Mario Szichman
A comienzos de la década del setenta –del siglo pasado– trabajé algunos
años en una agencia noticiosa de Buenos Aires. Era una de esas épocas en que la
inflación se devoraba los ahorros de los argentinos. Eso sin mencionar el
panorama político, caracterizado por tres grupos guerrilleros, escuadrones de
la muerte, y una dictadura militar. Luego, en 1973, el general retornó a la Argentina, y asumió por tercera vez la presidencia. Su compañera
de fórmula era su esposa, Isabel Martínez, una tradición muy respetada en el
populismo, donde las relaciones conyugales o el parentesco, son esenciales para
la grandeza de la patria.
Perón falleció en 1974, y fue reemplazado en el cargo por su viuda. En
1976, una junta militar encabezada por el general Jorge Rafael Videla, derrocó
a Isabel Perón, y gobernó hasta 1983, haciendo “desaparecer” a miles de
argentinos –la cifra se calcula entre 8.900 y 30.000– y devastando la economía
del país.
Los sueldos que pagaban en la agencia noticiosa donde trabajaba no
alcanzaban para nada, y eran frecuentes las reuniones de los empleados con los
directivos y algún representante sindical para reclamar aumentos de salarios.
En una de esas ocasiones, uno de los empleados que había llegado recientemente
de Alemania, y que escribía muy bien tanto en español como en inglés, nos dejó
asombrados al decir con enorme seriedad: “He sido engañado, a mí me habían
dicho que la Argentina era un país próspero”.
Es increíble cómo uno selecciona los recuerdos. Durante esos años que pasé
en la Argentina (1971-1975) ocurrieron cosas más graves, inclusive algunas de
las que fui testigo. En esa época, publiqué mi novela La verdadera crónica falsa, segunda versión de Crónica Falsa, en el Centro Editor de América Latina, y solía
frecuentar sus oficinas. El editor de la novela era un joven muy inteligente y
cordial, no debía tener más de 22 años. Un lunes, fui a verlo, creo que para
revisar las galeradas finales, y me informaron que había sido secuestrado junto
con cuatro de sus amigos. Nunca más se supo de su paradero.
Otro día, paseaba con mi automóvil por el Parque Centenario, un área muy
bella de Buenos Aires, cuando al llegar a una esquina debí frenar al cruzarse una
ambulancia en mi camino. Luego se abrió la puerta trasera, salieron tres
hombres, vestidos como enfermeros, se abalanzaron sobre un transeúnte, lo
golpearon y lo metieron dentro de la ambulancia.
Los parapoliciales solían cometer secuestros usando ambulancias. La
práctica fue transplantada por los militares argentinos a Bolivia, cuando
varios de ellos participaron en el derrocamiento del general Juan José Torres,
el 21 de agosto de 1971. (Torres fue
secuestrado y asesinado en Buenos Aires el 2 de junio de 1976).
En otras ocasiones, los escuadrones de la muerte asesinaban a opositores
embistiéndolos con automóviles. Recuerdo que en una ocasión fui a visitar al
gran escritor Haroldo Conti. Se estaba reponiendo de heridas sufridas tras ser
atropellado por un vehículo. Conti estaba convencido de que lo suyo era un
accidente, aunque sus amigos se inclinaban por la hipótesis de un intento de
asesinato, pues militaba en una organización de izquierda. “Pero no, Mario”, me
dijo Haroldo, “tuvo que ser un accidente. Fíjate que minutos después que me
atropellaron, se apareció un auto de la policía, y los agentes me llevaron
directo a un hospital”. (Conti fue
secuestrado y desapareció en Buenos Aires el 5 de mayo de 1976).
La Argentina era realmente un país sin ley. Varios dirigentes políticos
fueron asesinados en esa época, como Silvio Frondizi, hermano del ex presidente
Arturo Frondizi. Y entre los extranjeros que habían buscado refugio en el país,
figuraron el senador uruguayo Zelmar Michelini y el diputado Héctor Gutiérrez
Ruiz. Los cadáveres de ambos fueron hallados
el 21 de mayo de 1976 en Buenos Aires, tras ser secuestrados tres días
antes.
Sin embargo, recién ahora recuerdo algunos de esos episodios, en medio de
una fenomenal bruma de acontecimientos. En cambio, siempre me quedé fijado a
esa frase de mi colega de la agencia noticiosa. Él provenía de un país que tras
la primera guerra mundial había sido devastado por una hiperinflación.
Es interesante lo ocurrido en Alemania durante la llamada “República de
Weimar”, en la segunda década del siglo veinte. Contaban el caso de un hombre
que en su época de prosperidad había sido dueño de tres peleterías. En el 1903
compró una póliza de seguros, y la fue pagando religiosamente cada mes. Saldó
la deuda veinte años después, en 1923, cuando ya la inflación se había adueñado
de Alemania. Con el dinero recaudado apenas pudo comprar una hogaza de pan. Ese
mismo año, el gobierno de Berlín empezó a imprimir billetes de mil millones de
marcos. Un dólar equivalía a un billón de marcos. Después estaba el caso de otro hombre que fue
un día a una cafetería y pidió una taza de café. El precio en el menú era de
5.000 marcos, luego quiso tomar una segunda taza de café. La cuenta fue por 14.000
marcos. El mozo le dijo que si deseaba ahorrar debía pedir dos tazas de café al
mismo tiempo.
Alemania retornó a la economía del trueque. Algunas personas compraban
pianos, automóviles, gabinetes de cocina, para desguazarlos y venderlos por
piezas.
Seres desesperados ofrecían diamantes, obras de arte, muebles, a cambio de
oro, dólares o libras esterlinas. Muchas personas opulentas usaban los garajes
de sus casas con el propósito de ofrecer desde jabón y perfumes hasta hebillas
para el cabello. Abundaron los robos, pero no en el estilo tradicional de
atracar bancos o transeúntes. La gente robaba tuberías de cobre o destornillaba
placas de bronce de puertas de calle
donde figuraban nombres de médicos o números de casas. Después del oro, el
cobre siempre ha sido un material muy apreciado, por sus múltiples usos.
Quien dejaba su automóvil en la calle, lo hacía a su propio riesgo. Muchos
amanecían observando sus automóviles reposando sobre pilones de madera. Los
neumáticos habían desaparecido, en ocasiones los asientos, y buena parte del
motor. Había preferencia por las bujías, las correas del ventilador, los alternadores.
Las prostitutas no aceptaban dinero. Toda una carretilla repleta de marcos
no alcanzaba para pagar sus servicios. Por lo tanto, había que sufragar los
gastos en mercancías. Curiosamente, uno de los productos más requeridos, aparte
de la cocaína, era el Vermouth Cinzano, pues funcionaba la publicidad y la
propaganda política. Muchos alemanes
admiraban la Italia de Mussolini, su pujante economía, la manera en que Il Duce había acabado con los
comunistas.
Tras el colapso vino el restablecimiento de la economía, pero nunca se
recuperó la honestidad previa a la inflación. Solo los nazis podían prosperar
en esa atmósfera donde nada asombraba, especialmente la locura o la crueldad.
El vaciamiento económico fue acompañado por el deterioro moral. Era necesario
tropezar con el mal afuera, para no avizorarlo adentro. Un enemigo los había
despojado de los ahorros de toda una vida; tenía que pagar por ello. El antisemitismo
floreció. Y Adolf Hitler, considerado el salvador de Alemania, descubrió que
había una solución para todos los problemas del país: consistía en el
exterminio de los judíos.
Durante los cuatro años que pasé en Buenos Aires en la década del setenta, fue
constante mi nostalgia por Venezuela, país en el que había vivido entre 1967 y
1971. Venezuela tenía una moneda estable (el cambio oficial era 4,3 bolívares
por dólar), y buenas oportunidades de trabajo, de prosperar. Pero, la metáfora
de El huevo de la serpiente, ese
magnífico filme de Ingmar Bergman, estaba presente en Venezuela, como ya lo
había estado en la Argentina.
La película detallaba las incidencias del frustrado putsch de Munich encabezado por Hitler en noviembre de 1923. El putsch fue aplastado, Hitler terminó en
la cárcel, y muchos pensaron que había llegado a su fin la carrera de un
advenedizo. En realidad, gracias a ese intento de golpe de estado comenzó su
ascenso político, como ocurrió en Venezuela con Hugo Chávez, y su frustrado
alzamiento militar de 1992. (También Perón inició su carrera política
participando en un golpe de estado, el de 1943).
La Venezuela a la que retorné en 1975 y de la cual me fui con mi esposa,
Laura Corbalán en 1980, era un próspero país petrolero. Su clase media lucía
todos los entrapments de los nuevos
ricos. Vivían para consumir, y de una manera ostentosa y ridícula. En la
sección Sociales del diario El Nacional,
era frecuente reseñar cumpleaños de perros, todos luciendo sus mejores galas.
Durante un año, fui profesor de literatura en la Universidad Católica. Una
de mis alumnas solía llevarme al lugar, pues yo no tenía automóvil. Creo que la
universidad quedaba en la urbanización Montalbán. Mi alumna me mantenía al
tanto de las peripecias de esa clase media. Su esposo hacía jingles para emisoras de radio, y ganaba
bastante dinero. Casi todos los fines de semana, la familia se iba a Miami de
compras. En una oportunidad, adquirieron toallas para el baño, pero cuando las
cotejaron con los azulejos, descubrieron que no combinaban, por lo tanto, el
siguiente fin de semana, retornaron a Miami para comprar azulejos que combinaran
con las toallas.
La corrupción durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez era
rampante. Uno de los casos más famosos fue el de la compra del barco
frigorífico “Ragni Berg”, luego rebautizado “Sierra Nevada”. El barco costó más
de 20 millones de dólares (estamos hablando de la década del setenta). El
sobreprecio pagado para beneficiar a intermediarios y funcionarios superó los ocho millones de dólares. La nave nunca fue
utilizada y terminó abandonada en el río Orinoco.
Pero, a diferencia del régimen chavista, donde absolutamente todos los
chanchullos se barren debajo de la alfombra, Pérez fue acusado por el Congreso
de responsabilidad política tras concluir su primer mandato. Finalmente, sufrió
una condena política, pero no administrativa. De haber recibido una condena
administrativa, nunca más hubiera podido postularse a la presidencia.
De todas maneras, mientras la clase media se beneficiaba de la largueza del
gobierno, y los ricos se hacían obscenamente ricos, desde los cerros de
Caracas, en el interior de sus “casas de cartón”, como las rebautizó el
cantante y poeta Alí Primera, se iba cocinando un lerdo resentimiento que
redundó en la inmensa popularidad del chavismo, y en su permanencia en el poder
hasta el día de hoy. La desigualdad social en Venezuela era para quitar el
aliento.
Por cierto, el chavismo ha empeorado la situación de Venezuela hasta
límites inenarrables. Bebés mueren en los hospitales por falta de medicinas –el
Internet se ha convertido en la farmacia virtual de Venezuela– los apagones de luz de más de cuatro horas
son cotidianos, las colas para comprar comida pueden superar el kilómetro, y
más de un cuarto millón de personas han sido asesinadas en la última década por
bandas que cuentan con arsenales más modernos que las fuerzas de
seguridad. El país recuerda a un enfermo
terminal.
Durante la Venezuela prechavista y la Argentina preperonista, lo único que
se conocía de esos países era el neorriquismo de los privilegiados. A
principios del siglo veinte, como nos informa Amy Kaminsky en su excelente
libro Argentina, Stories for a Nation,
el sinónimo de argentino era “rastacuero”, pues su oligarquía se había
enriquecido con “los cueros de sus vacas muertas”. Circulaban historias, algunas reales, otras
apócrifas, de ganaderos viajando en barcos a Europa con sus familias y una vaca
lechera, para no privarse nunca del fresco líquido vital.
Los venezolanos pudientes de la Cuarta República, y muchos miembros de su
clase media, eran conocidos como “dame dos”. Todo les resultaba tan barato en
las boutiques y malls de Miami, que
no podían conformarse con un solo objeto. Y, de nuevo, ignoro si se trata de
una realidad, o una leyenda, dicen que existen Ipads con cubierta de oro
dieciocho quilates, en posesión de muchos beneficiados por el régimen chavista.
Lamentablemente, como los alemanes de la República de Weimar, como los
argentinos de las últimas siete décadas, como los venezolanos de los últimos
treinta años, la prosperidad de sus países resultó ser una quimera. En las tres
naciones, la hiperinflación sirvió para desenmascarar un tinglado de mentiras y
exhibir un enorme deterioro moral.
A veces, pequeños detalles informan mejor de una situación que persistentes
malas noticias, o abrumadoras estadísticas. Cuando Laura retornó a la Argentina
en 1977, para graduarse de psicoanalista, se encontró con un panorama
surrealista. Ya estaba emplazada la dictadura militar de Jorge Rafael Videla,
las desapariciones se multiplicaban, y las conversaciones estaban plagadas de
silencio. La absoluta anomalía pasaba por normalidad. Durante el día, todo
parecía tranquilo. Recién en la noche empezaban a ocurrir cosas desagradables.
En cierta ocasión, Laura se encontró con uno de sus ex profesores, un
hombre muy cordial, muy generoso. Se sentaron a conversar en un café,
“cambiaron figuritas”, como se dice en la jerga porteña, y el hombre le aseguró
que nada había que temer. Era falso lo que decían los periódicos en el exterior
sobre el clima de violencia. Todo estaba tranquilo.
En determinado momento, como por casualidad, el exprofesor le preguntó a
Laura si todavía tenía con ella algunos de los libros de filosofía que le había
prestado. ¿Era posible que se los devolviera? Laura le dijo que sí, que con
mucho gusto. Al día siguiente le restituyó los libros. Luego me comentó: “Nunca
más en mi vida volveré a ver a esa persona. Estoy segura de que me pidió los
libros porque teme que algún día me secuestren y me hagan desaparecer. Y
entonces, no podrá recuperar sus libros. Él ama demasiado los libros de su
biblioteca”.
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