Mario Szichman
La fama tiene un extraño efecto sobre los seres humanos a quienes favorece.
Anula sus pasados. En las ocasiones en que es posible observarlos antes de su
acceso al pináculo del poder, ofrecen la idea de que en su etapa anterior eran
homúnculos. Luego, junto con el mando, se apropian de virtudes mágicas, una de
ellas, la imposibilidad de equivocarse. José Stalin es uno de esos seres. Y si
el culto a la personalidad no hubiera existido, sus panegiristas lo hubieran
inventado.
Al igual que la mayoría de los líderes revolucionarios rusos, su nombre
final fue un seudónimo. Nació como Josef Visarianovich Dzugahsvilli en Gori, gobernación
de Tiflis, en diciembre de 1878, y falleció en marzo de 1953, a los 74 años de
edad, en Moscú. (Lenin se llamó inicialmente Vladimir Ilyich Ulyanov, y León Trotsky,
Lev Davidovich Bronstein).
Lenin y Trotksky eran buenos teóricos, y fenomenales propagandistas. Lenin
solo estaba interesado en la teoría marxista, y en el asalto al poder. Trotsky
era muy superior como historiador y estilista. Su Historia de la Revolución Rusa es incomparable. Fue también un
excelente estratega militar y creó, prácticamente de la nada, el Ejército Rojo,
que emergió victorioso de la guerra civil.
En cuanto a Stalin, en una época más moderna podría ser calificado como enforcer. Organizó huelgas, y acopió
fondos para el partido Bolchevique mediante atracos a bancos, secuestros,
extorsiones y asesinatos. Fue a la cárcel en varias ocasiones. Desterrado
generalmente a Siberia, se fugó de prisión casi tantas veces como fue detenido.
Según el novelista Lourie, habría sido también informante policial. En ese
caso, no fue el único, ni el más prominente.
Llegó un momento en que la Ojrana, la policía secreta del zar, contaba con
tantos informantes y agentes dobles, que parecía en condiciones de liderar a
ciertos grupos revolucionarios. Al menos
en un caso, eso ocurrió, con Yevno Azef, uno de los fundadores del partido
Socialista Revolucionario, quien se especializó en atentados contra personeros
del régimen.
Azef fue agente de la Ojrana desde 1893, ocho años antes de la creación del
partido Socialista Revolucionario. Y en dos distintos escenarios, hasta la
revelación de sus funciones, logró traicionar a todos los miembros de la
“Organización de Combate”. Al mismo tiempo, se le atribuyen tres famosos
asesinatos durante el régimen del zar Nicolás II: el del ministro del Interior,
Vyacheslav Plehve (1904), el del tío del zar, el Gran Duque Sergio (1905) y el
del Padre Gapon (1906).
En uno de esos twists que solo
parecen haberse registrado en la Rusia prerrevolucionaria, Azef, a través de
sus informantes policiales, descubrió que Gapon, un sacerdote ortodoxo y líder
obrero, estaba al servicio de la Ojrana. La tarea del sacerdote era desviar a
las masas de objetivos revolucionarios, y encaminarlas hacia el sendero trazado
por el oficialismo zarista.
Por lo tanto, el agente doble Azef, organizó el asesinato del agente doble
Gapon. Como solían decir en los viejos tiempos, siempre resulta conveniente dar
un tirito para el gobierno, y otro para la revolución.
AJUSTES DE
CUENTAS
En el primer párrafo de The
Autobiography of Joseph Stalin, Lourie pone las cartas sobre la mesa. Piensa
Stalin: “Leon Trotsky is trying to kill me,” León Trotsky intenta asesinarme. Pero no se trata
de un asesinato físico, sino moral. Trotsky está escribiendo una biografía de
Stalin (fue publicada después de su asesinato en México), y su intención es
revelar “eso”, un crimen “cuya divulgación podría destruir la mística de
autoridad por la cual gobierno”.
Las reflexiones de Stalin comienzan en 1937, cuando ya se han concretado
las purgas contra sus enemigos políticos. En el futuro le aguarda su pugna con
Adolf Hitler. Tal vez la premisa de Lourie ofrece excesiva importancia a la
figura de Trotsky, si se toma en cuenta que el líder de la Cuarta Internacional
estaba exiliado en México, en el distrito capitalino de Coyoacán, y que los
trotskistas habían sido diezmados.
Pero, elegir el año 1937 para comenzar la narración, no es desatinado.
Faltan dos años para que se inicie la segunda guerra mundial, ha estallado la
guerra civil en España, en la cual los comunistas tuvieron destacada
participación, y el líder del Kremlin necesitaba un férreo control de sus
fuerzas, antes de enfrentar al nazismo.
De todas maneras, como luego lo demostró Stalin, en ese momento le
preocupaba más su frente interno que Hitler. Cuando los alemanes invadieron la
Unión Soviética, fue un paseo militar. Entre otras cosas, porque Stalin ordenó
diezmar al estado mayor soviético. Afortunadamente, había todavía generales rusos
de primera.
Quizás alertado por las objeciones de algunos de los lectores de su
manuscrito, Lourie decidió agrandar la figura de Trotsky. El personaje de
Stalin lo señala de manera explícita: “Trotsky no es el enemigo porque tiene
muchos seguidores. Trotsky es el enemigo pues es el único hombre en la tierra
capaz de ocupar mi sitio en el Kremlin”. Es un argumento implausible. Los
únicos que podían poner en peligro a Stalin, eran sus allegados directos. Si se
observa lo ocurrido tras la muerte del líder soviético, quienes tomaron las
riendas del poder fueron justamente sus vasallos más fieles, seres que,
acatando también las normativas de todo devoto secuaz, terminaron traicionando
su legado, y denunciándolo ante la opinión pública mundial. Nikita Kruschev,
uno de sus aduladores, denunció las purgas de Stalin durante el famoso Vigésimo
Congreso del Partido Comunista celebrado en febrero de 1956.
Pero Lourie es un novelista, no un teórico. Es obvio que la trama de su
novela solo podía prosperar en base a un conflicto central, y a una figura como
Trotsky, famosa en vida, y aún más famosa tras su asesinato a manos del español
Ramón Mercader, en agosto de 1940. Por lo tanto, asignó a Trotsky poderes casi
omnímodos. El exiliado líder parecía conocer un secreto de Stalin que podría
contribuir a su derrocamiento.
La narración adquiere vigor e intensidad cuando Stalin narra su vida, o las
peripecias que enfrentó hasta convertirse en líder del Kremlin. Inclusive tiene
ciertos toques de humor que aligeran su contenido y lo hacen más ameno.
Como buen gobernante paranoico, Stalin estaba rodeado de dobles, cuya
misión era recibir las balas que algún asesino necesitaba alojar en el cuerpo
del personaje original. En cierta ocasión, Stalin y su doble están
desplazándose en una limusina por el centro de Moscú. De repente, Stalin
observa a un borracho, y le ordena al chófer del vehículo que detenga la
marcha. “Bajé la ventanilla del asiento trasero”, dice Stalin. “Es difícil
describir la expresión en el rostro del borracho cuando observó el interior del
automóvil y vio ¡a dos Stalins! ´Tendría que beber menos´ le dije. El vehículo
se alejó a toda marcha”.
Los capítulos dedicados a la juventud de Stalin, a su ascenso en las filas
bolcheviques, o el proceso a famosas figuras soviéticas, así como algunos de
los diálogos con rivales, constituyen la parte mejor de The Autobiography of Joseph Stalin. La novela se devora, pues tiene
las virtudes de la historia, del policial, y está repleta de aventuras.
Lourie sabe dar credibilidad y tres dimensiones a sus personajes. Algunos
de ellos, como Bujarin, uno de los teóricos predilectos de Lenin, o Yagoda,
jefe de la policía secreta hasta su caída en desgracia, crecen en el relato,
son inclusive más creíbles que el mismo Stalin.
El hecho de que la colisión entre Stalin y Trotksy se revele a través de
dos discursos, muestra las posibilidades y frustraciones del texto. Las
opiniones de Trotsky sobre Stalin no fueron personales. Él mismo insistió en
que su biografía del líder del Kremlin era exclusivamente “política”.
¿Pensó alguna vez Lourie en una secuela, haciendo que Trotsky juzgase a
Stalin como ser humano? Si alguna vez lo hizo, eso ya está descartado. Al
comienzo de la novela, es muy claro: “Sin importar qué espíritu me poseyó para
redactar este libro”, señala, “deseo ahora que se haya alejado para siempre”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario