi hermano Salmen tiene un retrato igual en
su joyería– dijo Itzik. –Lo compró después que el jefe de la Unidad Básica
amenazó con denunciarlo a Impositiva.
–Te doy treinta segundos para que te vayas de
aquí– le ordenó el comerciante.
–Solamente dígame el precio del violín.
–Es el precio máximo fijado por las
autoridades competentes. Eso, en caso de que quiera venderlo. Pero como no lo
pienso vender…
–No me preocupa pagar de más porque todo está
más caro. Como hay inflación…
–Vos querés tirarme de la lengua, querés. En
este país la inflación es cero. Lo que pasa es que hay más demanda.
–Dígame
el precio del violín. Para hacerme una idea.
El dueño de la casa de empeños le ordenó a
Itzik que fuera a hacer aguas mayores al puerto de Buenos Aires.
–Está bien– dijo Itzik tratando de zanjar la
discusión. – ¿Dónde queda el puerto?
–El tranvía que pasa por la esquina te lleva–
le dijo el hombre.
– ¿En qué dirección?
–En cualquiera– dijo el hombre señalando en
diferentes direcciones para no comprometerse. –Todos los caminos conducen a
Roma.
–¿A qué hora cierra el negocio?
–Antes que decirte eso me caigo muerto.
–Pero…
–Nada de peros. Al puerto, al puerto– lo
incitó el dueño de la casa de empeños haciendo chasquear los dedos.
***
–Necesito desprenderme de los violines– le
dijo el dueño de la casa de empeños al agiotista de las balizas.
–Tenga paciencia– le dijo el agiotista,
moviendo la mano derecha, de la cual emergía un lápiz de carpintero. –En
cualquier momento se nos viene la tercera guerra mundial. Y créame, si los
Moishes no pueden ir al campo de reeducación tocando el violín, les agarra un
patatús.
–Hay un enano de Impositiva que se apareció
hoy en el negocio. Quería comprarme un violín– le dijo el comerciante. –Nunca
tendría que haberle hecho caso con esos instrumentos de cuerda.
–Es el tercer reporte de un enano de
Impositiva que recibo esta semana– dijo preocupado el agiotista de las balizas.
– ¿Lo mandó con viento fresco? Digo, al inspector.
–Sí, pero se puso muy insistente.
–Ya me lo habían advertido en una circular–
dijo el agiotista. –Hay dos clases de inspectores de Impositiva. Está la
categoría A, los que aceptan coimas, y la categoría B, los que preguntan cuánto
cuesta un violín– le dijo el agiotista. –Los de la categoría B son como
sanguijuelas. Nunca se conforman con la coima estipulada.
– ¿Cómo
puedo saber a qué categoría pertenece?
–Espere a la segunda vez y fíjese si el enano
viene en taxi. Los que vienen en taxi son los más peligrosos. Están en
combinación con el taxista. Hacen la pantomima que se odian a muerte con el
taxista. Generalmente el taxista saca al inspector a empujones del taxi. O
cuando el inspector amaga con pagar, el taxista le arranca los billetes, los
hace picadillo, y se los tira a la cara. Puro camelo. Es para desconcertar. Así
después, al hablar del incidente con el incauto, el inspector consigue un
montón de información…
–Quiero desprenderme de los violines– dijo el
dueño de la casa de empeños. –Se han convertido en mi cruz.
–Creo que se está perdiendo un gran negocio.
Vea la estadística– dijo el agiotista tendiéndole una hoja. Luego extrajo el
lápiz de carpintero del centro de la mano derecha, e hizo un circulito en una
cifra impresa en el papel. –Como podrá comprobar, tenemos más de doscientos mil
Moishes habitando este suelo generoso. Calcule que las potencias del Eje se
llevan a un cinco por ciento de ellos a los campos de reeducación. Aclaro que
es una cifra muy baja. Bueno: estamos hablando de diez mil Moishes que van a
remover cielo y tierra para conseguir un violín. Y a sesenta violines por cada
cien Moishes se va a convertir en millonario.
– ¿Piensa entonces que los violines son
rentables?
–Claro que sí. Todo es cuestión de tener
paciencia.
–Bueno, por ahora me quedo con los violines–
dijo el comerciante. –Pero no sé qué hacer con los contrabajos.
– ¿Cuántos acaparó?
–Yo no acaparo contrabajos. Tengo tres.
– ¿A quién se le ocurre acaparar contrabajos?
–Es que son como violines grandes.
– ¡Qué equivocado está!
–Pensé que algún semita corpulento podría
comprarlo.
El agiotista volvió a despegar el lápiz de
carpintero del centro de su mano derecha, tomó otra vez el taco de papel, e
hizo algunos cálculos.
–Para
que un Moishe use un contrabajo como si fuera un violín, necesita medir tres
metros y medio de alto por dos de ancho. Y no se olvide del cuello. El cuello
de la persona que quiere tocar el contrabajo como si fuera un violín debe tener
por lo menos un metro veinte de ancho para acomodar la base del instrumento.
Vea, aquí tiene las medidas– y le tendió el taco de papel. El dueño de la casa
de empeños observó la cuenta, y decidió que los contrabajos eran pura pérdida.
–Hagamos una cosa– le dijo el agiotista. –Le
acepto los contrabajos con la condición de que me reciba a cambio una partida
de Manuales Estrada. En consignación.
–Ya tengo todos los que necesito– dijo el
dueño de la casa de empeños.
– ¿De qué año?
–Del año pasado.
–Todos esos manuales están obsoletos y
caducados. Tenemos en puerta la reforma educativa–le dijo el agiotista. –De un
día para otro, todos sus manuales van a ser igual que papel mojado.
Los Manuales Estrada habían ocultado todo lo
ocurrido en la historia argentina hasta el año 1945. Los nuevos manuales se
proponían extender la veda hasta el año 1952.
–Si le
pido una remesa de Manuales Estrada, ¿me acepta que devuelva los que tengo en
consignación? –le preguntó el comerciante.
–Está bien, pero sólo si me acepta en
consignación una partida de medias de nailon para colar la harina.
–¿Qué necesidad hay de esas medias? la harina
viene impoluta.
–Lo bueno de las medias de nailon es que son
de uso dual– dijo el agiotista. –También sirven como medias de nailon.
***
Itzik decidió que tenía que comprar el violín
a toda costa. Sintió una urgencia como nunca antes había experimentado, excepto
el día anterior, cuando descubrió el violín en la vidriera. Una vez comprado el
violín, sería fácil aprender a tocarlo. Y quizás ni fuese necesario. Bastaba
apoyar la base contra el cuello, y alzar el arco, para que brotaran las
melodías.
Con paso ágil Itzik se dirigió hacia el centro
de la calle y chistó un taxi, que frenó salvajemente cuando estaba a punto de
embestirlo. Itzik le dio al taxista la dirección de la casa de empeños y le
pidió que por favor acelerara.
– ¿Qué
se cree, que está en una película de Hollywood? –le preguntó el taxista. –Me
voy a poner contento si podemos avanzar a paso de tortuga.
–El paso que quiera– dijo Itzik hundiéndose en
el asiento.
El interior del taxi era el tabernáculo del
bronce que sonríe. Había calcomanías de Gardel pegadas en el techo. Excepto por
dos chupetes y un par de zapatitos de bebé, el resto estaba dedicado a celebrar
la gloria del cantante que se había inmolado en Medellín. El taxista observó a
Itzik por el espejo retrovisor con mirada aprobatoria.
–El día que murió, con él murió el tango– dijo
el taxista.
–Veo que también puso la foto donde está
rodeado de mujeres– dijo Itzik.
–Él las tuvo todas– dijo el taxista. –Princesas,
actrices de cine, millonarias. Greta Garbo se suicidó cuando el zorzal le negó
su amor.
–No sabía lo del suicidio.
–Bueno, un suicidio moral– concedió el
taxista. –Después de lo de Medellín, la divina dejó de hacer películas.
–Entonces es pura mentira lo que me dijo mi
hermano.
– ¿Qué le dijo su hermano? –preguntó el
taxista achicando los ojos en el espejo retrovisor.
–Le digo lo que me dijo mi hermano el
periodista. Szo no estoy de acuerdo.
–Dígame lo que le dijo su hermano– dijo el
taxista con voz perentoria. – No me importa si usted está o no está de acuerdo
con su hermano.
–Que nunca nadie cantó mejor que Gardel.
–Un hecho indisputable. ¿Por qué no va a estar
de acuerdo?…
–…Y que nadie fue más hermoso que él.
–Lo rubrico con mi firma…
–Que los hombres se derretían cuando lo oían
cantar.
–Esa es la virtud de los ídolos. Mujeres y
hombres los quieren porque saben trascender los géneros.
–No, mi hermano me dijo que solamente los
hombres se derretían por Gardel porque era un martsatrás.
El taxi pegó una brusca frenada.
–Antes de hablar del mudo, se me limpia la
boca con jabón– dijo el taxista.
–Es lo que me dijo mi hermano– dijo Itzik
apocado. –Pero szo no lo creo.
–Hace bien. Seguro que el marchatrás es su
hermano.
El taxista puso la palanca de cambios en
primera y reanudó la travesía.
–No quería ofenderlo– dijo Itzik.
– ¿Cómo me va a ofender con esas viles
calumnias? Todos saben que nunca hubo un hombre tan viril como Gardel. Nunca–
dijo el taxista. – Sé de buena fuente que murió en un duelo en el avión donde
iba a Medellín. Todo por el amor de una mujer. La bala de Gardel fue al pecho
de su rival. La bala de su rival fue a la espalda del piloto. Y ahí el piloto
perdió el control del avión y todos se hicieron moco.
–Mi hermano dice que el duelo fue por el
secretario de Gardel. Creo que se szamaba José Corpas Moreno. Gardel estaba
loco por él.
El taxi volvió a pegar otra brusca frenada. –Y
ahora te me bajás– le dijo a Itzik. –No voy a aceptar una imprecación más
contra mi ídolo.
El taxista se bajó del vehículo, abrió la
puerta trasera, y ordenó a Itzik que saliera si era macho. Itzik bajó del taxi,
y le tendió al chofer tres pesos. –Quédese con la propina– le dijo con voz
quebrada.
El taxista tomó los billetes, los hizo papel
picado y los roció sobre la cabeza de Itzik.
–Voy a hacer correr la voz– dijo el taxista.
–Ya tengo tus señas. Ni un solo taxista va a querer llevarte. Sólo te van a
salir a buscar para atropellarte. Como que hay Dios.
El taxista se subió al vehículo y partió
raudamente del lugar. Cuando se sintió a salvo, Itzik le gritó al taxi que se
alejaba: –Ah, y además Gardel se pintaba los labios.
***
El taxi había dejado a Itzik a escasos metros
de la casa de empeños. El dueño estaba en la puerta. Por su rostro cerúleo
parecían transitar el miedo y la furia en oleadas. Sus peores temores se habían
hecho realidad. El enano de Impositiva pertenecía a la categoría B. Lo
corroboraba la farsa de la pelea con el taxista y los billetes convertidos en
papel picado y rociados sobre la cabeza del inspector.
De manera disimulada, el comerciante se tocó
los bolsillos de su pantalón, donde había insertado gruesos fajos de billetes.
Se preguntó si la coima sería suficiente.
– ¿Se fijó lo que me hizo el taxista? –le
preguntó Itzik al dueño de la casa de empeños mientras se quitaba pedacitos de
billetes de la cabeza y de las solapas de su traje.
–No pienso caer en el lazo e iniciar una
conversación amena– le dijo el comerciante.
–Antes
que venderle el violín me cerceno las venas. ¿Para que me acusen de agiotista?
– ¿Por un violín? ¿Quién lo va a acusar de
agiotista por un violín?– le preguntó Itzik.
–Nadie. Y tampoco de acaparador. Solamente
tengo un violín…
–…Porque si usted tuviese mutsos violines
sería otra cosa– concedió Itzik. –Sería distinto si por ejemplo tuviese veinte
violines. Con veinte violines podrían acusarlo de agiotista. Ahora, no le
cuento si llega a tener qué se szo, treinta violines. Ahí va a parar deretso a Ushuaia.
Y con cuarenta violines, puede pasar la mitad del invierno en Ushuaia, y la
otra mitad en La Quiaca. Un solo violín es la cifra adecuada.
El dueño de la casa de empeños vio sobrevolar
mariposas amarillas delante de sus ojos. Debería alquilar un camión para
desprenderse de todos los violines acaparados. Recordó al agiotista arrepentido
que había confesado por el Canal 7 su participación en una inexistente campaña
de desabastecimiento. Al concluir su confesión, el agiotista arrepentido había
dicho: “Mi propósito era incitar a la canalla a celebrar con champán”. Lo
habían mandado a la puna del Atacama por acaparar treinta botellas de anís Ocho
Hermanos.
–Es necesario mantener una estricta
vigilancia– musitó el dueño de la casa de empeños.
– ¿Y sabe por qué ese señor acaparaba
violines?– le preguntó Itzik al comerciante.
–Porque
creía que se venía la tercera guerra mundial. Eso sí que no lo entiendo.
– ¿Eso qué es, una reflexión o una amenaza?
–Es una reflexión– concedió Itzik. Pero el
comerciante no se dejó engañar. Esa era una amenaza. Volvió a toquetearse los
bolsillos y decidió que necesitaba más dinero.
–Señor–
dijo el comerciante mascullando –Si me acompaña al interior del negocio se lo
voy a agradecer.
Tras ser encandilado por el violento atardecer
porteño, Itzik experimentó una especie de ceguera en el interior del local. Al
rato sus ojos se acostumbraron a la mortecina luz. La arqueología de las cosas
prendadas parecía acechar en los rincones. Una dentadura sonreía dentro de un
vaso de vidrio. Relojes de pie sin las agujas se alineaban a lo largo de una
pared. En una vitrina había papagayos y gatos embalsamados. En otra,
instrumentos de cirujano, facones y látigos de siete colas.
Itzik alzó la vista y observó numerosos
estantes cubiertos de cajas de cartón o de madera. El comerciante se dirigió a
la jaula, abrió la caja registradora, y se llevó todo lo que había adentro.
Luego se aproximó a Itzik, y empezó a meterle billetes de veinte pesos en todos
los bolsillos. –Ahí tenés. Hasta el último centavo de mis ahorros– le dijo a
Itzik. –No creas que te vas a salir con la tuya. Hay un fotógrafo tomándote
fotos. Te agarraron in fraganti. No vas a ver fogonazos porque el fotógrafo
tiene luz ultravioleta.
Enseguida agarró a Itzik por el fundillo de
los pantalones y lo arrojó a la calle.
–Y no te me aparezcas más por aquí, atorrante.
Soy un honesto ciudadano. Solamente tengo un violín–. Y dándose media vuelta,
el hombre volvió a la jaula.
Itzik se levantó del suelo todo magullado, se
sacudió las ropas, y fue distribuyendo los billetes en los bolsillos de su
pantalón. Nunca antes había visto tanto dinero junto. Luego, retornó a la
puerta de la casa de empeños, chistó al dueño, y le preguntó: –Dígame, señor
¿Podría decirme si conoce otro negocio donde vendan esa clase de violines?– y
sin esperar la respuesta se largó a correr.
***
Una versión de este capítulo apareció en el
número 136 de la revista Hispamérica. (Abril de 2017). La novela se puede comprar en versión digital en Amazon
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