Mario Szichman
Para Carmen Virginia Carrillo,
que me hizo apostar
a una nueva escritura
En 1999, fui invitado a participar en una antología de escritores judíos
latinoamericanos, editada por Stephen A. Sadow.[i]
Es un bello libro, Sadow hizo una excelente tarea, su introducción es peerless, y logró congregar a muy buenos
autores, entre ellos Alberto Gerchunoff, Alicia Freilich, Margo Glantz,
Angelina Muñiz–Huberman, Alcina Lubitch Domecq, Ruth Behar, Marjorie Agosín,
Ricardo Feierstein, Ariel Dorfman, Isaac Goldemberg, y Moacyr Scliar.
Para mí, el 1999 fue el año de la gran divisoria de aguas. La magra
bibliografía que figura al final de King
David´s Harp, así lo registra. Hasta ese momento había publicado solo las
novelas que integran La trilogía del Mar Dulce: Los judíos del Mar Dulce, La
verdadera crónica falsa, y A las
20:25 la señora entró en la inmortalidad, la última en 1981. En los 18 años
siguientes no pude publicar una sola novela nueva. A las editoriales no les
interesaba mi producción.
Afortunadamente, el viraje hacia la narrativa histórica venezolana me abrió
un nuevo y fructífero camino en estas dos últimas décadas. En el 2000 publiqué Los papeles de Miranda, en el 2004 Las dos muertes del general Simón Bolívar,
en el 2007 Los años de la guerra a
muerte. En el 2010 fue lanzado mi libro de ensayos El imperio insaciable, seguido de las novelas Eros y la doncella (2013), y La
región vacía (2014). Y hay otras dos novelas finalizadas, y otra que está
en la etapa del work in progress.
Repasar el texto que publiqué en King
David´s Harp me confirmó que la persona que se dedica al oficio de escribir
–siempre oficio, nunca arte– vive varias vidas. Uno de los peores errores es
aferrarse a viejos textos cuando emprende nuevas existencias. Después de
algunos años, esos textos de épocas pretéritas languidecen y mueren. Jorge Luis
Borges daba un buen consejo: “Hay que publicar, porque si no, pasamos nuestra
vida corrigiendo”. Si un texto se resiste de manera excesiva, es infructuoso
querer mejorarlo. Anuncia que hemos sufrido un cambio de piel. La vida nos
reclama otros desafíos.
Al mismo tiempo, no hay que perder mucho tiempo en la confección de un
texto nuevo, hay que machacar en caliente, hundirse en sus páginas de manera
febril, darse un plazo, y finalizar la tarea. En primer lugar, el oficio nos
ayuda mucho. Y luego, los personajes. Aunque en la vida real lidiamos con
infinidad de seres, en el proceso de creación es mejor abastecerse con figuras
que ya aparecieron en las comedias y tragedias de griegos y romanos. En esa
maravilla de cuento que es Pierre Menard,
autor del Quijote, Borges nos
señala que el contexto es todo. Podemos enunciar exactamente las mismas
palabras escritas por Cervantes, y sin embargo, tras algunos siglos, adquieren
un significado muy diferente. La historia, las costumbres, el vestuario, se
ocupan de disfrazar y de moldear a los seres de manera persistente.
William Shakespeare, que algo sabía de su oficio, estaba convencido de que
eran escasos los paradigmas. Siempre recurría a los mismos: el marido celoso,
el militar fanfarrón, el bufón, el monarca, la mujer casquivana, el glotón, los
amantes desesperados, y los gobernantes sedientos de sangre. Muy pocas figuras
nuevas se han acoplado a esos arquetipos en los últimos siglos. Y algunas de
ellas, se han vaciado en modelos anteriores.
Mi aporte a la antología de Sadow consistió en el ensayo Distorted Words, Distorted Images, Broken
Languages. En esa época, estaba todavía muy obsesionado con mi historia
familiar. Y en ese proceso, aunque
algunos fantasmas fueron puestos a dormir, otros se empecinaron en reaparecer.
Las tramas de mis novelas eran demasiado complejas, y mis frases, excesivamente
largas. Mi conclusión es que uno nunca concluye el aprendizaje, o abandona su
devoción por los grandes maestros. He aquí algunos fragmentos de ese ensayo.
Creo que me decidí a escribir ficción tras descubrir que cada palabra puede
ser una mentira, o un malentendido. George Orwell hablaba acerca de esos
“salvajes, casi lunáticos malentendidos
que forman parte de las diarias experiencias de la infancia”. Y si una
persona tiene bastante paciencia, puede convertir las falsedades y
tergiversaciones en una profesión.
Recuerdo que mi madre me dijo en cierta ocasión que uno de mis amigos se
había caído de la bicicleta y el ojo derecho tenía el tamaño de una pelota de
fútbol. Mi madre no quería comprarme una bicicleta, por lo tanto, el accidente
de mi amigo servía para disuadirme de la idea. Pero al día siguiente, cuando
buscaba ansiosamente a mi amigo, y esperaba verlo convertido en un monstruo, me
sentí decepcionado. El ojo derecho de mi amigo estaba algo lastimado, pero no
parecía un cíclope. Si bien mi madre contaba con una gran imaginación, ignoraba
cómo dar solidez a una mentira. Tal vez mi amigo debería haberse mudado a otra
galaxia, donde era imposible verificar el tamaño de su ojo lastimado.
Pero la proclividad de mi madre a la exageración, seguida de la decepción
del escucha, no era una peculiaridad, sino algo que flotaba en la atmósfera.
Los seres humanos, las instituciones de mi infancia, tenían la extraña
costumbre de observar al mismo tiempo a través de ambos lados del telescopio.
Algunas cosas se minimizaban, otras se agigantaban: amenazas, tendencias,
reputaciones, o edificios. (¿Cuantas veces los gobiernos se fijaron el objetivo
de crear La Argentina Potencia?) Era casi imposible conseguir que alguien
observara un ojo tenuemente lastimado. Ni aunque ese ojo estuviera delante de
nuestras narices. Y voy a dar un ejemplo.
En los libros escolares aparecían ilustraciones del Cabildo de Buenos
Aires, el consejo municipal durante la época de la colonia. Fue en ese Cabildo
donde los patriotas argentinos libraron sus primeras batallas por la
independencia o por la eterna dependencia. (Los “revisionistas” argentinos
sostenían que los gobiernos siempre habían acatado a potencias extranjeras).
En las ilustraciones, el Cabildo parecía tener el tamaño de la pirámide de
Giza, era algo colosal. Es una pena que el Cabildo siga existiendo, en vivo y
en directo, en el centro de Buenos Aires, frente a la Casa Rosada, el palacio
de gobierno. El Cabildo es un edificio respetable, pero no espectacular, como
mentían las ilustraciones.
Pienso que Kafka debe haber sentido igual decepción cuando vio un castillo
de verdad. Pero, como Kafka era un genio, en vez de despotricar contra los
antepasados que lo habían engañado de manera miserable, creó su propio
castillo, le puso el nombre de castillo,
desmanteló las apariencias del castillo, y transfirió la decepción a sus
lectores. En su novela, el castillo es apenas un conglomerado de casas de un
piso, difícil de distinguir de una aldea. La única grandeza está preservada en
la icónica palabra castillo. En la
brecha entre la palabra y el objeto, Kafka construyó su propio mundo. (Lo mismo
hizo con la muralla china, y con la escenografía judicial en El Proceso).
La contrapartida de la decepción, fue, en mi caso, el encuentro con el
Gigante Camacho. En mi época de niño, 1945-1953, cuando alguien quería sugerir
a un gigante, no mencionaba a Hércules o a Sansón. No, decía que era como
Camacho. No recuerdo en qué circo trabajaba Camacho, pero debía ser uno de los
más famosos, tal vez el legendario Sarrasani. Mi padre me llevó en varias
ocasiones al circo, y el gran Camacho siempre hacía alguna proeza.
Y un día, un día inolvidable, la leyenda cruzó el umbral de la relojería de
mi padre. El único propósito del gigante Camacho era que mi padre le cambiara
la malla de su reloj pulsera. Pero Camacho fue fiel a su leyenda. Mientras lo
rodeaban multitud de niños, tuvo la gentileza de invitarme a subirme a sus
descomunales zapatos, para mostrar a mi padre y a mis amigos, la diferencia de
tamaño entre sus pies y los míos. Años después, vi a Abe Vigoda en El Padrino. En una escena, el anciano gangster
permitía a un niño danzar sobre sus zapatos. Siempre pensé que Camacho le
ofreció la idea original.
SE OYEN LAS
VOCES
Mi mundo estaba habitado por diferentes lenguajes. Mi extensa familia
provenía de Rusia, de Polonia, de Ucrania, y la mayoría de los integrantes
conocían además dos o tres dialectos. Ese mundo se prestaba a la esquizofrenia.
Cuando mis padres no querían que seres extraños descubriesen sus secretos, se
ponían a hablar en idisch. El novelista argentino German García dijo en cierta
ocasión que en mis novelas, las frases
en idisch activaban “el idioma de la culpa”.
Nunca aprendí bien el idisch, simplemente por resistencia a la autoridad, y
también por vergüenza. No quería ser distinto. Y lamento muchísimo esa omisión,
pues podría haber leído en el original a ese genio del humor llamado Scholem
Aleichem.
Kafka que estaba fascinado por el idisch, y nunca se avergonzó de su
herencia judía, lo estudió con gran empeño, y escribió dos o tres ensayos sobre
ese idioma. Son tan valiosos como algunos de sus cuentos. Recuerdo un ejemplo
muy iluminador. Buena parte del idisch proviene del alemán –además de otras
lenguas europeas– y para Kafka había una enorme distancia entre la cariñosa
expresión mame, madre, en idisch, y
la mutter alemana, que convertía a la
progenitora en una especie de sargento de caballería.
El idisch sonaba “mal” en Buenos Aires. Carecía del prestigio del francés o
del inglés. Y además, el antisemitismo estaba muy arraigado. Inclusive había
una revista de historietas cómicas, Patoruzú,
donde aparecía un sastre judío, Popoff, que parecía extraído de The Sturmer, el semanario
cómico–pornográfico de la Alemania nazi.
Mis familiares, primera generación de transplantados a la Argentina,
hablaban mal el castellano, y los integrantes de la segunda generación
sentíamos gran incomodidad al escucharlos. Preferíamos enorgullecernos con la
expresión “Argentino hasta la muerte, he
nacido en Buenos Aires”. Y para ser argentinos hasta la muerte, debíamos hablar
en un castellano impecable, sin acento, o poblado de incomprensibles palabras
en lunfardo, que también formaba parte del idioma de los porteños,
La única ventaja de esa dislocación causada por la perpetua pugna entre el
castellano y el idisch, era la dificultad de considerar el lenguaje como algo
natural. George Steiner mencionó la influencia que tuvo el bilingüismo en
Borges, en Beckett y en Nabokov. Cuando una persona tiene más de un idioma en
su bagaje, las palabras se convierten en una herramienta. Todas ellas devienen
sospechosas, y hay que elegirlas con gran cuidado. Proust decía que solo pueden
hablar del sueño con gran conocimiento de causa aquellas personas que padecen
de insomnio.
… Tironeado entre esa herencia judía, y mis raíces argentinas, comencé a
escribir mis cuentos y novelas. Por un lado estaba el mundo del shtetl, (la aldea), y la sinagoga. Por
el otro, el de mi país de origen. Escuché multiplicarse las mentiras, vi
florecer los malentendidos como plantas silvestres.
Al parecer, la inacabable tarea consiste en desbrozar esa maleza, y
encontrar el resplandor de la verdad. O al menos exhibir la diferencia entre el
bien y el mal.
Luego de completar alguno de mis escritos, mi frase favorita no es la
palabra Fin, que siempre presume una
clausura, sino algo que anuncia la ilusión de un nuevo proyecto: “Continuará”.
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