Mario
Szichman
“Toda la vida es una tentación prolija”.
Libro de
Job. 7,1
Stendhal
Nunca logramos descifrar el rostro de la mujer
amada. Al menos mientras la cortejamos. Y en el momento en que dejamos de
amarla, se desvanece el semblante con que soñábamos y recupera sus rasgos
humanos.
El problema con el amor, según Stendhal, es
que requiere al menos cuatro pasos para su cristalización. Si consta de apenas
dos momentos, solo predomina la pasión seguida a veces del odio. Cuando eso
ocurre, es a veces imposible separar a los contrincantes.
Stendhal, era un enamorado del amor. Además de
sus novelas Rojo y Negro, La Cartuja de Parma, y Armance, todas ellas dedicadas a reseñar
los encuentros y desencuentros de amantes, escribió Del
Amor, un ensayo basado en su devoción por la condesa Mathilde Dembowska,
durante su residencia en Milán.
Ese fervor de Stendhal por la condesa, como
suelen decir en estas tierras, fue “unrequited”
no correspondido. Sin embargo, Stendhal, no precisamente un galán, pero sí un
excepcional pensador, respondió al rechazo como un intelectual. En lugar de
alojarse un balazo en la cabeza, decidió analizar fríamente en qué consistía la
pasión amorosa.
FOGOSIDAD Y DEMENCIA
En su trabajo The Guilty Mind (1955), John Biggs, un juez que era enemigo de la
pena de muerte, y creía en medidas humanitarias para tratar al criminal,
señalaba la discrepancia entre el asesinato “comercial” y el crimen pasional.
El primero, decía Biggs, era difícil de descubrir y casi imposible de castigar.
Citaba para ello la ciudad de Chicago durante la época de la Prohibición. De
más de setecientos homicidios cometidos por asesinos profesionales, se logró condenar
a menos de diez. Pero en el crimen pasional los perpetradores “eran capturados
y sancionados con facilidad”.
El crimen marcado por “una pasión avasallante”
opera desde una galaxia diferente. Biggs citaba un estudio de E. H. Sutherland
donde se analizaban 324 casos de mujeres asesinadas por sus esposos, sus padres,
sus hermanos, sus amantes o sus pretendientes.
La reacción de la prensa y del público en esos
casos era exigir la aplicación de la pena de muerte. Se suponía que era una
buena manera de disuadir a los homicidas. Biggs rechazaba esas propuestas
basándose en fuentes policiales y de la fiscalía de varios estados
norteamericanos.
Cuando un hombre está cegado por la pasión,
decía Biggs, no vacilará en matar al ser amado, sin importarle si lo condenarán
a cadena perpetua o morirá asado en la silla eléctrica.
Un miembro de la oficina del fiscal de
Filadelfia informó a Biggs que había procesado muchos casos de homicidio de
cónyuges. En cada uno de los casos, “el asesinato se hubiera llevado a cabo
inclusive si un policía hubiera estado presente para evitarlo”.
LA CRISTALIZACIÓN
La misión de entender la pasión parece
imposible, como lo demuestran los tratados del amor escritos a lo largo de los
siglos, inclusive esa joya que es El arte
de amar, de Ovidio, (“Yo me someteré al amor, aunque me destroce el pecho
con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas”). Pero Stendhal
poseía herramientas flamantes. Era un heredero de la Revolución Francesa, un
místico de la ciencia, y un escéptico de todo aquello que los beatos
consideraban inexplicable. Además, como buen romántico, desdeñaba el
romanticismo.
Su primera hipótesis era que el amor borraba
toda falla en el ser amado. Más aún, existía en el amor una cualidad especial: cada
imperfección del ser amado acentuaba su perfección.
El proceso de cristalización elaborado por Stendhal
se caracteriza por transfigurar atributos desdeñables de un nuevo amor en una
especie de relucientes diamantes.
“Aquello
que llamamos cristalización”, decía
Stendhal, “es una operación mental. Consiste en descubrir que el objeto amado posee
nuevas perfecciones”.
Un psicoanalista moderno hubiera dicho que
para Stendhal, la perfección marchaba de la mano de la degradación, pues
atribuía las cualidades del ser amado a faltas
imputables a la perversión.
LA RAMA DE DIAMANTES
Stendhal descubrió el fenómeno de la
cristalización en el verano de 1818, cuando viajó a las minas de sal de
Hallein, cerca de Salzburgo, con su amiga y socia, la señora Gherardi.
“En las minas de sal, cuando se acerca el
final del invierno”, contó Stendhal, “los mineros suelen arrojar ramas sin
hojas en uno de los yacimientos abandonados. Dos o tres meses más tarde, a
través de los efectos de las aguas saturadas con sal que humedecen las ramas, y
que luego se secan al retirarse el agua, se pueden encontrar troncos cubiertos
con brillantes depósitos de cristales. Cuando el sol brilla y el aire está
seco, los mineros de Hallein aprovechan la ocasión para ofrecer esas ramas
tachonadas de brillantes a los viajeros que se aprestan a descender a las
minas”.
En uno de los viajes a uno de los yacimientos
de sal, Stendhal y la señora Gherardi fueron presentados a un joven oficial de
Baviera, quien luego se unió a la compañía. Stendhal advirtió que el oficial
había quedado violentamente enamorado de la señora Gherardi. Inclusive, había cierto grado de
locura en las palabras que pronunciaba el oficial, como cuando describió al
escritor las perfecciones que adornaban a la dama.
Para Stendhal, que conocía bien a la señora
Gherardi, y nunca la había observado a través de la ceguera amorosa, tales
perfecciones eran imaginarias. El
escritor comprobó que el militar estaba más prendado de los defectos que de las
cualidades de la señora Gherardi.
Por ejemplo, comenzó a elogiar una de las
manos de la dama, aunque esa mano había sido afectada en la infancia por la
viruela, era de color marrón oscuro y estaba marcada por hoyos.
“¿Cómo puedo explicar lo que veo?” se preguntó
Stendhal. “¿Dónde puedo encontrar una
comparación que ilustre mi pensamiento?”
En ese momento, la señora Gherardi estaba
jugando con una rama cubierta de cristales de sal que los mineros le habían
regalado. El sol brillaba, y los diminutos prismas de sal relucían como finos diamantes.
Fue en esa ocasión que Stendhal elaboró su
concepto de cristalización mental, y se lo explicó a la señora Gherardi. La
mujer, que no estaba cegada por el
súbito enamoramiento del oficial, contempló la situación con calma y cierto
desdén.
Stendhal empleó la amabilidad de una
Celestina, para explicar a la señora Gherardi
las razones del enamoramiento del oficial.
“El efecto causado en ese joven por la nobleza
de sus facciones italianas, y por esos ojos que jamás había visto antes”, dijo
el escritor, “es precisamente similar al efecto de la cristalización en esa
pequeña rama que usted sostiene en sus manos, y que considera tan bella.
Despojada de sus hojas en el invierno, no es precisamente deslumbrante. Solo
cuando la cristalización de la sal cubre sus blancas ramitas con una multitud
de relucientes diamantes, solo entonces pueden verse como realmente son”. Y añadía, “La rama es una fiel representación
de usted, tal como la observa la imaginación del joven oficial”.
Stendhal también había quedado prisionero del
delirio. En el preciso momento en que alguien se interesa de manera romántica
por una persona, concentra su atención en los ojos del deseo. Es obvio que se
trata de una ilusión óptica, monopolizada por el amante en ciernes, y por nadie
más.
El mismo tipo de razonamiento romántico —nada
menos que en un escritor que usaba como modelo literario el Código Napoleón,
cuya esencia era la aridez–, permitió a Stendhal describir “el nacimiento del
amor”, tras compararlo con un proceso similar a un viaje a Roma. En esa
analogía, Bolonia representaba la indiferencia, y Roma, el amor perfecto.
“Cuando estamos en Bolonia”, decía en su
tratado, “somos totalmente indiferentes. No nos preocupa admirar de manera particular
a una persona de la cual, quizás algún día, estaremos locamente enamorados”.
Por lo tanto, en Bolonia, era imposible comenzar
la cristalización. Al iniciarse la travesía, se desvanecía el amor. ¿Cómo reconstruirlo?
Había cuatro pasos a lo largo del viaje. Comenzaba con la admiración. Uno se
maravillaba ante las cualidades de la persona que deseaba enamorar. Enseguida
venía el reconocimiento.
El potencial enamorado reconocía el placer que
le causaba haber elegido el amor de un ser especial. Luego venía la esperanza
de conquistar el amor de una mujer, y finalmente, el deleite. Un deleite que no
consistía en amar a una mujer hermosa, sino en exagerar la belleza y el mérito
de la persona cuyo amor era necesario conquistar.
En definitiva, Stendhal sugería que nadie se
enamoraba de un ser humano, sino de los defectos transformados en atributos.
El grande entre los grandes Jim Thompson debió
haber leído la mente de Stendhal cuando escribió la novela Savage Night. (1953). El protagonista, Charles Bigger, escuda su
rostro detrás de gruesos lentes, dentadura postiza, una peluca, y zapatos con
plataforma.
Enviado por un jefe mafioso a una pequeña
población de Peardale, Nueva York, para librarse de un compinche, Charles
Bigger encuentra la cristalización del amor en una dama con una pierna más
corta que la otra. Se trata de una ceguera compartida por dos seres marginales.
Ya la escena en que hacen el amor es aterradora.
Tal vez el amor de los seres educados era
imposible en la prolífica imaginación del novelista. Pero existe sin embargo
una franqueza, una pasión innegable. Claro, los resultados no siempre son
aceptables. Pero hay atavismos que el
ser humano no ha superado. Los celos, la fogosidad sexual acompañada de daño
físico, figuran entre los más prominentes. Y Big Jim tenía que aceptarlos y
describirlos. Nunca creó dramas. Pero sí grandes tragedias.
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