Mario Szichman
(Primera parte)
Para la profesora Carmen Virginia Carrillo,
Un tardío homenaje a su saga de
muertos ilustres
Entre mayo y fines de julio de 1978, en el curso de ocho semanas, don Pedro
Vidal me narró algunos escasos incidentes de su voluminosa vida, y de sus
tareas como policía para algunos regímenes bastante siniestros, como la
dictadura de Juan Vicente Gómez, que se prolongó desde 1908 hasta su muerte, en
1935. (En ocasiones, algunos de los hombres de paja de Gómez ejercieron la
presidencia, pero el caudillo no soltó el poder).
Entrevisté a don Pedro en un centro geriátrico situado en las afueras de Caracas cuando trabajaba para la revista Auténtico, que dirigían Sofía Imber y Carlos Rangel. Don Pedro aseguraba haber nacido el día de San Pedro de 1864. Por lo tanto, en 1978, contaba con 114 años de edad. ¿Era su edad verdadera, o un invento? Los médicos que lo atendían dudaban que tuviera más de ochenta años. Estaba muy lúcido, demasiado “entero”. Pero tal vez los médicos intentaban denigrarlo, bajarlo de su pedestal, porque el anciano era muy peleador y se la pasaba quejándose del trato que recibía. Inclusive me dijo, en el curso del reportaje, que nunca había sufrido problemas de salud, hasta que ingresó al centro geriátrico. Por culpa de los médicos, había quedado paralítico, y debía desplazarse en una silla de ruedas.
Sigo apostando a la veracidad de don Pedro Vidal. Prefiero acatar este
consejo del periodista que aparece en el filme The Man Who Shoot Liberty Valance: “Nosotros, en el Salvaje Oeste,
cuando nos vemos obligados a elegir entre la verdad y la leyenda, elegimos la
leyenda”.
Desde el principio, don Pedro Vidal me indicó que su existencia había sido
trajinada. “Si yo me pongo a contarle la vida mía desde la edad de doce años”,
me advirtió, “entonces usté se va quedar dormido. Yo soy un señor que nació en
el mil ochocientos sesenta y cuatro, el día de San Pedro, 29 de junio, a las 11
del día, y le sirvió al gobierno cincuenta y un años. Entré al servicio con el
general Joaquín Crespo[i] cuando se
alió al Mocho Hernández [ii]. De doce
años me reclutaron. Porque antes, en Venezuela, no había hombres, no quedaba nada.
Todos los hombres que eran machos habían muerto en las guerras. Solamente quedábamos
con vida los muchachos. A mí me reclutaron cuando estaba jugando a las metras debajo
de un cotoperí. Veo que se ríe. Pero fue así como me reclutaron”.
Entre las dos o tres de la tarde y el anochecer, a lo largo de unas ocho
semanas en mayo, junio y agosto de 1978, enmarcado por colinas rojizas que se
iban diluyendo hasta confluir con el cielo en un uniforme tono violáceo, a
veces perfilado contra una ventana en el interior de una habitación que olía a
desinfectante y a orina, don Pedro Vidal fue desplegando sus recuerdos de un
siglo, como quien estira un mapa. Era una memoria de seres que no habían
conocido la radio, una memoria que se acumula en cuartos infantiles, una memoria
del analfabeto, del rencoroso, posiblemente del jugador de ajedrez, una memoria
avariciosa, factible a veces de triunfar frente a la falsedad, porque otros
seres, igualmente analfabetos, indistintamente rencorosos, habían tenido la
precaución de atesorarlos y convertirlos en propiedad comunal, permitiendo su
fácil presencia.
Los recuerdos de don Pedro Vidal se concentraban en esos hombres
convertidos en causas célebres gracias a la estampa de un libro o el odio o
admiración de un pueblo. También, a ciertos intervalos, esos personajes se
borraban de la memoria, y súbitamente retornaban en los objetos menos
previsibles, especialmente en el rostro del Mocho Hernández. (Don Pedro Vidal
me mostró, orgulloso la cara del famoso caudillo exhibiendo su perfil en un
paquete de cigarrillos “Vuelta Abajo” que fabricaba la firma tabacalera Pérez y
Díaz, de Caracas).
VIDA, PASIÓN Y
MUERTE DE DON JUANCHO GÓMEZ
Si Funes el Memorioso del cuento de Jorge Luis Borges se acordaba “de las
muchas caras de un muerto en un largo velorio”, don Pedro Vidal tenía la
destreza de convocar los muchos rostros que asumió el general Juan Vicente
Gómez a lo largo de su vida, desde el rostro inestable, con bigote ralo y ojos
de su juventud excesivamente ostensibles, hasta el último, el que transportó a
su ataúd, un rostro además de viejo, aquejado por la senilidad. Muchos
venezolanos de la época se conmovieron al despedir al dictador en su velorio.
Nada quedaba de ese ser formidable. Parecía irse encogiendo progresivamente en
su ataúd en las muchas horas del largo velorio. Si, el ataúd le había quedado
grande, como Venezuela le había quedado grande, cuando empezó a ignorar su
desarrollo, aferrado como estaba a esos mansos súbditos que no se animaron a
desafiar su poder, si se descuentan escasas excepciones.
Don Pedro Vidal seguía recordando el olor de algunos muertos en su
trajinada vida. Por ejemplo, el olor a muerto que persistía en la habitación
donde vivía don Juan Crisóstomo Gómez, más conocido como Juancho Gómez, hermano
del dictador Juan Vicente Gómez y, hasta su asesinato, primer vicepresidente de
Venezuela.
El 30 de junio de 1923 Juancho Gómez fue asesinado a puñaladas, en su
habitación del Palacio de Miraflores, a pocos metros de la habitación del
dictador.
Aunque se acusó a la oposición del asesinato, persiste la teoría de que fue
en realidad un “crimen dinástico”. En 1922, Gómez pidió al Congreso aprobar una
reforma constitucional destinada a restablecer la primera y segunda
Vicepresidencia de la República. Poco después, el manso Congreso eligió para el
período 1922-1929 como presidente al general Juan Vicente Gómez, como primer
vicepresidente a su hermano Juancho, y como segundo vicepresidente, a su hijo, el
general José Vicente Gómez. El asesinato de Juancho solo favorecía al hijo
mayor del dictador, José Vicente Gómez.
“Cuando mataron a don Juancho”, me
dijo Pedro Vidal, “yo era el oficial que estaba ahí. Eso es interesante para
usted, que es tan joven y no lo conoció. Le voy a echar el cuento. Había una
fiesta en el teatro Capitol, y otra fiesta en el Olimpia. A don Juancho lo
invitaron al Olimpia. Pero primero le voy a contar algo interesante. Había una
mesa redonda donde estaban los hijos de Juan Vicente Gómez, y además, mi
general. Pero el puesto de don Juancho estaba vacío. Y me dice el general: ´Pedro,
dile a Juancho que se venga para acá´. Entonces yo me voy para Miraflores, a la
pieza donde luego lo mataron, y le digo a Juancho, ´Don Juancho, manda decir el
general que vaya para la fiesta´. Entonces, él me dice: ´Mmm, Pedro. ¿Y para
qué será?´ Yo me sonrío y le digo: ´No sé, don Juancho. Solo sé que lo mandó a
llamar´. Y él me responde, ´Mmm,
entonces dile que ya voy´.
“Juancho llegó a la reunión, caminando con su santa calma, como lo hacía
siempre. Y cuando llegó a una baranda que había a la entrada del teatro, se
recostó y se puso a mirar una casita que había ahí en la punta, antes de llegar
al asta de la bandera. Don Juancho tenía ahí una presa, un cebo, para
divertirse esa noche. Pero después se arrepintió, como si algo sospechara, y me
dijo, ´Se resolvió, no voy para allá, me voy para la casa de mi hermano´.
Porque el general Juan Vicente Gómez le había ofrecido a Juancho que se fuese a
vivir a su casa. Cuando se encontraron en la reunión, el general le dijo a su
hermano: ´Mira, Juancho, en mi casa te estoy arreglando una pieza. Quiero que
vengas a vivir conmigo. No quiero que sigas con esa gentuza jugando al póquer
hasta las tres de la mañana. Alguien te puede causar daño´. Y Juancho le
contesta: ´Mmm, ¿y quién va a querer hacerme daño a mí, si yo no le hago mal a
nadie?´ Entonces el general le responde: ´Sí, pero tú sabes que cargamos con el
enemigo pa arriba y pa abajo, y no sabemos quién es´. Y es que mi general,
aunque no era un hombre instruido, tenía una cosa que siempre lo amparó: la
astucia. Y Juancho le dice: ´Yo estoy muy bien con Regina´. Regina era la
esposa. Y el general le dice: ´Mira, yo quiero que te vengas pa mi casa, porque
tengo ganas de irme a Suiza´. El general sufría de la próstata. ´Quiero irme a
Suiza para operarme y que tú te encargues de la presidencia hasta que
regrese´. En ese momento veo a José
Vicente, el hijo mayor del general, así, diagonal con él, y carajo, se pone
como papel de estraza. Vea, él siempre tenía la cara roja como un tomate, pero
luego de escuchar lo que dijo el general se puso pálido. Porque José Vicente
quería para él la presidencia. Bueno, ahora verá. Las cosas parecieron quedar
tranquilas. José Vicente no se movió. Y Juancho dijo, es lo único que dijo: ´Yo
estoy bien con mi Regina, yo no hago mal a nadie, a mí nadie me quiere hacer
mal´. Don Juancho no sabía que José Vicente, el hijo mayor del general, lo
quería mal. José Vicente se valió de Barrientos, del capitán Isidro Barrientos,
que era el ecónomo de la Guardia de Miraflores, la guardia de honor del
general. Barrientos era un asesino. Ya había matado a un hombre por unos tres
mil bolívares, que era mucho dinero en
ese tiempo. Barrientos mató a un hombre en Barquisimeto, no perdón, en San
Cristóbal. Y José Vicente sabía que si había matado una vez, podía volver a
matar. Después de esa muerte en San Cristóbal, Barrientos le escribió a
Juancho, porque lo conocía de antes. En esa carta le decía que deseaba venirse
para Caracas, para estar con él. Don Juancho le dijo que se viniera y al llegar
a Caracas lo nombró ecónomo de la guardia de honor, encargado de hacer las
compras de todo. Entonces José Vicente, el hijo mayor del general, se
enfureció. No quería ser gobernado por Juancho, que era su tío. José Vicente
era inspector general del ejército, pero don Juancho iba a ser su jefe, porque
era vicepresidente primero. Por eso lo mandó a matar usando a Barrientos como
el móvil. José Vicente le ofreció a
Barrientos una montonera de bolívares. Cuando Barrientos escuchó la oferta, se
esponjó como un gallo de riña. Y José Vicente le dice: ´Además de los bolívares
que te voy a dar, te voy a dar otro dinero para que organices el complot en
Miraflores´.
“Bueno, así fue, pero solo un ofrecimiento nada más, en efectivo, nada. Ahora
verá la cosa como viene. Organizan el complot. Había un sargento primero de
caballería que habían dado de baja. Entonces, el sargento se busca de padrino a
Encarnación Pérez, que era asistente de don Juancho. Encarnación se encargaba
de lavar los corotos de la mesa en que comía don Juancho. Además, a la hora de
comer le llevaba la comida. Viene Barrientos y le ofrece a Encarnación un
bojote de bolívares y le propone a Rafael Andrade para que lo mate. Fue Andrade
quien asesinó a Juancho. A todos esos que participaron en el complot se les
llenó la cabeza de cucarachas porque eran muchos los bolívares ofrecidos,
imagínese. Una noche viene Rafael
Andrade con un alicate y toca una línea de teléfono, pues quería inutilizarlas.
Pero la línea que tocó no fue la de don Juancho, sino la de la señorita Regina,
la esposa de Juancho. Entonces se levanta Encarnación Pérez y va para allá,
para ver por qué lo llamaba la señorita. Le sale Juana la lavandera y le
pregunta Encarnación ´ ¿La señorita llamó?´ y Juana le dice: ´No, la señorita
no llamó´. Y Encarnación dice: ´ ¡Qué
raro, porque el timbre sonó!´ Entonces se devuelve. Cuando se devolvió, ya bajando los escalones, rumbo al sótano,
dijo: ´El timbre sí sonó. Si vuelve a sonar no me despierte, porque yo estoy
levantado´. Todo quedó así. Entre tanto Rafael Andrade envolvió el alicate en
un pañuelo y no sé si cortó la línea telefónica de don Juancho, pero ya
Encarnación había comprado un narcótico, no sé en qué parte lo compró. Lo
cierto del caso es que ahora verá las cosas cómo eran. Se aparece don Juancho. Él acostumbraba a
tomarse un guarapo de canela porque sufría de várices en la nariz. Pero Encarnación, en lugar de darle el
guarapo puro, le echó el narcótico. Don Juancho se lo tomó. Encarnación se fue a la cocina, trajo una
tacita igual, llena de guarapo, y la puso en una mesa, para hacer creer que don
Juancho no se había tomado el guarapo. Fíjese la picardía, todo por esos
bolívares que le habían prometido y que nunca se los dieron. Cuando llegó Rafael Andrade para matarlo, don
Juancho no tenía acción alguna. Bueno, eran las seis de la mañana. Ese día yo
había recibido la orden de don Juancho de reconocer la zona de Los Sauces y de
Caño Amarillo. Esa zona era conocida como la perrera. Cada día, a las seis de
la mañana, me tenía que reportar a don Juancho , e informarle de las trifulcas
en la perrera. Y él se lo comunicaba al general. Bueno, eran las seis de la mañana. Yo llegué
ignorando todo y fui a darle a don Juancho la novedad. Don Juancho acostumbraba
a dormir con la puerta entrejuntada. Nunca la cerraba del todo. Cuando llegué
para darle la novedad, no me respondió.
´Don Juancho ¿se puede entrar?´ le pregunto. No me contesta. Entonces yo
me asomo y carajo, veo una laguna de sangre. Le partieron el corazón en seco de
dos tajos. Don Juancho se vació de sangre por ahí. Bueno, yo me pregunto ´ ¿Cómo hago para darle
al general la novedad de esta lavativa?´ A la casa del general Gómez no se
puede llegar tocando como uno llega a su casa tocando taquitaqui. No señor. Allá se hace así: se toca suave, con el filo
de las uñas. Es un toque que usan los masones. Al último toque me sale el
edecán y me pregunta: ´ ¿Qué pasa?´ Yo le digo: ´Es que don Juancho amaneció
muerto´. ´ ¿Está seguro?´ Le digo:
´Estoy seguro, porque lo acabo de ver´. Él me dice: ´Tendrá que esperar. Ahora
el general está firmando órdenes en el corredor.´ Es cierto, el general está
firmando órdenes, pero me está espiando con el rabo del ojo porque la ventana
queda en arco con la mesa, y él me está mirando. Cuando le estoy dando la
novedad al edecán, el general para la pluma y me pregunta: ´ ¿Qué quiere? ´ Ese
no era el modo habitual de preguntar del general. Su modo de preguntar era como
el de Juancho: ´ ¿Mmm?´ El edecán le dice: ´Dice el oficial´ por mí, ´que
estaba de guardia y que don Juancho amaneció muerto´. Y dice el general: ´Mmm,
no era a Juancho a quien iban a matar. Era a mí a quien querían matar, pero no
pudieron´. Y ya José Vicente, el hijo,
se aparece en Palacio con sus siete edecanes. Sí, porque cargaba siete
edecanes. José Vicente se aparece y yo le abro la puerta al general. El general sale y se para en todo el quicio
de la puerta y empieza a darle al suelo con el báculo de su bastón, toc, toc,
toc. Se aparece José Vicente y dice: ´Su bendición, papá´. El general no le contesta la bendición. Como
al minuto llegan el edecán de guardia, que era Ulises Sánchez, me acuerdo como
si fuera hoy, Ulises Sánchez, Eloy
Tarrazona y el jefe de los edecanes que
no me acuerdo de su nombre, pero que sí conocí bastante. Vamos al sitio donde mataron a don Juancho.
Vemos la laguna de sangre. Yo estoy al lado del general. El general pregunta: ´
¿Y Ulises? ´ Dice Ulises: ´Aquí estoy, mi general´ porque era a Ulises a quien le
tocaba guardia. ´Ulises, vete allá, a casa de Gracilano´, le dice el general,
´y dile que venga cuando quiera´. Ah, me
olvidé de decirle, Gracilano era el jefe de los edecanes. Entonces viene Gracilano y dice estas
palabras: ´ ¿Cómo es posible, general, que habiendo ocurrido un crimen tan
horroroso como el sucedido en el Palacio de Miraflores los sirvientes sigan
cruzando los corredores?´ Entonces el general dice: ´Mmm, pues que manden a los
sirvientes hacia sus casas´. No dijo que los mandasen para la policía sino para
sus casas. Pero las casas eran los cuarteles de la policía. Bueno, antes de llegar
a la puerta de la policía un sirviente cayó muerto. Y cuando llegó al calabozo,
otro sirviente cayó muerto. Me imagino que se murieron del susto, porque hasta
ese momento no se sabía nada. Enseguida
llegó el doctor Bueno, con sus hierros, le hizo la autopsia a don Juancho
y pasaron el cadáver para el Salón
Elíptico. En eso veo a Barrientos, el
cómplice de los asesinos, saliendo por la puerta del centro del Palacio de
Miraflores para el Salón Elíptico. Empezaron a llegar las coronas, y Barrientos
se encargó de recoger las tarjetas de condolencia. Y Barrientos decía a cada
rato: ´ ¡Ay, bendito sea Dios, mataron a mi padre!´ y se ponía la mano en la
cabeza.
“Como a la semana del asesinato,
Barrientos le pidió a Eloy Tarrazona, al que llamaba su compadre de
voluntá, que le hiciera una diligencia con el general Gómez. Barrientos tenía
una casita del lado de debajo de Miraflores y quería vendérsela al general por
25 mil bolívares. Tarrazona fue a ver al general, para hacerle la oferta, y el
general, muy astuto, dice, ´Mmm, ordene que se lleven a Barrientos para la
policía´. El general Gómez entró enseguida en sospechas. ¿Por qué Barrientos
necesitaba tanto dinero? Se llevan a Barrientos para la policía. Allá le pegan
una cadena aquí, y otra cadena en las
patas. Los policías habían preparado una caldera de trapiche, llena de carbón,
y la encendieron. Cuando ya del carbón quedaban brasas, alzaron a Barrientos de
una viga por medio de un motón, y lo sentaron en las brasas, para que confesara
quien mandó matar a Juancho. Ya para ese momento Encarnación Pérez, otro de los
conspiradores, había muerto. Rafael Andrade, el asesino, también fue pasado por
el filo. Solo quedaba Barrientos por confesar. El general me llama a su casa.
´Vidal, ven´, me dice el general al entrar en su casa. ´Mmm, ¿Y qué dice
Barrientos?´ Le digo: ´Barrientos no
dice nada, mi general. Lo han castigado´.
No le expliqué al general cómo había sido el castigo, porque al general
no le gustaba escuchar esas cosas. No crea, el general Gómez no tenía nada de
malo. ´Vete para el calabozo´, me dice, ´y le preguntas a Barrientos quien
mandó matar a Juancho´. Voy para allá, y le digo a Barrientos: ´Barrientos, me
manda a preguntar el general que quien mandó a matar a Juancho´. Entonces,
Barrientos dice: ´Pues oye, carajo, yo de todos modos me voy a joder´, estaba
llorando cuando lo decía. ´No se lo pienso decir a nadie, al único que se lo
pienso decir es al general Gómez, al mismito general´. Voy y le cuento al general. Y el general
responde: ´Mmm, dile que confiese si se le da la gana. Y si no se le da la gana,
que no lo diga. De todas formas, ya Barrientos se murió´. Esa fue la respuesta
que dio el general Gómez. Y como ese episodio, hay tantas y tantas cosas que
podría contarle. Eso sí, siempre y cuando quiera entrevistarme”.
Al culminar la entrevista, dejé solo a don Pedro Vidal en la habitación, recordando
el olor de la muerte que reinaba en la habitación donde habían asesinado a don
Juancho Gómez y la extraña suerte corrida por sus presuntos asesinos. Los
acusados por el crimen fueron condenados
por un juez a 20 años de presidio, pero tiempo después algunos policías los
sacaron de la cárcel y los asesinaron.
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