Mario Szichman
Nicolás Maquiavelo nació cerca de Florencia en mayo de 1469, y murió no muy
lejos del sitio de su origen, en junio de 1527. Escribió de manera abundante, y
diversa. Acerca de la guerra y la paz en Discursos
sobre la primera década de Tito Livio, La
Vida de Castruccio Castracani, y Del
arte de la guerra. Es autor de una comedia considerada pornográfica, La Mandrágora, que todavía se sigue
representando debido a su exquisito humor. Redactó además novelas, varios
poemarios, y libros de viaje con un gran trasfondo político, como Retrato de la corte de Alemania.
Para su suerte, un pequeño opúsculo, El
Príncipe, escrito en 1513, fue publicado de manera póstuma en Roma, en
1531. De lo contrario, es posible que su autor hubiese sido llevado a la
hoguera.
Si alguien dice que Hitler era un hitlerista, no tiene resonancia similar a
la de afirmar que Maquiavelo era maquiavélico. No es necesario haber leído El Príncipe para entender el significado
de esa palabra. Inclusive su nombre fue asociado con el diablo. En los países
de habla inglesa, el demonio era conocido como Old Nick.
El propósito inicial del tratado de Maquiavelo era muy sencillo: discutir
el poder de la familia Médici en Florencia, y los peligros de una oligarquía
cuya autoridad se basa en el dinero y en la política del mecenazgo, una de
cuyas variantes, en nuestra época, es el populismo. El demagogo que ofrece
circo, y especialmente pan, viene gozando de gran popularidad desde la
antigüedad griega y romana.
En diciembre de 1494, los Médici fueron expulsados de Florencia, y se
instituyó la República que duró apenas una década. Maquiavelo fue nombrado secretario
de la Segunda Cancillería de la república florentina, y secretario del Consejo
de los Diez, un comité encargado de asuntos militares y de las relaciones
exteriores.
Durante el ejercicio de su cargo, realizó delicadas misiones diplomáticas,
y conoció al rey Luis XII de Francia, al emperador Maximiliano I, al Papa Julio
II y al gran duque Valentino (César Borgia). También analizó de manera exhaustiva la
fragilidad de la República Florentina frente a naciones como España y Francia,
e hizo propuestas para fortalecerla.
El núcleo de lo que luego constituiría Italia fue muy débil, hasta el
Risorgimento comandado por Giuseppe Garibaldi, que unificó la península a
mediados del siglo diecinueve. Justamente uno de los temas principales de El Príncipe, es el análisis de esa inseguridad,
que obligaba a los gobernantes de la península a resguardar sus fronteras con
la ayuda de mercenarios, o a depender de la protección de Francia y España.
La magia, la devastadora fuerza de El
Príncipe, está en su retórica, y en la descripción de aquello que los
anglosajones califican de “wicked deeds,”
acciones malvadas. Maquiavelo era un excepcional escritor, y su estilo es el de
un sabio relojero que va desmontando las piezas del mecanismo político. Hay
algunos engranajes que funcionan a la perfección, otros que requieren
lubricante, y varios de los cuales es posible prescindir.
Para Maquiavelo, la política era como el teatro de gran guignol, una
sucesión de actos de carnicería, aunque había matanzas aceptables, y matanzas
deplorables. Las primeras obedecían a poderosas razones de estado, las otras
tenían el defecto de conducir al fracaso.
“Todos los profetas armados triunfaron”, era una de sus máximas, “y todos
los profetas desarmados terminaron en la ruina”. Los grandes líderes de la historia, Moisés,
Ciro de Persia, Teseo, y Rómulo, señalaba el escritor, en algún momento
descubrieron que los pueblos son “inestables por naturaleza. Es fácil
convencerlos de algo, pero es difícil hacerlos persistir en ese certeza”. Por
lo tanto, hay que manejar la política de tal manera que, cuando el pueblo deja
de creer, “hay que obligarlo” a persistir en la confianza.
También la veneración del pueblo hacia su líder surge de su temible poder.
Y ese mando se logra “tras barrer de la faz de la tierra a todos aquellos
envidiosos de sus logros”.
Para Maquiavelo, existían dos clases de crueldad: aquella bien empleada, y
la que se manejaba de manera incorrecta. Uno de sus ejemplos fue lo ocurrido
con uno de los lugartenientes del duque Valentino, más conocido como Cesare
Borgia. El duque descubrió que no se podía gobernar por las buenas, y se dedicó
a toda clase de “engaños traicioneros” a fin de consolidar su poder.
En el caso de la Romagna, cuyo territorio “estaba repleto de ladrones,
disputas y toda clase de insolencias”, resolvió otorgar el poder a Remirro de
Orco, “un hombre cruel e inescrupuloso”. De Orco cumplió su tarea a la
perfección, dando paz y tranquilidad a los habitantes de la región. Una vez concluida
la tarea, Cesare Borgia, un astuto político,
decidió que su lugarteniente debía cargar con la culpa por las tropelías
que él había ordenado.
Una mañana, en una plaza de Cesena, apareció Remirro de Orco dividido en
dos. Un verdugo había puesto su cadáver sobre un bloque de madera, y lo había
escindido. Al costado de las dos mitades de Remirro, había una espada
ensangrentada. Eso era simbólico, pues en la ejecución se utilizó un
hacha.
Según comentó Maquiavelo, “La ferocidad de tal espectáculo dejó a la
población satisfecha y estupefacta al mismo tiempo”. Nadie lloró la muerte de
Remirro, en tanto el duque creció en el afecto de su pueblo, pues lo había
salvado de un asesino cuyo crimen había sido acatar sus exigencias.
Buen propagandista de sus encubiertas acciones, Cesare Borgia, con la
teatral exhibición del mutilado cuerpo de Remirro de Orco, demostró que los
gobernantes deben ser, de manera simultánea, amados y temidos por sus súbditos.
Por supuesto, el autor sabía distinguir entre la virtud y la inmoralidad,
aunque esa distinción difiere de la del común de los mortales. Maquiavelo no
consideraba virtuoso al líder que “asesina a sus conciudadanos, traiciona a sus
aliados, carece de toda fe, de toda piedad, de toda religión”. A través de esos
métodos, añadía, “se adquiere poder, pero no gloria”.
Por lo tanto, era necesario determinar si “la crueldad es usada con
eficacia”, o de manera grosera. Si hay que actuar con ferocidad, es forzoso hacerlo
“de un solo golpe, obligado por la necesidad, con el fin de protegerse a uno
mismo”. Luego, es ineludible poner fin a ese tipo de acciones, y dedicarse al
bienestar de sus vasallos.
La manera grosera de usar la crueldad consiste en cometer escasas atrocidades
al comienzo, e irlas dilatando con el transcurso del tiempo. Mientras aquellos
que siguen el primer método “pueden remediar su posición con Dios y con los
hombres”, los otros están condenados a perder sus cargos, y a sufrir a veces
lesiones muy graves que les impiden seguir respirando.
Un conquistador, “debe analizar todas las cosas perjudiciales que debe
cometer, y concretarlas de una sola vez”, dice Maquiavelo. “De lo contrario, tendrá
que repetirlas de manera cotidiana”.
Si no repite maldades, el gobernante logrará al cabo de un tiempo “que su
pueblo se sienta seguro y ganará su confianza”. En cambio, “aquel que por
timidez, o debido a malos consejeros, actúa de manera distinta, estará obligado
a conservar siempre el puñal en su mano”. Y si hay que causar heridas, “es
imprescindible infligirlas de una sola vez”.
En cuanto a los beneficios a repartir entre los pobladores, “deben ser
distribuidos de a poco, con el propósito de que puedan ser plenamente
saboreados”.
Es posible que la crueldad con que Maquiavelo analiza la política de su
tiempo –aunque sumando muchos ejemplos del pasado griego y romano– sea el resultado
de que fue contemporáneo de los Medici y los Borgia, varios de ellos poseedores
del poder humano y divino –ya que algunos también fueron Papas.
Las intrigas de corte solían resolverse en muchas ocasiones con el veneno.
Y el poder de esas oligarquías era menos fácil de encubrir que en nuestras
sociedades modernas, donde gigantescas maquinarias burocráticas permiten
disimular los excesos del poder real.
Maquiavelo, quien enfrentó terribles vicisitudes por su accionar político, entre ellas torturas tras el retorno de los
Medici al poder, fue uno de los escasos maquiavélicos que ejerció una impecable virtud. Su
honestidad es legendaria. En una carta a Francesco Vettori, donde solicitaba
trabajo, decía que “nadie debe dudar de mi palabra. Siempre la he mantenido, e
ignoro ahora cómo hacer para romperla”. Nadie disputó esa afirmación.
Su feroz análisis de las instituciones del poder nunca ha pasado de moda.
Combinó la filosofía y la historia, encarnándola en seres concretos. Sus
descripciones de algunos príncipes y caudillos, y de sus (maquiavélicas)
técnicas para acceder al poder y conservarlo, son hoy tan actuales como cuando
escribió El Príncipe.
Algunos, lo consideraron un cínico. En ese caso, tenía buena compañía.
Según señaló Ambrose Bierce, en su Diccionario
del Diablo, “cínico es el bellaco que ve las cosas como son, y no como
deberían ser”.
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