Mario
Szichman
PRIMERA INSTANTÁNEA
Fue un día de extraños ritos funerarios. Los
seres humanos se reunían en los cuatro condados de Nueva York, y en zonas
aledañas de New Jersey y de Connecticut, para rendir homenaje a muertos
imposibles de localizar. Y para no quedarse solos en sus viviendas.
En esa época trabajaba en la agencia The
Associated Press en the graveyard shift, el turno del cementerio, de 11:30 de la noche
a 7:00 de la mañana. Viajaba prácticamente solo en el subtérráneo.
Ese amanecer del 11 de septiembre de 2001,
mientras descendía por la escalera mecánica rumbo al condado de Queens, donde
vivía con mi esposa Laura Corbalán y con mi perro Yossi, observé sin interés a
una multitud ascendiendo por la escalera opuesta. Ignoraba que menos de dos
horas después, parte de ese gentío desaparecería literalmente en las entrañas
de la tierra. Una de las paradas del subterráneo estaba a dos cuadras del World
Trade Center, y de sus torres gemelas.
Llegué a mi apartamento, besé a mi esposa,
acaricié las orejas de Yossi, y salimos a caminar. Cuando retorné, Laura tenía
encendido el televisor en el canal número 10, CNN. Al parecer, una avioneta, o
un avión de carga de UPS, se había estrellado contra la Torre Norte. Un
accidente. Algunos minutos después, CNN mostró un segundo avión, esta vez
parecía un avión comercial, pasando muy cerca de varios rascacielos. Súbitamente,
la nave hundió su trompa en la Torre Norte como un cuchillo de repostería en
una torta de cumpleaños. Hubo que reajustar la perspectiva.
Quince minutos después, los tres estábamos
caminando por la calle 37, la principal de Jackson Heights, en Queens. Había
muchas personas caminando. Una vecina se
acercó y nos pidió permiso para caminar con nosotros. Nos miraba de a ratos,
sin formular comentarios.
En la calle 37 había un negocio de venta de
incienso, de velas, y de toda clase de parafernalia para perfumar apartamentos.
El negocio estaba cerrado. Cubría la puerta una gigantesca foto del propietario
sonriendo. Luego me enteré que el propietario era, además, un bombero
voluntario. Había desaparecido en una de las torres. En el transcurso del día,
la vereda donde estaba el negocio del bombero ausente se fue llenando de
pisoteadas flores, de espigas de trigo, y de juguetes, especialmente perros y
muñecas de trapo.
El bombero vivía en un apartamento, a tres
cuadras del negocio. En la entrada del edificio se habían reunido treinta,
cuarenta personas. Algunas, quizás media docena, debían ser familiares, o
vecinos. Pero era seguro que la gran mayoría ni siquiera lo conocían. Era la torpe
manera de rendirle homenaje al muerto.
Esas personas estaban emplazadas en la entrada del edificio porque no sabían a
donde ir.
SEGUNDA INSTANTÁNEA
El director de un Centro Médico en Long Island
convocó al personal y anunció que debían estar preparados para tratar a heridos
tras el ataque contra las torres gemelas. Todos esperaron, nerviosos, revisando
sus equipos, sus camillas. A cada rato miraban sus manos para no observar otros
rostros.
Afuera, el mundo ardía. Médicos y enfermeros permanecieron
durante horas en los pasillos, contemplando los relucientes pisos, las bruñidas
sillas de ruedas. Parecían padrinos de una boda aguardando a los invitados, pero
los invitados, nunca llegaron. Aunque se informaba de muchos muertos,
escaseaban los heridos, que habían sido atendidos a pocas cuadras de distancia
de las torres caídas.
Dos mil setecientas cuarenta y nueve personas
se habían convertido en restos orgánicos y desaparecido en un compuesto formado
en partes iguales por fibra de vidrio, plomo, papel, algodón, concreto, y
combustible de aviación.
TERCERA
INSTANTÁNEA
La oficina del médico forense de la ciudad de Nueva
York usó una enorme escoba para empujar los diminutos restos de miles de personas
hacia sus familiares. Los residuos eran puestos en sobres, embalados en cajas
de cartón, y etiquetados con direcciones.
La única certidumbre de que alguien había
existido se afirmaba en su desintegración. Las empresas de seguro necesitaban
certificar la validez de las demandas reclamando a los dolientes muestras tan diminutas
como las cuentas de un abalorio, generalmente huesos, a veces dientes.
De esa manera, cada uno de los familiares de
los muertos ingresó en un infierno particular del cual era imposible escapar. Retirar
la correspondencia en un buzón de correos fue para muchos una tortura
cotidiana. En algún momento, tendrían que abrir sobres enviados por la
judicatura forense donde estaban pulcramente empacados restos de seres humanos.
Los muertos en las torres pasaron a formar
parte de una variedad de estadísticas. Veintidós mil despojos humanos debían
ser vinculados con dos mil setecientos cuarenta y siete personas.
Pronto se demostró que los cálculos eran
errados. Mil ciento veintiuno de las víctimas se habían evaporado en la pira
funeraria de ambas torres. Era improbable empalmar esos muertos con nueve mil trozos
que reposaban en cavas refrigeradas.
Alrededor de tres mil restos eran especímenes
de músculos, piel y cabello. Otros seis mil eran fracciones de hueso. Muchos
que se habían desvanecido sin dejar huellas reaparecieron al cabo de algunas
semanas o meses. Sus etéreas presencias fueron depositadas en buzones. Seguían
siendo acopiados a intervalos, remozando la aflicción de los vivos.
Nada parecía llegar a su punto final. Un
urbanista dijo que esa tarea quedaría siempre inconclusa. Dos milenios después
de la desaparición del imperio romano, la municipalidad de la capital italiana seguía
tendiendo cintas de plástico amarillo cercando algún sitio donde había sido
descubierto otro monumento funerario.
CUARTA INSTANTÁNEA
Marcia se llama la protagonista de mi novela La región vacía/The Empty Region, donde
narro algunos episodios del 11 de septiembre. Nunca le busqué un apellido. Sus
dos hijos murieron en uno de los pisos más altos de la Torre Norte. En cambio Jeremiah
Richards, un periodista encargado de conseguir alguna foto de los hijos de
Marcia, en su día final, en la Torre Norte, cuenta con un apellido, y con
familiares que hubiera sido mejor perderlos que encontrarlos. Su esposa ha
muerto de cáncer y su amante virtual –a quien conoció en el Internet—pensaba
reunirse con el periodista en el aeropuerto de Los Ángeles e iniciar una nueva
vida.
Jeremiah lo había preparado todo para caer
rendidamente enamorado de la dama. Inclusive había comprado ropa interior sexy.
La mujer se dirigía hacia Los ángeles desde el aeropuerto Logan, en Boston, su
aeronave, secuestrada por piratas aéreos, terminaba estrellada contra la Torre
Norte. Fin del romance ... y comienzo de
otro desesperado entre Jeremiah Richards y Marcia. Confirmación, además, de mi
filosofía de la vida que se la copié a Ernest Hemingway: “La mujer siempre llega, cuando estamos
preparados para recibirla”.
EL RAYO CAE DOS VECES EN EL MISMO LUGAR
Hubo
dos ataques contra las torres gemelas. Antes del 11 de septiembre de 2001, se
registró un atentado precursor el 26 de febrero de 1993. Un camión cargado con
más de 600 kilos de explosivos estalló en el garage de la Torre Norte. La intención
era que la Torre Norte se estrellara contra la Torre Sur, derrumbando ambas, a
fin de matar a decenas de miles de personas. El propósito de los autores del
atentado falló, aunque mató a seis personas, y causó heridas a más de mil.
Uno
de los episodios más interesantes fue que Mohamed Salameh, encargado de
alquilar en la empresa Ryder el
camión donde se colocó la bomba, denunció luego el robo del vehículo. Quería
que le devolvieran el depósito. Cuando se presentó en la oficina de Ryder para
efectuar el cobro, fue arrestado. Eso hizo pensar a varios funcionarios policiales
que estaban lidiando con deficientes mentales. ¿A quien se le ocurre reclamar
el depósito por el alquiler de un vehículo usado en un ataque terrorista?
En
cambio, a los líderes de Al Qaida, el episodio les ofreció una idea distinta.
Había que olvidarse de utilizar vehículos terrestres. Era preferible usar
aviones con tamaño suficiente para destruir las torres. Como es muy difícil y muy costoso alquilar
aviones comerciales, la opción fue secuestrarlos en pleno vuelo, y usar pilotos
experimentados como hicieron los kamikazes japoneses en la Segunda Guerra
Mundial.
El
corolario de todo eso lo enuncia uno de mis personajes en La Región Vacía: la táctica de Al Qaida consistía en hacer caer dos
veces un rayo en el mismo lugar. El personaje, un ex funcionario del FBI, luego
jefe de seguridad en el World Trade
Center, enuncia razonables hipótesis
sobre sus sospechas, que, por otra parte, fueron compartidas en sectores
de la comunidad de inteligencia.
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He
aquí la versión en español y en inglés de uno de los capítulos de La región vacía/The Empty Region. Tiene
como protagonista a uno de los piratas aéreos.
Suqami estaba sentado en primera clase, en el
asiento 10B del avión de American Airlines. Observó la panorámica por la
ventanilla del avión. Todo parecía distante. Las nubes eran como una gigantesca
sábana blanca sin arrugas. No había relieve, nada parecía desplazarse. El único
ruido era el amortiguado ronquido de los motores. Bruscamente, por un hueco de
las nubes, asomaron las torres gemelas. Tuvo el privilegio de sentir miedo.
Compartía con seis de sus compañeros la jerarquía del miedo. Les echó un
vistazo. Sus rostros nada decían.
Pero
todos ellos debían sentir cierta jactancia además de miedo, porque también
estaban orgullosos de administrar el destino de centenares de personas en los
aviones y en las torres.
La situación comenzaría pronto a cambiar,
cuando sus compañeros enfilasen hacia la cabina del piloto para apropiarse de
los comandos del avión.
Suqami ya había visto varios ensayos
generales, podía adelantarse en su imaginación a lo que sucedería. En Tora Bora
habían construido una pobre representación de la cabina de un avión y se habían
turnado para simular el degollamiento de los pilotos. En ocasiones, habían
fingido el asesinato de todos los pasajeros, yendo fila por fila de asientos,
de dos en dos, para acatar la rutina ordenada por sus instructores.
Sus fingidas víctimas eran adolescentes con
años de entrenamiento que presentaban resistencia. Pero si las películas de
Hollywood no mentían, escaseaban las personas atléticas entre los viajeros de
aeronaves.
Suqami suspiró. Su miedo comenzó a diluirse en
las tareas que aún faltaba por llevar a cabo, en la mecánica de los movimientos
que deberían realizar para controlar la cabina del piloto y obligar a los
pasajeros y a los sobrecargos a respetar sus órdenes.
Si todo iba bien, únicamente habría que matar
a los pilotos, aunque era probable que alguno de los sobrecargos intentase
impedir el acceso a la cabina.
A medida que la situación se hiciese más
peligrosa, Suqami y sus compañeros tropezarían con nuevas formas de normalidad.
Todo aquello que había sido peor hasta ese instante sería recordado como algo
corriente algunos minutos más tarde. El ambiente se iría reajustando con cada
nuevo incidente. Los pasajeros se mantendrían en la inocencia hasta el final,
pues no era posible detectar la contingencia.
En esa nueva normalidad, que terminaría en la
colisión contra la Torre Norte, confiarían ciegamente en la voz del presunto
piloto pidiéndoles calma, anunciándoles que debían retornar al aeropuerto.
Habría un desfase entre lo que estaba
ocurriendo a toda velocidad y la percepción en la cabina. Los piratas aéreos y
los pasajeros navegarían mundos distintos, unos anticipándose al final, los
otros habitando en el puro presente, aguardando los días por venir.
Suqami se encontraba en un gigantesco
laboratorio donde podría observar variados portentos. Todo lo que iba a ocurrir, nunca antes
había sucedido a bordo de un avión comercial. Estaban por ingresar en un
universo donde se fusionarían por breves instantes elementos difíciles de
combinar. Era comprensible sentir miedo, pero había algo más, pensó Suqami, mientras
sentía la euforia que a veces lo estremecía en Tora Bora cuando observaba los
precipicios y sentía tanto frío que se rendía ante él permitiendo que su cuerpo
se desplomara.
En escasos minutos más, el avión se hundiría
en una torre del World Trade Center.
En un video de vuelos de simulación había
anticipado una y otra vez lo que iba a ocurrir. Finalmente podría presenciar en
vivo y en directo las fugaces imágenes que en el video no podían tocarlo.
Una vez el avión acoplara su forma a los
vidrios de rascacielos al pasar velozmente a escasos metros de sus estructuras,
podría experimentar simultáneamente la vida y la muerte.
En ese momento se le acercó una aeromoza, y le
dijo que debía abrocharse el cinturón de seguridad. Suqami pidió disculpas y
empezó a abrocharse el cinturón con nerviosos dedos. Siguió mostrando su
torpeza y su cortesía, haciendo gestos de amabilidad a la aeromoza, que le
ofreció una sonrisa.
La aeromoza avanzó una fila. Justo delante de
Suqami estaba sentado un hombre obeso, pelirrojo. La aeromoza le dijo algo al
hombre, que hizo un gesto con la cabeza y enderezó su asiento. El movimiento
fue brusco. El hombre giró la cabeza y pidió disculpas a Suqami exhibiendo una ancha
sonrisa. Suqami le devolvió la sonrisa. En ese momento, Suqami observó que dos
de sus compañeros forcejeaban violentamente con la puerta de la cabina del
piloto y lanzaban gritos.
El hombre sentado delante de Suqami se libró
de su cinturón de seguridad en un instante, pero no logró erguirse. Suqami
extrajo la afilada tarjeta de crédito del bolsillo izquierdo de su saco y
seccionó la garganta del pasajero desollándose los dedos.
La sangre anegó el cuello del hombre y cubrió
su camisa blanca. El hombre se desplomó en su asiento. Suqami se puso de pie, observó
en todas direcciones pidiendo calma y disculpas a la aeromoza, amenazando a
todos con su improvisada cuchilla.
Se sintió avergonzado, molesto. No le agradaba
llamar la atención. Pensó que así había sido durante toda su vida y ya era
demasiado tarde para cambiar.
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Suqami was in seat 10B
of American Airlines plane. He looked at the panorama through the window seat.
Everything seemed distant. The clouds were like a vast white sheet without
wrinkles. Nothing seemed to move. The only noise was the muted snoring of the
engines.Suddenly, the twin towers showed off through the clouds.
Suqami had the
privilege of sharing with six partners the hierarchy of fear. He threw a glance
at them. Their faces were expressionless. But all of them should have felt some
kind of proud besides fear, because they were managing hundreds of people´s
fates.
The situation would
soon change, once Suqami´s partners went toward the cockpit to commandeer the
aircraft.
Suqami had already
watched several rehearsals, and could anticipate what was going to happen. In
Tora Bora al-Qaida had built a poor mock of the plane cockpit, and they rotated
places to feign the stabbing of the pilots.
In occasions, they
also faked the murder of all the passengers, walking row after row of seats,
going two in two, following the routine ordered by their instructors.
Their bogus victims were
adolescents with years of training who fought the attacks back. But if
Hollywood films were telling the truth, athletic people weren´t the norm among
travelers.
He sighed. His fear
started to assuage when he thought about the tasks which he still had to carry
out, and on the mechanics of the actions he should perform to control the
cockpit and force the flight attendants and passengers to obey his orders.
If all went well, it would be necessary only
to kill the pilots, although it was possible that at least one of the flight
attendants would try to block the cabin´s door.
As the situation would
become more dangerous, Suqami and his companions would find new routines.
Everything that had been worse until that moment would be considered as
uneventful some minutes later. Each new incident would readjust the
environment. Passengers would be kept in the dark until the last minute,
because it´s never easy to detect the unusual.
In the new normalcy,
which would end once the planes crashed against the North Tower, all the
passengerse would blindly trust the voice of the supposed pilot, explaining the
need to go back to the airport, asking for calm.
There would be a gap
between what was happening at full speed and the perception at the pilot
cabine. The hijackers and passengers would travel in different worlds, the
first assured about the closing moments, the others inhabiting the whole present,
waiting placidly for the next days.
Suqami felt that he
was flying in a giant laboratory, watching all sorts of wonders. Everything
which was going to occur had never happened before on board a commercial
aircraft. They were arriving at a universe where for some instants would merge
elements never previously assembled. Although it was understandable to feel
frightened, there was something else.
Suqami experienced
some of the euphoria he had felt at times in Tora Bora, looking at the
astounding heights while enduring such cold that he finally yielded to it,
letting his body collapse in the icy ground.
In a few more minutes
the aircraft would plunge into one of the World Trade Center towers. In a
flight simulation video he had anticipated over and over what was going to
happen. Finally he would be able to feel, alive and in person, the unreachable
images displayed in the video.
Once the plane would
adapt its form to the skyscraper windows passing hurriedly a few yards from
their structures, he might experience life and death at the same time.
He was approached by a
stewardess, who ordered him to buckle up the seat belt. Suqami apologized and
began to fasten the belt with nervous fingers. He continued to show at once his
clumsiness and his courtesy, making friendly gestures toward the stewardess,
who offered him a smile.
The stewardess moved
one row on. Just in front of Suqami a red haired obese man was seated. The
stewardess said something to the man, who made a gesture with his head and
tilted his seat. It was an abrupt movement. The man turned his head and
apologized to Suqami displaying a wide smile. Suqami returned the smile.
At that moment, two of
Suqami companions tried to open the cockpit door while shouting insults. The
man sitting in front of Suqami free himself from his safety belt, but couldn´t
stand up.
Suqami extracted the
sharpened credit card from the left pocket of his coat and cut the passenger´s
throat. He felt his fingers skinned. Blood flooded from the man´s neck and
covered his white shirt. The man slumped in his seat.
Suqami stood, looking
up in all directions, calling for calm and apologizing to the flight attendant,
while threatening everyone with his makeshift blade. He felt embarrassed,
annoyed.
He never liked calling
for attention. It had been the same with him all his life and it was too late
to change his behavior right now.
La novela La
región vacía y su versión en inglés The
empty region se puede comprar en la página web de la Editorial Verbum y en
Amazon
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