Mario
Szichman
Un
escritor que se la pasa leyendo,
es
como un mozo de restaurante
que
se la pasa comiendo”.
Karl
Kraus
Joseph Roth
Hace algunos meses leí el obituario de un
escritor. Sus amigos y admiradores se explayaban en lo bien que leía, aunque no
hacían mención alguna a lo bien que escribía. Luego recordé la frase de Karl
Kraus que usé como epígrafe de esta nota.
¿Es un mérito leer bien? ¿Cómo se refleja en
una actividad literaria? ¿Acaso ese
escritor contaba con el monopolio de la lectura? ¿Era su lectura la única
posible? ¿No había otra manera de juzgar un texto, excepto la suya?
Durante buena parte del siglo diecinueve, La Nueva Heloísa, de Rousseau, era un
texto imprescindible, aunque en la actualidad, para repetir a Jorge Luis Borges, es
considerado una de las formas más famosas del tedio. ¿Qué ponían los críticos y
autores en ese texto que ahora les repele?
El proceso de leer es mucho más complicado de
lo que parece. A veces es un acto de comprensión, otras de júbilo, y en
ocasiones, un respiro para enfrentar el tedio de la vida cotidiana. Así como no
podemos nadar dos veces en el mismo río, tampoco dos lecturas de un texto transitan
el mismo discurso. El texto persiste, pero el lector deviene diferente. Los textos
suelen envejecer más que sus lectores. Es más fácil repudiar una segunda
lectura, que renovar la fascinación en una segunda instancia.
Cuando se cumplieron los 500 años de la
publicación de la primera parte de Don
Quijote, varios gobiernos latinoamericanos difundieron ediciones de la
novela. Los más dispendiosos —los chavistas—, obsequiaron miles, o centenares
de miles de ejemplares de la obra. Ignoro la cifra de quienes leyeron la novela
de Cervantes, aunque sospecho que deben contarse con los dedos de una mano. Y
eso es culpa exclusiva de los genios que confiaron en la publicación y
distribución de una de las obras más difíciles de la literatura moderna, sin
diseñar al mismo tiempo un método para atrapar a los lectores.
En primer lugar, el castellano de Cervantes poco
tiene que ver con el castellano de la actualidad, como bien lo demostró,
también Borges, en ese bello relato titulado Pierre Menard, autor del Quijote.
En estos días, no decimos de una mujer que es
fermosa, sino hermosa. Nadie sabe qué diablo es “duelos y quebrantos”, aunque
Wikipedia nos informa que “es un plato tradicional de la cocina manchega, cuyos
ingredientes principales son huevo revuelto, chorizo y tocino de cerdo
entreverado, todo ello preparado en la sartén”.
Para leer Don
Quijote, primero hay que aprender a leerlo, ubicarse en la época, conocer
las costumbres, los conflictos, los ideales y peligros. Recién entonces se
descubre su belleza y sus secretos, su devastadora ironía. Por cierto, resulta curioso
verificar que algunas de las obras maestras del Renacimiento son obras cómicas,
como las aventuras del Ingenioso Hidalgo, como Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, o como esa obra absolutamente
maestra que es La vida del Buscón, de
Quevedo.
Mijail Bajtin, en uno de sus ensayos, señalaba
cómo a medida que los escritores se acercaron a la modernidad, el humor y la
ironía fueron paulatinamente desalojados de las novelas. Se impuso la seriedad,
para desgracia de los lectores.
La
mejor introducción es el Quijote publicado en 1960 por Aguilar de Madrid, en
cuero, en edición de bolsillo, en hojas de papel de arroz. Es una joya de la
industria editorial. La edición fue preparada por Justo García Soriano y Justo
García Morales, y si alguien no queda prendado de esa novela tras la
introducción, y las abundantes y sabias explicaciones, nunca más lo conseguirá.
Utilicé el ejemplo de Don Quijote como podría haber empleado cualquier otro. Es una
solemne mentira decir que una gran novela nos atrapa a la primera lectura. Excepto
si antes leímos varias novelas similares. El primer novelista que me enganchó
en la niñez fue Emilio Salgari, y las aventuras del pirata Sandokán, o del
Corsario Negro. Pero la lectura de Salgari era casi comunal. Mis compañeros de
escuela se volvían locos con las películas de piratas, como El halcón de los mares, o de capa y
espada, como La marca del Zorro. Y
los personajes de Salgari recorrían en el papel, similares aventuras a las ensanchadas
en la pantalla grande.
Toda novela requiere un aprendizaje previo,
debemos conocer sus claves, o los anzuelos que nos tiende el escritor para
atraparnos, y obligarnos a continuar la lectura. El proceso suele ser más lento
de lo previsto. Una persona puede desencantarse con una primera lectura, abandonar
el texto, y regresar años más tarde, porque algún amigo lo recomendó. Aunque eso
tampoco es una garantía.
La narrativa depende, en gran medida, de la
evolución del lector, de las pasiones que lo animan. Alguien que comete
adulterios, puede sentirse más tentado a devorarse La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, que si es un marido fiel. Y
aquel que necesita sumergirse en un libro para olvidarse de su entorno y de sus
problemas personales, rehuirá novelas contemplativas, donde la acción es casi
inexistente, y el interés radica en lo que se denomina “los estados
crepusculares del alma”.
LA CAÍDA DE UN IMPERIO
Creo que en esa categoría puede ubicarse La marcha Radetzky[i] de
Joseph Roth, un genio de la literatura que ha demorado mucho más que Robert
Musil en hacerse conocer en Europa y en Estados Unidos.
La novela —al menos la lectura que hago de
ella— puede considerarse minimalista. La trama cuenta con escasos protagonistas.
Es la historia de tres generaciones de una familia que ha sido bendecida o
maldecida por algo cercano a la casualidad.
El título: La
marcha Radetzky, alude a la obra del compositor Johann Strauss. Fue
compuesta en homenaje al mariscal de campo Joseph Radetzky von Radetz, en
celebración de su victoria en la batalla de Custoza. Estrenada en Viena en
agosto de 1848, se hizo inmensamente popular en los regimientos del imperio
austrohúngaro.
El título es irónico. Roth quiso exaltar el
pasado de gloria de un imperio que estaba en sus últimos estertores, y cuya
herencia combina un formidable ambiente cultural: Sigmund Freud, Franz Kafka,
Stefan Zweig, Karl Kraus, fueron algunas de sus figuras más conocidas, y un
temible ambiente de rivalidades étnicas que tuvo uno de sus epígonos en Adolfo
Hitler, un austríaco que terminó liderando el Tercer Reich.
Situado en el centro de Europa, el imperio fue
una gigantesca anomalía. Comenzó en 1848 y se desintegró en 1916, durante la
primera guerra mundial. Fue liderado por Francisco José, emperador de Austria y
rey de Hungría, y dominó a más de cincuenta millones de personas de diferentes
etnias: checos, eslovacos, polacos, ucranianos, serbios, croatas y eslovenos. Parte
de ellos de origen judío.
La mayoría se odiaban entre sí. Solo los unía
la aspiración de independizarse del imperio. Es bueno recordar que la Gran
Guerra comenzó días después del asesinato, en Sarajevo, de Francisco Fernando,
archiduque de Austria, por el nacionalista serbio Gavrilo Prinzip, el 28 de
junio de 1914.
Archiduque Francisco Fernando asesinado en Sarajevo
Los lideres del imperio austrohúngaro
creyeron, hasta el final, que vivían, como el doctor Pangloss, en el mejor de
los mundos posibles. Claro está, las diversas minorías no compartían ese
criterio, pero debían resignarse a la realidad: sus amos y señores les
mostraban un camino próspero, una aristocracia partidaria del progreso, un
ambiente pacífico donde cada súbdito tenía un lugar asignado y un ascenso
posible.
Era, obviamente una quimera que no resistió
los primeros embates de los ejércitos de Rusia, Serbia e Italia.
TRES GENERACIONES OBSERVANDO EL ABISMO
Las novelas de la época en que Roth escribió La marcha Radetzky eran grandes
panorámicas de una época, como Los
Buddenbrook, de Thomas Mann, A la
búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, o Juan Cristóbal, de Romain Rolland.
La
marcha Radetzky detalla
tres generaciones de la familia Trotta como la saga de algo ominoso que va a
ocurrir, y que nunca llega. Obviamente, un imperio, una época, está a punto de
colapsar, pero ¿qué ocurre con la vida cotidiana? Parece transcurrir de manera
normal. Solo la pasión amorosa irrumpe a veces, aunque es una pasión siempre
adúltera, y sin herederos.
El primero de los Trotta es un campesino de la
aldea de Sipolje, en Eslovenia, que alcanza el grado de teniente en el
ejército. Durante la batalla de Solferino, el joven Joseph Trotta salva la vida
del emperador Francisco José. El suceso es puramente accidental, pero el
teniente Trotta es ascendido a capitán, y recibe la más alta condecoración
militar del imperio austrohúngaro: La Orden de María Teresa. Pronto recibe
dinero, una propiedad rural, y puede contratar sirvientes. El único hijo de
Joseph, el barón Franz von Trotta, se niega a seguir la carrera militar. Pero
gracias al status casi legendario de su padre, se convierte en comisionado de
distrito de un importante territorio, y el nieto del fortuito héroe de
Solferino, Carl Joseph, decide emprender también la carrera militar.
Como esas luces y sombras que se reflejan en
un rostro al atardecer, la vida y fortuna del imperio, así como su decadencia,
encuentran eco en la existencia de Carl Joseph. Es una vida que parece carecer
de traumas. La magia real de Roth es convertir la vida de sus protagonistas en
algo rico, suntuoso, repleto de formas, de colores. Es como si cada día fuese
inaugural. Y todo lo que aparece ante el lector, ha sido recreado
exclusivamente para él.
¿Cómo consiguió Roth hacer de esa novela algo
que recuerda en ciertas ocasiones a cuentos de hadas, y en otras, a una
tragedia? Usando el recurso de la casualidad, acompañado del adulterio.
Carl
Joseph tiene relaciones con dos mujeres, Frau Slama, la desdeñosa esposa de un
sargento, y con Frau von Taussig, una coqueta aterrada por la vejez, que
recluta una serie de jóvenes amantes. Hay conflictos que surgen de la pérdida
de fortunas en el juego. Hay una continua defensa del honor, que resulta tan
anacrónica como el imperio a punto de naufragar. Y existe una extraña manera de
contemplar por parte de los protagonistas, quienes intentan descifrar un mundo
que se les ha escapado de las manos.
¿Qué une a las tres generaciones de los
Trotta? Una leyenda con escasos visos de realidad. El barón Trotta quizás no
intentó salvar la vida del emperador. Posiblemente tropezó al caminar y su
cuerpo recibió la bala destinada al Kaiser. De todas maneras, necesita amparar
la leyenda, y de esa manera, crea su propia dinastía.
Un crítico dijo de La marcha Radetzky que es una novela que copia la vida. Y la vida
suele ser, excepto en caprichosas ocasiones, una buena ocasión para adormilarse.
Los oficiales que rodean a Carl Joseph, el último de la dinastía Trotta, hacen
lo que suele hacerse en un regimiento: desfilar, beber, visitar burdeles, jugar
a la ruleta, y esperar por una guerra. Pero si la novela describe una vida en
suspensión coloidal, el texto tiene su propia dinámica, que obliga a continuar
la lectura. Hasta la parálisis espiritual puede ser emocionante. Y después de
todo, como también señala el crítico, los novelistas rusos han demostrado que
puede crearse una gran literatura describiendo el simple acto de abandonar el
lecho en la mañana.
Roth quiso mostrar la caída de un imperio en
base a los recursos que usaron sus gobernantes para conservarlo. Hay cierta
dinámica en el aburrimiento. Y eso es explicado por Roth con mano maestra. La
tensión construida sobre la base de amenazas reales, no tiene la eficacia de
aquella donde solo se las vislumbra.
En el Día del Armisticio, de 1918, Sigmund
Freud escribió en su diario: “El imperio austrohúngaro no existe. Y yo no
quiero vivir en ninguna otra parte … Debo aceptar vivir con apenas el torso, e
imaginar que ese torso es el cuerpo completo”. Llegó un momento en que Freud
debió abandonar el imperio y buscar refugio, primero en París, y luego en
Londres.
En cuanto a Roth, se refugió en París, y
aunque se mantuvo prolífico hasta el fin de sus días, el alcoholismo causó su
prematura muerte en 1939. Su relato La
leyenda del bebedor sagrado, hace alusión a sus intentos de abandonar la
bebida, recuperar su dignidad y pagar una deuda de honor. Su momento de
esplendor era cosa del pasado.
Quizás el flamante reconocimiento de Roth
tiene que ver con el mundo que nos toca vivir. Tal vez el tedio ha vuelto a
ponerse de moda, pues demasiados peligros nos acosan.
El vértigo no se acomodaba a la prosa de Roth.
Describía mejor esos momentos en que el derrumbe podía presagiarse, aunque no
verificarse. Cuando pudo contemplar el abismo, y el abismo logró retornarle la
mirada, ya era tarde. Ya era tarde para todo.
[i] Mi reseña se basa en la versión en inglés, The Radetzky March, The Overlook Press, Nueva York, 1995. No por
razones elitescas, sino porque la traducción del alemán es de Joachim
Neugroschel, un eximio traductor, porque la introducción fue escrita por Nadine
Gordimer, Premio Nóbel de Literatura, y porque es mucho más barata que la
edición española.
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