Mario Szichman
William Howard Taft, presidente de EE.UU
En Ragtime, una de las grandes novelas norteamericanas del siglo veinte, Edgar Lawrence Doctorow muestra la consolidación imperial de Estados Unidos a través de algunas figuras paradigmáticas, como el mago Harry Houdini, el financista J.P. Morgan, el fabricante de automóviles Henry Ford, o la dirigente anarquista Emma Goldman. (Hay también una desopilante escena en que, el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, navega El Túnel del Amor, en Coney Island, acompañado de Carl Jung).
Pero en una escena, de apenas una página, Doctorow inserta la figura del
presidente William Howard Taft, para destacar la carga política de su obesidad.
Según el narrador, Taft llegó a la Casa Blanca “pesando 332 libras”, 151 kilos.
El nuevo presidente era el representante de una nación de obesos. “Los hombres
solían devorar rebanadas de pan, y comían prodigiosas cantidades de
salchichas”. El “augusto Pierpont Morgan consumía de manera rutinaria cenas de
siete y ocho platos”. Sus desayunos consistían en bistecs y chuletas de cerdo,
huevos, panqueques, pescado hervido, panecillos y manteca, fruta fresca y
crema. “La absorción de comida era el sacramento del éxito. Se suponía que un
hombre que transportaba delante suyo un enorme estómago, se hallaba en la flor
de la vida”.
El ingreso de Taft a la Casa Blanca “expresó la apoteosis de un estilo de
hombre”, dijo Doctorow. Luego, “la moda enfiló en dirección inversa, y solo los
pobres fueron autorizados a ser robustos”.
No vemos en nuestra época muchos regímenes donde la obesidad sea una marca
de pujanza, o de éxito. Por alguna razón, consideramos que el gobernante rechoncho
ostenta la obscenidad del poder.
Benito Mussolini era un gobernante obeso. Inclusive requería cierta
cantidad extra de grasa para acompañar sus enfáticos gestos. La manera en que
se desplazaba por el estrado antes de pronunciar un discurso divulga su
admiración por la ópera, su sabiduría frente a las cámaras. Los cientos de
miles de simpatizantes que contemplaban su imprecisa figura en las
concentraciones públicas tenían al menos la esperanza de recuperar su primer
plano en noticiosos oficiales. Mussolini era excesivo a nivel corporal, un poco
la contrafigura de ese sensacional discípulo de Maquiavelo llamado Giulio
Andreotti. Ambos marcan el cenit y el nadir de una experiencia política.
Mussolini se exponía, Andreotti, siete veces primer ministro, vivía en el
perpetuo encubrimiento. (En esa obra maestra que es el filme Il Divo, dirigido por Paolo Sorrentino y
protagonizado por Toni Servillo, puede cotejarse la taquigrafía de sus medidos
gestos).
Hay épocas que convocan la obesidad política. En ocasiones se trata de un
líder, en otras, de una clase social. Cuando se encarna en una clase es menos
vulnerable que la del caudillo; elude avatares personales.
Ciertos sistemas, más que otros, requieren del monolitismo. En ese sentido,
Mussolini era una anomalía. En ocasiones, es imprudente sobresalir. Nadie duda de
que Adolf Hitler fuera dueño y señor del pueblo alemán. Pero tuvo la astucia, quizás
obligado por las fuerzas políticas y armadas que lo secundaban, de no emerger
del entorno. Además, era vegetariano, no un omnisciente carnívoro como
Mussolini. (Es iluminador dar jerarquía a los hábitos digestivos. Y un grave
error ignorarlos).
El elenco estable de Hitler: su ministro de Propaganda Joseph Goebbels, el
comandante en jefe de la fuerza aérea, Hermann Göring, el jefe de la Gestapo
Heinrich Himmler, y otros miembros de su entourage,
parecen formar parte de un friso. Excepto por Göring la obesidad, o la
drogadicción, no predominaba en sus filas. En los meses finales del nazismo, la
estructura del poder ofreció parcas señales de que el andamiaje se derrumbaba.
Los cuerpos no habían sufrido teatrales alteraciones, aunque ya había avanzado
el mal de Parkinson en Hitler. A los 56 años, no solo era un anciano; mostraba también
claros síntomas de decrepitud. Pero la aventura nazi, pese al liderazgo del
Führer, fue una aventura colectiva, y pareja su declinación. Ni siquiera las
pantagruélicas dosis de morfina de Göring lograron convertirse en comadreo de
las cancillerías, o trascender los pasillos del poder.
Con Mussolini fue muy diferente. Pese a que estaba flanqueado por asesores,
trascendía su entorno, irrumpía de manera inevitable. Sin importar la pléyade
de sicofantes, siempre estaba solo. Su caída tiene la fascinación de que nunca
afectó a otras personalidades del bando aliado o del Eje. Fue la empresa personal de un hombre acostumbrado a todos
los placeres, un bufón transfigurado luego en asceta. Su cuerpo reveló la mutación.
¿Habría sido Mussolini un líder diferente sin ese apetito? A veces, la
voracidad es un síntoma. Al menos indica falta de previsión, la urgencia de
atropellar. Basta analizar sus desventuras en África, la invasión a Etiopía, su
ayuda a Francisco Franco durante la guerra civil española, la ocupación de
Albania. Al principio, esas acciones fueron muestras de su irresistible poder.
Luego, formaron parte de los clavos que ayudaron a sellar su ataúd. Esa necesidad de sobresalir contribuyó a que
lo dejaran solo. En julio de 1943, el Gran Concejo Fascista se negó a seguir
respaldando sus decisiones. Entre los “traidores” figuraba su yerno, el conde
Galeazzo Ciano, a quien mandó a fusilar, causando una tragedia en el seno de su
familia. (Winston Churchill, quien tenía particular inquina a su yerno, Duncan
Sandys, casado con su hija Diana, señaló en cierta ocasión que el fusilamiento
de Ciano había sido la única acción meritoria por parte de Mussolini).
De allí en más, la vida de Mussolini fue barranca abajo. El rey de Italia
lo destituyó de su cargo, y ordenó arrestarlo, fue liberado en un audaz
operativo que llevó a cabo un capitán de las SS nazis, y se convirtió en jefe
del gobierno fascista establecido en Salo, en el norte de Italia.
Finalmente, partisanos italianos lo capturaron junto con su amante,
Claretta Petacci, y lo ejecutaron. (Los
frecuentes robos de su ataúd forman ya parte del folklore italiano).
LA GRAN COMILONA
En América Latina, solo el chavismo ha mostrado figuras muy robustas en
puestos claves, comenzando por su fallecido líder, Hugo Chávez Frías. Fotos de
su época como oficial del ejército, muestran a un hombre esbelto. Su obesidad llegó
con el acceso a la presidencia. Otros –y otras– figuras públicas de su entorno
lo siguieron. Cuando la obesidad no es majestuosa, suele ser prepotente. Hay
una necesidad de imponerse al otro a través del sobrepeso. Son formas distintas
de exhibir el monopolio de la fuerza a través del vasto consumo de calorías. Al
mismo tiempo, la corpulencia es la mejor expresión física de la falta de
voluntad.
Algunos pueden alegar que tienen problemas glandulares para perder peso,
que intentan toda clase de dietas o de ejercicios y les resulta imposible
perder un gramo. Eso es una falacia. (Un médico
amigo me dijo que no había obesos entre los presos de los campos de
concentración).
Según Ray Moseley en su libro Mussolini:
The Last 600 Days of Il Duce, a raíz de la guerra “el pueblo italiano se
vio obligado a comer magras raciones
alimenticias”. El Duce hizo lo mismo. En una ocasión, un prefecto le envió a
Mussolini un paquete con suculentas viandas. Furioso, Mussolini envió de
inmediato las raciones a un hospital en Gardona, “y escribió una carta regañando
al prefecto”.
Un libro de Chiara Ferrari, The
Rethoric of Violence and Sacrifice en Fascist Italy, señala que la
abnegación, la pena, el sufrimiento, formaron parte del discurso fascista.
Mussolini no solo se postulaba como ejemplo de paladín, sino también como
un cordero para el sacrificio. Es evidente que detrás de la retórica urgiendo
la creación de un hombre nuevo, estaban los oligarcas fascistas consolidando
sus ganancias, reteniendo su poder económico, desmintiendo con sus vientres
cada vez más voluminosos la idea de martirio que le inyectaban al pueblo. Pero
no fue el caso de Mussolini.
Il Duce se convirtió en un trágico, impotente, lúcido espectador. A
diferencia del voluminoso comandante eterno de Venezuela, se reservó un modesto
lugar en el escenario político de su patria, pese a ocuparlo durante dos
décadas. Al final de su vida, éste fue su lema: “Aunque trabajo, y hago
intentos, estoy convencido que todo es una gran farsa”.
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