miércoles, 25 de mayo de 2016

El oficio de escribir

Mario Szichman


Varios estantes de mi biblioteca están dedicados a libros de How to do: How to Write Mysteries, o cómo escribir novelas románticas, o de ciencia ficción, o guiones para cine. Antes de comenzar a escribir una novela, releo varios de esos libros, y especialmente Plot, de Ansen Dibell. Siempre encuentro nuevas ideas, y especialmente, la manera de llevarlas a cabo para que el relato tenga un redondo final.   
El octavo capítulo de Plot (Patterns, Mirrors and Echos), es el retablo de las maravillas, obra de una gran creadora. Pues los modelos, espejos y ecos de una narración, “el considerable aunque sutil poder de la recurrencia”, crean la diferencia entre una obra discreta y una buena obra.  
Los antiguos maestros conocían muy bien esa técnica, enlazando personajes diametralmente opuestos, como en Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson, en William Wilson, de Edgar Allan Poe, o en El Doble de Fiodor Dostoievsky. Un ser humano con dos sensibilidades, dos cuerpos –uno sano, el otro maltrecho, uno, un dechado de virtudes, otro incapaz de respetar siquiera a un niño– terminan convergiendo o simplemente asignando todos sus pecados a un solo responsable.
¿Por qué es tan atractiva la figura del doble? Por su ambigüedad: es difícil saber dónde termina el bien y comienza el mal. Y ¿cómo se consigue ese efecto? A través de los espejos y de los ecos. En algún momento de los textos antes mencionados, la parte buena debe confesar sus maldades, exponer la tentación de infringir las normas sociales.
En un buen texto, todo posee resonancia. Aquello que ocurre con los dobles de la literatura también sucede con grupos más amplios; cada uno refleja sus conflictos a través del diálogo o de la acción.  
Cuando el lector abre un texto literario, nada sabe de los personajes, del lugar que habitan, de los trances o peligros que deben afrontar. El buen narrador nos permite avanzar en el conocimiento a través del diálogo y de la descripción. Creo que cuando más austera es la descripción, más impacto posee un relato. Por supuesto, ciertas descripciones son inolvidables, porque en breves trazos configuran un personaje. Borges citaba con devoción la imagen que creaba Stevenson del viejo marinero de La isla del tesoro, con su “sabre cut across one cheek, a dirty, livid white” (el sablazo que cruzaba una mejilla, de un sucio, lívido blanco). Pero en general, las novelas no tienen que estar muy amuebladas,  como aconsejaba Willa Cather, una gran narradora norteamericana.
            El contexto en que se mueven los personajes se va aclarando a medida que transcurre el relato perfilando sus actitudes, y reiterándolas, señalando sus preocupaciones, e insistiendo en ellas, aunque desde diferentes ángulos. Como indica Dibell, la primera vez que un personaje dice “¡No!”,  el lector le presta escasa atención. Cuando más adelante el personaje dice “¡No, no!”, en el mismo setting, el lector atiende al énfasis, y el conflicto se profundiza.  
Dentro de ese juego de espejos y de ecos, siempre surge la variable, que, por cierto, es la base del folklore de muchos pueblos: la regla de tres: “Uno es un incidente”,  nos recuerda Dibell, “dos, es un modelo; tres, es el episodio que quiebra el modelo”. Como en el cuento de los tres cochinitos. El primero construye una vivienda de paja, el segundo, una de ramas, y solo el tercero logra burlar al lobo cuando erige una casa de ladrillos.

EL ARTIFICIO DE LA PALABRA

Nadie hace literatura realista, cine realista, o teatro realista. Construye escenarios donde coexisten seres humanos que son paradigmas proporcionados por los autores desde tiempo inmemorial. Se trata de individuos tan arquetípicos que han permitido el surgimiento de uno de los mejores géneros de la creación artística: la parodia.
Ninguno de esos individuos circula por la vida cotidiana, que es la cosa más aburrida del mundo. Al ser humano no le interesa tropezar con su vecino en novelas, películas, o en el teatro. El Willy Loman de La muerte de un viajante, la obra de Arthur Miller, no es cualquier viajante de comercio; es una figura trágica. En ciertos momentos, recuerda a un personaje de Shakespeare.  
La novela Gone Girl, de Gillian Flynn, describe a un matrimonio de jóvenes yuppies, Nick y Amy Dunne, que trabajan en empresas periodísticas neoyorquinas, hasta que la crisis financiera de 2009 los deja sin empleo forzándolos a reducir drásticamente sus anhelos de fama y de dinero. La pérdida de status los constriñe a iniciar una nueva vida en North Carthage, Misurí, lugar de origen de Nick, que, para ambos, representa el infierno en la tierra. Un día, la esposa, Amy, desaparece como por encanto. Su esposo se convierte en el principal sospechoso de su desaparición. A poco de andar, el único futuro que aguarda a Nick es ser ejecutado con una inyección letal.  
Más que el final de la historia, interesa ver la manera en que Gillian Flynn crea una novela de gran suspenso, de esas que no se pueden abandonar hasta la última página, en base a elementos trillados y escasamente atractivos. Tanto Amy como Nick son average people, más apropiados para una telenovela que para una novela de gran calidad. ¿Cuál fue el toque de genio de la narradora? Introducir el Mal, con mayúsculas, en el cuerpo de una atractiva ama de casa. En cierta manera, recuerda ese experimento en horror titulado The Bad Seed  (la mala semilla), de William March. La novela se transformó en un éxito de taquilla al ser llevada al cine, en 1956. Contaba la historia de una adorable niñita, rubia, con pecas, Rhoda, (Patty McCormack), que era además una asesina.  
Como nota al margen, al final del filme, seguramente a pedido de algún organismo de censura, hubo que agregar un post–epílogo en el cual Nancy Kelly, quien interpretaba a la madre de la asesina, sentaba a la niña sobre sus rodillas, y le daba una zurra por portarse mal. Teniendo en cuenta que el “portarse mal” de Rhoda consistía en por lo menos dos asesinatos, y que la madre había decidido matar a su hija para que no siguiera haciendo daño –sucumbiendo en el intento– ese post-epílogo debe haber sido una de las farsas más macabras en la historia del cine.  
Pero el melodrama y el gran guignol siguen siendo excelentes especias a la hora de aderezar un plato insípido. Flynn decidió inyectar en una pareja más o menos normal un poderoso instinto homicida, acompañado de un gran sentido del humor, y de un infalible oído para detectar frases hechas, y todo aquello que se conoce como corny: cursi, sensiblero, trillado.   
Glynn exageró episodios, ocultó datos, fue desenmascarando las verdades por trocitos, llevó a los lectores de sorpresa en sorpresa, revelando luego que algunas de las verdades eran descaradas mentiras. Además, usó el juego de los espejos y de los ecos para transfigurar a los protagonistas en permutables doctores Jekyll y señores Hyde.  
Amy llena su universo de mentiras para destruir a su esposo. Nick responde con otras mentiras alternativas. El vigor de la narración es, en buena parte, resultado de lo similares que son los cónyuges en su conducta, en sus instintos, en su desprecio por el prójimo. Si Nick emerge algo mejor en el desdichado final, es porque carece de la energía y de la diabólica inventiva de Amy. Todo lo que se le ocurre a Amy para acabar con la existencia de su esposo podría alimentar diez novelas policiales, aunque con una diferencia. Las novelas policiales están habitadas por femme fatales; en cambio, la protagonista de Gone Girl es apenas una mujer más, aunque con cierto espíritu envidioso y muy posesiva. Con esos elementos, llevados al paroxismo, Glynn creó una novela de fenomenal tensión.

LA CONFECCIÓN DE UN MANUSCRITO

Algunos novelistas suelen quejarse de que en algún momento de su narración, la trama se afloja, y desconocen cómo ponerle fin. ¿No es una pérdida de tiempo y de dinero ponerse a escribir una novela ignorando la manera de hacerla avanzar y de que tenga un buen final? Basta leer Plot de Ansen Dibell o The Art of Dramatic Writing, el extraordinario ensayo de Lajos Egri, para aprender a cubrir todas las etapas de la confección de un manuscrito.  
¿Qué tal si un arquitecto, o un albañil, ignoran los materiales necesarios para construir una vivienda? preguntaba Egri en su libro. Para el escritor, los materiales son el plan de la trama, seguido de los personajes encargados de glosarla y del conflicto. ¿Cuál es el propósito de la trama en Rey Lear?: “Demostrar que la confianza ciega conduce a la destrucción”, indicaba Egri. ¿Cuáles son los personajes de esa obra de teatro? Las tres hijas del monarca. Dos de ellas lo halagan, lo inducen a despojarse de la corona, y luego lo degradan y lo hunden en la insania. La tercera, Cordelia, es exilada del reino por su honestidad, que incluye revelar las maquinaciones de sus hermanas.   
El escritor debe saber, antes de comenzar su tarea, cuál será el final. Después de al menos un par de milenios de obras de teatro y de novelas, hay un robusto andamiaje para no perderse en callejones sin salida. Un famoso ejemplo es Caleb Williams, la novela de William Godwin, padre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein. En la introducción a Caleb Williams, Godwin explicó que primero pensó en la trama como “una ficción de aventuras, que debía distinguirse de alguna manera por un interés muy poderoso. En la cacería de esa idea, inventé primero el tercer volumen del relato, luego el segundo, y finalmente, el primero”. La trama debía basarse “en una serie de aventuras de huida y de persecución: el fugitivo, temiendo perpetuamente ser abrumado con las peores calamidades, y el perseguidor, prevaleciendo siempre, gracias a su ingeniosidad y recursos”.
Godwin también reconoció en la introducción, que abrevó de manera abundante en otros autores. “Pues todos nosotros estamos obligados a explorar las entrañas de la mente y del motivo, y a trazar los reencuentros y pugnas que se pueden registrar entre uno y otro hombre en el diversificado escenario de la vida humana”.  
Esos reencuentros y enfrentamientos de los que hablaba Godwin representan el conflicto mencionado por Egri, o esos espejos o ecos a los que alude Dibell.  
Generalmente, cuando se reducen los personajes antagónicos, la narración adquiere más fuerza. Con Jekyll y Hyde, con William Wilson y su alter ego, con el doble de Dostoievski, asistimos al enfrentamiento del cuerpo escindido. Godwin no pertenecía todavía a esa época (Caleb Williams fue publicada en 1794).  El  protagonista necesitaba un antagonista fuera de su cuerpo, y su implacable perseguidor, el señor Falkland, es uno de los más complejos villanos de la narrativa moderna. Godwin logró humanizarlo, quizás de manera inconsciente, al decidir contar la historia al revés, partiendo por el final. A medida que fue desandando los pasos, el narrador pudo crear un villano muy peculiar, un ser que había nacido bueno, honesto, orgulloso, y al cual uno de sus vecinos, un canalla de verdad, lo había hostigado de todas las maneras posibles y arruinado la vida de otros seres humanos. Desconfiando de la equidad de los magistrados, Falkland decidía tomar la justicia en sus propias manos.  
Recién mucho más tarde, Godwin trajo al escenario a Caleb Williams, un joven muy instruido, pero ignorante de la naturaleza humana. Caleb Williams es contratado para trabajar en la mansión de Falkland, y descubre el crimen. Su empleador lo admite, y amenaza a su empleado con asesinarlo si revela su secreto.
A partir de ese instante empieza la odisea del protagonista, que debe huir de la mansión, y tropezar con dificultades crecientes. Falkland es como un tirano omnipresente, que frustra todas las tentativas de Caleb Williams por librarse de su persecución.

¿POR DÓNDE EMPEZAR?

Siempre me fascinó el narrador policial Mickey Spillane, creador del detective Mike Hammer. Spillane venía de la venerable y prolífera escuela del pulp, una narrativa pespunteada por brillantes diálogos, mujeres sensuales, hombres codiciosos, policías no muy brillantes, y cuya columna vertebral era una trama intrincada y veloz.
El modelo del pulp vino en todas las variedades, pero hasta ahora no he leído una sola novela de ese subgénero que resulte aburrida, carezca de ironía, o de por lo menos un personaje inolvidable. Después de todo un narrador “de segunda” como Day Keene, (para mí es de primerísima fila), es capaz de usar como uno de sus protagonistas a un cubano–estadounidense como Miguel Tomás José Guido Laredo, un trapecista que ha perdido una pierna en Playa Girón, y le añade como pareja a Paquita, que es muda. Mientras Miguel trata por todos los medios de evitar que Paquita lo vea vestirse “y le ofrezca una prueba visual de que está casada con la mitad de un hombre”, su esposa debe comunicarse escribiendo en un anotador sus sentimientos y preocupaciones. Las maravillas que logra Keene con esa pareja tan despareja, y que tanto se ama, son imposibles de alcanzar en una novela convencional.   
Spillane sabía cómo crear diálogos –algunos de ellos han sido imitados hasta el cansancio en parodias como Airplane– o inventar situaciones inverosímiles sin que el lector lo cuestionara. En una de sus novelas, tras perpetrarse un crimen en un salón de fiestas, los doscientos cincuenta sospechosos eran dejados en libertad de inmediato, luego que Mike Hammer decidía, sin explicación alguna, que ninguno de ellos podría haber cometido el asesinato.   
Pero Spillane sabía algo más: cómo imaginar sorprendentes finales para que el lector  siguiera comprando sus relatos. Como el resto de los creadores del pulp, nunca tuvo problemas para cerrar un relato con broche de oro. Conocía el oficio como nadie.
“La primera frase de una novela”, era la consigna de Spillane, “vende el resto de la narración. Y la última frase de la novela, ayuda a vender la novela siguiente”.





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