Mario Szichman
En cada apuesta se juega al todo o nada. La apuesta es un
recurso que, según Walter Benjamin, “invalida el criterio de la experiencia”.
Alain decía por su parte que el concepto del juego se basa en su falta de
antecedentes y consecuentes. Cada envite es único. La tradición cesa de
funcionar. La realeza primordial es la aristocracia de los naipes. Y a veces,
hasta las barajas pierden a sus monarcas.
El novelista argentino
David Viñas indicaba que todo escritor usaba “manchas temáticas” en su trama.
En el caso de Los años de la guerra a muerte, la tercera parte
de La Trilogía de la Patria Boba, utilicé la metáfora
del juego de naipes como mancha temática central.
La segunda versión de ese
texto (2012) me permitió cruzar un umbral en relación a Los papeles de
Miranda y Las dos muertes del general Simón Bolívar, las
dos previas novelas de la trilogía. Eso se debió no solo a razones literarias,
sino también a motivos personales, inclusive un episodio traumático que
funcionó como divisoria de aguas.
El resultado es que Los
años de la guerra a muerte pasó de ser el patito feo de la trilogía a
una de mis novelas más aceptadas. Contribuyó de manera decisiva la edición a
cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo. Aunque hay unas cien páginas
nuevas, la profesora Carrillo libró a la novela de su hojarasca. Además, varios
de los personajes secundarios pasaron al primer plano.
Voy a usar datos de época
y la memoria, no la revisión del texto, para explicar cómo ocurrió esa
metamorfosis. v
El 16 de enero de 1813,
en Cartagena de Indias, el jefe patriota Antonio Nicolás Briceño, también
conocido como El Diablo Briceño, anunció en un decreto que “El fin principal de
esta guerra es el de exterminar en Venezuela la raza maldita de los españoles
de Europa sin exceptuar los isleños de Canarias”. El Diablo también fijó los
ascensos militares en base a las cercenadas cabezas de españoles. “El soldado
que presente 20 será hecho abanderado en actividad”, decía el decreto, “30
valdrán el grado de Teniente, 50 el de Capitán”, y suma y sigue.
El Libertador Simón
Bolívar dictó luego, el 15 de junio de 1813, su Decreto de Guerra a Muerte –el
mismo día en que los españoles fusilaron al Diablo Briceño. Con inimitable
estilo, Bolívar señaló en su decreto: “Españoles y canarios contad con la
muerte aunque seáis indiferentes, si no obráis por la liberación de América,
Venezolanos contad con la vida aunque seáis culpables”.
La ferocidad del decreto
anticipó lo que ocurriría durante los siete años siguientes en la Capitanía
General de Venezuela. Finalmente, Bolívar y el general español Pablo Morillo
firmaron el 27 de noviembre de 1820 un Tratado de Armisticio y
Regularización de la Guerra, en Santa Ana, estado Trujillo. (¡Salud,
trujillanos!), poniendo fin a la guerra de exterminio.
Bolívar pasó a segundo
plano en Los años de la guerra a muerte, y su sitio fue
ocupado por su primo, José Félix Ribas, un excelente militar de gran coraje.
Eso me obligó a buscar dos personajes secundarios que pudieran ocupar el centro
del escenario. Uno de ellos es el pintor Eusebio. Está inspirado en un
dibujante que conocí cuando era director del suplemento cultural del periódico Últimas Noticias, de Caracas. Nunca
tropecé con un dibujante igual. No hacía croquis, simplemente tomaba un plumín,
lo mojaba en un frasco de tinta china, y creaba impresionantes imágenes
labradas como joyas.
En la novela, Eusebio
recibe órdenes de Ribas de pintar batallas. En uno de los cuadros, registra,
sin saberlo, la muerte a lanzazos de José Tomás Boves, el formidable caudillo
español que enfrentó a los patriotas y creó una democracia bárbara. La mayoría
de los venezolanos siguieron sus banderas, luego que los patriotas cometieron
el desatino de transfigurar las monedas de oro y plata en papel moneda que no
valía ni la hoja en que estaba impreso. Seguían en ese sentido, la costumbre de
los revolucionarios franceses, quienes convirtieron el dinero contante y
sonante en asignados. Y lograron los mismos resultados: empobrecer
a la población. Por cierto, Ribas era un gran admirador de la Gran Revolución,
y en su cabeza solía encasquetar un gorro frigio.
Una vez los españoles
capturaron y decapitaron a Ribas, el dibujante Eusebio hizo un bosquejo de la
cabeza del general patriota, que tras ser cocinada, quedó depositada en un
plato, y rodeada de legumbres, como si se hubiera tratado de una vianda. Esa
cabeza tuvo más vida que su poseedor. Finalmente, los españoles la introdujeron
en una pequeña jaula, y la colgaron, creo que de un farol, cerca de la
residencia de los Ribas, para que su esposa, al despertar, observara el
deteriorado rostro de su marido. Eso se prolongó algunos años.
El segundo personaje
secundario/central, El hombre de hielo, fue una total invención, aunque se basó
en Frederic Tudor, un increíble personaje, un empresario de Boston y un
fanático religioso, que logró concretar su sueño de vender hielo en los
trópicos. Lo descubrí en el libro The Frozen-Water Trade, de
Gavin Weightman, que es realmente una joya. Además de su inusitada información,
está muy bien escrito.
Si Eusebio es el
personaje encargado de preservar en el lienzo episodios históricos, el hombre
de hielo es el encargado de preservar cabezas cortadas. Cuando el Diablo
Briceño intenta demostrar a los realistas que su decreto de guerra a muerte no
es una balandronada, ordena decapitar a dos pacíficos ancianos españoles, y
envía una de las cabezas a Bolívar, y la otra a un coronel colombiano. El
primer párrafo de una de las cartas estaba escrito con la sangre de uno de los
ejecutados. Todo ese horrendo episodio, precisamente documentado, tuvo como corolario
final que Bolívar ordenara la destitución de Briceño, y que la esposa del
Diablo le enviara a su cónyuge una carta donde consideraba ese episodio de gran
guiñol como una simple travesura.
Y fue ahí donde pedí ayuda
al hombre de hielo. Pues las cabezas de los ancianos españoles demoraron varios
días en llegar a sus destinatarios. Y su transporte, en un clima tropical,
implicaba la veloz descomposición de la carne. El hombre de hielo cumplió con
su cometido, y logró preservar las cabezas hasta que llegaron a los despachos
de los jefes patriotas.
LA LÓGICA DEL TRAMPOSO
La mancha temática de Los
años de la guerra a muerte es la suerte. Y una de las maneras de
encarnarla, es en los juegos de azar. En la época en que transcurre la novela
hubo una súbita proliferación de casinos, y de lugares donde los exclusivos
protagonistas eran los naipes. Las guerras napoleónicas, y su repercusión en
América Latina —en cierto modo, Napoleón fue el gran partero de nuestra historia,
tras secuestrar en Bayona a los monarcas españoles, al príncipe heredero
Fernando de Asturias, y al valido Manuel Godoy— permitieron transportar los
juegos de azar en las faltriqueras de oficiales y suboficiales. Tras el ajetreo
de las batallas, los militares se morían de aburrimiento. Aparte de los escasos
prostíbulos, las diversiones eran exiguas. De allí la proliferación del juego
de azar.
En el Memorial de
Santa Helena, Napoleón criticaba el juego de naipes. Decía que “todos los
jugadores pierden su estima ante mis ojos”. Hay sin embargo una anécdota, capaz
de explicar los vínculos entre el general de fortuna y el juego de azar. De
acuerdo a una de las versiones, cuando Napoleón preparaba la campaña de Italia,
en 1796, envió a su lugarteniente, el general Jean-Andoche Junot, con el dinero
que había recolectado, para que lo apostara en un casino. Cuando Junot retornó
de la casa de juego con buenas ganancias, Napoleón le dijo que era insuficiente
y lo envió otra vez a jugar y en esa oportunidad, volvió a multiplicar el
dinero. Eso demostraba que era un afortunado líder. De esa manera incrementó la
apuesta y el riesgo, como lo hizo muchas veces en el campo de batalla, hasta
Waterloo.
En La Condición
Humana, de André Malraux, el traficante de armas Clappique juega a las
cartas el destino de los revolucionarios. Es el único que puede avisar a los
comunistas sobre la inminencia de una salvaje represión. Pero Clappique,
clavado a su silla, derrocha en la mesa de ruleta las vidas de los
revolucionarios. Pues el juego de azar es siempre asocial. No hay ley alguna
que pueda imponerle normas. Cada jugador sólo puede triunfar si los demás
pierden.
Ese aspecto del desafío
hizo que dedicara varias páginas de la novela al juego de azar. Además,
visitaba territorio seguro. Tenía los ejemplos de La piel de zapa, de
Balzac, y su maravilloso comienzo, y de El jugador, de
Dostoievski.
Bolívar, aunque abominaba
de los naipes, solía jugar en ocasiones para matar el aburrimiento. José Félix
Ribas era un fervoroso apostador, al igual que varios de sus compañeros de
juerga y de revolución. En su biografía de Ribas, Juan Vicente González dice
que “Para entretener la juventud ociosa de Caracas y dar pábulo a su
imaginación inquieta, amiga de novedades y peligrosas empresas Vasconcelos”,
otro de los patriotas de esa época, “la reunió en su casa e hizo nacer el amor
al juego en el espíritu de los principales mancebos”.
José Antonio Páez, quizás
el padre fundador de Venezuela, era otro fervoroso apostador. En el Diario
de Bucaramanga, Bolívar le sugirió a su autor, Perú de Lacroix, que
esa pasión por el juego llevó a Páez a ordenar el asesinato del general francés
Serviez.
“Como el Libertador había
hablado un poco antes del general francés Serviez, le pregunté qué había de
cierto sobre su muerte", narró Perú de Lacroix. "El Libertador me
respondió que todas las sospechas cayeron sobre el general Páez. La rivalidad
de éste para con Serviez era grande y su enemistad también; sus méritos le
ofuscaban y codiciaba su dinero. Lo cierto es que para esa época Páez estaba
sin dinero y poco días después del asesinato y muerte de Serviez le vieron
muchas onzas de oro en el juego”. Por supuesto, para cubrirse las espaldas,
Bolívar añadía a continuación: “Es tan horrendo y tan atroz el crimen que mi
espíritu rechaza las vehementes sospechas que existen todavía sobre el general
Páez”.
Jugar a las cartas podía
también definir un compromiso político. Antes de la Revolución Francesa, los
rostros que engalanaban los naipes eran de reyes y reinas. Cuando tras la
revolución muchos aristócratas comenzaron a atisbar la eternidad a través de la
ventana nacional de la guillotina, los reyes comenzaron a trocar sus cabezas
por las de genios: el Genio de la Guerra, el Genio de la Paz, el Genio de las
Artes, o del Comercio. Las reinas se transmutaron en Libertades, o en Virtudes,
y los sirvientes en Igualdades. Borrados quedaron los signos de la realeza:
coronas, flores de lis, y blasones heráldicos. (The
History of Playing Cards, Edited by Ed. S. Taylor and others. Charles E. Tuttle Company.
1973).
¿Jugaban nuestros héroes
con barajas españolas o francesas? Es difícil pensar a Ribas, al Diablo Briceño,
a Miranda, sobando cartas en que aparecían la sota de bastos, o el dos de oro.
En cambio es tentador concebir al acomodaticio Marqués de Casa León como un
comodín de naipes, factible de adquirir su valor absorbiendo los atributos de
la persona con que se vinculaba. ¿Qué rostro adquiría Casa León al servir a
Miranda o a Bolívar? ¿Con qué apariencia se presentaba ante Boves?
Si las cartas de azar son
el azar total, que decide destinos de manera imparcial ¿no será la tarea
del tramposo el imponerle normas, trabando así sus engranajes mediante una
carta marcada, o una bolilla cargada en una ruleta? ¿No será la lógica del
tramposo el equivalente, a nivel de la macronomía, del dumping, de los
subsidios a la producción, del monopolio y de otros equivalentes usados por el
gran capital para imponer su voluntad?
¿Era el marqués de Casa
León un excepcional tramposo, que sabía cómo barajar las cartas para caer
siempre parado? ¿Era un protagonista diabólico, o una baraja más en una enorme
apuesta que en 20 años de guerras intestinas despilfarró millares de vidas?
¿Supo apostar Bolívar a ese juego mejor que ninguno? ¿Fue la guerra a muerte su
apuesta máxima? Basta recordar que esa guerra a muerte se disputó siempre con
el mismo mazo de naipes. Las tropas que primero sirvieron a las órdenes de
Boves actuaron posteriormente, con la misma valentía y salvajismo, a las
órdenes de Páez.
Y al final el Libertador,
un gran apostador que era reacio a jugar, tropezó con la dura realidad. En el
juego de la política su influencia terminó siendo tan imperceptible como, según
él mismo expresó, la de ese “loco griego que pretendía desde una roca dirigir
los buques que navegaban alrededor”.
Casi doscientos años
después, en Venezuela, otros apostadores siguen arriesgando el destino del país
intentando dirigir, desde una roca, los buques que navegan alrededor, usando la
vociferante ingenuidad de quien cree haber encontrado un método infalible para
ganar en la ruleta.
La mancha temática del
juego del azar sigue teniendo vigencia, y creo que también sus consecuencias.
Es una grata ilusión pensar que un país es dueño de su destino cuando su
destino se juega, en realidad, con grandes capitales, en las grandes capitales,
aunque allí también suele imperar la lógica del tramposo.
Excelente! Historia y Juego. La virtud de ésta novela y auto-reveladas es que desmitificar un tema asumido como teología patriótica. Soy historiador, y jugador hípico, de esos que pretenden rodear el hastío, y éste escrito suyo, me tocó muy de cerca por los temas que discute con la frescura e inteligencia que le caracteriza.
ResponderEliminar