Mario
Szichman
El
novelista argentino David Viñas me galardonó en cierta ocasión diciendo
que mi narrativa se apoyaba “en un rasgo mayor: su insolencia”. Con esas
palabras de uno de mis dos mentores, el otro fue el novelista colombiano Álvaro
Cepeda Samudio, inicié mi carrera de escribidor. (Como nota al margen: lean La Casa Grande, de Cepeda Samudio.
Revisen una y otra vez su primera parte, el diálogo de dos soldados que se
dirigen a fusilar huelguistas. No conozco nada similar en la ficción
latinoamericana).
Mis comienzos estuvieron repletos de
altibajos. La influencia de Roberto Arlt fue buena en un nivel. Arlt era un
gran creador de personajes. Los personajes de su novela Los siete locos son ya clásicos de la narrativa argentina. Pero la
escritura de Arlt no era prolija. Él mismo lo reconoció: “Se dice de mí que
escribo mal”, indicó en su prólogo a Los
lanzallamas. “Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en
citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos
miembros de sus familias”.
Yo tenía otro problema: durante algunas
décadas viví muy exasperado. No precisamente con mi condición de judío, pues nunca
me avergoncé de serlo. Mi exasperación era con los judíos que recordaban
exclusivamente su pasado de víctimas.
Siempre me negué a bautizar como Holocausto la
matanza de seis millones de judíos por parte de los nazis. No fue un holocausto
—la entrega de corderos para el sacrificio, como ofrenda a la humanidad—. No, fue
pura y simplemente una masacre. Y los judíos no estuvieron solos. También
fueron asesinados gitanos, rusos, polacos, además de toda clase de undermenschn, enfermos o psicóticos que no cuadraban con el
ideal de los arios, miembros de una supuesta raza superior anhelosos por
conquistar el mundo.
Hace poco concluí una novela, otra vez a
cuatro manos, otra vez con la profesora Carmen Virginia Carrillo del otro lado
de la pantalla. Es una novela de la cual me siento muy orgulloso porque pude
trascender el campo de la víctima y me concentré en los nokmim, los vengadores judíos que a fines de la segunda guerra
mundial decidieron escarmentar a algunos nazis, forjando asesinatos que
simulaban ser accidentes.
En un momento de la novela, mi protagonista,
que trabaja en un servicio de inteligencia, le dice a su jefe, “Estoy harto de
retorcerme las manos de sufrimiento. Hace tres mil años que nos estamos
retorciendo las manos de sufrimiento”.
Crecí en una familia de judíos polacos que
llegaron a la Argentina entre 1930 y 1933. En 1933, el ministro de Relaciones
Exteriores de la República Argentina, Carlos Saavedra Lamas, ordenó cerrar las
puertas de la inmigración, diciendo que el país “necesita inmigrantes, no refugiados”.
Muchas familias como la mía no pudieron sacar a otros miembros radicados en
Europa oriental. Eso cambió la ecuación en nutridas comunidades. Ninguno de
aquellos a quienes bloquearon la posibilidad de huir a la Argentina
sobrevivieron a la ocupación nazi de Polonia.
Muchos de los familiares de esos seres varados
para siempre en sus países, y que terminaron en hornos crematorios, o en
gigantescas fosas comunes, tendieron un manto de silencio sobre lo ocurrido. Al
menos eso ocurrió en el seno de mi extendida familia. Sus miembros se negaban a
ofrecer su opinión sobre lo ocurrido. No deseaban recordar su vida en Europa.
No se trataba siquiera de un borrón y cuenta nueva. Era la absoluta
imposibilidad de evocar el pasado. El único recuerdo que me ofreció mi padre
fue éste: Un día fue a nadar a un río, y estuvo a punto de ahogarse. Su padre
se limitó a comentar: “Fue una suerte que no te ahogaras. Yo no tenía plata
para comprarte el ataúd”.
¿DESDE DONDE SE ESCRIBE?
Creo que escribimos desde la prohibición.
Basta que alguien nos impida una búsqueda, para que de manera irresistible
intentemos descubrir el secreto. Sin nuestra indagación sobre qué clase de
fruta del bien y del mal consumieron Adán y Eva, ayudados por la inestimable
colaboración de la serpiente, no existiría historia. Y todas mis novelas sobre
tema judío tienen como origen la prohibición. Puede ser la del incesto, o la de
acceder a algún tipo de conocimiento vedado. En mi caso, averiguar qué ocurrió
con los familiares que murieron en Europa.
Afortunadamente, en las dos o tres últimas
décadas, excelentes novelistas han alzado la cortina sobre el genocidio nazi. Y entre ellos figura
Louise Murphy, autora de The True Story
of Hansel And Gretel.
Louise Murphy
Murphy conoce bien la terrible crueldad de los
cuentos para niños. Creo que la mayoría deberían ser prohibidos no solo para
menores, sino también para adultos de todas las edades. Recuerdo cómo me
aterrorizó siendo niño el filme “Si
muriese antes de despertar”, (If I
Should Die Before I Wake), basado en un relato de Cornell Woolrich. Es la
historia de un alumno de primaria, muy imaginativo. Una de sus compañeras de
aula desaparece un día, luego que un extraño le ofrece golosinas, y le propone
ir a su casa. Leí el cuento hace poco. Y el terror regresó, intacto.
La novelista emplaza a los hermanos Hansel y
Gretel en Polonia, en los meses más álgidos de la segunda guerra mundial. Los
niños han sido abandonados por sus padres, pues dificultaban su escape.
Más allá de la famosa treta de Hansel y Gretel:
distribuir mendrugos de pan a lo largo de su ruta, a fin de encontrar el camino
de regreso, y del hallazgo de Magda, una bruja transfigurada, que protege a los
niños y los integra como parte de su familia, hay escasos elementos vinculados
con el cuento de los hermanos Grimm. La aptitud de Murphy ha sido adaptarlo y
expandirlo a la dimensión de una aldea y de varios de sus habitantes.
Los protagonistas son judíos polacos, que
tienen como enemigos centrales a los nazis, y como enemigos secundarios a los
polacos. El padre de los niños, un intelectual rebautizado El Mecánico, pues sabe reparar vehículos y también armas, decide,
con su segunda esposa, “rebautizar” a sus hijos con los nombres de Hansel y
Gretel. Luego les ordena que olviden su identidad, y los envía al bosque, para
que esquiven simultáneamente a sus perseguidores alemanes, y a los soldados
rusos que avanzan en el crudo invierno de 1943.
Los niños son adoptados por la “bruja” Magda,
en realidad, una bruja buena, y la novela comienza a ampliarse con una serie de
personajes. Entre ellos figura Nelka, una mujer embarazada, Telek, un partisano
que está rendidamente enamorado de ella, el hermano de Magda, un sacerdote
pecador acuñado en el molde del protagonista de El poder y la gloria, y que se redime con su sacrificio, y el
alcalde alemán Frankel. Las principales tareas del alcalde consisten en
vigorizarse con la transfusión de sangre de mujeres polacas, y en organizar la
inspección de niños para “asimilarlos en el seno del pueblo alemán”.
Conociendo el trasfondo de esa asimilación,
organizada por el médico nazi Josef Mengele para crear una nueva raza de
superhombres, la resistencia polaca decide causar mutilaciones en los niños
polacos más rubios y más bellos, a fin de impedir que se conviertan en objetos
de experimentación.
La tarea de Murphy es combinar la insoportable
realidad de una nación invadida por los nazis con la superstición, y la
literatura comunal, que abreva en la tradición y en los rumores. Hay una persistente leyenda, que aflora entre
guerras. En un pueblo, las mujeres comienzan a quedarse sin maridos. Los
hombres desaparecen sin dejar huellas. ¿Qué ha ocurrido? Se barajan toda clase
de hipótesis. Pero hay al menos una certeza: a partir de ese momento, las
mujeres, lejos de sufrir con esas ausencias, parecen muy felices.
Algunos críticos han cuestionado el consolador
final de la novela. Discrepo de ello.
De todas maneras, para llegar a ese final, los
protagonistas han debido arrostrar terribles peripecias, descriptas por Murphy
con precisión, y sin retorcerse las manos de sufrimiento.
Después de todo, como decía Ansen Dibell, la
autora de Plot ¿por qué los finales
trágicos son superiores a los finales felices? ¿Acaso la desventura es superior
a la esperanza?
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