La idea de los “buenos libros malos” es de
George Orwell. En su trabajo Inside the
Whale, Dentro de la ballena,
Orwell analizó la novela de Henry Miller Trópico de Cáncer,
y la emparentó con el Ulises, de
James Joyce. Es increíble cómo el material que podríamos calificar de
pornográfico (Orwell hablaba de novelas Full
of unprintable words, repletas de palabras impublicables) envejece con el
tiempo, y al mismo tiempo, es apartado de las discusiones literarias. Ahora que
Joyce ha ingresado en el canon académico, muy pocos recuerdan el escándalo que
causó la aparición del Ulises. Y
desde que los códigos de lo impublicable han perdido su filosa navaja, Miller
sigue siendo leído porque era realmente un gran escritor.
Orwell, que tenía un buen olfato, señalaba
que autores como Joyce y Miller dejan una cierta estela a su paso, y más allá
de los detalles, parecen persistir en la memoria de una manera especial. Es
como si “crearan un mundo propio”. Y es ahí donde inserta Orwell su idea de los
good bad books, los buenos libros
malos, y menciona a Raffles y a los relatos de Sherlock Holmes, así como textos
“perversos y morbosos”, del estilo de Cumbres
Borrascosas o The House with the
Green Shutters. No estoy de acuerdo con Orwell en los libros elegidos. Creo
que son excelente literatura. Inclusive Sherlock Holmes, más allá de sus
aptitudes detectivescas, y de su maravillosa prosa –nadie que aprenda a narrar
como Arthur Conan Doyle pasará vergüenza ante el lector– es un ser pluridimensional, y en sus
reflexiones descubre que cuando contemplamos el abismo, el abismo nos devuelve
la mirada.
Gilbert Keith Chesterton dijo en cierta
ocasión que Dickens era tan popular porque “no escribía lo que el pueblo
quería. Dickens quería lo que el pueblo quería”.
Hay obviamente en Joyce o en Miller una
aproximación al lector que si bien no puede compararse con la de Dickens, habla
de alguien que puede recitarle al oído palabras y experiencias familiares.
Orwell sugería que en ambos escritores hay una cuota de sinceridad, de
conocimiento de la vida, que los convierte en narradores muy exclusivos. Como
ocurre con Louis-Ferdinand Céline. Uno podrá discrepar con la política o con
los prejuicios de Céline, pero nadie puede dudar de su honestidad, de su
ausencia de artificio para expresar sus verdades.
En un reciente trabajo de Lindsay Duguid
publicado en The Times Literary
Supplement se comenta el libro de Michael Schmidt The Novel: a biography. (Harvard University Press). El libro tiene
1.172 páginas, pero el resumen de Duguid habla bien del volumen. Se titula,
creo que con justicia, Good books and
good bad books, Buenos libros, y buenos libros malos.
Según indica Duguid, la intención de Schmidt
no fue escribir una cronología anotada o una teoría de la novela, sino “un
detallado recuento del desarrollo de una forma innovadora”. Schmidt ofrece más opiniones a los
escritores que a los críticos, y analiza, junto con la paulatina mengua de la
risa en la escritura y en su discusión (algo que detalla Mijail Bajtkin en sus
libros sobre Rabelais y Dostoievski), el progresivo avance del análisis sobre
las diatribas. No sé si eso es bueno o malo, si esclarece u ofusca la
comprensión de un texto.
En fecha reciente he leído en The New York Review of Books varios
intentos por ennoblecer los decibeles de la invectiva. Pero, por alguna razón,
me suena a falso. Me recuerda una moderna corriente de la comedia romántica. En
la década del treinta, en películas como His
Girl Friday, Holiday, o en esas
maravillas que creaba Preston Sturges (The
Palm Beach Story, o Sullivan Travels)
sus protagonistas propagaban a gran velocidad sus frases más memorables.
Algunos adictos al cine solían ir a ver algunos de esos filmes dos o tres
veces, no solo porque les habían resultado muy divertidos, sino para entender
buena parte del diálogo. En la pasada década Hollywood intentó repetir la
experiencia y los resultados no fueron buenos. Los actores y actrices hablaban
a gran velocidad, pero no decían nada memorable. La técnica era perfecta, pero
no el contenido, y lo mismo ocurre con algunos ensayos donde se intenta demoler
la fama de algunos escritores. Está la imprecación, pero no la ironía. Está la
furia, pero sin matices. Varios de esos críticos han estudiado la técnica del
fenomenal ensayista y novelista Gore Vidal, o de Dwight McDonald, pero no el
tono, sino la capacidad para evitar tomarse en serio. Y al parecer, Schmidt
prefiere aferrarse a ese tipo de críticos, antes que a los académicos, a la
hora de emitir su dictamen. (Creo que existe una gran diferencia entre el
académico y el crítico. El crítico usa las herramientas de la academia. El
académico las transforma en armas para ahuyentar discrepancias).
En el medio, famosos u olvidados escritores
comentan en breves y desdeñosas frases los logros o fracasos de sus colegas.
Schmidt da énfasis a la popularidad de
ciertos textos, y al fanatismo que despertó en sus lectores. En realidad, la
novela que alcanza celebridad pese a su ausencia de lectores, o precisamente
gracias a ese acontecimiento, es un invento bastante moderno. Existen, por
supuesto, diferentes grados de popularidad de un texto. A la búsqueda del tiempo perdido tiene menos lectores que Las minas del rey Salomón o El código Da Vinci, cuya impopularidad
con los críticos se da de cabeza con la fama entre los lectores. Es posible que
A la búsqueda del tiempo perdido siga
cosechando lectores cuando pocos recuerden la existencia de El código Da Vinci. Tal vez a la
popularidad del texto haya que añadirle la categoría de permanencia. Nadie
puede creer que Drácula esté a la
altura de Ilusiones Perdidas, pero es
obvio que el tema seguirá vigente inclusive si se acaban las transfusiones
sanguíneas.
En otras ocasiones, aquello que surgió sin
llamar la atención se disemina por los lugares más inesperados gracias a los
autores. Esa novela extraordinaria que es Michael
Kohlhaas, de Heinrich von Kleist, no existiría de no ser por sus devotos
discípulos. Una de las dos conferencias que ofreció Franz Kafka en su vida la
dedicó a leer fragmentos de Michael Kohlhaas, que, según decía, “le causaban
lágrimas y entusiasmo”. La trama tuvo una enorme influencia en Ragtime, la mejor novela de E. L.
Doctorow, y en Perfume, de Patrick
Süskind, y seguramente será retomado por otros creadores, pues el argumento es
una de las mejores defensas del ser humano ante el estado, y del individuo frente
a la burocracia.
Al mismo tiempo, Schmidt proporciona al
lector una especie de cuaderno de bitácora con las opiniones de famosos autores
sobre obras que han ingresado al panteón de la fama. Graham Greene no dice
mucho sobre Lawrence Sterne. Se limita a considerarlo “insoportable”. Stephen King despacha a Thomas Hardy
con esta frase: “Ninguna vida puede ser tan mala como él la describe. Por
favor, déjenme en paz”. Y el mismo Schmidt ofrece algunos juicios a tener en
cuenta. Dice de la novela de Thomas Pynchon Against the Day:
“Es un libro para estudiar, no para leer”, y acusa a la narradora Sylvia
Townsend Warner de poseer “una inventiva excesivamente encantadora”. Ese tipo
de comentarios permite al lector dar un suspiro de alivio. Ocurre que sus aburrimientos,
sus frustraciones, sus aflicciones con textos que reciben excesivos elogios y
los estima de escasa importancia no son resultado de una mente ociosa:
intelectuales que respeta piensan de manera similar.
Hay tantos críticos como libros de crítica, y
millares de propuestas diferentes sobre un género que tiene al menos setecientos
años de antigüedad. (Schmidt considera la primera novela Los viajes, de Mandeville, publicada a mediados del siglo catorce).
Pero la idea de los “buenos libros malos” está
cargada de posibilidades. Muchas veces nos avergonzamos de engullir libros que
no son exactamente literatura clásica. Cervantes se burlaba de los libros de
caballería, aunque era evidente que se los devoraba. Tal vez en el siglo
diecinueve, con el surgimiento del folletín y la posibilidad de ampliar el
público lector, los autores sintieron menos vergüenza de apelar al melodrama.
Dostoievski, Eugenio Sue, Dickens, Balzac, Edgar Allan Poe, Alejandro Dumas, no mostraron rubor alguno
en recrear un género y llevarlo a la estratósfera. Con ellos es difícil
determinar en qué momento se alcanzó la sublimidad, y cuando llenaron páginas
calculando el centimetraje y los ingresos monetarios por capítulo.
El crítico James Russell Lowell resumió mejor
que nadie la combinación de profundidad y de insipidez que caracterizaba a
muchas obras de genios como Poe y Dickens en un poema que decía:
Here comes Poe with his Raven,
like Barnaby Rudge,
Three fifths of him genius, two
fifths sheer fudge.
(Aquí viene Poe con su cuervo, como Barnaby Rudge/ un genio en
tres quintas partes, puro disparate en las otras dos).
Pero Poe perdura, Dickens perdura, y hay algo
en ellos, y en otros creadores que los distingue del resto. Tal vez crearon un
mundo propio. Tal vez dejaron una estela a su paso. Los lectores los vienen
pregonando y distinguiendo en cada generación. Y se sienten agradecidos.
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