domingo, 6 de noviembre de 2016

Cómo residir en un libro. Robert Louis Stevenson y el arte de leer


Mario Szichman




Primero, una imagen. Una imagen muy especial. Es como ir caminando por la calle, y tropezar súbitamente con Balzac. Se trata de un dibujo de comienzos del siglo veinte, ejecutado por Francis Luis Mora. Ilustra una conversación entre Robert Louis Stevenson y Samuel Langhorne Clemens, más conocido –a perpetuidad– como Mark Twain. Ambos están sentados en el banco de una plaza, en Washington Square, en la ciudad de Nueva York.
Dudo que a comienzos de 1900 Washington Square haya sido muy diferente a lo que es ahora. Ya para ese entonces varios de sus principales edificios estaban destinados a la administración de predios universitarios. Y aunque el cercano Greenwich Village no era el reducto preferido de artistas y escritores, muchos de ellos ya estaban radicados en la zona.
Para el momento de la publicación de la imagen, en una revista neoyorquina, en 1907, Stevenson había dejado de habitar este mundo. Falleció en 1894, a los 44 años de edad. En cuanto a Mark Twain, viviría tres años más. Nació con el cometa Halley, en 1835, y se marchó con él, en 1910, a los 74 años.  
El recuerdo de Mark Twain sobre su amistad con Stevenson, fue registrado en un discurso que el escritor leyó en 1908. Es probable que el encuentro haya sido uno de varios en Nueva York, tal vez en 1887. La imagen refleja la temprana madurez de ambos autores.
Aunque Stevenson rehuía las actividades sociales, admiraba demasiado a Mark Twain, y lo visitaba en todas las ocasiones posibles.
“… Fue en un banco de plaza en Washington Square que estuvimos en varias ocasiones con Louis Stevenson”, recordó Mark Twain en su discurso. “Se trató de una salida que se prolongó una hora, quizás más. Fue muy apacible y sociable… La tarea de mi amigo en la plaza era absorber el sol. Estaba provisto de escasa carne, y sus ropas parecían abrigar el vacío. No había nada adentro, apenas el marco para la estatua de un escultor”. Ya para ese entonces, la tuberculosis de Stevenson se hallaba bastante avanzada.
Mark Twain evocó “los espléndidos ojos de su amigo”,  que “ardían con un ardiente fulgor bajo el ático de sus cejas”.  
Como es habitual entre escritores, hablaron de otros colegas o rivales. Pero lo más interesante del relato de Mark Twain es la mención que hizo Stevenson de un autor.
Mientras Stevenson se hallaba en Albany (la minúscula capital del estado de Nueva York), visitó una librería donde abundaban los libros de un tal Davis. Ni siquiera figura su nombre completo. Los libros registraban los discursos más famosos de Davis, su poesía escogida, y otros trabajos. Luego, el autor escocés le preguntó a Mark Twain: “¿Puede nombrar al escritor estadounidense cuya fama y aceptación es la más grande en Estados Unidos?”  Antes de que su interlocutor respondiera, añadió: “Salve su delicadeza para otro momento. No, no se trata de usted. Dudo que pueda nombrar al autor estadounidense más notable en los Estados Unidos. Pero yo sí puedo”.   
Stevenson le ofreció a Mark Twain detalles del incidente en Albany. Cuando le preguntó al librero quien era Davis, recibió esta respuesta: “Un autor cuyos libros tienen que ser traídos en trenes de carga, por lo numerosos que son. Es cierto, nadie ha oído hablar de Davis en las revistas. Ni siquiera en avisos publicitarios. Pero Davis no lo necesita. Su reputación no pertenece a la superficie, sino a la densa región del incesante trabajo y de salarios solo aptos para morirse de hambre”.
Stevenson habló luego de aquellos escritores que conservan una reputación trivial que muere con ellos. En cambio, la reputación sumergida, sin importar los años, o los olvidos, finalmente emerge. “Davis no es una figura de arcilla, cuya pintura se agrieta, y su forma se desmigaja y se convierte en polvo”, habría dicho Stevenson. “Es algo fabricado con oro puro, firme, indestructible”.

LA PASIÓN DE LEER

Es un enigma que en la conversación entre dos apasionados lectores como Stevenson y Mark Twain, se mencione con tanta prolijidad a un escritor inexistente. (Aunque presumo tener la clave).  
Muchos ensayistas se siguen preguntando ¿Cómo hacía Stevenson para devorar tantos libros, y acopiar en su cerebro tantos recuerdos de esos libros? En su excelente ensayo Living in a Book, RLS as an Engaged Reader, R.L. Abrahamson nos ofrece algunos detalles de las lecturas del autor de Doctor Jekyll and Mr. Hyde.
He aquí un pequeño fragmento de los autores que leyó: Shakespeare, Virgilio, Browning, Coleridge, Byron, Burns, Horace, Lutero, Montaigne, Hugo, Milton, Ovidio, Longfellow, Browne, Goethe, Poe, Whitman , Villon, Watts, Scott, Marvell, Heine, Molière, Henley, Dickens, Cicerón, Plinio, Addison, Smollet, Disraeli, Pope, Wordsworth, Herrick, Cowper, Bret Harte, W. S. Gilbert, Thoreau, Marlowe, Tácito, Butler, Twain, George Eliot, Marryat, Tennyson, Dryden, de Musset, Lamb, Goldsmith, Carlyle, Shelley, Bunyan, Spenser, Gay. 
Las menciones a esos escritores aparecen en cartas enviadas a sus amigos. Y cada alusión a un autor es acompañada de una reflexión sobre sus obras, o un comentario sobre alguno de los personajes. Aquellos libros que le gustaban los leía más de una vez. Huckleberry Finn, de Mark Twain, “lo leí cuatro veces”, indicó en una carta. “Y estoy dispuesto a volver a leerlo mañana mismo”.
Quizás su mayor hazaña, algo que escasas personas están dispuestas a repetir, fue leer “en cinco o seis ocasiones El Vizconde de Bragelonne”, de Alejandro Dumas. Se trata de la tercera parte de la saga de Los Tres Mosqueteros. Tiene 1.500 páginas, y los lectores más valerosos eluden las primeras mil, y solo se atreven a leer las últimas quinientas, que aluden al hombre de la máscara de hierro.
Stevenson debió aceptar que su favoritismo por El Vizconde de Bragelonne era desconcertante. A diferencia de Los Tres Mosqueteros, de fascinante lectura, las peripecias de un d´Artagnan casi anciano son, como hubiera señalado Borges, una de las formas más famosas del tedio.
Tras reconocer las fallas de la novela: el vizconde es trivial, y la heroína comparte su debilidad, Stevenson indicaba en una de sus cartas: “Una vez apartaba la novela de mis manos, me asomaba a la ventana, y observaba la nieve en el jardín, y la luz de la luna invernal dando brillo a las colinas blancas. Enseguida retornaba al campo soleado de la vida, donde podía olvidar mis tribulaciones y mi entorno. Esa novela que estaba leyendo era un sitio tan habitado de personas como una ciudad, iluminado como un teatro, ocupado por rostros memorables, y colmado de conversaciones deliciosas… Ninguna parte del mundo parecía tan encantador como esas páginas. Ni siquiera uno de mis amigos era tan real, tan querido, como d'Artagnan”.  
Stevenson, más que aludir al placer de una novela en particular, exalta el placer de leer. Un goce tan omnímodo, que es capaz de ignorar la calidad de un texto. Era, realmente, un escritor muy generoso; podía hipnotizarse con la prosa de otros, creer en ella, derrochar elogios inmerecidos.  
Lo más curioso del caso es que Stevenson no abrumaba al lector con la abundancia de páginas. Creaba personajes irresistibles e inolvidables en pocos párrafos, como Long John Silver, de La isla del tesoro, un pirata que nadie ha podido superar. Dr Jekyll and Mr. Hyde es una novela corta. Pero ni siquiera Dostoievski pudo lograr en El Doble, la hazaña de Stevenson de convertir a un personaje escindido en una de las grandes figuras de la narrativa contemporánea.  
Rindiendo homenaje a sus autores favoritos, terminó ofreciendo un cauteloso tributo a su prosa ejemplar. Su admiración por los escritores que mencionaba, era genuina. Tal vez quiso escribir como Dumas, pero sin ceder a sus exageraciones.  Ya desde el comienzo de sus novelas y cuentos, existió la necesidad de controlar las palabras, darles eficacia, tensión, economía.  
Pienso en el encuentro de Stevenson con Mark Twain. Creo que el mejor homenaje que le rindió el autor de Huckleberry Finn fue concebir a Davis, ese fabuloso, inexistente escritor. Dudo que Stevenson haya mencionado al personaje en su conversación con su admirado amigo. En esa ocasión, Mark Twain se quedó con la última palabra.
No era Davis a quien aludió en Washington Square, sino a Stevenson.
No se trataba de una figura de arcilla, cuya pintura se agrieta, y su forma se desmigaja y se convierte en polvo. Stevenson era para Mark Twain algo manufacturado en oro puro, firme, y también indestructible.




2 comentarios:

  1. ¡Saludos! Colaboro en el blog de reseñas literarias Capítulo IV, y he pensado que quizá podía interesarte pasar por nuestra página. Hablamos de aquellos libros que más nos han apasionado, bien sea sobre clásicos, relatos, poesía, ensayo, teatro, etc.
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  2. Mariaje: Gracias por tu generosa invitación. Ingresaré en el blog de Capítulo IV. ¡Feliz lunes!

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