Por Mario Szichman
Para Carmen Virginia Carrillo,
editora de mis textos,
quien me enseñó a afrontar
nuevos retos literarios
¿Por
qué despiertan tanta fascinación los viajeros del tiempo? Básicamente, por la
viabilidad de transportarse a otras épocas, con el propósito de alterar un
evento catastrófico, o quizás de provocarlo. El clásico en el territorio del
cuento es A Sound of Thunder, de Ray
Bradbury, donde se formula la hipótesis de que la muerte de un simple ratón en
el pasado remoto, puede dejar “marcas tan enormes como el Gran Cañón del
Colorado a través de la eternidad”. M.S.
I
Se preguntó qué clase de existencia
era esa en la que todos los demás seguían muriendo, excepto él. O por qué podía
contemplar, en momentos inesperados, la línea del tiempo de quienes lo asediaban,
hasta sus días finales.
Inspeccionó la multitud:
pudo reconocer a aquellos que iban a morir, a los escasos sobrevivientes. En una semana más, se trocarían en un
compuesto orgánico. Descollarían la fibra de vidrio, el concreto y el
combustible de aviación. En cuanto a los sobrevivientes, padecerían vidas
precarias: sus cuerpos revelarían veloces mudanzas en el avance hacia una
muerte prematura.
Era el martes cuatro de
septiembre de 2001, una semana antes de la caída de las torres. Mike Simmons
estaba en la Promenade que unía la
Torre Norte con la Torre Sur. Circulaban a su alrededor algunas de las personas
que morirían tras la intrusión de dos aeronaves comerciales en los pisos
superiores de los edificios.
The World Trade Center, además de convocar multitudes, obligaba a circular
por los mismos pasadizos, introducirse en los mismos ascensores, frecuentar las
mismas cafeterías, peluquerías, salones de belleza, tiendas de souvenirs.
A su lado pasó uno de los pocos
que esquivarían la muerte, y luego participaría en el raid para asesinar a
Osama bin Laden. En ese momento, una década más joven, ni siquiera formaba
parte de un comando SEAL. Pesaba treinta libras menos. No había indicios de su
futura calvicie o de la herida que aplanaría una mejilla y achicaría su ojo
izquierdo. Sus aspiraciones eran diferentes. Pensaba estudiar Administración
Pública. Estaba buscando empleo en Cantor Fitzgerald, una empresa con oficinas
en los últimos pisos de la Torre Norte.
En cuanto al líder de
al–Qaida, que en pocos días más se transformaría en el personaje más famoso del
mundo, ese 4 de septiembre de 2001 seguía siendo un desconocido.
Mike Simmons bebió dos
sorbos de un machiatto que había
comprado en Starbucks. Casi de
inmediato, aparecieron otros dos futuros sobrevivientes,
un pastor anglicano, negro, y un pastor baptista, blanco. Siempre se habían
tratado con frialdad, en sus saludos exhibían un respetuoso desprecio. Pero
salvarían sus vidas gracias a su mutua protección en una oficina, a escasos
pasos de la gigantesca nariz de uno de los aviones. El episodio los convertiría
en amigos de por vida, una corta vida marcada por desórdenes pulmonares.
En ese momento vio ingresar
a la Torre Norte al hombre cuyo rostro era imposible de escrutar. Parecía
siempre lanzado en una carrera desesperada hacia los bancos de teléfonos. No lograba descifrar qué le deparaba la
suerte.
Luego apareció la muchacha que el 11 de septiembre compraría un vestido
rojo. Un vestido que nunca ostentaría. Lo luciría en una sola ocasión, en el
estrecho probador de la tienda. Deseaba saludar sus 30 años luciendo ese
magnífico vestido que veía todas las mañanas en la vitrina de una tienda, rumbo
a su oficina. Faltaban pocos días para su cumpleaños.
Era una mujer bella, contaba con gran cantidad de admiradores, y requería
resplandecer en su fiesta. La tardanza de quince minutos, en el probador, la
obligaría a demorar su llegada a la Torre Sur, donde trabajaba como secretaria.
Vería el colapso de la torre al emerger de la línea J del subterráneo.
Aunque creía estar anclada en Nueva York, tras los ataques deambularía
por ciudades cuyos cautelosos ciudadanos nunca aceptarían verla con un vestido
tan llamativo. El atuendo visitaría numerosos closets, el primero en Phoenix,
Arizona, el último en Mobile, Alabama. La mujer nunca abdicaría del vestido
confinado eternamente a su armario.
Hasta ese momento, Mike
había circulado entre sobrevivientes que continuarían intactos. Luego, tropezaría con algunos doblegados por
enfermedades que ceñirían sus cuerpos en un corsé, arrebatándoles el aire de
manera paulatina.
En ese instante, vio al
chino portando su maletín. A unos treinta metros de distancia se hallaba el
policía que salvaría su vida pese a los forcejeos. El policía le estaba
entregando una multa al chofer de una limusina por estacionar en una zona
prohibida.
Entre la empuñadura del
maletín y la muñeca del chino, se extendía una cadena de metal. En su interior,
escondido entre dos camisas y una muda de ropa interior, había un millón de
dólares en billetes de cien.
El chino ignoraba en ese
momento el contenido del portafolio. Era un simple funcionario, su gobierno le
había asignado la tarea de protegerlo con su vida. Tras el ataque del primer
avión contra la Torre Norte, una viga le quebraría la pelvis. El trozo de metal
rasgaría parte del cuero, y el funcionario chino observaría aterrado asomar
algunos billetes con el perfil de Benjamin Franklin. Intentaría cubrirlos luego
con su chaqueta, mientras el dolor lo forzaba a retorcerse en el suelo. No
permitiría acercarse al mismo policía que en ese momento entregaba una multa al
chofer de la limusina. Arremetería luego contra dos paramédicos ansiosos por
subirlo a una camilla.
Mike Simmons recordó el
manifiesto del vuelo 11 de American
Airlines que se estrellaría contra la Torre Norte. Una candidata para
anudar destinos era la actriz Berry Berenson, viuda del actor Anthony Perkins y
hermana de Marisa Berenson, de tan destacada actuación en Cabaret. Tras algunas reflexiones, el destino descartaría esa
frecuentada opción.
Vio a algunos pasos de
distancia al arquitecto Ronnie Penrose, quien se dirigía hacia la Torre Sur, y
que una semana más tarde se refugiaría en el
hotel Marriot tras la embestida del primer avión contra las torres. Cerca de
él, una mujer con graves quemaduras se
alzaría de la pira funeraria, le mostraría sus derretidas uñas. El hombre la
conduciría a una ambulancia. Parte de la chamuscada piel de la mujer se pegaría
a su perramus.
Entre tanto, a centenares de
metros de altura sobre la cabeza del arquitecto, a bordo del avión de United Airlines, vuelo 175 estrellado
contra la Torre Sur, estarían los restos de su hermana y de su sobrina, de
cuatro años de edad. La aeronave permanecería casi una hora en la torre, hasta
su colapso.
II
Ese 4 de septiembre de 2001,
el único propósito de Mike era salvar a Pierre Konstantin, un inmigrante
procedente de Estonia, quien trabajaba como electricista en Windows on the World, el restaurante
situado en la cima de la Torre Norte.
Konstantin tenía un defecto:
aunque concluía su turno a las 8:00 de la mañana, siempre se demoraba en su
pequeña oficina. A veces tomaba fotos, o conversaba con otros empleados, o
llamaba por teléfono a sus amigos en Estonia. Era difícil que abandonara el
lugar antes de las 9:00. El Boeing 767 de American
Airlines, vuelo 11, se estrellaría minutos antes, a las 8:46. Mike
necesitaba sacar a Konstantin por lo menos media hora antes. Y sin causar
alarma.
Llegó a la oficina de
Konstantin a las 8:15. Al verlo, su amigo repitió la rutina habitual. Se acostó
en un enorme estante de acero ubicado encima de un sofá. Cuando comenzó a
trabajar en el sitio, no había estante alguno. Por lo tanto, fue a Home Depot, compró una plancha de acero
de dos yardas y la fijó al borde de una viga que sobresalía de la pared.
Konstantin se había tomado fotos acostado en la placa de acero que servía de
estante, y las había enviado a sus amigos.
–Si alguna vez el estante se
viene abajo, la Torre Norte se irá con él comentó Konstantin, y bajó del
anaquel. Luego reacomodó sus herramientas de electricista, su cámara
fotográfica y una lámpara que usaba para crear efectos especiales.
–Pude contactar al
importador– dijo su amigo. –Tendrá los neumáticos el próximo martes. Aguardará
en el estacionamiento de la torre a las 8:15. Pidió que no demores; necesita
visitar otros clientes.
– ¿Mantiene el mismo precio?
–Ciento ochenta dólares. En
Manhattan no podrás conseguir esos neumáticos por menos de trescientos dólares.
¿Cómo va el proyecto?
–Ya tenemos más de
quinientas fotos de la Torre Norte. Desde el garaje hasta la terraza. Puedes
ver algunas allí–. Señaló varias fotos distribuidas en una pequeña mesa
circular–. No las toques. Necesito clasificarlas.
Las fotos eran el último
recuerdo que perduraría del intacto interior de la Torre Norte. Vio oficinas
vacías, mesas repletas de manjares, escaleras, equipos de cocina, ascensores
con las puertas abiertas. En casi todas ellas surgía el paisaje urbano como
trasfondo. Había también salidas del sol y atardeceres. Mike sintió un nudo en la garganta.
Las únicas fotos personales
eran las de Tania, una mujer muy bella. Mejor olvidarse de las noches que había
pasado con ella. Konstantin era el futuro de Tania.
–La idea es crear un archivo
digital y compartir las fotos– le explicó su amigo. Había creado una pequeña
empresa con un conocido en Estonia, que ofrecía fotografías por internet.
– ¿Cuántas multas tuviste
que pagar esta semana? – preguntó Mike.
Su amigo sonrió feliz.
–Seis. La primera por adelantarme con mi motocicleta a un patrullero policial.
En cierta ocasión,
Konstantin lo invitó a pasear por Brooklyn en su motocicleta. Manejaba como un
poseído. Mike nunca había sentido tanto miedo, excepto esa vez en que soldados
de Napoleón rodearon la posada donde había ayudado a guerrilleros de El
Empecinado a descuartizar a un coracero francés prensándolo entre dos puertas
de madera y serruchándolo en diagonal.
Se despidió de su amigo
hasta el martes siguiente. Konstantin estaba hablando por teléfonos se limitó a
agitar su mano derecha a Mike.
III
–Por cierto, ¿cómo hace para
enamorarse? –Le preguntó Mike a Tania. –Me imagino que usted es heterosexual
¿no?
–En la medida de lo posible–
dijo la novia de Konstantin acomodando la sábana sobre sus pechos. – ¿Es
importante?
–Solo intentaba armar una
conversación. Antes, todo se solucionaba encendiendo un cigarrillo y lanzando
humo al techo, o simulando reflexionar, para encubrir el aburrimiento.
– “Después del coito el
hombre es un animal triste” –recitó Tania. –También podría preguntarme cómo voy
de cuerpo. Soy muy romántica. De repente
hay un hombre que me atrae. Todo cambia. Hasta el aire que respiro es distinto.
Me siento mucho más joven. Querría hacer cosas extraordinarias.
–Y ahora las hace por
Konstantin.
–Por ejemplo—dijo Tania.
–O por mí.
–Usted es un simple
capricho. Y yo no tengo súper yo. Es lo que dice mi psicoanalista.
–Nunca podrá eludir la
rutina. Ni siquiera con sus caprichos. Viví con varias mujeres. Apenas
despertaban, me exigían que me cepillara
los dientes. Decían que tenía mal aliento. Era para agredirme. Lo primero que
hacía era ir al baño, cepillarme los dientes, y enjuagarme la boca. Es tan
fácil despreciar al otro.
–Y sin embargo, insistió en
casarse.
–Es cierto. Pero, al cabo de
algunas semanas la relación se convertía
en un gran malentendido.
–¿Cuántas veces son varias
veces?
–Tal vez veintiocho.
–Y usted quiere que le crea.
¿Forma parte de su estrategia de seducción?
–Es increíble la rapidez con
que podemos odiar a la persona que amamos.
–Podría haberse divorciado.
–El divorcio es peor que el
casamiento. Es el momento en que surgen los instintos homicidas.
– ¿Cómo se las arreglaba?
–Construía mi pequeño mundo.
Alentaba la infidelidad de mi pareja. Una mujer culpable fastidia menos.
–Disculpe mi franqueza, pero
usted me causa asco.
– Solo existe el instinto
sexual.
– ¿Nunca pensó en el
amor?—Tania empezaba a sentir hastío.
Bostezó.
–Nuestra única tarea en la
tierra es gozar de todos los placeres.
– ¿Cuál es su trabajo?
–Cuando necesito dinero
trabajo en bienes raíces.
–La competencia es feroz.
–No me guío por Craiglist sino por los avisos fúnebres.
Es un mercado poco explorado; las recompensas son fabulosas. Se puede prosperar
en cualquier negocio si se apuesta a la muerte.
–Me encanta su imaginación.
Esas historias de sus viajes al pasado me hacen reír.
–Las mujeres nunca se
aburren conmigo. Me detestan, pero no se aburren.
– ¿Cómo se siente en el
pasado?– Dijo ella incrédula, como quien participa en un juego de niños.
–Indefenso. Más indefenso
que un bebé. Hay que aprender a curarse de enfermedades que ya han desaparecido.
Las vestimentas y los zapatos son distintos. Todos hablan un lenguaje arcaico.
Hay menos gente, pero con más prejuicios. Nadie acepta tarjetas de crédito.
–Podría ganar mucho dinero
escribiendo guiones de cine. ¿Vio Back to the Future?
Caminó hacia el baño;
intentó discernir qué sentía realmente por Tania. Sus romances nunca podían
prolongarse más de cinco o seis años. Las mujeres envejecían más rápido que los
hombres. Había visto a sus bebés transformarse en adultos, en ancianos, mientras
él se conservaba casi intacto.
Entró en la ducha para
lavarse un cuerpo que no se deterioraba, examinó su rostro, un rostro donde
nunca crecía la barba, y le hizo algunas leves incisiones, remedando los cortes
causados por una navaja de afeitar.
Vivía en un mundo de disfraces y de máscaras.
Cada compañera que seducía lo obligaba a recrear un nuevo pasado, y estipular
un plazo para abandonarla. Tampoco podía conservar por mucho tiempo sus nuevos
amigos. En algún momento surgían las inevitables preguntas. Sus vínculos con la
raza humana eran muy tenues. Un pasado tan extenso y errático causaba
problemas. Algunos enlaces sentimentales traían el peligro del incesto. Quizás
debería buscarse una novia en el Ártico. Ninguno de sus antepasados había
incursionado en esas latitudes.
IV
Llegó a la Torre Norte a las
7:50 del 11 de septiembre de 2001. Anticiparse al futuro carecía de toda
ventaja. ¿Qué podría decirle a quienes lo rodeaban y estaban a punto de morir?
“No deje su vehículo en el estacionamiento subterráneo pues será destruido
cuando se estrelle el Boeing”. “No transite por la Promenade, porque la mayoría de los jumpers caerán en ese lugar”.
Soltó el resuello. No podía
ser un buen samaritano para millares de personas, solo ayudar a Konstantin, su
amigo en las buenas y en las malas.
Cada una de las personas que
había visto en su previa incursión a las Torres ocupaba el sitio donde
encontraría la muerte o una milagrosa salvación. Por simple curiosidad, se
dirigió primero al hotel Marriot para contemplar al arquitecto Ronnie Penrose.
Su rostro no expresaba emoción alguna. En las próximas horas, una mujer con graves quemaduras se alzaría de la
pira funeraria para pedirle ayuda.
Llegó a la oficina de
Konstantin. Estaba cerrada. Golpeó la puerta. Nadie respondió. Sintió un vacío
en el estómago. Miró el reloj: eran las 7:55 de la mañana. Era imposible que su
amigo hubiese abandonado la oficina tan temprano. En ese momento, lamentó no
tener un teléfono celular, aunque esos aparatos eran engorrosos de manejar.
Entró en un ascensor, y
llegó a la planta baja. Extrajo su libreta de direcciones, y buscó el teléfono
de su amigo. Se encaminó a un banco de teléfonos. No había uno solo libre. Miró
su reloj. Eran las 8:04 a.m. El Boeing
767 de American Airlines, vuelo 11,
había partido cinco minutos antes del aeropuerto Logan de Boston, rumbo a Los
Ángeles. Sería desviado de su ruta por piratas aéreos, y se estrellaría contra
la Torre Norte a las 8:46 de la mañana.
Enfiló hacia la calle. Le
costaba tragar. De repente, todos los teléfonos habían desaparecido. Se acercó
a un guardia de la Torre Norte.
–Es realmente una
emergencia– le explicó.
–Le voy a contar un secreto–
dijo el guardia sonriendo. –El secreto mejor guardado de esta torre. Hay
teléfonos en el piso dieciséis. Nadie los usa.
Salió corriendo hacia los
ascensores. Entró en uno de ellos. Descubrió tarde que su primera parada era en
el piso cuarenta y cuatro. Miró el reloj: eran las 8:14. En ese momento,
acababa de partir de Logan otro Boeing 767 de United Airlines, vuelo 175. También en ruta a Los Ángeles. Sería
desviado hacia Nueva York, donde se estrellaría contra la Torre Sur a las 9:03
de la mañana.
Decidió bajar al piso dieciséis por las
escaleras. A las 8:20 estaba frente al banco de teléfonos. Faltaban 26 minutos
para que el vuelo 11 de American Airlines
se estrellara contra la Torre Norte.
Llamó al número de la
oficina de Konstantin. Casi de inmediato, escuchó su voz.
– ¿Por qué demoraste tanto?
–le preguntó su amigo. Hablaba con frialdad.
–Necesito verte de
inmediato– le dijo. –En la planta baja.
–Sube a mi oficina y bajaremos
juntos– le dijo. Sin esperar respuesta, cortó la llamada.
Eran las 8:30 cuando golpeó
a la puerta.
–En dieciséis minutos más,
un avión se estrellará contra la Torre Norte– le dijo a su amigo. –Busca lo que
sea necesario y bajemos por las escaleras.
Konstantin sonrió y lo
invitó a pasar.
–No hay tiempo que perder–
dijo Mike.
–Ah, esa mala costumbre de
comenzar a beber temprano–dijo su amigo. Luego, ciñó con los brazos la cintura
de Mike, lo introdujo en la oficina, y lo dejó caer en el sofá.
–Lo sé todo– le dijo. –Tania
me confesó su traición.
–Nada de dramas ¿No
entiendes que vamos a morir? Vine a salvarte la vida.
– ¿Es cierto lo que me contó
Tania?
– ¿No puedes dejar los celos
para más adelante?
–Entonces, es cierto.
–Estoy dispuesto a pedirte
perdón de rodillas, pero cuando lleguemos a la calle. Prometo contarte todo en
el vestíbulo del Marriot.
–Sabía que Tania me había
dicho la verdad– dijo Konstantin. Volvió a tomar en brazos a su rival, se
acercó al pequeño baño, lo arrojó en su interior, y cerró la puerta con llave.
Mike comenzó a golpear la
puerta. Rogó a Konstantin que lo dejara salir. Escuchó el ruido de la puerta de
entrada al abrirse y al cerrarse, miró
su reloj. Eran las 8:44 de la mañana. A través de la ventanilla con barrotes
contempló la silueta del avión. Aunque en el cielo se desplazaba a toda
velocidad, desde la ventana del baño parecía avanzar en cámara lenta.
Estudió por última vez las
imágenes de los sobrevivientes que habían pasado a su lado: la muchacha del
vestido rojo, el chino con un maletín amarrado a su muñeca, el hombre que
estaría separado por algunos centenares de metros de altura de su hermana y de
su sobrina muertas, los religiosos que anudarían una entrañable amistad, el
hombre que mataría a Osama bin Laden.
Súbitamente, los edificios
se moldearon acatando la forma de los andamios. Esqueletos de hierro se
irguieron sólidos, aguardando a recibir los ladrillos y los bloques de mármol.
El tiempo comenzó a retroceder, los materiales de construcción cambiaban, los
edificios eran reemplazados por viviendas, las viviendas por terrenos
sembrados, o por una total desolación.
Recordó el terremoto de
Lisboa, el gran incendio de Londres. Todos morían a su alrededor. Él siempre
resurgía, recorriendo ruinas. Era una anomalía, en medio de seres desesperados
El río Hudson lucía inmenso,
repleto de barcazas, como las que circulaban a comienzos del siglo diecinueve.
Recordaba cuadros que había visto en museos. Reflejaban escenas previas a la
guerra civil. El espejo del baño había desaparecido.
Nadie podía darle fisonomía
a una tragedia en que miles morirían incinerados. El escenario que transcurría
en el río era difícil de interpretar. ¿Habrían invadido los británicos la
capital? Eso había ocurrido en 1812 ¿Cuántos años faltaban para el asesinato de
Lincoln? Todo era incomprensible. Dos mundos desiguales comenzaban a fundirse
en un volcán activo.
En uno de ellos, miles de
personas estaban a punto de morir. En el otro, esos seres demorarían un siglo y
medio en ofrecer sus primeros vagidos.
Observó al hombre de
espaldas, sus movimientos atolondrados junto al banco de teléfonos, su intento
por subir al ascensor. El rostro continuaba ausente. Luego se fue acercando. El
rostro adquirió nitidez. ¿Estaba sonriendo? ¿Intentaba hablarle? Sintió que se
contemplaba en un espejo. Rezó a Dios. Se entregó a las llamas.
El fragmento corresponde a
la segunda parte de una trilogía sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001
iniciada con La región vacía/The Empty
Region. (Editorial Verbum de Madrid. Versión en español, 2014, edición en
inglés, 2017). La novela está a la venta en Amazon y en la página web de la editorial.
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