Mario
Szichman
Nikita Krschev
Los rusos nunca inventaron la rueda. Tuvieron
genios de la literatura, como León Tolstoi, y Fiodor Dostoievski, y un temible
físiólogo como Ivan Pavlov, quien hizo importantes hallazgos sobre el reflejo
condicionado. Pavlov descubrió que sus
perros de experimentación comenzaban a salivar cada vez que entraba en la
perrera. Inclusive cuando no les traía comida. José Stalin aprovechó el
experimento en su beneficio. Los torturadores de la Ojrana usaban el
electroshock en sus sujetos de experimentación —en nuestros países, el
artefacto ha sido bautizado como picana eléctrica—, su propósito es extraer
información de prisioneros políticos. No hace salivar a los detenidos, sino
confesar, aunque no siempre la verdad. Lo único que desea la víctima es el cese
de la tortura. En cierto modo, es un método pavloviano.
Existe en cambio un invento genuinamente ruso
que explotaron con gran eficacia nuestros populistas: los bosques o aldeas de
Potemkin, un elemento esencial en toda autocracia o dictadura. Se trata de
parapetos de bosques o construcciones destinadas a engañar a otras personas
haciéndoles creer que lo exhibido es superior a toda realidad concreta.
En 1787, la emperatriz Catalina de Rusia viajó
a Crimea. Su favorito, Grigory Potemkin, ordenó construir una aldea portátil en
las orillas del río Dnieper. Otros dicen que Potemkin exigió flanquear ambos
extremos de un camino de tierra con árboles plantados a último momento. Lo
cierto es que el carruaje de la emperatriz transitó entre esas hileras de
árboles, detrás de los cuales había el simulacro de viviendas muy moderna.
Catalina pudo verificar que la madrecita Rusia estaba prosperando de manera increíble,
y eso debe haber llevado a Potemkin a pensar en nuevos ardides, y en nuevos
decorados.
EL BOSQUE DE POTEMKIN QUE NO FUE
En el verano de 1961, el primer ministro de la
Unión Soviética, Nikita Kruschev, visitó Estados Unidos, y pronunció en las
Naciones Unidas su famoso discurso anunciando que su vasta nación pensaba
“enterrar” al capitalismo, mientras reforzaba sus palabras golpeando con su
zapato en el podio. En esa ocasión, Kruschev tuvo la sospecha de que los
norteamericanos estaban empleando la fórmula de los bosques de Potemkin en su
contra.
En su libro Inside Argentina, from Perón to Menem [i]
el abogado Laurence W. Levine, experto en comercio internacional, narró que
durante la visita de Kruschev, fue invitado a una recepción en la embajada
soviética situada en Nueva York, en la esquina de la calle 68 con Park Avenue. El
abogado llegó a la hora señalada para la reunión, cerca de las siete de la
noche. Había centenares de invitados. Pero Kruschev estaba ausente. Llegó
finalmente pasadas las nueve de la noche, sudado y muy irritado. ¿Qué había ocurrido?
Levine era amigo de Alexander Troianofsky, uno de los traductores de Kruschev,
quien le explicó el problema.
El premier había viajado con su comitiva a Lloyd´s Harbor, una ciudad playera en
Long Island, donde había una residencia veraniega destinada a los embajadores
soviéticos. Era una jornada de mucho calor, y el séquito quedó atascado en un
inmenso tráfico. Kruschev le dijo a Troianofsky que el embotellamiento
seguramente había sido organizado por el departamento de Estado. La intención
de los norteamericanos era hacer creer a los soviéticos que en Estados Unidos
abundaban los vehículos, un símbolo de prosperidad.
“¡No pueden existir tantos automóviles en
Nueva York!” dijo Kruschev. “Estos americanos quieren hacerme creer que sus
ciudadanos son tan ricos que cualquiera puede ser dueño de un vehículo”.
Cuando el embajador soviético intentó
explicarle a Kruschev que los estadounidenses, sin importar si eran ricos o
pobres, estaban en condiciones de poseer un automóvil, creció la ira del primer
ministro soviético y se propuso a demostrar a su embajador que el departamento
de Estado intentaba engañarlo con sus triquiñuelas. Bueno, ese fraude sería
puesto en evidencia. Después de todo, los bosques de Potemkin eran originarios
de su país.
Kruschev decidió esperar unas horas en Lloyd´s Harbor. El primer ministro
estaba seguro de que todos los vehículos enviados por el departamento de Estado
a las autopistas de Long Island para congestionar el tráfico retornarían a sus
garajes una vez pasada la hora en que su comitiva debía regresar a Nueva York.
La autopista se vaciaría de vehículos, y Kruschev revelaría esa estafa al
mundo.
Sin embargo, a medida que pasaban las horas,
la circulación de vehículos aumentaba en lugar de disminuir. Cuando Kruschev
ordenó finalmente el regreso, el viaje, que habría demorado normalmente algo
más de una hora, se prolongó casi tres. El primer ministro debió admitir que el
tráfico había sido real, y decidió callarse la boca. Era mejor hablar de la
discriminación contra los negros.
POTEMKIN EN AMÉRICA LATINA
Durante los años del chavismo, primero, con
Hugo Chávez, luego con Nicolás Maduro Moros, proliferaron los bosques de
Potemkin. No hay populismo autocrático sin grandilocuencia o gigantismo. Nada
puede hacerse a escala humana.
Chávez intentó algo similar en Venezuela
usando como motores de ese pantagruélico progreso a la empresa brasileña Odebrecht. Un titular de The Wall Street Journal señaló que “Hugo
Chávez contrató a Odebrecht para
construir grandes proyectos que costaron miles de millones de dólares. La
mayoría continúan congelados”[1] o han
sido abandonados.
Odebrecht se convirtió para Chávez en el principal
contratista de obras de infraestructura con la ayuda de su aliado y amigo, el
expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva[ii].
La Venezuela chavista se trocó en el mercado
latinoamericano más grande de Odebrecht fuera
de Brasil. Una de sus divisiones informaba directamente a su CEO, Marcelo
Odebrecht, otra presunta víctima de la maledicencia pública, como Pablo Escobar
en Colombia, o John Gotti, The Dapper Don,
en Nueva York. El señor Odebrecht cumple ahora una condena a 19 años de cárcel
por corrupción, lavado de dinero y conspiración.
LA IMAGINACIÓN AGROMEGÁLICA
Eva y Juan Domingo Perón
Sin embargo, en el territorio de la
exageración, nadie superó al presidente argentino Juan Domingo Perón, quien
urdió la idea de la Argentina Potencia.
Por alguna razón, todos los autócratas
necesitan apelar a un Viagra político. Perón favoreció, además, un culto a la
personalidad que tuvo como ejes centrales su figura, y la de su esposa, Eva
Duarte de Perón. (El lema era “Perón cumple, Evita dignifica”).
El temperamento de Perón era cautivante, y sus
discursos bien articulados. Un amigo mío fotógrafo, que trabajó para algunos
estudios cinematográficos de la década del cuarenta, como Argentina Sono Film, me contó que en cierta ocasión Perón, ya en
esa época Secretario de Trabajo y Previsión, fue al estudio a buscar a una
amiga, la entonces María Eva Duarte, una actriz joven que empezaba a adquirir
fama en el cine nacional.
Mientras preparaban una escena para filmar,
Perón observó que un electricista se había subido a una escalera e intentaba
instalar un foco de alto voltaje. De inmediato Perón se dirigió a la escalera y
la aferró con ambas manos, para que el electricista trabajara sin riesgos. El
fotógrafo, un antiperonista convencido, debió reconocer que Perón era un
personaje con gran calidez humana. “No creo que lo hiciera para complacer a la
galería”, me dijo. “Así era Perón, aún entre bastidores”.
Por supuesto, ese era uno de los numerosos
rostros de Perón. Había otro, más explícito: necesitaba rodearse de
obsecuentes, el rasgo que más lo acerca a Chávez. Es imposible averiguar si las
motivaciones eran similares. Es obvio que Chávez necesitaba que lo quisieran y
le acariciaran la cabeza. La manera en que subsidió la economía de otros países
muestra a un hombre desesperado por conquistar cariño a punta de realazos.
En cambio, el gobierno de Perón nunca le
regaló nada a nadie. La Argentina, el país de las vacas y del trigo,
aprovisionó a muchos países que emergían de la devastación causada por la
segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones y lograron
llenar las arcas del Banco Central vendiendo productos agropecuarios a
gobiernos que habían quedado en la lona. A veces, exigían el pago al riguroso
contado.
Mi conjetura es que Chávez necesitaba
obsecuentes tanto por razones políticas como sentimentales. Perón, en cambio,
lo hacía por motivos rigurosamente políticos.
Muchos de los obsecuentes de Chávez eran sus
panas. Todos los obsecuentes de Perón eran seres a los que despreciaba. Basta
ver el caso de Héctor Cámpora, quien fue presidente de la Cámara de Diputados
durante su primer gobierno, y presidente de la Argentina durante 49 días, en
1973. Dicen que en cierta ocasión Eva Perón le preguntó a Cámpora la hora, y el
funcionario le respondió: “La hora que usted ordene, señora”. (Al menos en una
ocasión, tanto Perón como Chávez recompensaron la obsecuencia. Lo demuestra el
ascenso –efímero—de Cámpora al poder y la designación de Nicolás Maduro como
sucesor del líder de la Revolución Bolivariana).
LA HISTORIA SE REPITE
Hace ya un tiempo, la revista The Economist publicó un interesante
trabajo: The Tragedy of Argentina, A
century of decline. Antes de mencionar la decadencia argentina, se hacía
alusión en el artículo a esa angustia cotidiana que padece la clase media para
cambiar pesos por dólares.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en
dólares no es de ahora. Al menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad
de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara
a enfrentar el tóxico avance de la inflación. Lo mismo ocurre ahora en
Venezuela.
Por cierto, una vez que una enfermedad mental
se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Eso
se observa en la idea que el ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina
que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina hundida en la
crisis económica que saludó su bicentenario.
El ensayo de The Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue
inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la
música clásica universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o con la
Ópera de París. En 1915, fue finalizada la construcción de la estación
ferroviaria de Retiro, también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era
uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña,
Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia,
Alemania e Italia. A comienzos del siglo veintiuno, Venezuela era el país más
próspero de América del Sur.
Perón trazó entre 1946 y 1955 los cimientos de
la Argentina moderna, y sentó al mismo tiempo las bases de su decadencia. Tal
vez no fue el principal responsable de su declinación. Ya en 1910, al cumplirse
el primer aniversario de la Revolución de Mayo, el político francés George
Clemenceau enunció que la Argentina era tan rica que ningún gobierno, por más
ladrón que fuera, podía destruirla. Sin embargo, la Nueva Argentina de Perón
terminó en lo que es hoy, un país desbalanceado, desestructurado. Al comienzo
de cada década, se vislumbra un horizonte de grandeza, y en el sprint final, empiezan a recogerse los
platos rotos. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un
presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.
Luego de la dictadura más feroz que se padeció
en América Latina, donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz
de la tierra, surgieron gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se
inclinó hacia el populismo peronista, tras algunos desastrosos gobiernos
liderados por el partido Radical.
En ese lapso, después de algunos años de vacas
gordas –favorecidos por el hecho de que parte de los ahorros de los argentinos
fueron enclaustrados en el secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”–
cambió el viento, se agudizaron los problemas económicos y la Argentina
incurrió en otro default técnico en el 2014. (Había sufrido un default de
verdad a comienzos de 2002).
DISTANCIAS Y ENIGMAS
¿Cuánto más se puede narrar desde un país
cuando ya no se vive en él? En realidad, buena parte de la literatura consta de
novelas escritas por seres que nunca vivieron en los lugares que describen, ya
sea por los años en que transcurren esos relatos, o por su geografía. Sin
llegar a los extremos de Edgar Rice Burroughs o de Ray Bradbury, que
escribieron sobre Marte sin haberlo visitado, o de Jonathan Swift, que gracias
a Los viajes de Gulliver nos permitió
recorrer comarcas inexistentes, el territorio de la narrativa tiene muy poco
que ver con la realidad. Y a medida que pasan los años, y se decantan
experiencias, inclusive los relatos se van despegando de su tierra nutricia, se
hacen progresivamente estilizados, el interés altera su enfoque.
Me ocurrió justamente con la segunda versión
de Los judíos del Mar Dulce, separada
de la primera versión por una distancia de cuatro décadas, y por la cercanía
virtual de su editora, la profesora Carmen Virginia Carrillo. Sentí un gran
disgusto por la primera versión.
En la copia original quise contar demasiadas
cosas. El lector quedó abrumado con tantos personajes, y tantas situaciones
entreveradas. La profesora Carrillo no solo consiguió recuperar la trama, y
quitarle el desorden y la profusión, sino que me permitió visualizar un
esqueleto, aquello que resultaba esencial.
LOS CAMINOS NO FRANQUEADOS
A lo largo de los años, he desechado varios
caminos narrativos, pero hay uno que me resulta primordial: la sátira, ya se
trate de Cándido de Voltaire, o de El tambor de hojalata, de Günter Grass,
o de El buen soldado Schweik, de
Jaroslav Hasek, o de Catch-22 de
Joseph Heller.
La sátira permite crear héroes de seres
cotidianos, y al mismo tiempo, lanza devastadores dardos contra el poder.
Cuando mi editora en jefe me descubrió la verdadera trama de Los judíos del Mar Dulce, todo cambió
para mejor. La nueva tesis de la novela era ésta: en la década de 1945 a 1955,
la Argentina vivió en la isla de la fantasía. Contaba con muchos datos para
demostrarlo, como el monumentalismo, o la intención de usar la energía atómica
(obviamente con fines pacíficos).
Los ideólogos del peronismo consideraban que
la pujanza del gobierno debía reflejarse en su arquitectura. Ramón Asís, un
ingeniero civil que era considerado en círculos locales como más grande que
Frank Lloyd Wright, propuso una arquitectura simbólica justicialista, repleta
de esculturas funcionales, donde cada parte anatómica de un edificio, desde la
coronilla hasta los pies, debía cumplir una función útil. Nunca se aclaró, sin
embargo, si también se exhibirían las partes pudendas, o serían cubiertas con
una hoja de parra.
Y después, estaba la cautivante figura del
profesor austríaco Ronald Richter, quien fue contratado por el gobierno de
Perón para intentar reacciones termonucleares bajo condiciones de control en
escala técnica. La intención de Perón, al menos manifiesta, no era usar la
fusión nuclear para fabricar bombas atómicas. No, según explicaron sus
seguidores, deseaba utilizar, en reemplazo de la electricidad, la energía que acabó con Hiroshima y Nagasaki.
Su método de distribución era muy interesante: la energía atómica sería
conservada en recipientes similares a las botellas de leche de medio litro y de
un litro.
Intentar explicar la Argentina de los últimos
80 años, sus increíbles cimbronazos, es bastante difícil. Cada ensayista ofrece
distintas razones para su retroceso. Y todos tienen motivos suficientes para
justificarlo. Algunos son más dramáticos que otros, predomina el ceño fruncido.
Pero la solemnidad es mala consejera, convoca al pesimismo, trae malos augurios,
y por alguna razón, solo los malos augurios se cumplen. Como en el célebre
cuento de Gabriel García Márquez, basta que alguien presagie alguna catástrofe
en un pueblo para que el vaticinio sobrevenga antes de concluir el día.
A la hora de elegir, es infinitamente superior
la fantasía. Siempre me fascinó esa combinación de grandes proyectos y de
palpables resultados propuestos durante la primera presidencia de Perón. No
puedo imaginar en la vida real esa Argentina de la arquitectura simbólica justicialista
o de la energía atómica literalmente embotellada. Pero sí en los comics donde aparecían Superman, y el
capitán Maravillas, y Batman, y El Aguijón.
Creo que esa fue la única época que permitió a
los argentinos vivir en el realismo mágico, en la ilusión y en la potencia.
Luego, el sueño se canceló. Inflación, devaluación, corridas bancarias,
especulación, cepo al dólar: nada nuevo bajo el sol. Para el autor de un ensayo
histórico sobre la economía peronista, ya desde el primer gobierno de Perón los
justicialistas reiteraron un mismo ciclo: a pesar de etapas iniciales de crecimiento
y expansión, se quedaron en la redistribución de ingresos sin modificar
estructuras y acabaron recurriendo al sector agropecuario como salvavidas.
LA GENERACIÓN DE LA MALEZA
Algo similar ocurrió en la Venezuela chavista
excepto por un factor, el petróleo, el “excremento del diablo” del cual hablaba
el economista y ministro Juan Pablo Pérez Alfonzo. Todo lo que sea producción
involucra esfuerzos. Hay que sembrar y cosechar. Hay que irrigar. Hay que
planificar. Pero el petróleo es magia pura. Algunos millares de técnicos hacen
brotar el crudo del subsuelo, sin excesivo esfuerzo, y lo envían a los
mercados. En cambio, la gran producción agrícola ganadera de Venezuela está
colapsada. Todo está colapsado en la economía de Venezuela. Y además, el crudo
ha reducido su cotización a un tercio en menos de tres años.
La Argentina era a principios del siglo veinte
un país cuya riqueza era tan grande que parecía imposible ser saqueada por un gobierno
ladrón. Lo mismo se pensó en la República Bolivariana. La Venezuela de
comienzos del siglo veintiuno arrojó su riqueza por el sumidero. Pasarán varias
décadas antes que esa Venezuela pueda compararse siquiera a la Venezuela de
fines del siglo diecinueve, antes del descubrimiento del petróleo que la
transformó en un país moderno y condenado al despilfarro, la extravagancia, y
el saqueo del erario público.
En mi novela Las dos muertes del general Simón Bolívar, el Libertador pensaba: “Somos
la generación de la maleza. La Gran Colombia pronto quedará cubierta de maleza.
Y mis constituciones, y mi proyecto del Congreso Anfictiónico de Panamá, todo
quedará cubierto de maleza. Sólo perseverarán los bordes que trazó España, los
odios regionales que recopilamos mientras fuimos gobernados por España. Cuando
volvamos a sembrar la tierra, la maleza nos indicará el trazado de los cultivos
que heredamos de los godos. Toda innovación quedará enterrada por la maleza. Y
lo nuevo que surja será siempre un claro en la maleza, y estará propiciado por
el dinero proveniente de Londres o de París, o de cualquier otra ciudad que
quiera arrebatarles las malezas a los godos.
“Como en nuestros países el lujo no fue un
resultado de la industria, sino que la precedió, la destrucción sucesiva
mantendrá nuestra pobreza. La falta de personas industriosas ávidas por
reconstruir, por engrasar la mano de funcionarios a fin de obtener concesiones,
hará que nuestro futuro sea un eterno altercado entre quienes desean dejar
brotar la maleza y quienes intentan abrir un claro en ella. Tras unos años de
prosperidad y de la disipación de nuestras riquezas, retornará la maleza. Quienes
nos reemplacen tendrán que hacer como los cruzados, construir encima de los
escombros, usar los techos como cimientos, y cubrir todas las rendijas para
impedir el avance de la maleza”.
A veces me he sentido tentado de escribir una
novela contemporánea sobre Venezuela. Pero me resulta imposible. Escribí La trilogía de la patria boba, escribí una
novela aún inédita sobre Bolívar en el Perú, previo a la batalla de Ayacucho,
estoy preparando otra sobre Manuel Piar, ese gran patriota fusilado por Simón
Bolívar porque le hacía sombra, y hasta me siento tentado de escribir sobre
José Antonio Páez, el primer presidente de Venezuela, un personaje tan mítico
como Aureliano Buendía. Inclusive tengo
el comienzo. Páez observa desde su residencia situada en la calle Veintitrés
con la Quinta Avenida, el paso del cortejo fúnebre del presidente Abraham
Lincoln. (Se trata de un hecho real). Pero no puedo incursionar en la Venezuela
chavista. Se presta para la sátira, aunque acompañada de una tragedia tan
vasta, que hace difícil combinar ambos géneros.
Mientras escribo, admito que lo hago desde el
desencanto, un pueblo, un ser humano, necesitan nutrirse de heroísmo,
ilusionarse con la grandeza futura. Es preferible un Rasputín a un Diosdado
Cabello o a un vicepresidente como Tarek El Aisami. Lo digo sin cuestionar sus
galardones, su pareja mediocridad, sus fabulosos negocios.
Ahora solo se erigen en Venezuela los bosques
de Potemkin. Farsantes del gobierno y de la oposición se escudan detrás de
ellos, y nunca dejan testimonio por donde agarrarlos, excepto en declaraciones
por televisión, el mejor medio de la comunicación efímera.
Recuerdo las palabras de Mariano Torrente, un
militar español, quien escribió un excelente trabajo sobre la independencia de
la Gran Colombia. Torrente decía en su Historia
de la revolución hispanoamericana: “La capital de las provincias de
Venezuela, Caracas, ha sido la fragua principal de la insurrección americana.
Su clima vivificador ha producido los hombres más políticos y osados, los más
emprendedores y esforzados, los más viciosos é intrigantes, y los más
distinguidos por el precoz desarrollo de sus facultades intelectuales. La
viveza de estos naturales compite con su voluptuosidad, el genio con la
travesura, el disimulo con la astucia, el vigor de su pluma con la precisión de
sus conceptos, los estímulos de la gloria con la ambición de mando y la
sagacidad con la malicia. Con tales elementos no es de extrañar que este país
haya sido el más marcado en todos los anales de la revolución moderna”.
Torrente no era un psicólogo moderno. Escribió
su ensayo en 1830. Y sin embargo, algunos de los adjetivos que aplica a los
políticos caraqueños son muy significativos: “viciosos e intrigantes”, capaces
de combinar “el disimulo con la astucia”,
la “sagacidad con la malicia”.
Es arduo escribir sobre la Venezuela actual. Y
deprimente, pues nadie avizora una salida. Las sociedades han emergido de toda
suerte de catástrofes, los judíos, del exterminio de seis millones de sus
congéneres, los rusos, de guerras y tiranías que diezmaron a su población, los
japoneses, de Hiroshima y Nagasaki, los armenios, de las matanzas de los
turcos, los camboyanos, de un régimen absolutamente genocida.
Un ser humano necesita héroes y puede aceptar
antihéroes. Abundaban en Venezuela, hasta en la generación de la maleza. Ahora,
han desaparecido. Fueron reemplazados por seres anodinos, que se la pasan
golpeándose el pecho, haciendo gestos altisonantes, mientras mienten por ambos
costados de la boca, repiten desde hace 18 años las verdades de Perogrullo, y
son incapaces de diferenciar entre la dignidad y los constantes acuerdos bajo
la mesa que a nada acercan, excepto al precipicio.
También García Márquez instaló a su general en
un laberinto y demostró la imposibilidad de localizar su salida. ¿Podrá algún
día Venezuela emerger de tamaño enredo?
[i] Edwin House
Publishing Inc. Ojal, California, EE.UU. 2001.
[ii] El 12 de julio
de 2017, el ex presidente fue acusado de lavado de dinero y de “corrupción
pasiva”, definida en las leyes penales de Brasil como recipiente de un soborno
por parte de un empleado público o un funcionario del gobierno. Fue condenado a
nueve años y seis meses de cárcel por el juez Sérgio Moro, pero sigue libre
pendiente una apelación de su sentencia. Si la justicia confirma la decisión de
Moro, Lula no podrá ser candidato en las elecciones presidenciales de 2018, tal
como se proponía.
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