Mario
Szichman
“Como
los filmes de Clint Eastwood, su obra nutre
a
la clase baja rural, a camioneros, venidos a
menos,
psicópatas, y profesores de literatura.
Jim
Thompson es uno de los mejores narradores
norteamericanos.También
el más aterrador,
pues
ha hecho un pacto con el diablo”.
The New Republic
Jim Thompson era un maestro de las
descripciones. De un sitio en decadencia, decía que tenía algo muy triste:
“recordaba esos hombres pelados que peinan los cabellos de sus costados a
través de la coronilla, para disimular su calvicie”. También era un maestro de
la narración en primera persona, la más difícil cuando se trata de crear un
personaje verosímil. Basta leer The
Killer Inside Me, protagonizada por el sheriff Lou Ford, o Pop. 1280, que tiene como personaje
principal a Nick Corey, un corrupto alguacil. Antes de asesinar a sus víctimas,
Ford las mata literalmente de aburrimiento con sus frases hechas. Y Corey exhibe
un humor rabelesiano, que hace brillar sus episodios más sombríos. En esas
deascollantes obras, se hallan taquigrafiados todos sus temas. Y en Pop. 1280, figura el párrafo que concreta
su escalofriante filosofía. Lo enuncia el alguacil, quien aprovecha su cargo y su
falsa candidez para vengarse de quienes lo han humillado: “Me estremecí
pensando lo maravilloso que había sido nuestro Creador”, dice Nick Corey, “al elaborar
cosas tan horrendas que un asesinato parece insignificante en comparación”.
Cuando entrevisté a Arnold Haino, editor de
Thompson en Lion Books, me dijo que al
llegar a la parte de The Killer Inside Me
donde el sheriff asesina a un adolescente para impedirle revelar un secreto capaz
de incriminarle, estuvo dos noches sin
dormir. Lo mejor del caso es que Thompson no describió el estrangulamiento del
joven en una celda, solo sus consecuencias.
Thompson no usaba la primera persona para
ofrecer una versión peculiar, sino dos diferentes de un mismo episodio. Los individuos
encargados de narrar sus tribulaciones solían ser esquizofrénicos. Oscilaban
entre la perpetua confusión y una gran sabiduría para desentrañar la mente de
un psicópata.
El novelista y crítico literario Geoffrey
O´Brien se preguntó en cierta ocasión cuáles habrían sido las reacciones de los
primeros lectores de Thompson tras iniciar la lectura de una de sus novelas,
esos paperback originals que se
vendían en quioscos de periódicos a 25 centavos de dólar el ejemplar. Los
libros de la prodigiosa industria del pulp,
tenían las consabidas portadas eróticas, y descarados blurbs, citas de promoción de este calibre: “Usó dos mujeres para
satisfacer sus brutales deseos”, o “´Ámame ahora, págame después´. Con esa
frase, ella lo atrajo a la trampa más antigua del mundo”.
Dispuesto a pasar algunas horas de sano
escapismo, decía O´Brien, el comprador de la barata novela comenzaba a leer,
seducido por el folklórico humor del narrador, y el énfasis de sus frases. “Y
cuando creía que se hallaba a punto de descubrir la verdad acerca de un
asesinato, un robo, un secuestro, caía a través de un hueco en las
profundidades”, añadía O´Brien. “No eran las profundidades de una ciudad, sino
de una mente. Y nadie era capaz de ofrecerle un pasaje de retorno”.
Uno de los mejores especímenes de la
prosa de Thompson es William “Kid” Collins, protagonista de “After Dark, My Sweet”. Collins es un exboxeador
transformado en un vagabundo, tras escapar de un asilo para enfermos mentales. Ya
en los primeros párrafos nos recita su historial médico, que más bien recuerda
un prontuario:
“William (´Kid´) Collins: rubio, muy
apuesto, muy vigoroso, ágil. Escasas o inexistentes tendencias criminales,
dependiendo de factores ambientales … Collins es amable, cortés, paciente, pero
puede convertirse en un ser muy peligroso si lo provocan”.
Ese historial es, también la trama de la
novela. Collins solo desea que otros seres humanos sean “amables y corteses”.
No pide nada más, que sean “tan amables y corteses como yo soy con ellos”.
Pero no todos han advertido sus atributos
personales. Y suelen pagarlo muy caro. El dueño de un roadhouse, un albergue de
carretera, es el primero en equivocarse con el protagonista. Confunde su
amabilidad con estupidez, se burla de él, y tras servirle dos cervezas le ordena
que se marche del lugar. Collins no entiende su reacción, y cuando el mesonero
lo agarra de la camisa, el protagonista le da una paliza tan fuerte, “que me
hizo doler la muñeca”.
Quizás Collins debería haberle explicado
al bartender que su carrera de boxeador
había concluido tras matar a golpes a un rival, The Burlington Bearcat. (Thompson nunca olvidaba recompensar a su
legión de lectores con esa clase de antecedentes. Siempre existía un ser
timorato, retraído, que en algún momento ingresaba a una caseta telefónica, y
emergía transformado en Superman).
Ofrecer detalles de la personalidad de
Collins es como revisar un manual de psiquiatría. Thompson, quien era
alcohólico, no era ajeno al ingreso en hospitales para enfermos mentales. Y su
erudición se transmutó en su prosa. Observar las tímidas, desmañadas actitudes
del protagonista, o detalles de la manera en que enfrenta la vida, subrayan lo
enunciado por O´Brien.
El lector se siente apenado leyendo las
vicisitudes del exboxeador. La descripción de ciertas escenas causa vergüenza,
incita a huir del lugar. Por ejemplo, Collins carece de la sutileza suficiente
para entender un chiste. Y lo peor es que pide explicaciones.
Es así, inmerso en una situación enojosa,
que conoce a Fay, una bella, joven viuda, inteligente, de una mente brillante
–al menos mientras está sobria. Cuando se emborracha, su lenguaje, como dice
otro de los héroes de Thompson, podría cubrir cinco millas de inscripciones en
baños públicos.
Fay cuenta un chiste, Collins no lo
entiende, y Fay cree, erróneamente, como antes el mesonero, que está en
presencia de un idiota. El problema es que, en tanto el mesonero quiere
librarse de él, Fay considera a Collins el perfecto fall guy. La mujer está planeando con su socio, “El tío” Bud, el
secuestro del niño de una familia adinerada.
Jim Thompson con Robert Redford
Thompson, que a sus conocimientos de psicología
–y psicoanálisis– añadía los de periodista, y había pasado décadas frecuentando
seres fuera de la ley, creó en “After
Dark, My Sweet” una singular versión del subgénero del secuestro, quizás
tomando como modelo a No Orchids for Miss
Blandish, de James Hadley Chase.
La captura del niño no solo empieza mal
–al principio Collins se equivoca de niño– sino que el secuestrado es un
diabético, y sin insulina, morirá en pocas horas. El suspenso cambia de
objetivo. La acción de la policía pasa a segundo plano; el interés enfila hacia
el niño.
Se trata de otra eximia creación de
Thompson, y una de las más difíciles, pues en el territorio de la literatura,
con la excepción de Dickens o del protagonista de La isla del tesoro, o Lord of
the Flies, de William Golding, los niños suelen ser muy difíciles de
caracterizar. En este caso, la relación
de Collins y Fay con el niño alterala ecuación, se pasa del melodrama a la
tragedia.
Teniendo en cuenta la violencia del exboxeador,
siempre al acecho, y los cambios de humor de Fay, dependiendo de la cantidad de
alcohol que ha ingerido antes del mediodía, la tensión se acrecienta a cada
página. Y está el tercero –más en discordia que en concordia–, el “Tío” Bud,
urdiendo un plan para quedarse con el dinero del secuestro.
El “Tío” Bud es otra gema de personaje
que Thompson brinda al lector. Es un ex policía dado de baja por su propensión
al delito. Su temperamento se expresa en sus monólogos y en un lenguaje vernáculo.
Thompson tenía un bagaje cultural muy sorprendente
para alguien que también había sido un drifter,
un vagabundo, durante la época de la Depresión. Su escritor favorito era
Jonathan Swift, el autor de Los Viajes de
Gulliver. Prefería la sátira al drama, y le apasionaban los dramaturgos
griegos. De allí que la tragedia siempre sobrevuela en torno a sus personajes.
En el caso de Collins, observamos su transformación de un balbuceante pelele en
un ser que inventa maneras de proteger al niño. Hay una escena donde le
administra insulina, que vale por varias novelas.
Solo “Uncle” Bud prefiere ver al niño
muerto. Tanto Collins como Fay desean salvarlo. Pero el ex boxeador sabe que la
única manera de defenderlo, es pretender que lo desea muerto. De esa manera,
Fay se encargará de él. Para eso, inventa una subtrama que convierte a Collins
en el cordero para el sacrificio.
En la mayoría de sus 29 novelas, Thompson
firmó un pacto con el lector. Le ofrecía entretenimiento, escapismo, pero
también tragedia pura, aunque encubierta de ironía, bromas, un humor chabacano.
A cambio, el lector debía aceptar naufragar en un mundo donde no había pasaje
de retorno.
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