Mario Szichman
Dwight Macdonald
Nunca temió recibir palos, o propinarlos. Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene
derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”. Y el novelista Gore Vidal le señaló: “Usted nada
tiene que decir. Sólo añadir”.
Pero Dwight Macdonald fue uno de los mejores
críticos literarios de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo veinte. No
era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de H.L.Mencken, o del
propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si se la compara con
esos monstruos de la cultura norteamericana, pues Macdonald diseminó su genio
en revistas. Su única producción monumental consistió en cartas enviadas a sus
amigos y enemigos. Sin embargo, los trabajos que escribió para publicaciones
como Esquire, The New York Review of Books, The
Partisan Review, o Politics, que
dirigió entre 1943 y 1949, han sido suficientes para brindarle una perdurable
fama. Recopilados en los libros “Masscult
and Midcult”, “Against
the American Grain” y “Discriminations”
esos textos muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de
Ambrose Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta
sola frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.
ESCRIBIENDO
CON UNA PLUMA CALENTADA EN EL INFIERNO
Jorge Luis Borges, en El arte de
injuriar, recordaba esta réplica del doctor Samuel Johnson, presuntamente a
un rival: “Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar,
vende géneros de contrabando”. Y el propio Borges tras leer que un poeta
uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que
tuvo el gaucho”, señaló que le llamaba la atención ese “curioso techo con un
agujero en el medio”.
Heinrich Heine era otro formidable crítico,
y perdura fuera de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque
carece de buenas traducciones, pues su poesía es excepcional. Pero ensayos como
La escuela romántica o Religión y filosofía en Alemania, son
incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles los humos a las
nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset que su vanidad
“era uno de sus cuatro talones de Aquiles”, y en sus ensayos literarios no
temió ni siquiera arremeter contra Goethe (“Goethe es un gran hombre que luce
el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión), aunque en ese caso
específico, Heine tuvo la generosidad de proclamar la gloria del gran hombre de
letras.
Mark Twain pudo explicar en qué consistía una
buena novela tras mostrar que The
Deerslayer, de James Fenimore Cooper, era el compendio de una mala. En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary Offenses, Twain se preguntaba si The Deerslayer era una obra de arte, y
respondía de inmediato que no. La novela, decía el autor de Huckleberry Finn, “Carece de
inspiración. No tiene orden, sistema, secuencia o resultado. Le falta vida,
fogosidad, emoción, realidad. Sus personajes han sido diseñados de manera
confusa. Sus actos y sus palabras demuestran que no son la clase de personas
que el autor asegura que son. El humor es patético. El patetismo es risible. Las
conversaciones son… ¡oh, indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas.
El inglés que se usa es un crimen contra el lenguaje. Pero, una vez todo eso se
descarta –es bueno reconocerlo– lo que resta es arte”.
También fue Mark Twain quien señaló que “Por la gracia de Dios tenemos en nuestro país
tres cosas inefables: libertad de expresión, libertad de conciencia, y la
prudencia de no practicar ninguna de ellas”.
La tradición crítica de Mark Twain, quien se vanagloriaba de escribir
“con una pluma calentada en el infierno”, tuvo sus ecos en Ambrose Bierce y posteriormente
en Mencken. Una de las citas más famosas de Mencken es “Nadie en Estados Unidos
ha ido a la bancarrota por despreciar el gusto del público norteamericano”. Cuando
alguien le dijo: “Si usted encuentra tantas cosas que repudia de este país ¿Por
qué vive aquí?”, Mencken respondió: “¿Por qué los seres humanos visitan los
zoológicos?”
Nadie encaja mejor que Dwight MacDonald (1906-82) en esa tradición de
no comer cuentos; disfrutaba arremetiendo
contra las instituciones culturales norteamericanas, o contra sus productos. De
la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de dinero totalmente rodeada por
gente que desea parte de él”, y dio esta definición de la revista Time: “Del mismo modo en que el fumar
nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no las estamos usando, Time nos permite hacer algo con nuestras
mentes cuando no las usamos para pensar”.
Quizás no alcanzó la inmortalidad porque, como señaló Dwight Garner en
The New York Times, todos sus
trabajos fueron difundidos en publicaciones. Fue editor de la famosa revista Partisan Review entre 1937 y 1943, y
luego creó su propia revista izquierdista, Politics,
que dirigió hasta 1949. Ulteriormente fue articulista de The New Yorker y crítico de cine de Esquire.
Nacido en una familia de millonarios (“No todos podemos ser
proletarios”, explicó en una carta), era famoso por sus excentricidades. En su
mansión de Cape Cod organizaba en los veranos fiestas donde todos debían
aparecer como Dios los había traído al mundo. Garner señaló que las fiestas “solían
concluir en inesperados acoplamientos entre las dunas”.
Macdonald empezó en política militando en la izquierda radical, y
durante una época fue trotskista. “La velocidad con que pasé de ser un liberal
a un radical y de un tibio simpatizante comunista a un ardiente estalinista
todavía me asombra”, escribió en su introducción a su antología Memoirs of a Revolutionist (1957).
Posiblemente aquello que más persista de Macdonald sean sus críticas a
la mediocridad de la cultura norteamericana, y de algunos de sus epígonos. Para
el ensayista, Estados Unidos era una especie de Disneylandia, pero de colosales
proporciones. Recordó en uno de sus
ensayos que cuando vivía como estudiante en The
Memorial Quadrangle, una residencia para estudiantes en la universidad de
Yale, construida en el estilo gótico,
observó que una serie de grietas en los ventanales de su cuarto habían
sido remendadas con “ondulantes tiras de plomo… Luego descubrí que tras la
instalación de las ventanas varios artesanos llegaron a la residencia
estudiantil. Uno de ellos resquebrajó con delicadeza algunos zócalos de vidrio
usando un pequeño martillo. Luego, vino otro y reparó las fisuras usando tiras
de plomo. En pocos días más, las ventanas de Harkness habían sufrido una
evolución que en un sitio atrasado como la universidad de Oxford (una de las
glorias de la arquitectura gótica) había demorado siglos en concretarse”.
Tal vez MacDonald será recordado y citado de aquí en cien años por el
derby de demolición que llevó a cabo en sus críticas a El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our Town, de Thornton Wilde, y By
Love Posessed, de James Gould Cozzens.
Al mencionar la novela de Hemingway, Macdonald dijo que “el
sentimiento de que la lealtad y la valentía son los principios cardinales y que
la acción física es la base de una buena vida… es insuficiente para crear una
filosofía”. El ensayista citó una frase
de Hemingway describiendo al protagonista de la novela: “Él era demasiado
simple para preguntarse cómo había adquirido humildad. Pero sabía que la había
alcanzado”, MacDonald comentó: “Un hombre humilde que sabe que ha alcanzado la
humildad, me parece una contradicción en sus términos”.
La principal falla de Hemingway, según MacDonald, era que el maestro
del understatement (discreción) de
sus primeros cuentos, súbitamente había pasado a editorializar emociones. “Soy
un hombre extraño” le dice al viejo al niño. Y MacDonald le cae con esta frase:
“¡No lo digas, viejo, demuéstralo!”
El pecado de Wilder, para MacDonald, era la pomposa humildad de su
estilo en la obra teatral Our Town. “Lo
que hace el señor Wilder no es ni tan personal ni tan universal como lo cree”,
decía el crítico. “Está construyendo un mito social, una imagen de la edad
dorada que es el paradigma de hoy. Y de esa manera consigue lo mejor de los dos
tiempos verbales. El pasado es encubierto por los sentimientos de nostalgia del
presente, en tanto el presente es suavizado al ser exhibido en términos de un
pasado remoto bien resguardado”. Al
final del ensayo, MacDonald dijo: “Estoy totalmente de acuerdo con todo lo que
dice el señor Wilder, pero lucharé hasta la muerte contra su derecho a decirlo
de esa manera”.
Es posible que la joya de la corona de sus críticas sea su análisis de
By Love Possessed, la novela de
Cozzens. Garner dice que es la crítica más terrible que se haya publicado en
Estados Unidos desde que Mark Twain lanzó sus dardos envenenados contra James Fenimore
Cooper.
Cozzens ya cruzó el desván de la historia en el campo de la narrativa
norteamericana. Y aunque pocos leen hoy sus novelas, ha sido inmortalizado por
MacDonald, quien se tomó el trabajo de leer By
Love Possessed. Pero su análisis tiene un sabroso aditamento: la diatriba contra
los críticos que se deshicieron en elogios al analizar la novela.
By Love
Possessed fue
publicada en 1957, y se convirtió en un enorme bestseller. Vendió 170.000 ejemplares en las primeras seis semanas
de publicación, más que el total de las 11 previas novelas de Cozzens. Según
MacDonald, By Love Possessed “es la apuesta de Cozzens a la inmortalidad,
es Literatura o nada. Lamentablemente, ninguno de los críticos ha considerado
seriamente la segunda alternativa”. El
ensayista se maravillaba “ante semejantes críticas, ante semejante entusiasmo, ante
semejante insensatez”.
MacDonald estaba convencido de que las fabulosas ventas de By Love Possessed eran resultado de las elogiosas críticas. “La
unánime manera en que los críticos reaccionaron” ante la novela, dijo MacDonald
“es que como si ellos hubieran estado poseídos”. Los comentarios de quienes
habían leído la novela y no eran críticos, fueron muy diferentes. “Encontré
solo dos personas a quienes les gustó”, señaló el crítico, “aunque la respuesta
más común era ´Me resultó imposible leerla´”. No se debía a la dificultad,
digamos como en el Ulises, de James
Joyce, sino a un genuino aburrimiento.
Las frases que dedicaron los críticos a elogiar a Cozzens dejan en el
paladar el gusto a espesa crema chantilly. La revista Time puso su portada en cubierta y anunció que By Love Posessed era “la
mejor novela norteamericana que se había escrito en años”. Orville Prescott
dijo en The New York Times que era
“magnífica”.
Brendan Gill la elogió en The
New Yorker en términos que para MacDonald “habrían parecido excesivos si el
comentario hubiera estado destinado a analizar La guerra y la paz”, de Tolstoi. Estas fueron algunas de las frases
de Gill a lo largo de su crítica: “Una obra maestra … La obra maestra del autor
… un inmenso logro, una fascinante obra maestra”. Y todas las críticas decía
MacDonald, enfilaban por la misma ruta, “el sentimiento lírico, la tartamudeante
y genuina emoción, y la mala gramática”.
MacDonald destruyó el océano de elogios con apenas la tinta que se
guarda en un diminuto recipiente. Y la conclusión fue bastante escueta: “El
autor es culpable de un imperdonable pecado a nivel narrativo: ignora la
verdadera naturaleza de sus personajes, esto es, las palabras y acciones que
les brinda conducen al lector a conclusiones diferentes a las intentadas por el
autor”. Cuando Cozzens hablaba de sexo, decía MacDonald, “No era realista ni
imaginativo. Mostraba la desconcertada reacción de un adolescente al descubrir
que papá y mamá también hacen eso”. Las actividades eróticas descriptas por
Cozzens, decía el crítico, “parecen la descripción de un proceso industrial,
con el bombeo de la sangre, el profundo agrupamiento de los músculos internos,
y la convulsión de la carne”.
Quizás el mayor acto de valentía de MacDonald fue enviar a Cozzens su
artículo antes de publicarlo, para que formulara observaciones. La respuesta de Cozzens fue que ya estaba
aburrido de tantos elogios a su novela, y descubrió que “las novedosas
opiniones” del crítico sobre By Love
Possessed significaban “un cambio
interesante”. De todas maneras, Cozzens no podía considerar a MacDonald un
crítico serio “pues éste prefería a Ernest Hemingway y a William Faulkner por
encima de W. Somerset Maugham”. Cozzens
admiraba a Maugham. Yo sigo prefiriendo a William Faukner y al primer Ernest
Hemingway sobre W. Somerset Maugham. Aunque en los últimos años he adquirido
una gran admiración por el escritor inglés, no solo por sus incomparables
cuentos, sino por su novela Cakes and Ale,
una amable y devastadora sátira del ambiente literario de Londres. De todas
maneras, Faulkner, Hemingway y Maugham estaban a años luz de Cozzens. Es
interesante que su mayor gloria, su mayor castigo, es que únicamente los leen quienes
han transitado previamente por la crítica que le asestó Dwight MacDonald.
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