Mario Szichman
Cuando estaba
escribiendo la novela Los Papeles de
Miranda, encontré en Colombeia,
el archivo del Precursor Francisco de Miranda, numerosos datos sobre las
costumbres sexuales de la época en que vivió. Miranda, un gran seductor, tenía
la pasión del entomólogo a la hora de analizar esas costumbres. En alguno de sus
volúmenes narraba una visita a un café, creo que en Amsterdam. Mientras comía,
Miranda observó que una pareja subía a la parte superior del café, se sentaba
en un sofá, comenzaba a acariciarse, y hacía el amor a la vista del público. Era
obvia la actividad de los amantes aunque, al mismo tiempo, muy pudorosa. Tal
como señaló David Stevenson en The Times
Literary Supplement, la desnudez en las parejas es un invento bastante
reciente. “Existen evidencias”, dijo Stevenson, “que en el siglo dieciocho,
llevarse a una mujer a la cama era mucho más fácil que verla desnuda. Era muy
común estar casado e ignorar detalles íntimos de la anatomía femenina”. Se ignora qué es más natural o más perverso,
pero es obvio que en la época de Miranda, era posible dar más rienda suelta a
la imaginación erótica que en el siglo veintiuno, donde todo es explícito, y la
pornografía, gracias al internet, ha invadido espacios públicos y privados.
También el siglo XVIII permitió el florecimiento de otra pornografía: la política. Honoré
Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, más famoso por sus vicios que por sus
virtudes, comenzó a hacerse famoso mucho antes de ingresar a la Asamblea
Nacional de Francia. Su Erotika biblion,
un manual que enseñaba a las doncellas cómo satisfacer a su galán, fue un best seller en su época.
Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau.
De Joseph Boze http://www.europeana.eu/portal
Pero ni Mirabeau
ni otras docenas de escritores se limitaban a describir encuentros eróticos
entre un hombre y una mujer. París estaba repleto de estanquillos junto al río
Sena donde vendían folletos en que se describían orgías y se denigraba a
miembros de la realeza por sus escasos atributos viriles. La mayoría de esos
folletos tenían explícitas ilustraciones donde solía mostrarse a una reina
disoluta y a un monarca impotente desesperado por no poder cumplir con sus
deberes conyugales.
Mirabeau no fue
el único de los protagonistas de la Revolución Francesa en dedicarse a la
pornografía. En mi novela Eros y la
doncella, decía que varios de los representantes de los Estados Generales
convocados por el rey Luis XVI en 1789 habían “abandonado sus oficios
principales: la medicina, el derecho, la narrativa, el teatro, la pornografía,
para discutir, por escasas semanas o meses, los agudos problemas de Francia, y
encontrarles una solución”. Entre ellos descollaba uno de los futuros jefes de
la Gironda, Jacques Pierre Brissot, “un exitoso panfletista, primero
pornográfico, luego político”, que fundaría un grupo antiesclavista denominado La Sociedad de Amigos de los Negros,
abriendo las compuertas para la rebelión en Haití, y para la primera república
independiente en América latina.
¿QUÉ PODEMOS HACER CON LA
PORNOGRAFÍA?
Hay interesantes
discusiones sobre el lugar que ocupa la pornografía en nuestra sociedad y su
factible influencia en las costumbres. Kate Manne, al comentar en The Times Literary Supplement el libro
de Nancy Bauer How To Do Things With
Pornography (Harvard University Press) compara la pornografía sexual con la
pornografía alimenticia (food porn)
en la televisión. ¿Cuántos de quienes observan food porn están dispuestos a copiar las recetas y las infinitas
tareas de los chefs? Hacer una buena comida es una tarea ciclópea. “Tal vez
observamos” esos programas, dice Manne, “porque hacer una cena en serio es algo
agotador y exige mucho” de nuestro tiempo. Quizás mientras el espectador presta
atención al cocinero, está masticando de manera distraída un trozo de pizza, o
comida china encargada por teléfono. Y lo mismo podría aplicarse a la
pornografía. ¿Está dispuesto el espectador de esas acrobacias sexuales a
repetirlas con su partner? Vivimos en
un mundo de voyeuristas, pero del dicho al hecho, hay un enorme trecho.
Además, tanto la
comida como el sexo se concentran en buena parte en la degustación, no en el
hartazgo. Y en ese sentido, la pornografía es, al amor, lo que una gran
comilona es en relación al placer de saborear un buen plato, mientras se
disfruta de una buena conversación.
¿En qué momento
una comida comienza a “caernos mal”? ¿En qué momento el intenso placer sexual
se convierte en algo repulsivo?
Bauer, la autora
de How To Do Things With Pornography
señala que el problema con la pornografía, como con cualquier otra exageración,
es que infunde falsas expectativas. En primer lugar, impide la seducción. Se
trata de una utopía –ella habla de pornoutopía– donde todo es posible y
realizable. “Los deseos de cada persona, son siempre compatibles con los de su
amante”. Como no hay límites, tampoco existe la ley. De esa manera, el incesto
y la violación son abolidos de la ecuación. La pornografía no sirve siquiera
como educación sexual.
Y aparte de los
riesgos de usar al ser humano como un objeto –especialmente a la mujer– es muy
aburrida. La sensualidad es búsqueda, suspenso, interacción. Es inclusive pudor.
Involucra a dos personas intentando descubrir el placer de amar. Pero, si todo
está permitido, si el deseo de cada uno no respeta el deseo del otro, incita a
la degradación. Y algo de similar gravedad: el ser que padece la impudicia del
otro ignora sus derechos. Su cuerpo puede ser profanado sin problema alguno. Cuando
todo es tolerado, se cancela la dignidad.
Desde los
comienzos de la humanidad, la mujer ha sido considerada inferior al hombre. Y
la pornografía es una poderosa herramienta para mantenerla en su lugar.
Inclusive a través de la violencia física.
Otro de los
problemas con la pornografía es que acaba con la individualidad. Necesita
exhibir cierto arquetipo de mujer o de hombre para complacer a la mayor
cantidad de voyeuristas. Y en esa tarea, requiere apelar a rasgos muy
convencionales. Si observamos a las grandes diosas del cine, veremos que no
solían ser “bimbos” como dicen por estas tierras. Alfred Hitchcock detestaba
las actrices que exhibían su sexualidad. Las prefería en el sobrio estilo de
Tippi Hedren, o de Teresa Wright.
La gran mayoría
de las estrellas de Hollywood eran atractivas, pero no pinups. Ahí están los ejemplos de Barbara Stanwyck, Ida Lupino, o
Joanne Crawford. Y cuando lo eran, como en los casos de Rita Hayworth o de Jane
Greer, no resultaban convencionales, o fáciles. La pornografía necesita que la
mujer sea fácil, dispuesta a toda afrenta.
Es curioso que
ya en la Biblia, el acto sexual sea considerado “conocimiento”. Amar es conocer
al otro, descubrirlo en cada encuentro. El amor puede progresar o decepcionar,
pero es siempre un proceso, A work in
progress. La pornografía funciona en un eterno presente. Ignora las
diferencias que pueden conducir a un gran ardor, o a un total desencanto.
Elimina la pasión. Y la ilusión, especialmente la ilusión. El enamorado suele
encontrar en el objeto de su amor cualidades que escapan al común de los
mortales. Su tarea es aportar fantasías y ausencias.
Y creo que
cuento con un buen ejemplo para demostrar la importancia de la ilusión en todo
vínculo erótico. Entre los personajes que intenté recrear en Eros y la doncella, uno de los más
conocidos a nivel literario, pero menos famoso como político –aunque participó
como convencional en la Asamblea Nacional de Francia– fue Jean Baptiste Louvet
de Couvray. Además de escribir las archipornográficas “Aventuras del caballero
Faublas”, publicadas en la misma imprenta que Beaumarchais, Louvet fue un ser
muy honesto, de extraordinario coraje personal y de gran sensatez política.
Si lo convertí
en uno de los protagonistas de Eros y la
doncella fue no solo porque sus arriesgadas peripecias políticas eran más
interesantes que las aventuras del caballero Faublas, sino porque no creía en
la pornografía, sino en el amor más romántico y casto. Louvet se enamoró
perdidamente de una mujer casada, Marguerite Denuelle, y huyó con ella a París.
Luego la transformó en Lodoiska, la eterna amante del caballero de Faublas. Tal
era la fijación con el personaje de novela, que Louvet nunca llamó a su
compañera Marguerite, sino Lodoiska.
Tras la caída de
Robespierre, a comienzos de 1795, Louvet reconquistó su puesto en la Convención
Nacional y con su compañera abrió una librería en el 24 de la Galerie Neuve, en
el Palais Royale. Me encanta una anécdota que cuentan de la pareja. La actriz
Louise Fusil quiso conocer a los amantes, pues, como dijo en sus memorias Souvenirs d’une actrice, imaginaba a un Louvet como la reencarnación del caballero de
Faublas, y a una Lodoiska, “siempre bella, siempre adorable”. Le pidió a una
amiga que le presentara a los Louvet. “Y me quedé bastante sorprendida”, dijo
la actriz, “al encontrar en lugar del apuesto Faublas a un hombre delgado,
pequeño, de aspecto bilioso, de escasa elegancia, y vestido con ropas raídas.
¡Y la bella Lodoiska! Ella era fea, de piel oscura, con el rostro marcado de
viruelas. El personaje más vulgar que uno se puede imaginar”.
El amor, nunca
la pornografía, permite reformular el aspecto del ser querido. El caballero
Faublas nunca habría puesto los ojos en la verdadera Lodoiska, la hubiera
rechazado con disgusto. En cambio Louvet, murió perdidamente enamorado de su
inmortal Lodoiska.
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