domingo, 30 de abril de 2017

La marcha Radetzky: El arte de leer a Joseph Roth

Mario Szichman

Un escritor que se la pasa leyendo,
es como un mozo de restaurante
que se la pasa comiendo”.
Karl Kraus
Joseph Roth 

Hace algunos meses leí el obituario de un escritor. Sus amigos y admiradores se explayaban en lo bien que leía, aunque no hacían mención alguna a lo bien que escribía. Luego recordé la frase de Karl Kraus que usé como epígrafe de esta nota.
¿Es un mérito leer bien? ¿Cómo se refleja en una actividad literaria?  ¿Acaso ese escritor contaba con el monopolio de la lectura? ¿Era su lectura la única posible? ¿No había otra manera de juzgar un texto, excepto la suya?
Durante buena parte del siglo diecinueve, La Nueva Heloísa, de Rousseau, era un texto imprescindible, aunque en la actualidad,  para repetir a Jorge Luis Borges, es considerado una de las formas más famosas del tedio. ¿Qué ponían los críticos y autores en ese texto que ahora les repele?
El proceso de leer es mucho más complicado de lo que parece. A veces es un acto de comprensión, otras de júbilo, y en ocasiones, un respiro para enfrentar el tedio de la vida cotidiana. Así como no podemos nadar dos veces en el mismo río, tampoco dos lecturas de un texto transitan el mismo discurso. El texto persiste, pero el lector deviene diferente. Los textos suelen envejecer más que sus lectores. Es más fácil repudiar una segunda lectura, que renovar la fascinación en una segunda instancia.
Cuando se cumplieron los 500 años de la publicación de la primera parte de Don Quijote, varios gobiernos latinoamericanos difundieron ediciones de la novela. Los más dispendiosos —los chavistas—, obsequiaron miles, o centenares de miles de ejemplares de la obra. Ignoro la cifra de quienes leyeron la novela de Cervantes, aunque sospecho que deben contarse con los dedos de una mano. Y eso es culpa exclusiva de los genios que confiaron en la publicación y distribución de una de las obras más difíciles de la literatura moderna, sin diseñar al mismo tiempo un método para atrapar a los lectores.
En primer lugar, el castellano de Cervantes poco tiene que ver con el castellano de la actualidad, como bien lo demostró, también Borges, en ese bello relato titulado Pierre Menard, autor del Quijote.
En estos días, no decimos de una mujer que es fermosa, sino hermosa. Nadie sabe qué diablo es “duelos y quebrantos”, aunque Wikipedia nos informa que “es un plato tradicional de la cocina manchega, cuyos ingredientes principales son huevo revuelto, chorizo y tocino de cerdo entreverado, todo ello preparado en la sartén”.
Para leer Don Quijote, primero hay que aprender a leerlo, ubicarse en la época, conocer las costumbres, los conflictos, los ideales y peligros. Recién entonces se descubre su belleza y sus secretos, su devastadora ironía. Por cierto, resulta curioso verificar que algunas de las obras maestras del Renacimiento son obras cómicas, como las aventuras del Ingenioso Hidalgo, como Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, o como esa obra absolutamente maestra que es La vida del Buscón, de Quevedo.
Mijail Bajtin, en uno de sus ensayos, señalaba cómo a medida que los escritores se acercaron a la modernidad, el humor y la ironía fueron paulatinamente desalojados de las novelas. Se impuso la seriedad, para desgracia de los lectores.
 La mejor introducción es el Quijote publicado en 1960 por Aguilar de Madrid, en cuero, en edición de bolsillo, en hojas de papel de arroz. Es una joya de la industria editorial. La edición fue preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales, y si alguien no queda prendado de esa novela tras la introducción, y las abundantes y sabias explicaciones, nunca más lo conseguirá.
Utilicé el ejemplo de Don Quijote como podría haber empleado cualquier otro. Es una solemne mentira decir que una gran novela nos atrapa a la primera lectura. Excepto si antes leímos varias novelas similares. El primer novelista que me enganchó en la niñez fue Emilio Salgari, y las aventuras del pirata Sandokán, o del Corsario Negro. Pero la lectura de Salgari era casi comunal. Mis compañeros de escuela se volvían locos con las películas de piratas, como El halcón de los mares, o de capa y espada, como La marca del Zorro. Y los personajes de Salgari recorrían en el papel, similares aventuras a las ensanchadas en la pantalla grande.
Toda novela requiere un aprendizaje previo, debemos conocer sus claves, o los anzuelos que nos tiende el escritor para atraparnos, y obligarnos a continuar la lectura. El proceso suele ser más lento de lo previsto. Una persona puede desencantarse con una primera lectura, abandonar el texto, y regresar años más tarde, porque algún amigo lo recomendó. Aunque eso tampoco es una garantía.
La narrativa depende, en gran medida, de la evolución del lector, de las pasiones que lo animan. Alguien que comete adulterios, puede sentirse más tentado a devorarse La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, que si es un marido fiel. Y aquel que necesita sumergirse en un libro para olvidarse de su entorno y de sus problemas personales, rehuirá novelas contemplativas, donde la acción es casi inexistente, y el interés radica en lo que se denomina “los estados crepusculares del alma”.

LA CAÍDA DE UN IMPERIO



Creo que en esa categoría puede ubicarse La marcha Radetzky[i] de Joseph Roth, un genio de la literatura que ha demorado mucho más que Robert Musil en hacerse conocer en Europa y en Estados Unidos.
La novela —al menos la lectura que hago de ella— puede considerarse minimalista. La trama cuenta con escasos protagonistas. Es la historia de tres generaciones de una familia que ha sido bendecida o maldecida por algo cercano a la casualidad.
El título: La marcha Radetzky, alude a la obra del compositor Johann Strauss. Fue compuesta en homenaje al mariscal de campo Joseph Radetzky von Radetz, en celebración de su victoria en la batalla de Custoza. Estrenada en Viena en agosto de 1848, se hizo inmensamente popular en los regimientos del imperio austrohúngaro.
El título es irónico. Roth quiso exaltar el pasado de gloria de un imperio que estaba en sus últimos estertores, y cuya herencia combina un formidable ambiente cultural: Sigmund Freud, Franz Kafka, Stefan Zweig, Karl Kraus, fueron algunas de sus figuras más conocidas, y un temible ambiente de rivalidades étnicas que tuvo uno de sus epígonos en Adolfo Hitler, un austríaco que terminó liderando el Tercer Reich.
Situado en el centro de Europa, el imperio fue una gigantesca anomalía. Comenzó en 1848 y se desintegró en 1916, durante la primera guerra mundial. Fue liderado por Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, y dominó a más de cincuenta millones de personas de diferentes etnias: checos, eslovacos, polacos, ucranianos, serbios, croatas y eslovenos. Parte de ellos de origen judío.
La mayoría se odiaban entre sí. Solo los unía la aspiración de independizarse del imperio. Es bueno recordar que la Gran Guerra comenzó días después del asesinato, en Sarajevo, de Francisco Fernando, archiduque de Austria, por el nacionalista serbio Gavrilo Prinzip, el 28 de junio de 1914.


 Archiduque Francisco Fernando asesinado en Sarajevo

Los lideres del imperio austrohúngaro creyeron, hasta el final, que vivían, como el doctor Pangloss, en el mejor de los mundos posibles. Claro está, las diversas minorías no compartían ese criterio, pero debían resignarse a la realidad: sus amos y señores les mostraban un camino próspero, una aristocracia partidaria del progreso, un ambiente pacífico donde cada súbdito tenía un lugar asignado y un ascenso posible.
Era, obviamente una quimera que no resistió los primeros embates de los ejércitos de Rusia, Serbia e Italia.

TRES GENERACIONES OBSERVANDO EL ABISMO

Las novelas de la época en que Roth escribió La marcha Radetzky eran grandes panorámicas de una época, como Los Buddenbrook, de Thomas Mann, A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, o Juan Cristóbal, de Romain Rolland.
La marcha Radetzky detalla tres generaciones de la familia Trotta como la saga de algo ominoso que va a ocurrir, y que nunca llega. Obviamente, un imperio, una época, está a punto de colapsar, pero ¿qué ocurre con la vida cotidiana? Parece transcurrir de manera normal. Solo la pasión amorosa irrumpe a veces, aunque es una pasión siempre adúltera, y sin herederos.
El primero de los Trotta es un campesino de la aldea de Sipolje, en Eslovenia, que alcanza el grado de teniente en el ejército. Durante la batalla de Solferino, el joven Joseph Trotta salva la vida del emperador Francisco José. El suceso es puramente accidental, pero el teniente Trotta es ascendido a capitán, y recibe la más alta condecoración militar del imperio austrohúngaro: La Orden de María Teresa. Pronto recibe dinero, una propiedad rural, y puede contratar sirvientes. El único hijo de Joseph, el barón Franz von Trotta, se niega a seguir la carrera militar. Pero gracias al status casi legendario de su padre, se convierte en comisionado de distrito de un importante territorio, y el nieto del fortuito héroe de Solferino, Carl Joseph, decide emprender también la carrera militar.
Como esas luces y sombras que se reflejan en un rostro al atardecer, la vida y fortuna del imperio, así como su decadencia, encuentran eco en la existencia de Carl Joseph. Es una vida que parece carecer de traumas. La magia real de Roth es convertir la vida de sus protagonistas en algo rico, suntuoso, repleto de formas, de colores. Es como si cada día fuese inaugural. Y todo lo que aparece ante el lector, ha sido recreado exclusivamente para él.
¿Cómo consiguió Roth hacer de esa novela algo que recuerda en ciertas ocasiones a cuentos de hadas, y en otras, a una tragedia? Usando el recurso de la casualidad, acompañado del adulterio.
 Carl Joseph tiene relaciones con dos mujeres, Frau Slama, la desdeñosa esposa de un sargento, y con Frau von Taussig, una coqueta aterrada por la vejez, que recluta una serie de jóvenes amantes. Hay conflictos que surgen de la pérdida de fortunas en el juego. Hay una continua defensa del honor, que resulta tan anacrónica como el imperio a punto de naufragar. Y existe una extraña manera de contemplar por parte de los protagonistas, quienes intentan descifrar un mundo que se les ha escapado de las manos.
¿Qué une a las tres generaciones de los Trotta? Una leyenda con escasos visos de realidad. El barón Trotta quizás no intentó salvar la vida del emperador. Posiblemente tropezó al caminar y su cuerpo recibió la bala destinada al Kaiser. De todas maneras, necesita amparar la leyenda, y de esa manera, crea su propia dinastía.

Un crítico dijo de La marcha Radetzky que es una novela que copia la vida. Y la vida suele ser, excepto en caprichosas ocasiones, una buena ocasión para adormilarse. Los oficiales que rodean a Carl Joseph, el último de la dinastía Trotta, hacen lo que suele hacerse en un regimiento: desfilar, beber, visitar burdeles, jugar a la ruleta, y esperar por una guerra. Pero si la novela describe una vida en suspensión coloidal, el texto tiene su propia dinámica, que obliga a continuar la lectura. Hasta la parálisis espiritual puede ser emocionante. Y después de todo, como también señala el crítico, los novelistas rusos han demostrado que puede crearse una gran literatura describiendo el simple acto de abandonar el lecho en la mañana.
Roth quiso mostrar la caída de un imperio en base a los recursos que usaron sus gobernantes para conservarlo. Hay cierta dinámica en el aburrimiento. Y eso es explicado por Roth con mano maestra. La tensión construida sobre la base de amenazas reales, no tiene la eficacia de aquella donde solo se las vislumbra.
En el Día del Armisticio, de 1918, Sigmund Freud escribió en su diario: “El imperio austrohúngaro no existe. Y yo no quiero vivir en ninguna otra parte … Debo aceptar vivir con apenas el torso, e imaginar que ese torso es el cuerpo completo”. Llegó un momento en que Freud debió abandonar el imperio y buscar refugio, primero en París, y luego en Londres.
En cuanto a Roth, se refugió en París, y aunque se mantuvo prolífico hasta el fin de sus días, el alcoholismo causó su prematura muerte en 1939. Su relato La leyenda del bebedor sagrado, hace alusión a sus intentos de abandonar la bebida, recuperar su dignidad y pagar una deuda de honor. Su momento de esplendor era cosa del pasado.
Quizás el flamante reconocimiento de Roth tiene que ver con el mundo que nos toca vivir. Tal vez el tedio ha vuelto a ponerse de moda, pues demasiados peligros nos acosan.
El vértigo no se acomodaba a la prosa de Roth. Describía mejor esos momentos en que el derrumbe podía presagiarse, aunque no verificarse. Cuando pudo contemplar el abismo, y el abismo logró retornarle la mirada, ya era tarde. Ya era tarde para todo.



[i] Mi reseña se basa en la versión en inglés, The Radetzky March, The Overlook Press, Nueva York, 1995. No por razones elitescas, sino porque la traducción del alemán es de Joachim Neugroschel, un eximio traductor, porque la introducción fue escrita por Nadine Gordimer, Premio Nóbel de Literatura, y porque es mucho más barata que la edición española.

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