Mario Szichman
Es curioso descubrir cómo cada
época crea sus autores favoritos. En mis años mozos los libros de los cuales se
hablaba en la Argentina eran las novelas de Vicki Baum (la favorita era Gran Hotel), de Aldous Huxley, especialmente
Un mundo feliz, y Contrapunto, y aquellas cuyo tema se
podía vincular de manera directa o remota con las actividades procreativas. Un bestseller perenne era Cuerpos y almas, de Maxence Van der
Meersch. Narraba la vida de un grupo de médicos y enfermeras, y El país de las sombras largas, de Hans
Ruesch, en cuya contraportada aparecía esta frase de Thomas Mann: “Hay muchas
novelas buenas, pero la novela de Ruesch es una novela buena entre diez mil
obras buenas”.
Cuerpos y almas tenía
atributos rabelesianos. Abundaban toda clase de actividades corporales, aunque
escaseaban las espirituales. En cuanto a
El país de las sombras largas narraba
la historia de una familia de esquimales. Las descripciones eran sensacionales.
Por ejemplo, cómo se cazaba un oso, cómo se evitaba la muerte por congelamiento,
o cómo se construía un iglú, la vivienda erigida con bloques de hielo, para que
fuera cómoda y abrigada, y el viento no hiciera de las suyas. Uno de los
protagonistas de la novela era justamente el hielo, que constituía para los
esquimales el pan de cada día.
Y la trama de la novela era cautivante
también a nivel sexual, además de transformarse en una historia policial cuando
Inuk, el jefe de una familia aborigen Inuit, invitaba a un misionero a su iglú,
y como parte de la cortesía de su tribu le proponía que durmiera con su esposa.
El misionario rehusaba la oferta alarmado, Inuk se sentía herido en su orgullo, y mataba
al misionero de manera accidental. Eso desataba la persecución del
protagonista, y aguzaba el interés de los lectores por un mundo donde los celos
conyugales estaban ausentes de las mentes de sus personajes. (Un detalle más: los
Inuit ignoraban la frase “hacer el amor”. Para ellos, hacer el amor consistía
en “sonreír” al otro. Es difícil superar en otro idioma la ternura que inspira
esa palabra).
Otro autor que ha pasado a un
segundo plano, pese a que algunas de sus novelas son de primera, era Howard
Fast. En realidad, Fast tuvo dos etapas. En la primera, cuando como comunista
convencido produjo Citizen Tom Paine
(1943), Freedom Road (1944), que si
no me equivoco fue traducida como Los
caminos de la libertad, y, especialmente Mis gloriosos hermanos (1948).
Creo que esta última novela
tuvo como trasfondo el surgimiento del estado de Israel. Aunque Fast era
comunista, nunca renegó de su herencia judía, y al narrar la historia de los Macabeos,
que proclamaron la independencia tras derrotar a las huestes del rey Antíoco Epífanes, estaba rindiendo homenaje a la
refundación de la nación judía luego de tres milenios.
Mis gloriosos hermanos fue uno de los libros de mi adolescencia que más me impresionó. Los libros
históricos suelen envejecer muy rápido. ¿Cuántas novelas históricas recordamos
aparte de La guerra y la paz? Tal vez
Salambó, de Gustavo Flaubert, pero
aunque está muy bien escrita, exige excesivas explicaciones, ya se trate de
costumbres o de ropajes.
En cambio, Mis gloriosos hermanos se lee como una
novela de aventuras, la acción es vertiginosa, los personajes difíciles de
olvidar, y el tema, más interesante inclusive que Ben Hur ó Quo Vadis. En
cierta parte, uno de los Macabeos se enfrenta a un enemigo y tras desarmarlo le
corta los jarretes, según el diccionario, la parte posterior donde la pierna se
junta al muslo, convirtiéndolo en un inválido. Y abundan las escenas donde un
mundo extinguido resucita con todas las pasiones de la época actual.
Fast rompió con el partido
Comunista a fines de la década del cincuenta, o mejor dicho, rompió con el estalinismo
y con sus atrocidades, pues siempre fue
un escritor progresista, y contó con una enorme popularidad en Estados Unidos
hasta el fin de sus días, especialmente por su novela Espartaco (1951) llevada al cine años más tarde gracias a la
obstinación del actor Kirk Douglas, como personaje principal.
Hace algunos años entrevisté a
Fast en las oficinas de su editorial, Houghton Mifflin, y el autor recordó los
problemas que tuvo a comienzos de la década del cincuenta, al ser incluido en la lista negra del Comité de Actividades Anti-norteamericanas
liderado por el senador Joseph McCarthy. Fast tuvo una actitud muy digna ante
el mccarthismo. Se negó a revelar los nombres de personas que habían
contribuido a un fondo para brindar hogar a huérfanos de veteranos estadounidenses
de la guerra civil española, y recibió una condena de tres meses en prisión por
“desacato al Congreso”. Una de las
personas que habían colaborado con ese fondo, me dijo Fast, era Eleanor
Roosevelt, la esposa del presidente Franklin D. Roosevelt.
Mientras cumplía su condena en
la penitenciaría federal de Mill Point, Fast empezó a escribir Espartaco, cuyo tema era la rebelión de
esclavos en la Roma imperial. Ofreció el
manuscrito a varias empresas, y nadie se lo aceptó, debido a su inclusión en la
lista negra de McCarthy. Por lo tanto, una vez salió de la cárcel, Fast publicó
Espartaco por su cuenta. Fue, quizás,
el mayor éxito editorial en el territorio del self publishing, la publicación a cargo del autor. En los primeros
cuatro meses desde el lanzamiento de la novela, dijo Fast, se hicieron siete
reimpresiones. De las 50.000 copias impresas, fueron vendidas 48.000.
Alentado por su éxito, Fast
creó la editorial Blue Heron Press, y
publicó varias novelas durante todo el período que figuró en la lista negra.
Recién en 1958 consiguió que Crown
Publishers reeditara Espartaco. Fast
siguió produciendo ensayos, cuentos, novelas policiales, y novelas
tradicionales, hasta que en la década del setenta, con su serie The Immigrants, en seis volúmenes,
volvió a la categoría de bestseller.
LA BENDICIÓN DE UNA BIBLIOTECA PÚBLICA
La niñez de Fast estuvo
marcada por la muerte de su madre —aquejada de anemia— cuando él tenía ocho
años. Fue entonces cuando sufrió “el primer quiebre”. Y los recuerdos de “esa
bella dama, cuyo lenguaje era tan diferente del lenguaje de otros seres que me
rodeaban, quedaron borrados en el momento de su muerte”. Logró retomarlos “después
de mi trigésimo año de vida", escribió Fast en su autobiografía Being Red.
En el momento del
fallecimiento de su madre, dijo, “mi mente debió elegir entre el recuerdo y la
locura o el olvido y la salud mental. Mi mente eligió el olvido, a fin de que
pudiera mantenerme sano”. (Durante el funeral de su madre, Fast advirtió que “la
mujer de cabello oscuro que yacía en el abierto ataúd en nuestro pequeño living
—repleto de familiares y vecinos
curiosos— era un ser totalmente desconocido para mí”.)
A partir de ese momento, Fast y
sus hermanos tuvieron la difícil tarea de aprender a vivir teniendo como
progenitor a un ser cuya principal característica era “tener ambos pies
firmemente asentados en el aire”.
Aquello que salvó a Fast y a
sus hermanos de la miseria total o de la cárcel fue el mundo de los libros. “Nos
hicimos fuertes permaneciendo juntos”, señaló el escritor. “Y cada noche, tras
una hora de trabajo en nuestros deberes escolares, leíamos libros de la bendita
biblioteca. Los libros eran nuestra religión, nuestra brillante esperanza,
nuestros sueños y nuestro futuro”.
Tras una breve adolescencia
marcada por la poderosa influencia de Jack London —incluyendo un viaje al Deep South durante la época de la Gran
Depresión— Fast decidió convertirse en un literato. Cuando tenía 16 años de
edad escribió su primera novela. Tres años y cuatro novelas más tarde “vastamente
difíciles de recordar”, logró finalmente que le publicaran Twin Valleys. En ese momento, dijo Fast, “Hubo mucho escándalo por
el hecho de que el autor tuviese apenas 18 años”.
Pero es evidente que el
narrador quedó marcado hasta el fin de sus días por la Segunda Guerra Mundial y
por la era de McCarthy, donde se combinaron la tragedia, el terror, la comedia
y la irredimible estupidez.
Para Fast, “el ridículo, la
necedad, son cortejos necesarios del terror, aunque falta un ingrediente: el
sentido del humor. El poder, el terror y el humor no conforman un trío
aceptable; de otra forma, Hitler y Mussolini hubieran desaparecido del mapa
entre las carcajadas del público antes de embarcarse en sus criminales
carreras”.
Fast me dijo que intentó en Being Red narrar la ordalía sufrida por
él y por muchos escritores y cineastas durante la era de McCarthy, la angustia de vivir en un “mundo fragmentado”
donde la maldad engendrada por la cacería de brujas fue mejorada por la maldad
del estalinismo.
Fast recordó que en cierta
ocasión intentó hablar con el hijo del gran jefe apache Gerónimo, quien estaba
pintando un mural en uno de los edificios públicos de Washington. “Un ejemplo”,
dijo, “de nuestro método de destruir a aquellos que nos enfrentan, para luego
homenajearlos”.
Le pregunté si él también se
sentía como el hijo de Gerónimo.
“¡Qué curiosa pregunta!”, me
dijo sorprendido. “No, no realmente. Mis enemigos intentaron destruir mi
carrera pero no pudieron hacerlo. Pudieron arruinar con más facilidad la vida
de personas que trabajaban en el cine porque formaban parte de una industria.
Pero con un escritor resulta más difícil. Uno sólo necesita papel y lápiz. Por
lo tanto, seguí escribiendo, alguna vez usando seudónimos (uno de ellos, el de
E.V. Cunningham, lo empleó para escribir muy buenas novelas policiales) y nunca
me rendí. No, el gobierno no pudo silenciar mi voz. No, yo no soy el hijo de
Gerónimo”.
Fast tuvo la dicha de
completar una carrera de escritor como muy pocos otros la lograron. Sus últimos
libros son tan buenos como los primeros. Y en su autobiografía se advierte que
en su experiencia quedaron escasos casilleros vacíos, gracias a que siempre
tuvo lápiz y papel a mano.
Durante la conversación
retornó, en varias ocasiones, a la lectura como método de salvación. Cuando
narró sus vicisitudes como corresponsal en la segunda guerra mundial,
persiguiendo “batallas que concluían antes de que las alcanzara”, un personaje
pasó a primer plano, Charles Treston, un aviador que conoció durante esa época.
Treston siempre estaba leyendo libros, inclusive durante las misiones más
peligrosas.
“Antes de que Treston
descubriera la editorial del ejército, nunca había leído un libro”, dijo Fast
al mencionar los libros de autores clásicos distribuidos por las fuerzas
armadas norteamericanas entre los reclutas durante la Segunda Guerra Mundial. “Treston
había leído previamente revistas de historietas y libros de texto, pero nunca
una novela. Sin embargo, una vez descubrió la narrativa, su vida entera quedó
marcada. Para él la guerra había dejado de ser importante, lo único importante
eran los libros. Los libros eran su vida, que se deslizaba de un libro a otro.
Cada libro que abría le permitía comenzar a vivir en otra dimensión. Todos los
escritores formaban parte de su maravilloso nuevo mundo que, pese a sus
extraños personajes y lugares, estaba dentro de su capacidad de comprensión”.
A partir del momento en que Treston
descubrió los libros, indicó Fast, “el mundo de la guerra, en el cual vivía de
manera cotidiana, perdió toda realidad y desafió totalmente todos sus intentos
de comprensión”.
Fast conocía el fascinante mundo
de los libros. Lo había descubierto muy temprano, cuando los recuerdos de la
muerte de “esa bella dama” que fue su madre, fueron reemplazados por páginas
impresas. Había otro mundo al alcance de sus manos, y representaba la
salvación.
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