Mario Szichman
Conocí a Amy K. Kaminsky en julio de 2012 en Cádiz, durante el Congreso del
Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. La profesora Kaminsky,
catedrática de la Universidad de Minnesota, presentó en esa ocasión un
excelente trabajo sobre el escritor argentino Edgardo Cozarinsky [i]. Ese
Congreso contó con una serie de agradables eventos. También me permitió conocer
a varias personas que, de amigos recientes, se convirtieron en amigos para
siempre. Amy es una de ellas.
Su libro Argentina, Stories for a
Nation (University of Minnesota Press, Minneapolis, 2008), es un real
descubrimiento, una especie de gabinete de las maravillas. La autora observa a
la Argentina y a los argentinos como un viajero del tiempo sometido a
constantes sorpresas. Confronta su rutilante pasado con su magro presente, y
nos recuerda, con persistencia, con fresca mirada, desde el extremo norte del
mundo habitado, a una nación que, como a Brasil, siempre le aguarda un brillante futuro incapaz de
transformarse en realidad.
Ya desde el primer capítulo (Bartered
Butterflies) surge la extrañeza que nos obliga a observar a la Argentina
con nuevos ojos, a través de esa confrontación/ sumisión, entre Virginia Woolf,
la gran dama de las letras inglesas, y Victoria Ocampo, la gran dama de las
letras argentinas. Solo ese capítulo daría para más de un libro. ¿Qué veía
Virginia Woolf en Victoria Ocampo? ¿Qué veía la intelectual argentina en la
escritora inglesa? Al menos, sugiere Kaminsky, no era una relación entre
iguales. Woolf nunca trató de ocultar su desdeñosa superioridad. En cierta
ocasión, la autora de Mrs. Dalloway,
le preguntó a Victoria Ocampo cómo eran las azules mariposas de las Pampas. La
fundadora de la revista Sur se
encargó de narrar en sus memorias que
para complacer a Woolf, “a quien idolizaba”, según Kaminsky, le regaló un set de mariposas ensambladas y
enmarcadas, alimentando de esa manera “la fantasía que le permitiría ingresar”
en el mundo de Woolf. Por supuesto, dice la ensayista, tras ese dificultoso
ingreso en el jet set comandado por
la escritora británica, Ocampo quiso mostrar el rostro oculto de la
intelectualidad bonaerense. La Argentina de la revista Sur era un país de intelectuales con sensibilidad europea, civilizados, y agrega Kaminsky, “blancos”.
Nadie desconoce la importancia de Sur
en la cultura argentina, o, al menos, en uno de sus más importantes sectores.
La cultura populista no pudo ni siquiera asomar las narices en ese panorama.
Pero es curioso que el costado “británico” de esa cultura, pese a Jorge Luis
Borges y a Eduardo Mallea, nunca arraigara con la firmeza de su costado
francés. Basta ver el caso del psicoanalista francés Jacques Lacan, quien tiene
más acólitos en cualquier esquina de Buenos Aires que en todo París. O la
bibliografía que manejan algunos de sus más destacados intelectuales.
Y sin embargo, el contacto entre el intelectual de Buenos Aires y el
europeo mantuvo los atributos de la relación entre Victoria Ocampo y Virginia
Woolf. Recuerdo que hace algunos años, una intelectual argentina me visitó en
Nueva York, y me dijo algo que todavía me desconcierta: “En realidad, lo que yo
quiero es que me adopten”, un poco siguiendo la pauta trazada por Victoria Ocampo
en su relación con Virginia Woolf. Nunca escuché a un intelectual boliviano,
peruano, colombiano o venezolano sentir el anhelo de que viniese el Hermano
Mayor y le acariciase la cabeza.
Hace algún tiempo, la revista The Economist publicó un
trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.” Cuando
alguien escribe de la Argentina desde afuera, siempre me da la impresión de que
utiliza una sola mano. La otra la usa para rascarse la cabeza en señal de
perplejidad. La Argentina parece estar marcada por compartimientos estancos,
cada uno de ellos de alrededor de una década de duración. Se empieza bien, y
luego llega la época de la inflación constante, y de los conflictos laborales.
En los últimos años, a eso se ha sumado la necesidad de guardar los dólares
bajo el colchón, pues, después del famoso “corralito” y el mayor default de la historia moderna, nadie
tiene excesiva confianza en los bancos.
Y siempre, tras el “sinceramiento” de la economía, regresa la época de la
absoluta falta de sinceridad. Es el momento en que los gobiernos se sueltan el
moño y se encargan de alejar a la Argentina de su destino de grandeza, o del
lugar que le corresponde por derecho propio en el concierto de las naciones.
Quizás
hay conflictos económicos que convocan la enfermedad mental y por eso abunda el
psicoanálisis entre los miembros de la clase media. La esquizofrenia de vivir
en pesos y soñar en dólares tiene cierto pedigrí. Siempre se menciona la
necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa
que ayude a enfrentar el tóxico avance de la inflación. (Lo mismo está
ocurriendo ahora en Venezuela).
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va
extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, la idea que el
ciudadano alberga de su país, y que Kaminsky refleja en su libro.
Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la
Argentina que ha saludado su bicentenario hundida en otra crisis económica.
La Argentina que Victoria Ocampo ofrecía a Virginia Woolf se podía
congratular de íconos culturales. The Economist recordaba que en
1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros
de la música clásica universal. (Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la
Ópera de París). A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez
países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados
Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.
Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar
sus golpes de estado. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60
años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.
Tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina –inclusive más
feroz que la de Augusto Pinochet– donde entre 9.000 y 30.000 personas
desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, y el fiel
de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, luego de algunos desastrosos
gobiernos liderados por el partido Radical.
Cada país tiene sus mitos, sus alegorías, sus frases hechas. Por alguna
extraña razón, el presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento, autor
de Facundo, Civilización o Barbarie, una magnífica novela
disfrazada de libro histórico, pasó a la historia como el epítome del buen
alumno. Dicen que iba todos los días a la escuela, y aquellas jornadas en que
había terremotos, u otras catástrofes naturales, iba a la escuela en dos
ocasiones. Tal vez fue precursor de los
intelectuales que deseaban ser adoptados.
Después están los mitos que aluden a las fuerzas telúricas o a su
población, capaces de explicar por qué la Argentina está siempre marchando al
abismo. Puede ser la extensión: “El drama del país es la extensión”, dicen
algunos argentinos afligidos. No, contradicen otros, “El drama de la Argentina
es la ausencia de brazos” –me imagino que adheridos al cuerpo. Pero, de acuerdo
a la opinión de los economistas conservadores, el drama de la Argentina es que
sobra gente.
La cifra ideal de argentinos, según enunció en cierta ocasión el ministro
de Economía de la dictadura militar José Martínez de Hoz, oscilaría en los
catorce millones de habitantes, más o menos la población existente hace más de
un siglo.
La Argentina es al mismo tiempo un país infrapoblado y superpoblado.
Aproximadamente la tercera parte de la población reside en la Capital Federal y
el Gran Buenos Aires. Toda esa zona está superpoblada. No cabe un alfiler. El
resto del país está definitivamente infrapoblado, pero ¿quién va a querer
colonizarlo, cuando todas las comodidades de la vida están emplazadas en la
Capital Federal y en el Gran Buenos Aires?
El ensayista Ezequiel Martínez Estrada dijo que la Argentina era como la
cabeza de Goliat. Debajo de una cabeza inmensa habitaba un cuerpo raquítico,
que se extendía desde Tierra del Fuego, en el extremo sur, hasta territorios
colindantes con Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay.
Pero después de los mitos, las alegorías y las explicaciones, está el
núcleo de tóxica fantasía: nada es lo que parece.
La Argentina del dólar débil frente al peso fuerte, de La belle
époque y de su incómodo presente, se debate en esas dicotomías tan
frustrantes para un ciudadano, tan ricas para un escritor.
Marcel Proust decía que “a medida que la sociedad se corrompe, las nociones
de moralidad se van depurando”. Eso va acompañado por un fortalecimiento de la
política del avestruz, ese ave estrutioniforme de la familia struthionidae, que
no vuela, pero se la pasa corriendo, y suele meter la cabeza en un agujero
tolerando así que otros le picoteen la parte más delicada de su anatomía.
Amy Kaminsky ha tratado de arrojar abundante luz sobre ese fenómeno.
Logra atrapar con gran minuciosidad y
una bella prosa, esa relación desigual entre la Gran Esperanza Blanca que
representó la Argentina hasta las primeras décadas del siglo veinte, y sus
marcos de referencia, primero Europa, y luego Estados Unidos. Lo hace
analizando novelas, memorias, la temática del tango, expresiones gráficas.
La autora nos recuerda, por ejemplo, que ya los franceses estaban muy
alertas de esos parvenus que a
comienzos del siglo veinte abandonaron las estancias para “echar una cana al
aire” en París, o eran acompañados en los paquebotes por sus familias y por una
vaca lechera. Se los conocía como rastacueros,
pues sus fabulosas fortunas provenían “del cuero de vacas muertas”. Inclusive
en el ensayo se hace mención a un bosquejo del joven Pablo Picasso donde
aparece una pareja de rastacueros, que eran “un estereotipo reconocible”.
Argentina, Stories for a Nation, cubre
un amplio panorama, que incluye historias de la “Guerra Sucia” durante la
dictadura militar del general Jorge Rafael Videla, o el pertinaz antisemitismo
que impregna a algunos sectores de la población.
La autora también nos recuerda que en la novela Argentina, de Dominique Bona, uno de sus protagonistas señala:
“Señor, somos un país blanco. El único país perfectamente blanco al sur de
Canadá”.
Los “blancos” son una ilusión de la aristocracia de Argentina, un país tan
mestizo como el resto del continente. La exclusión de los resortes del poder de
buena parte de sus habitantes que no son definitivamente “blancos”, refleja una
sociedad muy clasista, y arrinconada en sus prejuicios. (Y eso, pese a la constante presencia del
peronismo, que más allá de su populismo y de sus desagradables secuelas,
intentó incluir en su proyecto a una mayoría marginada).
No señores, la Argentina no es un país perfectamente blanco al sur de
Canadá. Forma parte de un continente perfectamente mestizo que incluye ambos
polos. Y quien no reconozca esa verdad, padecerá graves consecuencias. En Argentina, Stories for a Nation, se
revelan buenas claves para entender a un país que en un momento de su historia
perdió el rumbo.
[i] Las Actas del Congreso, con un excelente material informativo,
contaron con la edición de la profesora Concepción Reverte Bernal y fueron
publicadas por la Editorial Verbum, de Madrid, en el 2013.
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