Mario Szichman
Work could cure almost anything,
I believed then, and I believe now.[i]
Ernest
Hemingway
Ernest Hemingway
Una
de mis anécdotas favoritas relacionadas con Ernest Hemingway es mencionada en Papa Hemingway: A Personal Memoir, de Aaron
Edward Hotchner. En un bar de la Costa Brava, un grupo de aficionados al toreo
comentaban las hazañas de algunos toreros famosos, y comparaban virtudes y
defectos. Finalmente, uno de los asistentes decía a sus amigos: “Es muy difícil
que podamos resolver esta disputa. ¡Ojalá que estuviera aquí Hemingway! Él sí
sabe de toros”.
En
ese momento, del fondo del bar, se alzó una figura, muy sonriente, y dijo: “Yo
soy Hemingway; pregunten lo que deseen”.
La
fama de Hemingway ha sufrido múltiples altibajos, especialmente por algunas de
sus novelas como El viejo y el mar, o
To Have and Have Not. La primera, por
su empalagosa sensibilidad y su sentencioso estilo bíblico. El crítico
norteamericano Dwight McDonald la demolió de un plumazo. En cierto momento, el
viejo pescador de Hemingway comenta: “Soy un hombre humilde”. Y Dwight McDonald
señala: “¡No lo digas, viejo, demuéstralo!”
En
cuanto a To Have and Have Not, el
mismo Hemingway la consideraba su peor novela, aunque la redimió William
Faulkner al participar en el guión del film dirigido por Howard Hawks. Algunos
dicen que esa versión cinematografíca compite con Casablanca. O que es la versión de Casablanca para gente pobre. A nivel de romance, la pareja de Humphrey
Bogart y Lauren Bacall incendia la pantalla con más vigor que Bogart e Ingrid
Bergmann.
Excepto
por la excelente The Sun Also Rises,
la primera novela de Hemingway, y posiblemente por Adiós a las armas, donde el escritor narró sus experiencias en la
Gran Guerra, su fama se concentra en sus cuentos y en sus reportajes. Debe ser
la única figura en el mundo literario que podría haber ganado el Premio Nóbel
de Literatura simplemente con una media docena de cuentos como The Killers (los asesinos), Fifty Grand, Cat in the Rain, El gato bajo la lluvia, A Clean, Well-Lighted Place, Un lugar limpio y bien iluminado, The Short Happy Life of Francis Macomber,
La corta vida feliz de Francis Macomber, o The
Snows of Kilimanjaro, Las nieves del Kilimanjaro.
Por
otra parte, su artículo periodístico A
Natural History of the Dead, Una historia natural de los muertos, es
incomparable como testimonio de la crueldad de la guerra, que Hemingway vivió
de primera mano. Así comienza: “Siempre creí que la guerra ha sido omitida del
campo de observación del naturalista. Tenemos encantadores y precisos recuentos
de la flora y fauna de la Patagonia por W. H. Hudson, el reverendo Gilbert
White ha escrito cosas muy interesantes sobre los indios Hoopoe en sus
ocasionales y no muy comunes visitas a Selborne, y el obispo Stanley nos ha
brindado valiosas, aunque populares, Historias
Familiares de los Pájaros. ¿No podríamos proporcionar al lector algunos
hechos racionales e interesantes acerca de los muertos? Espero que sí”.
Y
Hemingway nos brinda un sórdido recuento, parte de sus experiencias como
enfermero en la Gran Guerra. Es asombroso,
dice Hemingway, cómo el cuerpo humano, “es destruido por un explosivo, que no
acata las líneas anatómicas”. O que el
color de la raza caucásica va cambiando con la muerte “de amarillo, a un verde
amarillento, y luego al negro. Si permanece un tiempo prolongado al calor, la
carne recuerda el alquitrán de carbón.
“Los
muertos engordan con cada día que pasa, hasta que se hacen demasiado grandes
para sus uniformes”. Y su posición final, “antes del entierro, depende de la
ubicación de los bolsillos en sus uniformes. En el ejército austríaco, esos
bolsillos estaban en la parte posterior de sus pantalones. Y los muertos, luego
de un breve tiempo, descansaban sobre sus rostros. Los bolsillos de sus caderas
habían sido arrancados”, probablemente, por saqueadores que se habían llevado
sus pertenencias.
“Y
la última cosa que se descubre de los muertos” dice Hemingway, “es que mueren
como animales. Algunos con rapidez, de una pequeña herida que uno cree no
mataría a un conejo. Otros mueren como gatos, con el cráneo fracturado y un
trozo de hierro en el cerebro. Pero lo cierto es que la mayoría de los hombres
mueren como animales, no como seres humanos”.
LA
ELECCIÓN DE OBJETO
Hemingway
se sentía más cómodo en el territorio del cuento y del ensayo corto. Además,
fue periodista durante muchos años, y descubrió en sus despachos para el Toronto Star de Canadá, que cada palabra
valía literalmente su peso en oro. Le habían asignado un cierto número de
palabras para enviar por teletipo. En una ocasión se excedió en el número. El
periódico le quitó de su paga un dólar, por cada palabra que sobraba.
HEMINGWAY
VERSUS SCOTT FITZGERALD
La
amistad, admiración, y celos literarios entre Hemingway y su principal rival
Francis Scott Fitzgerald, está baldada por la falta de contrapeso. Scott
Fitzgerald prácticamente no escribió nada acerca de esa amistad. Pero Hemingway
le dedicó bastante espacio a esa rivalidad. Primero, en su ensayo Scott Fitzgerald, y luego, en A Moveable Feast, traducido a veces como
“París era una fiesta”.
El
comienzo del texto Scott Fitzgerald
es un gran homenaje brindado por Hemingway al autor de The Great Gatsby: “Su talento era tan natural como el diseño que
crea el polvo en las alas de una mariposa ... Más tarde, adquirió conciencia de
sus dañadas alas, y de su construcción, y aprendió a pensar. Pero no pudo
seguir volando. El amor a volar había desaparecido, y solo podía recordar la
época en que lo había hecho sin esfuerzo alguno”.
Hemingway
dijo que en su primera reunión con Scott Fitzgerald, “ocurrió algo muy
extraño”. El escritor había ingresado al bar Dingo, en la calle Delambre.
“Scott era un hombre que parecía un jovencito. Su rostro oscilaba entre lo
guapo y lo lindo”. Y de repente, “la piel de Scott pareció ajustarse a su
rostro y adquirió el aspecto de una calavera ... No fue mi imaginación. Su
rostro se convirtió en una verdadera calavera, o en una máscara mortuoria,
frente a mis ojos”.
Tal
vez Hemingway pronosticó en ese encuentro la vida de alcoholismo en que se
hundiría Scott Fitzgerald, junto con su bella y talentosa esposa Zelda, o la
tragedia que viviría a medida que Zelda se iba hundiendo en la esquizofrenia. O
quizás, fue un recuerdo de sus últimos años de vida, cuando ambos miembros de
la pareja ya estaban muertos. De todas maneras, fue una relación de amor y
odio, en la cual Scott Fitzgerald llevó la peor parte, pese a que siempre se
mostró muy generoso con su amigo. Al parecer, Fitzgerald era muy directo en sus
preguntas. Apenas conoció a Hemingway, le explicó que se disponía a escribir
una novela, y estaba haciendo una research
sobre parejas. ¿Se había acostado con su esposa antes de casarse? Hemingway
alegó falta de memoria. Pero Fitzgerald insistió hasta que Hemingway, despojado
de excusas, abandonó la reunión.
En
raras ocasiones Hemingway elogió a su rival, aunque reconoció que The Great Gatsby era una gran novela.
“El quería que leyera su nuevo libro, The
Great Gatsby, tan pronto como pudiese obtener la última y única copia de
alguien al cual se lo había prestado”, indicó. “Cuando uno lo oía mencionar al
libro, ignoraba lo bueno que era, excepto que Fitzgerald tenía la timidez de
todo escritor que además de no ser fatuo, consiguió algo excepcional”.
Hemingway
se mostró escandalizado cuando Scott Fitzgerald le confesó que algunas de las
que consideraba sus mejores historias las había “degradado” para poder
venderlas en la revista The Saturday Post,
la más famosa de su época. Inclusive le explicó al alarmado Hemingway sus
trucos para que fuesen negociables. Cuando Hemingway le dijo que de esa manera
estaba “prostituyendo” su talento, Fitzgerald lo admitió. Pero, dijo, era la
única manera de obtener bastante dinero “a fin de escribir libros decentes”.
La
respuesta de Hemingway fue que “nadie puede escribir, excepto lo mejor. De lo
contrario, destruye su talento”. Scott Fitzgerald le dijo que no se preocupara.
Él se había puesto a salvo. Primero escribía un relato muy bueno, y lo
guardaba. Luego, lo cambiaba para peor, a fin de poder venderlo. Pero, como
conservaba el original, eso no le causaba mucho daño.
El
único claro homenaje que Hemingway le rindió a Fitzgerald fue cuando reconoció
el aporte de su amigo a la mejora de su cuento Fifty Grand, la historia de un boxeador en declive que decide
entregar una pelea, a cambio de recibir una recompensa de 25.000 dólares. Como
todos los héroes de Hemingway, al final el boxeador decide vender cara su
derrota, y afrontar a su poderoso rival hasta que resulta destruido. Fitzgerald
le dijo a Hemingway que el cuento era muy bueno, “Pero sería mejor si eliminaba
la primera página y comenzaba por la segunda ... De esa manera, la historia
tendría más vigor”. Hemingway aceptó agradecido el consejo.
LA
DAMA DE PARÍS
Uno
de los monstruos sagrados que gobernaban el ambiente literario de los
expatriados norteamericanos en París era Gertrude Stein. Ella emplazaba y
destruía escritores.
"No
recuerdo que Gertrude Stein haya hablado bien de escritor alguno que no haya mencionado
sus textos de manera favorable”, dijo Hemingway. “O que haya hecho algo para
avanzar su carrera, excepto por Ronald Firbank, y más tarde, por Scott
Fitzgerald”.
Stein
tenía bien fundamentadas ideas sobre la sexualidad que no se anima a decir su
nombre. “El acto sexual que cometen los hombres entre sí es feo, repugnante, y
tras el orgasmo se sienten disgustados consigo mismos”, le explicaba a
Hemingway. “En cambio, en las mujeres es lo opuesto. Ellas no hacen nada que
cause disgusto, o sea repulsivo. Y luego se sienten felices y logran compartir
vidas felices”.
La
amistad de Hemingway con Stein duró tres, cuatro años. Stein era terriblemente
arrogante, y sus compañías femeninas, como dijo Hemingway, tenían un solo
objetivo: atender a las esposas de escritores. Como parte de su amistad con
Stein, Hemingway tuvo la fastidiosa tarea de corregir sus larguísimos
manuscritos. El escritor decía que los trabajos de Stein comenzaban bien, pero
luego se hacían repetitivos, y terminaban siendo una forma prestigiosa del
aburrimiento. Por alguna razón, Stein consideraba que su tarea se limitaba a
escribir, nunca a corregir.
Finalmente,
un día, llegó la catástrofe, y se acabó la amistad. Hemingway fue a visitar a
Stein. Lo recibió la criada de la escritora, y le pidió que esperara un
momento. La señora Stein estaba ocupada. ¿Deseaba alguna bebida? Hemingway
aceptó un eau de vie. “Y de repente”,
dijo el escritor, “escuché que alguien le hablaba a la señora Stein como nunca
antes había escuchado que una persona hablara con otra, nunca, en ninguna
parte, jamás.
Luego,
la voz de la señora Stein emergió suplicando y rogando. Decía: ´ No, por favor,
no lo hagas. Haré todo lo que quieras, mi gatita, pero por favor, no lo hagas.
Por favor, no lo hagas, gatita”.
Hemingway
dejó el vaso con eau de vie en una
mesa, y caminó hacia la puerta. Y entre tanto, la discusión seguía. “Era malo
oír lo que una mujer decía”, señaló. “Y eran peores las respuestas”.
Revisar
los escritos de Hemingway en una antología completa es todo un hallazgo. Existió
un escritor obsesionado por escribir. Pero también existió el otro Hemingway,
muy obsesionado por los problemas políticos de su época. Tuvo experiencias de
dos guerras, la primera y la segunda guerra mundial, conoció a muchos políticos
de ese tiempo tormentoso, estuvo en España durante la guerra civil – su pasión
por España nunca decayó—y fue un testigo muy inteligente de una época como la
humanidad nunca antes conoció. Amaba el peligro, y en su cuerpo quedó el
testimonio de heridas y de accidentes. Sus numerosos trabajos se alzan como un
enorme rompecabezas de su era. No todos son ejemplares, pero, nadie lo superó
en perspicacia y en precisa escritura. Y en sus mejores momentos logró que cada
palabra de sus textos brillara con la insistencia “de guijarros en una playa”.
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