Mario Szichman
Primero, una imagen. Una imagen muy especial. Es como ir caminando por la
calle, y tropezar súbitamente con Balzac. Se trata de un dibujo de comienzos
del siglo veinte, ejecutado por Francis
Luis Mora. Ilustra una conversación entre Robert Louis Stevenson y Samuel
Langhorne Clemens, más conocido –a perpetuidad– como Mark Twain. Ambos están
sentados en el banco de una plaza, en Washington Square, en la ciudad de Nueva
York.
Dudo que a comienzos de 1900 Washington Square
haya sido muy diferente a lo que es ahora. Ya para ese entonces varios de sus
principales edificios estaban destinados a la administración de predios
universitarios. Y aunque el cercano Greenwich Village no era el reducto
preferido de artistas y escritores, muchos de ellos ya estaban radicados en la
zona.
Para el momento de la publicación de la imagen,
en una revista neoyorquina, en 1907, Stevenson había dejado de habitar este
mundo. Falleció en 1894, a los 44 años de edad. En cuanto a Mark Twain, viviría
tres años más. Nació con el cometa Halley, en 1835, y se marchó con él, en
1910, a los 74 años.
El recuerdo de Mark Twain sobre su amistad con
Stevenson, fue registrado en un discurso que el escritor leyó en 1908. Es
probable que el encuentro haya sido uno de varios en Nueva York, tal vez en
1887. La imagen refleja la temprana madurez de ambos autores.
Aunque Stevenson rehuía las actividades
sociales, admiraba demasiado a Mark Twain, y lo visitaba en todas las ocasiones
posibles.
“… Fue en un banco de plaza en Washington Square que estuvimos en varias
ocasiones con Louis Stevenson”, recordó Mark Twain en su discurso. “Se trató de
una salida que se prolongó una hora, quizás más. Fue muy apacible y sociable… La
tarea de mi amigo en la plaza era absorber el sol. Estaba provisto de escasa
carne, y sus ropas parecían abrigar el vacío. No había nada adentro, apenas el
marco para la estatua de un escultor”. Ya para ese entonces, la tuberculosis de
Stevenson se hallaba bastante avanzada.
Mark Twain evocó “los espléndidos ojos de su amigo”, que “ardían con un ardiente fulgor bajo el
ático de sus cejas”.
Como es habitual entre escritores, hablaron de otros colegas o rivales.
Pero lo más interesante del relato de Mark Twain es la mención que hizo
Stevenson de un autor.
Mientras Stevenson se hallaba en Albany (la minúscula capital del estado de
Nueva York), visitó una librería donde abundaban los libros de un tal Davis. Ni
siquiera figura su nombre completo. Los libros registraban los discursos más
famosos de Davis, su poesía escogida, y otros trabajos. Luego, el autor escocés
le preguntó a Mark Twain: “¿Puede nombrar al escritor estadounidense cuya fama
y aceptación es la más grande en Estados Unidos?” Antes de que su interlocutor respondiera,
añadió: “Salve su delicadeza para otro momento. No, no se trata de usted. Dudo
que pueda nombrar al autor estadounidense más notable en los Estados Unidos.
Pero yo sí puedo”.
Stevenson le ofreció a Mark Twain detalles del incidente en Albany. Cuando
le preguntó al librero quien era Davis, recibió esta respuesta: “Un autor cuyos
libros tienen que ser traídos en trenes de carga, por lo numerosos que son. Es
cierto, nadie ha oído hablar de Davis en las revistas. Ni siquiera en avisos
publicitarios. Pero Davis no lo necesita. Su reputación no pertenece a la
superficie, sino a la densa región del incesante trabajo y de salarios solo
aptos para morirse de hambre”.
Stevenson habló luego de aquellos escritores que conservan una reputación
trivial que muere con ellos. En cambio, la reputación sumergida, sin importar
los años, o los olvidos, finalmente emerge. “Davis no es una figura de arcilla,
cuya pintura se agrieta, y su forma se desmigaja y se convierte en polvo”,
habría dicho Stevenson. “Es algo fabricado con oro puro, firme,
indestructible”.
LA PASIÓN DE
LEER
Es un enigma que en la conversación entre dos apasionados lectores como
Stevenson y Mark Twain, se mencione con tanta prolijidad a un escritor
inexistente. (Aunque presumo tener la clave).
Muchos ensayistas se siguen preguntando ¿Cómo hacía Stevenson para devorar
tantos libros, y acopiar en su cerebro tantos recuerdos de esos libros? En su
excelente ensayo Living in a Book, RLS as
an Engaged Reader, R.L. Abrahamson nos ofrece algunos detalles de las
lecturas del autor de Doctor Jekyll and
Mr. Hyde.
He aquí un pequeño fragmento de los autores que leyó: Shakespeare,
Virgilio, Browning, Coleridge, Byron, Burns, Horace, Lutero, Montaigne, Hugo,
Milton, Ovidio, Longfellow, Browne, Goethe, Poe, Whitman , Villon, Watts,
Scott, Marvell, Heine, Molière, Henley, Dickens, Cicerón, Plinio, Addison,
Smollet, Disraeli, Pope, Wordsworth, Herrick, Cowper, Bret Harte, W. S.
Gilbert, Thoreau, Marlowe, Tácito, Butler, Twain, George Eliot, Marryat,
Tennyson, Dryden, de Musset, Lamb, Goldsmith, Carlyle, Shelley, Bunyan, Spenser,
Gay.
Las menciones a esos escritores aparecen en cartas enviadas a sus amigos. Y
cada alusión a un autor es acompañada de una reflexión sobre sus obras, o un
comentario sobre alguno de los personajes. Aquellos libros que le gustaban los
leía más de una vez. Huckleberry Finn,
de Mark Twain, “lo leí cuatro veces”, indicó en una carta. “Y estoy dispuesto a
volver a leerlo mañana mismo”.
Quizás su mayor hazaña, algo que escasas personas están dispuestas a
repetir, fue leer “en cinco o seis ocasiones El Vizconde de Bragelonne”, de Alejandro Dumas. Se trata de la
tercera parte de la saga de Los Tres
Mosqueteros. Tiene 1.500 páginas, y los lectores más valerosos eluden las
primeras mil, y solo se atreven a leer las últimas quinientas, que aluden al
hombre de la máscara de hierro.
Stevenson debió aceptar que su favoritismo por El Vizconde de Bragelonne era desconcertante. A diferencia de Los Tres Mosqueteros, de fascinante
lectura, las peripecias de un d´Artagnan casi anciano son, como hubiera
señalado Borges, una de las formas más famosas del tedio.
Tras reconocer las fallas de la novela: el vizconde es trivial, y la
heroína comparte su debilidad, Stevenson indicaba en una de sus cartas: “Una
vez apartaba la novela de mis manos, me asomaba a la ventana, y observaba la
nieve en el jardín, y la luz de la luna invernal dando brillo a las colinas
blancas. Enseguida retornaba al campo soleado de la vida, donde podía olvidar
mis tribulaciones y mi entorno. Esa novela que estaba leyendo era un sitio tan habitado
de personas como una ciudad, iluminado como un teatro, ocupado por rostros
memorables, y colmado de conversaciones deliciosas… Ninguna parte del mundo
parecía tan encantador como esas páginas. Ni siquiera uno de mis amigos era tan
real, tan querido, como d'Artagnan”.
Stevenson, más que aludir al placer de una novela en particular, exalta el
placer de leer. Un goce tan omnímodo, que es capaz de ignorar la calidad de un
texto. Era, realmente, un escritor muy generoso; podía hipnotizarse con la
prosa de otros, creer en ella, derrochar elogios inmerecidos.
Lo más curioso del caso es que Stevenson no abrumaba al lector con la
abundancia de páginas. Creaba personajes irresistibles e inolvidables en pocos
párrafos, como Long John Silver, de La
isla del tesoro, un pirata que nadie ha podido superar. Dr Jekyll and Mr. Hyde es una novela
corta. Pero ni siquiera Dostoievski pudo lograr en El Doble, la hazaña de Stevenson de convertir a un personaje
escindido en una de las grandes figuras de la narrativa contemporánea.
Rindiendo homenaje a sus autores favoritos, terminó ofreciendo un cauteloso
tributo a su prosa ejemplar. Su admiración por los escritores que mencionaba,
era genuina. Tal vez quiso escribir como Dumas, pero sin ceder a sus
exageraciones. Ya desde el comienzo de
sus novelas y cuentos, existió la necesidad de controlar las palabras, darles
eficacia, tensión, economía.
Pienso en el encuentro de Stevenson con Mark Twain. Creo que el mejor
homenaje que le rindió el autor de Huckleberry
Finn fue concebir a Davis, ese fabuloso, inexistente escritor. Dudo que
Stevenson haya mencionado al personaje en su conversación con su admirado
amigo. En esa ocasión, Mark Twain se quedó con la última palabra.
No era Davis a
quien aludió en Washington Square, sino a Stevenson.
No se trataba de una figura de arcilla, cuya pintura se agrieta, y su forma
se desmigaja y se convierte en polvo. Stevenson era para Mark Twain algo
manufacturado en oro puro, firme, y también indestructible.
¡Saludos! Colaboro en el blog de reseñas literarias Capítulo IV, y he pensado que quizá podía interesarte pasar por nuestra página. Hablamos de aquellos libros que más nos han apasionado, bien sea sobre clásicos, relatos, poesía, ensayo, teatro, etc.
ResponderEliminarPublicamos cada miércoles.
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Mariaje: Gracias por tu generosa invitación. Ingresaré en el blog de Capítulo IV. ¡Feliz lunes!
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