domingo, 27 de noviembre de 2016

¿Qué habría ocurrido si Miranda, y no Bolívar, hubiera sido el Libertador de Venezuela?



Mario Szichman



La profesora Libertad León González (Universidad de Los Andes-NURR) presentó en fecha reciente, en el IV Congreso de Semiótica y Educación, que se realizó en Trujillo, su ponencia La novela histórica de la emancipación, diálogos discursivos en la red. En su trabajo analizó La tragedia del generalísimo (1989) de Denzil Romero, y mis novelas Los papeles de Miranda (2000) y Las dos muertes del general Simón Bolívar (2004).

Existe una doble generosidad en la profesora León González; no solo por ubicar mis textos junto al narrador venezolano Denzil Romero, sino por brindarme espacio en la literatura de un país al que no pertenezco por origen; solo por devoción. No voy a explicar de manera detallada todo lo que debo a Venezuela —a la Venezuela de verdad, que concluyó en esa tragedia bufa rebautizada como chavismo—. Me basta señalar que Venezuela me protegió, me dio trabajo, me brindó entrañables amigos, y, algo para mí importante: una voz, y la libertad de expresar mis opiniones, aunque en ocasiones hayan sido virulentas, y en otras, injustas.
Nadie me cerró la puerta de los periódicos o revistas porque mis criterios fuesen polémicos. Cuando viví en Venezuela (1967-1971—1975-1980) fui alentado por escritores venezolanos para que ofreciera mis discrepancias, no mis halagos.
Recuerdo que en cierta ocasión, criticaron la página editorial de The Wall Street Journal porque uno de sus columnistas, Alexander Cockburn, era un izquierdista de barricada, y lo acusaban de tener muchos prejuicios contra el capitalismo. Fue entonces que el editor de la página publicó un artículo diciendo: “No contratamos a Cockburn por su imparcialidad. Lo contratamos, de manera exclusiva, por sus prejuicios”. Me han acusado de muchas cosas, y de arbitrario, entre ellas, pero nunca me han denigrado por aburrir al lector, por defraudarlo, o por menospreciarlo.
Escribí La trilogía de la patria boba porque Nelson Luis Martínez, el director del periódico Últimas Noticias de Caracas, me proveyó de toda una biblioteca sobre la historia de Venezuela, comenzando por varias biografías del Precursor Francisco de Miranda, que sigo considerando el héroe imperfecto más grande de América Latina.

Esa trilogía fue una gran divisoria de aguas. Publiqué Los papeles de Miranda en 1980, tras veinte años de sequía. No era sequía por falta de manuscritos, sino por ausencia de editoriales  interesadas en mi narrativa.  Puse fin a la sequía cuando, en vez de insistir en narraciones sobre una familia judío argentina, opté por sumergirme en la novela histórica, y ni siquiera de la Argentina, sino de Venezuela. Un extraño en tierra extraña encontró terreno fértil para su imaginación en la tierra roja y heroica, como la calificó Enrique Bernardo Núñez,  otro grande entre los grandes de Venezuela. (La profesora Margot Carrillo ha escrito un bello trabajo, El sentido de la modernidad en Cubagua, que nos permite advertir la sabiduría con que Nuñez hilvanaba textos de una asombrosa modernidad. Eso lo demostró en Cubagua y en La galera de Tiberio).
Leer el texto de la profesora León González  fue, realmente, como instalarme en la máquina del tiempo. (En esta época estoy muy obsesionado con el tema del viajero del tiempo). Su análisis de la novela histórica, es ejemplar. Señala que tanto Denzil Romero como el que esto escribe “realizan un tratamiento diferente de la narración, de los acontecimientos, de la acción y los personajes. La distancia está en el giro formal que toman los elementos simbólicos intrínsecos como el mito y el logos”.
Hay otro punto que me interesa destacar: “Los personajes en la novela histórica latinoamericana actual y en particular, en las novelas seleccionadas”, dice la profesora León González, “transforman lo mítico en celebración del lenguaje. La narración en primera persona (el subrayado es mío) diversifica las visiones del mundo en los personajes protagonistas, dando lugar más allá de una dialéctica, a una dualéctica de voces, juicios falsos y hasta cuestionadores de los destinos, en cada episodio de vida relatado”.
Creo que es un muy buen hallazgo, en un texto repleto de ellos. Y me gustaría explicitarlo. La presión que una persona recibe desde la escuela primaria para honrar a sus héroes, es una gran censura que afecta a un escritor de novelas históricas. Todos los héroes observan el horizonte de perfil, todos están montados en caballos –también de perfil. Cada gesto invoca a la gloria. Quienes lo rodean están enterados, desde el principio, que San Martín, Bolívar, Miranda, Páez, son seres superiores. Además de pronosticar el futuro, eran infalibles. La profesora Libertad León González ha abierto la puerta a una premisa que cambia el sentido del hecho histórico, al aludir a la primera persona del singular. (Solo los héroes epónimos usan la primera persona del plural).
Cuando se escribe una novela histórica desde la primera persona, el cuerpo se entromete, abre el terreno a las enfermedades, y obviamente, a la sexualidad. Me imagino, para dar un ejemplo, cómo sería una novela acerca de Jesús narrada en primera persona. (Tal vez existe). Soslayemos las enfermedades y las pasiones. ¿Cómo podemos percatarnos de los apóstoles desde la mirada y la opinión de Jesús? ¿Hablaba con ellos sobre mujeres, aunque fuese simplemente para mencionar sus actividades reproductivas? Por lo menos en The Gnostic Gospels, Elaine Pagels hace referencia a un Jesús que era criticado por los apóstoles pues mostraba un amor demasiado humano, por María Magdalena.
En mis novelas puse a hablar a Miranda y a Bolívar, en primera persona. Una tarea que para un porteño de Buenos Aires, no fue fácil. El che debió ser reemplazado por el tú, junto con los aforismos. La figura que habla desde la primera persona no es la que podemos describir desde la tercera persona del singular. Y la mirada es muy diferente. Ahí está el caso de Bolívar, un hombre que nunca miraba a los ojos, como un villano del gran guiñol. Y que tal vez lo era. Fue quien entregó a Miranda a los españoles, junto con uno de sus subalternos, Carlos Soublette. Y ordenó el fusilamiento del general Manuel Piar, uno de los grandes héroes de la independencia, tras un juicio amañado. El fiscal fue Soublette.
Miranda contemplaba el mundo de una manera diferente. Era, también, un viajero del tiempo. Participó en tres revoluciones: la de Estados Unidos, la de Francia, y finalmente, la que ahogó en sangre la Gran Colombia.  Era, ciertamente, el más universal de los americanos. Dicen que fue amante de Catalina de Rusia. Es bastante improbable, pero es obvio que la emperatriz fue su protectora. Conoció a las principales figuras de la revolución americana, se sintió cómodo en sus salones. Tuvo la desdicha de apostar por los girondinos, el bando equivocado en la Revolución Francesa. Y lo pagó caro. La guillotina fue en varias ocasiones muy proclive a cercenar su cuello. Era un militar de la vieja escuela, y cuando retornó en segunda ocasión a la Capitanía General de Venezuela –la primera fue en 1806, en una fracasada expedición a la Vela de Coro—no solo era ya un anciano, sino también un anacronismo. Él había conocido los horrores de la Gran Revolución en Francia. Y los patriotas que lo recibieron al principio con muestras de júbilo y abominaron luego de él, estaban en otra cosa. El gorro frigio formaba parte de la indumentaria.
¿Qué influencia pueden tener los padres de la patria en el desarrollo de un país? La profesora León González indaga en uno de los temas fundamentales de esa pregunta, a través de la confrontación de Bolívar con Miranda luego que los españoles acabaron con la primera república. No imagino a Miranda firmando el decreto de guerra a muerte, no puedo imaginar a Bolívar sin ese decreto que concluía: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.  (15 de junio de 1813)
Todos los futuros son imprevisibles, se forjan y se desechan cada veinticuatro horas. Pero, ni aún el peor de los opresores lidia con sus enemigos de la misma manera con o sin un decreto de guerra a muerte. Y el mismo Bolívar lo comprobó siete años más tarde, cuando firmó con el general español Pablo Morillo el “Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra”, en Santa Ana, estado Trujillo, poniendo fin a la guerra de exterminio.  
Creo que un padre fundador puede alterar el futuro de una nación. Miranda retornó muy tarde a la Capitanía General de Venezuela, cuando ya los dados estaban echados. Quizás era inevitable lo que ocurrió después. Quizás. Pero las huellas que dejó Bolívar en la lucha por la independencia, son casi imposibles de borrar. Su herencia política dejó a Venezuela convertida en un cuartel. ¿Cuántos años de democracia real ha existido en el país en los dos últimos siglos? Cuando se analiza la horrenda Venezuela actual, vale la pena preguntarse si Bolívar no era, en el fondo, un protochavista. O si su principal enemigo, José Tomás Boves, era muy diferente a él.
Leer, y releer el inteligente trabajo de la profesora León González, ayuda a formularse muchas preguntas incómodas. Y en esta ocasión, más que nunca. Creo que los próceres trazan o dificultan nuestro destino. La obscena manera en que Hugo Chávez usufructuó el mito bolivariano, fue posible porque existía en Bolívar algo que lo permitió.
Nada surge de la nada.  Cada pueblo lidia con sus problemas de una manera diferente. Oliver Cromwell se entronizó como dictador en Inglaterra, pero pagó caro su audacia. Nadie paga cara su audacia en Venezuela. Sobran los antecedentes. Hay una inmensa capacidad de olvidar con toda premura, y de sumergirse en nuevos disparates.  Y también una gran ineptitud para avizorar el futuro, sentarse a reflexionar.
La profesora León González ha ofrecido en su ensayo otro buen punto de partida para analizar  lo que ha ocurrido y está ocurriendo en Venezuela. Nunca le di mucha importancia a la novela histórica, aunque, por cierto, quizás la mejor narración que se ha escrito, es una novela histórica: La guerra y la paz, de León Tolstoi.
En un trabajo anterior, “Los años de la guerra a muerte y la lógica del tramposo” (http://marioszichman.blogspot.com/2016/11/los-anos-de-la-guerra-muerte-y-la.html) señalé justamente cómo la lucha por la independencia en la Capitanía General de Venezuela tenía atributos del juego de azar, plagada de apuestas imposibles de ganar.
Si se observa lo que ha ocurrido en el país a partir de 1999, se verá que la casualidad ha primado sobre cualquier plan o proyecto de país. Un amigo mío me contó que al comienzo del gobierno de Chávez su hermano, un contratista de obras, presentó a un militar bolivariano un proyecto, creo que para la construcción de un depósito. Nada importante,  pero necesario. Cuando el contratista le entregó el proyecto, junto con un cálculo de costos, el militar abrió una de las gavetas de su escritorio, extrajo una gran cantidad de bolívares –menos devaluados que en la actualidad—y se los entregó, contante y sonante. El contratista le explicó que él no trabajaba así. Iba a presentar un recibo del dinero, y necesitaba varios documentos para certificar  la ejecución de la obra, con el propósito de presentarlos ante un ministerio. Fue entonces cuando el militar lo miró despectivo a los ojos, y le dijo: “Chico, ¿tú qué eres, un paranoico?” le ordenó que le devolviera el dinero y lo echó de su despacho.
Esa es la manera casual de trabajar en la Venezuela actual. Nadie debe rendir cuentas de nada. Bueno, quita y no pon, como dicen los españoles, y se acaba el montón. Y el país se convierte en una sociedad de irresponsabilidad ilimitada. ¿Dónde aprende un pueblo sus modales, o su futuro?
Cada vez estoy más convencido de la utilidad de la novela histórica. Es como una especie de pentagrama. Permite descubrir la música que deseamos escuchar, y también evita que desentonemos. Tal vez los ejemplos de Miranda y de Bolívar parecen muy lejanos en la historia. Pero las opciones que presentan están tan vigentes hoy, como la época en que transitaron por el mundo. (Me sigo quedando con Francisco de Miranda).






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