Mario Szichman
William Godwin
Parcelamos el pasado para acomodarlo a las necesidades de nuestro presente.
Un prócer cambia su estatura moral, sus hazañas, o sus lacras, prácticamente en
cada generación. Y siempre, como resultado de episodios actuales, pues vivimos
en el eterno presente.
En el campo cultural existe algo similar, especialmente cuando se trata de
la transgresión. Los malditos de la literatura tienen reservado un panteón muy
especial. El retrato que nos dejó Charles Baudelaire de Edgar Allan Poe
coincide escasamente con la realidad. Poe no era un paria desdeñado por
editores, perseguido por críticos. Es cierto,
sus últimos años fueron un infierno, falleció Virginia, su esposa niña,
y murió pobre y alcohólico. Su presunto albacea testamentario Rufus Griswold redactó
un obituario donde lo calificó de mujeriego y demente, y también lo vituperó en
su primera biografía. Griswold no fue el legatario de Poe, una leyenda bastante
difundida sino su declarado enemigo luego de que el autor de El escarabajo de oro se burló de sus producciones
literarias.
En su buena época, Poe fue celoso custodio de su fama, trabajó como editor
de algunas de las mejores revistas literarias de la Nueva Inglaterra, se llenó
de enemigos con sus devastadoras críticas, y ganó buen dinero. Todo eso fue
dilapidado luego en sus frecuentes encuentros con la botella.
Recuerdo que cuando hace algunos años entrevisté a Howard Fast, le pregunté
por Dashiell Hammett, el genio que creó Cosecha
Roja, La llave de cristal y El Halcón Maltés. Hammett había sido
miembro del partido Comunista, como Fast, y ambos terminaron en la cárcel, tras
negarse a delatar a sus compañeros, una exigencia del Comité de Actividades
Antinorteamericanas presidido por el senador Joseph McCarthy.
Fast estaba resentido con Hammett porque una vez, poco antes de que lo
llevaran a la cárcel, se encontró con el
célebre autor y lamentó su aflicción por la temporada que le aguardaba en
prisión. La respuesta de Hammett fue: “Howard, sería bueno que antes de ir a
parar entre rejas te quites de la cabeza la corona de espinas”. Pero Fast
siempre mostró mucho respeto y admiración por Hammett, y lamentó que el
alcoholismo del narrador –no el senador McCarthy– hubiera acabado con su
carrera literaria.
De todas maneras la glorificación del genio, real o apócrifo, es uno de los
mitos más persistentes en la literatura, gracias en buena parte al romanticismo que hizo estragos en el siglo
diecinueve y que perdura en la política del siglo veintiuno, especialmente en
América Latina. No hay como agitar una bandera, golpearse el pecho, o proclamar
la lucha a muerte contra el enemigo para que perdonemos los pecados de cuanta
nulidad engreída circula por el continente y la cubramos de gloria.
La forja de los héroes culturales fue, en parte, una reacción a los
filósofos de la Ilustración, que intentaban buscar causas a las consecuencias.
Frente a esos filósofos, a su racionalismo e ironía, se alzaron poetas y
novelistas, especialmente en Inglaterra, que exploraron, algunos con mucha
sabiduría, como el gran William Blake, la zona obscura de la mente humana, y
los demonios que habitan nuestro cuerpo. Un área muy interesante fue la
literatura de horror, con obras maestras como The Monk, de Matthew Lewis, Caleb
Williams, de William Goodwin, Confessions
of a Justified Sinner, de James Hogg, y especialmente Melmoth the Wanderer, de Robert Maturin, una obra increíblemente
complicada y tenebrosa, que causó la admiración de Balzac y una secuela del
escritor francés: Melmoth reconciliado.
Todas esas novelas siguen contando con público en esta época. La más
legible es The Monk. Posiblemente la
que más se acerca a una obra maestra es Melmoth
the Wanderer. En ella abrevaron desde Robert Louis Stevenson y Bram Stoker
hasta H.P. Lovecraft, William Faulkner y Flannery O´Connor. La narración de Hogg
es muy entretenida por la exasperación del protagonista, en tanto Caleb Williams es la más “cerebral” y la
más equívoca. Goodwin la escribió como un complemento a su ensayo An Enquiry Concerning the Principles of
Political Justice, considerado una de las bases del anarquismo filosófico. Caleb Williams es su intento por encarnar
sus teorías en un ser de carne y hueso. El protagonista, un joven inteligente y
de escasos ingresos, es contratado como secretario de un squire, el terrateniente Ferdinando Falkland. Pronto Caleb descubre
que Falkland guarda un terrible secreto. Luego Falkland se entera que Caleb ha
descubierto su secreto, y decide convertirlo en una especie de prisionero, para
que nunca lo denuncie.
Caleb Williams consiste
en una serie de cacerías por parte de los secuaces de Falkland, y mantiene un
excelente suspenso. Pero una vuelta de tuerca de la novela, ignoramos si se
trató de una casualidad o de un toque de genio del autor, es que si bien
Falkland ha ordenado a sus secuaces transformar la vida de Caleb en un
infierno, surge un imponderable: la paranoia del protagonista. En muchas
ocasiones Caleb interpreta mal las intenciones de su amo y les otorga un matiz
malévolo de la que carecen. Eso lo obliga a una eterna fuga, acompañada de
nuevas represalias, y de la ruina total de su reputación.
En la mansión de Falkland, el protagonista comienza a estudiar filología,
ayudado por “un diccionario general de cuatro de los lenguajes del norte”. Ese
pequeño detalle abrió las compuertas a la creación de Eugene Aram como un genio
maldito, cuya incursión en el homicidio fue –al menos para varios escritores
ingleses– un simple pecadillo incapaz de opacar sus virtudes intelectuales.
Goodwin intentó escribir una novela sobre Aram, una especie de spin-off de Caleb Williams. El germen ya estaba en los estudios filológicos de
su protagonista. Pero, por alguna razón, nunca concretó el proyecto. La tarea
fue desarrollada por Bulwer-Lytton en su novela Eugene Aram (1832).
ARAM, COMEDIANTE
Y MÁRTIR
En su libro The Invention of Murder
Judith Flanders ofrece una buena síntesis de cómo Eugene Aram, quien asesinó a
un compinche en 1745, pasó al olvido, y fue resucitado para la posteridad en
una balada, dos novelas y numerosas producciones teatrales.
La vida de Aram puede resumirse en pocos párrafos: nació en West Riding,
Yorkshire, en 1704. Era hijo de un jardinero, y recibió una buena educación.
Alrededor de 1730 se fue a vivir a la población de Knaresbourugh, también en
Yorkshire. En esa época estaba casado y era padre de cuatro o cinco hijos; trabajaba
como capataz de un terrateniente local y era amigo de Daniel Clark, un zapatero
de veintitrés años, recién casado, y de Richard Houseman, quien se dedicaba al
tejido de prendas de lino.
Clark decidió comprar a sus vecinos vajilla y artículos de platería para
celebrar su boda. No pagó en efectivo, sino que solicitó crédito. Como la novia
había recibido una buena dote, nadie le negó el crédito.
El 6 de febrero de 1745, la noche anterior a la fiesta de casamiento, Clark
le dijo a su cuñado que iba a visitar a su novia, y desapareció de la faz de la
tierra. Poco después se descubrió que junto con Clark se habían desvanecido 200
libras en efectivo y en vajilla.
La noche de su desaparición, Clark fue visto en compañía de Aram y de
Houseman. Cuando las autoridades hicieron una búsqueda en las viviendas de
ambos, se hallaron parte de los objetos que Clark había pedido a crédito.
Aram alegó que Clark le había solicitado que guardara los objetos, y fue
puesto en libertad. De todas maneras, resultó sospechoso que luego de la
desaparición de Clark, Aram pudiese pagar la hipoteca de su vivienda. Ademas,
parecía poseer una buena cantidad de dinero en efectivo. Días después, Aram
abandonó Knaresborough y a su completa familia. Tuvo una serie de trabajos,
primero en Londres, luego en Norfolk. El último empleo fue como maestro en una
escuela.
Catorce años después de la desaparición de Clark, un obrero que estaba
cavando un terreno en las afueras de Kanresborough encontró un esqueleto. El
cuñado de Clark estaba seguro de que el esqueleto pertenecía al desaparecido
novio, pues ninguna otra persona había corrido la suerte de Clark en las dos
previas décadas. Se hizo una pesquisa judicial y Anna, la esposa de Eugene Aram,
dijo a un jurado que estaba segura de que Aram y Houseman habían asesinado a
Clark.
Finalmente, Houseman confesó que Clark había sido asesinado por Aram, para
quitarle sus pertenencias, y su cadáver abandonado en una cueva. Houseman llevó
a las autoridades a St Robert´s Cave, donde se hallaron los restos de Clark.
Aram fue localizado por las autoridades, confesó el crimen y fue condenado
a muerte. Tras la sentencia declaró a dos clérigos que él había asesinado a
Clark. Uno de los clérigos le preguntó los motivos y Aram respondió que
"sospechaba que su esposa mantenía con Clark un ilegal comercio",
imaginamos que se trataba de relaciones sexuales. “Estaba persuadido”, dijo a
los clérigos, “que en el momento en que cometió el asesinato había hecho lo
correcto, pero luego, pensó que había actuado mal". (The Genuine Account of the Trial of Eugene Aram. Boston,
1832).
El cadáver de Aram fue "gibbeted," colgado de
cadenas de hierro para que se pudriera lentamente frente a los pobladores de
Kanresborough.
Y así concluyó la no muy edificante vida de Eugene Aram. Sin embargo, en
1794, treinta y cinco años después de su ejecución, William Godwin publicó Caleb Williams, ofreciendo la tesis,
primero enunciada en su tratado filosófico, de que en una sociedad jerárquica la
mayoría de los habitantes son víctimas de ella. Caleb Williams es el primer
germen en el endiosamiento de Aram, pues es en la novela donde se introduce el
tema de un hombre injustamente perseguido, apasionado por el análisis
etimológico del lenguaje inglés.
Unas tres décadas más tarde, en 1828, el poeta y escritor Thomas Hood
contribuyó poderosamente al mito del asesino filosófico con la balada "El
sueño de Eugene Aram", que tuvo una enorme popularidad. En 1832, el
novelista Edward Bulwer-Lytton publicó Eugene
Aram, consolidando el mito del criminal metafísico.
Aunque la balada de Hood contribuyó poderosamente a que Aram se
transformase de “un rufián que asesinó a un cómplice” en un “pecador
atormentado y arrepentido”, como señala Flanders, fue Bulwer-Lytton quien
remodeló a Aram convirtiéndolo en una figura trágica, “un hombre noble
destruido por apenas una falta” cometida en su vida.
El molde que usó el novelista para dar al villano atributos de héroe sirvió
para que la figura de Aram se convirtiera en uno de los personajes teatrales
más perdurables de la Inglaterra victoriana. Una de las últimas versiones fue After All (1895) escrita por Freeman C.
Wills. Esa versión del asesinato de Aram y su posterior redención, tuvo un
final feliz. En esa ocasión, Aram demostraba su inocencia.
La enorme evolución que sufrió Aram entre su muerte y su resurrección se
debe, en buena parte, a Bulwer-Lytton, quien mintió de manera descarada en su
novela. Afortunadamente, un rival de Bulwer-Lytton, y muy superior como escritor,
William Thackeray (La feria de vanidades,
Barry Lyndon) demolió los argumentos
de la novela.
Bulwer-Lytton alegaba que si bien se había tomado algunas licencias propias
de todo autor de ficción al recrear al asesino metafísico, el personaje de la
novela era el Eugene Aram de la vida real. Mejor aún, el Eugene Aram de la
novela mostraba, acentuados, los rasgos dominantes de su personalidad. Y tuvo
la mala idea de citar algunas obras de Shakespeare, entre ellas Macbeth y Ricardo Tercero, para defender su tesis. En el caso de Macbeth,
Shakespeare pudo tomarse toda clase de licencias poéticas, pues Macbeth es una
figura mítica. El problema es con Ricardo Tercero, una figura histórica. ¿Qué
hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera obviado los asesinatos de los sobrinos
de Ricardo Tercero en la torre de Londres, o la manera en que el aspirante al
trono de Inglaterra se fue librando de sus rivales?
Y eso es lo que hace Bulwer-Lytton con Aram, al pasar el asesinato de Clark
a un discreto segundo plano, y ocuparse en cambio de sus logros como filólogo y
pensador.
El Aram novelado es un ser de altos principios, digno, incapaz de matar una
mosca, fervoroso defensor de altos ideales. El autor llegó inclusive a señalar,
en un prefacio a la edición de 1840, que Aram no era culpable de la muerte de
Clark. De esa manera desmintió inclusive al asesino, que admitió ante dos
clérigos haber cometido el homicidio. Para Bulwer-Lytton, era posible que Aram
hubiese intentado robar a Clark, pero consideraba su muerte accidental. Y como
necesitaba salvar al asesino, su fórmula consistió en difamar a la víctima.
En la novela, Clark se convertía en el verdadero villano, un ser
despreciable que había seducido a una muchacha y mostrado una total
indiferencia ante el suicidio de la joven. Pero ese no era Clark. Podía ser un
ladrón, pero no hay evidencias de que haya sido un seductor de menores o haya
conducido a una de sus víctimas al suicidio. Vale la pena recordar que fue
asesinado por Aram días después de su casamiento.
Otra parte de la novela está dedicada a calumniar a Anna, la esposa de Aram
–a la que abandonó, junto con sus hijos,
tras huir de Knaresborough. ¿La razón para ello? Durante sus declaraciones ante
un jurado investigador, Anna ofreció buenos detalles que insinuaban la
participación de su esposo en el homicidio. Por lo tanto, Bulwer-Lytton repitió
la calumnia de Aram: Anna era la amante de Clark, por eso lo había acusado del
crimen.
Sin embargo, cuando se compara al Aram real con el Aram de Bulwer-Lytton,
el asesino metafísico se derrumba. Es obvio que el homicidio fue cometido para
permitir que Aram y Houseman se repartieran el botín de Clark. Posiblemente,
tras escapar de Knaresborough, Aram dedicó los años siguientes a estudiar
filología. ¿Eso lo reivindica acaso, le permite pararse en un pedestal?
Thackeray decía que la obligación de los escritores era “describir a los
ladrones como son, no ladrones poéticos, sino canallas verdaderos, que viven
como canallas, seres bajos, disolutos, tal como suelen ser los sinvergüenzas.
Ellos no citan a Platón, como lo hacía Eugene Aram, o viven como caballeros, o
cantan bellas baladas, como Dick Turpin”.
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