Mario Szichman
Varios estantes de mi biblioteca están dedicados a libros de How to do: How to Write Mysteries, o cómo escribir novelas románticas, o de
ciencia ficción, o guiones para cine. Antes de comenzar a escribir una novela,
releo varios de esos libros, y especialmente Plot, de Ansen Dibell. Siempre encuentro nuevas ideas, y
especialmente, la manera de llevarlas a cabo para que el relato tenga un
redondo final.
El octavo capítulo de Plot
(Patterns, Mirrors and Echos), es el retablo de las maravillas, obra de una
gran creadora. Pues los modelos, espejos y ecos de una narración, “el
considerable aunque sutil poder de la recurrencia”, crean la diferencia entre
una obra discreta y una buena obra.
Los antiguos maestros conocían muy bien esa técnica, enlazando personajes
diametralmente opuestos, como en Doctor
Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson, en William Wilson, de Edgar Allan Poe, o en El Doble de Fiodor Dostoievsky. Un ser humano con dos
sensibilidades, dos cuerpos –uno sano, el otro maltrecho, uno, un dechado de
virtudes, otro incapaz de respetar siquiera a un niño– terminan convergiendo o
simplemente asignando todos sus pecados a un solo responsable.
¿Por qué es tan atractiva la figura del doble? Por su ambigüedad: es
difícil saber dónde termina el bien y comienza el mal. Y ¿cómo se consigue ese
efecto? A través de los espejos y de los ecos. En algún momento de los textos
antes mencionados, la parte buena debe confesar sus maldades, exponer la
tentación de infringir las normas sociales.
En un buen texto, todo posee resonancia. Aquello que ocurre con los dobles
de la literatura también sucede con grupos más amplios; cada uno refleja sus
conflictos a través del diálogo o de la acción.
Cuando el lector abre un texto literario, nada sabe de los personajes, del
lugar que habitan, de los trances o peligros que deben afrontar. El buen
narrador nos permite avanzar en el conocimiento a través del diálogo y de la
descripción. Creo que cuando más austera es la descripción, más impacto posee
un relato. Por supuesto, ciertas descripciones son inolvidables, porque en
breves trazos configuran un personaje. Borges citaba con devoción la imagen que
creaba Stevenson del viejo marinero de La
isla del tesoro, con su “sabre cut
across one cheek, a dirty, livid white” (el sablazo que cruzaba una
mejilla, de un sucio, lívido blanco). Pero en general, las novelas no tienen
que estar muy amuebladas, como
aconsejaba Willa Cather, una gran narradora norteamericana.
El
contexto en que se mueven los personajes se va aclarando a medida que
transcurre el relato perfilando sus actitudes, y reiterándolas, señalando sus
preocupaciones, e insistiendo en ellas, aunque desde diferentes ángulos. Como
indica Dibell, la primera vez que un personaje dice “¡No!”, el lector le presta escasa atención. Cuando
más adelante el personaje dice “¡No, no!”, en el mismo setting, el lector atiende al énfasis, y el conflicto se
profundiza.
Dentro de ese juego de espejos y de ecos, siempre surge la variable, que,
por cierto, es la base del folklore de muchos pueblos: la regla de tres: “Uno
es un incidente”, nos recuerda Dibell,
“dos, es un modelo; tres, es el episodio que quiebra el modelo”. Como en el
cuento de los tres cochinitos. El primero construye una vivienda de paja, el
segundo, una de ramas, y solo el tercero logra burlar al lobo cuando erige una
casa de ladrillos.
EL ARTIFICIO DE
LA PALABRA
Nadie hace literatura realista, cine realista, o teatro realista. Construye
escenarios donde coexisten seres humanos que son paradigmas proporcionados por
los autores desde tiempo inmemorial. Se trata de individuos tan arquetípicos
que han permitido el surgimiento de uno de los mejores géneros de la creación
artística: la parodia.
Ninguno de esos individuos circula por la vida cotidiana, que es la cosa
más aburrida del mundo. Al ser humano no le interesa tropezar con su vecino en
novelas, películas, o en el teatro. El Willy Loman de La muerte de un viajante, la obra de Arthur Miller, no es cualquier
viajante de comercio; es una figura trágica. En ciertos momentos, recuerda a un
personaje de Shakespeare.
La novela Gone Girl, de Gillian
Flynn, describe a un matrimonio de jóvenes yuppies, Nick y Amy Dunne, que
trabajan en empresas periodísticas neoyorquinas, hasta que la crisis financiera
de 2009 los deja sin empleo forzándolos a reducir drásticamente sus anhelos de
fama y de dinero. La pérdida de status
los constriñe a iniciar una nueva vida en North Carthage, Misurí, lugar de
origen de Nick, que, para ambos, representa el infierno en la tierra. Un día,
la esposa, Amy, desaparece como por encanto. Su esposo se convierte en el
principal sospechoso de su desaparición. A poco de andar, el único futuro que
aguarda a Nick es ser ejecutado con una inyección letal.
Más que el final de la historia, interesa ver la manera en que Gillian
Flynn crea una novela de gran suspenso, de esas que no se pueden abandonar
hasta la última página, en base a elementos trillados y escasamente atractivos.
Tanto Amy como Nick son average people,
más apropiados para una telenovela que para una novela de gran calidad. ¿Cuál
fue el toque de genio de la narradora? Introducir el Mal, con mayúsculas, en el
cuerpo de una atractiva ama de casa. En cierta manera, recuerda ese experimento
en horror titulado The Bad Seed (la mala semilla), de William March. La novela
se transformó en un éxito de taquilla al ser llevada al cine, en 1956. Contaba
la historia de una adorable niñita, rubia, con pecas, Rhoda, (Patty McCormack),
que era además una asesina.
Como nota al margen, al final del filme, seguramente a pedido de algún
organismo de censura, hubo que agregar un post–epílogo en el cual Nancy Kelly,
quien interpretaba a la madre de la asesina, sentaba a la niña sobre sus
rodillas, y le daba una zurra por portarse mal. Teniendo en cuenta que el
“portarse mal” de Rhoda consistía en por lo menos dos asesinatos, y que la
madre había decidido matar a su hija para que no siguiera haciendo daño
–sucumbiendo en el intento– ese post-epílogo debe haber sido una de las farsas
más macabras en la historia del cine.
Pero el melodrama y el gran guignol siguen siendo excelentes especias a la
hora de aderezar un plato insípido. Flynn decidió inyectar en una pareja más o
menos normal un poderoso instinto homicida, acompañado de un gran sentido del
humor, y de un infalible oído para detectar frases hechas, y todo aquello que
se conoce como corny: cursi,
sensiblero, trillado.
Glynn exageró episodios, ocultó datos, fue desenmascarando las verdades por
trocitos, llevó a los lectores de sorpresa en sorpresa, revelando luego que
algunas de las verdades eran descaradas mentiras. Además, usó el juego de los
espejos y de los ecos para transfigurar a los protagonistas en permutables
doctores Jekyll y señores Hyde.
Amy llena su universo de mentiras para destruir a su esposo. Nick responde
con otras mentiras alternativas. El vigor de la narración es, en buena parte,
resultado de lo similares que son los cónyuges en su conducta, en sus
instintos, en su desprecio por el prójimo. Si Nick emerge algo mejor en el
desdichado final, es porque carece de la energía y de la diabólica inventiva de
Amy. Todo lo que se le ocurre a Amy para acabar con la existencia de su esposo
podría alimentar diez novelas policiales, aunque con una diferencia. Las
novelas policiales están habitadas por femme
fatales; en cambio, la protagonista de Gone
Girl es apenas una mujer más, aunque con cierto espíritu envidioso y muy
posesiva. Con esos elementos, llevados al paroxismo, Glynn creó una novela de
fenomenal tensión.
LA CONFECCIÓN DE
UN MANUSCRITO
Algunos novelistas suelen quejarse de que en algún momento de su narración,
la trama se afloja, y desconocen cómo ponerle fin. ¿No es una pérdida de tiempo
y de dinero ponerse a escribir una novela ignorando la manera de hacerla
avanzar y de que tenga un buen final? Basta leer Plot de Ansen Dibell o The
Art of Dramatic Writing, el extraordinario ensayo de Lajos Egri, para
aprender a cubrir todas las etapas de la confección de un manuscrito.
¿Qué tal si un arquitecto, o un albañil, ignoran los materiales necesarios
para construir una vivienda? preguntaba Egri en su libro. Para el escritor, los
materiales son el plan de la trama, seguido de los personajes encargados de
glosarla y del conflicto. ¿Cuál es el propósito de la trama en Rey Lear?: “Demostrar que la confianza
ciega conduce a la destrucción”, indicaba Egri. ¿Cuáles son los personajes de
esa obra de teatro? Las tres hijas del monarca. Dos de ellas lo halagan, lo
inducen a despojarse de la corona, y luego lo degradan y lo hunden en la
insania. La tercera, Cordelia, es exilada del reino por su honestidad, que
incluye revelar las maquinaciones de sus hermanas.
El escritor debe saber, antes de comenzar su tarea, cuál será el final.
Después de al menos un par de milenios de obras de teatro y de novelas, hay un
robusto andamiaje para no perderse en callejones sin salida. Un famoso ejemplo
es Caleb Williams, la novela de
William Godwin, padre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein. En la introducción a Caleb Williams, Godwin explicó que primero pensó en la trama como
“una ficción de aventuras, que debía distinguirse de alguna manera por un
interés muy poderoso. En la cacería de esa idea, inventé primero el tercer
volumen del relato, luego el segundo, y finalmente, el primero”. La trama debía
basarse “en una serie de aventuras de huida y de persecución: el fugitivo,
temiendo perpetuamente ser abrumado con las peores calamidades, y el
perseguidor, prevaleciendo siempre, gracias a su ingeniosidad y recursos”.
Godwin también reconoció en la introducción, que abrevó de manera abundante
en otros autores. “Pues todos nosotros estamos obligados a explorar las
entrañas de la mente y del motivo, y a trazar los reencuentros y pugnas que se
pueden registrar entre uno y otro hombre en el diversificado escenario de la vida
humana”.
Esos reencuentros y enfrentamientos de los que hablaba Godwin representan
el conflicto mencionado por Egri, o esos espejos o ecos a los que alude Dibell.
Generalmente, cuando se reducen los personajes antagónicos, la narración
adquiere más fuerza. Con Jekyll y Hyde, con William Wilson y su alter ego, con
el doble de Dostoievski, asistimos al enfrentamiento del cuerpo escindido.
Godwin no pertenecía todavía a esa época (Caleb
Williams fue publicada en 1794).
El protagonista necesitaba un antagonista
fuera de su cuerpo, y su implacable perseguidor, el señor Falkland, es uno de
los más complejos villanos de la narrativa moderna. Godwin logró humanizarlo,
quizás de manera inconsciente, al decidir contar la historia al revés,
partiendo por el final. A medida que fue desandando los pasos, el narrador pudo
crear un villano muy peculiar, un ser que había nacido bueno, honesto,
orgulloso, y al cual uno de sus vecinos, un canalla de verdad, lo había
hostigado de todas las maneras posibles y arruinado la vida de otros seres
humanos. Desconfiando de la equidad de los magistrados, Falkland decidía tomar
la justicia en sus propias manos.
Recién mucho más tarde, Godwin trajo al escenario a Caleb Williams, un
joven muy instruido, pero ignorante de la naturaleza humana. Caleb Williams es
contratado para trabajar en la mansión de Falkland, y descubre el crimen. Su
empleador lo admite, y amenaza a su empleado con asesinarlo si revela su
secreto.
A partir de ese instante empieza la odisea del protagonista, que debe huir
de la mansión, y tropezar con dificultades crecientes. Falkland es como un
tirano omnipresente, que frustra todas las tentativas de Caleb Williams por
librarse de su persecución.
¿POR DÓNDE
EMPEZAR?
Siempre me fascinó el narrador policial Mickey Spillane, creador del
detective Mike Hammer. Spillane venía de la venerable y prolífera escuela del pulp, una narrativa pespunteada por
brillantes diálogos, mujeres sensuales, hombres codiciosos, policías no muy
brillantes, y cuya columna vertebral era una trama intrincada y veloz.
El modelo del pulp vino en todas
las variedades, pero hasta ahora no he leído una sola novela de ese subgénero
que resulte aburrida, carezca de ironía, o de por lo menos un personaje
inolvidable. Después de todo un narrador “de segunda” como Day Keene, (para mí
es de primerísima fila), es capaz de usar como uno de sus protagonistas a un
cubano–estadounidense como Miguel Tomás José Guido Laredo, un trapecista que ha
perdido una pierna en Playa Girón, y le añade como pareja a Paquita, que es
muda. Mientras Miguel trata por todos los medios de evitar que Paquita lo vea
vestirse “y le ofrezca una prueba visual de que está casada con la mitad de un
hombre”, su esposa debe comunicarse escribiendo en un anotador sus sentimientos
y preocupaciones. Las maravillas que logra Keene con esa pareja tan despareja,
y que tanto se ama, son imposibles de alcanzar en una novela convencional.
Spillane sabía cómo crear diálogos –algunos de ellos han sido imitados
hasta el cansancio en parodias como Airplane–
o inventar situaciones inverosímiles sin que el lector lo cuestionara. En una
de sus novelas, tras perpetrarse un crimen en un salón de fiestas, los
doscientos cincuenta sospechosos eran dejados en libertad de inmediato, luego
que Mike Hammer decidía, sin explicación alguna, que ninguno de ellos podría
haber cometido el asesinato.
Pero Spillane sabía algo más: cómo imaginar sorprendentes finales para que
el lector siguiera comprando sus
relatos. Como el resto
de los creadores del pulp, nunca tuvo problemas para cerrar un relato con
broche de oro. Conocía el oficio como nadie.
“La primera frase de una novela”, era la consigna de Spillane, “vende el
resto de la narración. Y la última frase de la novela, ayuda a vender la novela
siguiente”.
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