miércoles, 13 de septiembre de 2017

Solo podemos discernir los amores imposibles


Mario Szichman

“Toda la vida es una tentación prolija”.
Libro de Job. 7,1



Stendhal

Nunca logramos descifrar el rostro de la mujer amada. Al menos mientras la cortejamos. Y en el momento en que dejamos de amarla, se desvanece el semblante con que soñábamos y recupera sus rasgos humanos.   
El problema con el amor, según Stendhal, es que requiere al menos cuatro pasos para su cristalización. Si consta de apenas dos momentos, solo predomina la pasión seguida a veces del odio. Cuando eso ocurre, es a veces imposible separar a los contrincantes.
Stendhal, era un enamorado del amor. Además de sus novelas Rojo y Negro, La Cartuja de Parma, y Armance, todas ellas dedicadas a reseñar los encuentros y desencuentros de amantes, escribió  Del Amor, un ensayo basado en su devoción por la condesa Mathilde Dembowska, durante su residencia en Milán.
Ese fervor de Stendhal por la condesa, como suelen decir en estas tierras, fue “unrequited” no correspondido. Sin embargo, Stendhal, no precisamente un galán, pero sí un excepcional pensador, respondió al rechazo como un intelectual. En lugar de alojarse un balazo en la cabeza, decidió analizar fríamente en qué consistía la pasión amorosa.

FOGOSIDAD Y DEMENCIA


En su trabajo The Guilty Mind (1955), John Biggs, un juez que era enemigo de la pena de muerte, y creía en medidas humanitarias para tratar al criminal, señalaba la discrepancia entre el asesinato “comercial” y el crimen pasional. El primero, decía Biggs, era difícil de descubrir y casi imposible de castigar. Citaba para ello la ciudad de Chicago durante la época de la Prohibición. De más de setecientos homicidios cometidos por asesinos profesionales, se logró condenar a menos de diez. Pero en el crimen pasional los perpetradores “eran capturados y sancionados con facilidad”.
El crimen marcado por “una pasión avasallante” opera desde una galaxia diferente. Biggs citaba un estudio de E. H. Sutherland donde se analizaban 324 casos de mujeres asesinadas por sus esposos, sus padres, sus hermanos, sus amantes o sus pretendientes.
La reacción de la prensa y del público en esos casos era exigir la aplicación de la pena de muerte. Se suponía que era una buena manera de disuadir a los homicidas. Biggs rechazaba esas propuestas basándose en fuentes policiales y de la fiscalía de varios estados norteamericanos.
Cuando un hombre está cegado por la pasión, decía Biggs, no vacilará en matar al ser amado, sin importarle si lo condenarán a cadena perpetua o morirá asado en la silla eléctrica.
Un miembro de la oficina del fiscal de Filadelfia informó a Biggs que había procesado muchos casos de homicidio de cónyuges. En cada uno de los casos, “el asesinato se hubiera llevado a cabo inclusive si un policía hubiera estado presente para evitarlo”.

LA CRISTALIZACIÓN

La misión de entender la pasión parece imposible, como lo demuestran los tratados del amor escritos a lo largo de los siglos, inclusive esa joya que es El arte de amar, de Ovidio, (“Yo me someteré al amor, aunque me destroce el pecho con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas”). Pero Stendhal poseía herramientas flamantes. Era un heredero de la Revolución Francesa, un místico de la ciencia, y un escéptico de todo aquello que los beatos consideraban inexplicable. Además, como buen romántico, desdeñaba el romanticismo.
Su primera hipótesis era que el amor borraba toda falla en el ser amado. Más aún, existía en el amor una cualidad especial: cada imperfección del ser amado acentuaba su perfección.
El proceso de cristalización elaborado por Stendhal se caracteriza por transfigurar atributos desdeñables de un nuevo amor en una especie de relucientes diamantes.
 “Aquello que llamamos cristalización”, decía Stendhal, “es una operación mental. Consiste en descubrir que el objeto amado posee nuevas perfecciones”.
Un psicoanalista moderno hubiera dicho que para Stendhal, la perfección marchaba de la mano de la degradación, pues atribuía  las cualidades del ser amado a faltas imputables a la perversión.

LA RAMA DE DIAMANTES

Stendhal descubrió el fenómeno de la cristalización en el verano de 1818, cuando viajó a las minas de sal de Hallein, cerca de Salzburgo, con su amiga y socia, la señora Gherardi.
“En las minas de sal, cuando se acerca el final del invierno”, contó Stendhal, “los mineros suelen arrojar ramas sin hojas en uno de los yacimientos abandonados. Dos o tres meses más tarde, a través de los efectos de las aguas saturadas con sal que humedecen las ramas, y que luego se secan al retirarse el agua, se pueden encontrar troncos cubiertos con brillantes depósitos de cristales. Cuando el sol brilla y el aire está seco, los mineros de Hallein aprovechan la ocasión para ofrecer esas ramas tachonadas de brillantes a los viajeros que se aprestan a descender a las minas”.
En uno de los viajes a uno de los yacimientos de sal, Stendhal y la señora Gherardi fueron presentados a un joven oficial de Baviera, quien luego se unió a la compañía. Stendhal advirtió que el oficial había quedado violentamente enamorado de la señora  Gherardi. Inclusive, había cierto grado de locura en las palabras que pronunciaba el oficial, como cuando describió al escritor las perfecciones que adornaban a la dama.
Para Stendhal, que conocía bien a la señora Gherardi, y nunca la había observado a través de la ceguera amorosa, tales perfecciones eran imaginarias.  El escritor comprobó que el militar estaba más prendado de los defectos que de las cualidades de la señora Gherardi.
Por ejemplo, comenzó a elogiar una de las manos de la dama, aunque esa mano había sido afectada en la infancia por la viruela, era de color marrón oscuro y estaba marcada por hoyos.
“¿Cómo puedo explicar lo que veo?” se preguntó Stendhal.  “¿Dónde puedo encontrar una comparación que ilustre mi pensamiento?”
En ese momento, la señora Gherardi estaba jugando con una rama cubierta de cristales de sal que los mineros le habían regalado. El sol brillaba, y los diminutos prismas de sal relucían como finos diamantes.
Fue en esa ocasión que Stendhal elaboró su concepto de cristalización mental, y se lo explicó a la señora Gherardi. La mujer, que  no estaba cegada por el súbito enamoramiento del oficial, contempló la situación con calma y cierto desdén.
Stendhal empleó la amabilidad de una Celestina, para explicar a la señora Gherardi  las razones del enamoramiento del oficial.
“El efecto causado en ese joven por la nobleza de sus facciones italianas, y por esos ojos que jamás había visto antes”, dijo el escritor, “es precisamente similar al efecto de la cristalización en esa pequeña rama que usted sostiene en sus manos, y que considera tan bella. Despojada de sus hojas en el invierno, no es precisamente deslumbrante. Solo cuando la cristalización de la sal cubre sus blancas ramitas con una multitud de relucientes diamantes, solo entonces pueden verse como realmente son”.  Y añadía, “La rama es una fiel representación de usted, tal como la observa la imaginación del joven oficial”.
Stendhal también había quedado prisionero del delirio. En el preciso momento en que alguien se interesa de manera romántica por una persona, concentra su atención en los ojos del deseo. Es obvio que se trata de una ilusión óptica, monopolizada por el amante en ciernes, y por nadie más.
El mismo tipo de razonamiento romántico —nada menos que en un escritor que usaba como modelo literario el Código Napoleón, cuya esencia era la aridez–, permitió a Stendhal describir “el nacimiento del amor”, tras compararlo con un proceso similar a un viaje a Roma. En esa analogía, Bolonia representaba la indiferencia, y Roma, el amor perfecto.
“Cuando estamos en Bolonia”, decía en su tratado, “somos totalmente indiferentes. No nos preocupa admirar de manera particular a una persona de la cual, quizás algún día, estaremos locamente enamorados”.
Por lo tanto, en Bolonia, era imposible comenzar la cristalización. Al iniciarse la travesía, se desvanecía el amor. ¿Cómo reconstruirlo? Había cuatro pasos a lo largo del viaje. Comenzaba con la admiración. Uno se maravillaba ante las cualidades de la persona que deseaba enamorar. Enseguida venía el reconocimiento.
El potencial enamorado reconocía el placer que le causaba haber elegido el amor de un ser especial. Luego venía la esperanza de conquistar el amor de una mujer, y finalmente, el deleite. Un deleite que no consistía en amar a una mujer hermosa, sino en exagerar la belleza y el mérito de la persona cuyo amor era necesario conquistar.
En definitiva, Stendhal sugería que nadie se enamoraba de un ser humano, sino de los defectos transformados en atributos.


El grande entre los grandes Jim Thompson debió haber leído la mente de Stendhal cuando escribió la novela Savage Night. (1953). El protagonista, Charles Bigger, escuda su rostro detrás de gruesos lentes, dentadura postiza, una peluca, y zapatos con plataforma.
Enviado por un jefe mafioso a una pequeña población de Peardale, Nueva York, para librarse de un compinche, Charles Bigger encuentra la cristalización del amor en una dama con una pierna más corta que la otra. Se trata de una ceguera compartida por dos seres marginales. Ya la escena en que hacen el amor es aterradora.
Tal vez el amor de los seres educados era imposible en la prolífica imaginación del novelista. Pero existe sin embargo una franqueza, una pasión innegable. Claro, los resultados no siempre son aceptables.  Pero hay atavismos que el ser humano no ha superado. Los celos, la fogosidad sexual acompañada de daño físico, figuran entre los más prominentes. Y Big Jim tenía que aceptarlos y describirlos. Nunca creó dramas. Pero sí grandes tragedias.





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