domingo, 10 de agosto de 2014

Buenos libros malos



 Mario Szichman


La idea de los “buenos libros malos” es de George Orwell. En su trabajo Inside the Whale, Dentro de la ballena,  Orwell analizó la novela de Henry Miller  Trópico de Cáncer, y la emparentó con el Ulises, de James Joyce. Es increíble cómo el material que podríamos calificar de pornográfico (Orwell hablaba de novelas Full of unprintable words, repletas de palabras impublicables) envejece con el tiempo, y al mismo tiempo, es apartado de las discusiones literarias. Ahora que Joyce ha ingresado en el canon académico, muy pocos recuerdan el escándalo que causó la aparición del Ulises. Y desde que los códigos de lo impublicable han perdido su filosa navaja, Miller sigue siendo leído porque era realmente un gran escritor.
Orwell, que tenía un buen olfato, señalaba que autores como Joyce y Miller dejan una cierta estela a su paso, y más allá de los detalles, parecen persistir en la memoria de una manera especial. Es como si “crearan un mundo propio”. Y es ahí donde inserta Orwell su idea de los good bad books, los buenos libros malos, y menciona a Raffles y a los relatos de Sherlock Holmes, así como textos “perversos y morbosos”, del estilo de Cumbres Borrascosas o The House with the Green Shutters. No estoy de acuerdo con Orwell en los libros elegidos. Creo que son excelente literatura. Inclusive Sherlock Holmes, más allá de sus aptitudes detectivescas, y de su maravillosa prosa –nadie que aprenda a narrar como Arthur Conan Doyle pasará vergüenza ante el lector–  es un ser pluridimensional, y en sus reflexiones descubre que cuando contemplamos el abismo, el abismo nos devuelve la mirada.
Gilbert Keith Chesterton dijo en cierta ocasión que Dickens era tan popular porque “no escribía lo que el pueblo quería. Dickens quería lo que el pueblo quería”. 
Hay obviamente en Joyce o en Miller una aproximación al lector que si bien no puede compararse con la de Dickens, habla de alguien que puede recitarle al oído palabras y experiencias familiares. Orwell sugería que en ambos escritores hay una cuota de sinceridad, de conocimiento de la vida, que los convierte en narradores muy exclusivos. Como ocurre con Louis-Ferdinand Céline. Uno podrá discrepar con la política o con los prejuicios de Céline, pero nadie puede dudar de su honestidad, de su ausencia de artificio para expresar sus verdades.
En un reciente trabajo de Lindsay Duguid publicado en The Times Literary Supplement se comenta el libro de Michael Schmidt The Novel: a biography. (Harvard University Press). El libro tiene 1.172 páginas, pero el resumen de Duguid habla bien del volumen. Se titula, creo que con justicia, Good books and good bad books, Buenos libros, y buenos libros malos.  
Según indica Duguid, la intención de Schmidt no fue escribir una cronología anotada o una teoría de la novela, sino “un detallado recuento del desarrollo de una forma innovadora”.  Schmidt ofrece más opiniones a los escritores que a los críticos, y analiza, junto con la paulatina mengua de la risa en la escritura y en su discusión (algo que detalla Mijail Bajtkin en sus libros sobre Rabelais y Dostoievski), el progresivo avance del análisis sobre las diatribas. No sé si eso es bueno o malo, si esclarece u ofusca la comprensión de un texto.
En fecha reciente he leído en The New York Review of Books varios intentos por ennoblecer los decibeles de la invectiva. Pero, por alguna razón, me suena a falso. Me recuerda una moderna corriente de la comedia romántica. En la década del treinta, en películas como His Girl Friday, Holiday, o en esas maravillas que creaba Preston Sturges (The Palm Beach Story, o Sullivan Travels) sus protagonistas propagaban a gran velocidad sus frases más memorables. Algunos adictos al cine solían ir a ver algunos de esos filmes dos o tres veces, no solo porque les habían resultado muy divertidos, sino para entender buena parte del diálogo. En la pasada década Hollywood intentó repetir la experiencia y los resultados no fueron buenos. Los actores y actrices hablaban a gran velocidad, pero no decían nada memorable. La técnica era perfecta, pero no el contenido, y lo mismo ocurre con algunos ensayos donde se intenta demoler la fama de algunos escritores. Está la imprecación, pero no la ironía. Está la furia, pero sin matices. Varios de esos críticos han estudiado la técnica del fenomenal ensayista y novelista Gore Vidal, o de Dwight McDonald, pero no el tono, sino la capacidad para evitar tomarse en serio. Y al parecer, Schmidt prefiere aferrarse a ese tipo de críticos, antes que a los académicos, a la hora de emitir su dictamen. (Creo que existe una gran diferencia entre el académico y el crítico. El crítico usa las herramientas de la academia. El académico las transforma en armas para ahuyentar discrepancias).
Como señala Duguid, el autor del libro no se preocupa por la muerte de la novela, aunque menciona “la preocupación de Gore Vidal por la muerte del lector de novelas”.
En el medio, famosos u olvidados escritores comentan en breves y desdeñosas frases los logros o fracasos de sus colegas.
Schmidt da énfasis a la popularidad de ciertos textos, y al fanatismo que despertó en sus lectores. En realidad, la novela que alcanza celebridad pese a su ausencia de lectores, o precisamente gracias a ese acontecimiento, es un invento bastante moderno. Existen, por supuesto, diferentes grados de popularidad de un texto. A la búsqueda del tiempo perdido tiene menos lectores que Las minas del rey Salomón o El código Da Vinci, cuya impopularidad con los críticos se da de cabeza con la fama entre los lectores. Es posible que A la búsqueda del tiempo perdido siga cosechando lectores cuando pocos recuerden la existencia de El código Da Vinci. Tal vez a la popularidad del texto haya que añadirle la categoría de permanencia. Nadie puede creer que Drácula esté a la altura de Ilusiones Perdidas, pero es obvio que el tema seguirá vigente inclusive si se acaban las transfusiones sanguíneas.
En otras ocasiones, aquello que surgió sin llamar la atención se disemina por los lugares más inesperados gracias a los autores. Esa novela extraordinaria que es Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist, no existiría de no ser por sus devotos discípulos. Una de las dos conferencias que ofreció Franz Kafka en su vida la dedicó a leer fragmentos de Michael Kohlhaas, que, según decía, “le causaban lágrimas y entusiasmo”. La trama tuvo una enorme influencia en Ragtime, la mejor novela de E. L. Doctorow, y en Perfume, de Patrick Süskind, y seguramente será retomado por otros creadores, pues el argumento es una de las mejores defensas del ser humano ante el estado, y del individuo frente a la burocracia.
Al mismo tiempo, Schmidt proporciona al lector una especie de cuaderno de bitácora con las opiniones de famosos autores sobre obras que han ingresado al panteón de la fama. Graham Greene no dice mucho sobre Lawrence Sterne. Se limita a considerarlo “insoportable”.  Stephen King despacha a Thomas Hardy con esta frase: “Ninguna vida puede ser tan mala como él la describe. Por favor, déjenme en paz”. Y el mismo Schmidt ofrece algunos juicios a tener en cuenta. Dice de la novela de Thomas Pynchon  Against the Day: “Es un libro para estudiar, no para leer”, y acusa a la narradora Sylvia Townsend Warner de poseer “una inventiva excesivamente encantadora”. Ese tipo de comentarios permite al lector dar un suspiro de alivio. Ocurre que sus aburrimientos, sus frustraciones, sus aflicciones con textos que reciben excesivos elogios y los estima de escasa importancia no son resultado de una mente ociosa: intelectuales que respeta piensan de manera similar.  
Hay tantos críticos como libros de crítica, y millares de propuestas diferentes sobre un género que tiene al menos setecientos años de antigüedad. (Schmidt considera la primera novela Los viajes, de Mandeville, publicada a mediados del siglo catorce).
Pero la idea de los “buenos libros malos” está cargada de posibilidades. Muchas veces nos avergonzamos de engullir libros que no son exactamente literatura clásica. Cervantes se burlaba de los libros de caballería, aunque era evidente que se los devoraba. Tal vez en el siglo diecinueve, con el surgimiento del folletín y la posibilidad de ampliar el público lector, los autores sintieron menos vergüenza de apelar al melodrama. Dostoievski, Eugenio Sue, Dickens, Balzac,  Edgar Allan Poe, Alejandro Dumas, no mostraron rubor alguno en recrear un género y llevarlo a la estratósfera. Con ellos es difícil determinar en qué momento se alcanzó la sublimidad, y cuando llenaron páginas calculando el centimetraje y los ingresos monetarios por capítulo.
El crítico James Russell Lowell resumió mejor que nadie la combinación de profundidad y de insipidez que caracterizaba a muchas obras de genios como Poe y Dickens en un poema que decía:

Here comes Poe with his Raven, like Barnaby Rudge,
Three fifths of him genius, two fifths sheer fudge.
(Aquí viene Poe con su cuervo, como Barnaby Rudge/ un genio en tres quintas partes, puro disparate en las otras dos).

Pero Poe perdura, Dickens perdura, y hay algo en ellos, y en otros creadores que los distingue del resto. Tal vez crearon un mundo propio. Tal vez dejaron una estela a su paso. Los lectores los vienen pregonando y distinguiendo en cada generación. Y se sienten agradecidos.

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