Mario Szichman
“Las malas causas
Tienen tantos mártires
Como las buenas”.
Lazare Carnot
General de la Revolución Francesa
Tolstoi decía que en la
administración pública hay hombres tan necesarios como los lobos en la
naturaleza. Esos hombres descuellan por su cercanía con los jefes de estado, y
al monopolizar la crueldad, permiten a sus jefes exhibir altruismo y nobles
modales.
El
general Louis Nicolas Davouz se encargaba de cometer crueldades “a espaldas” de
Napoleón, en tanto su rival, el zar Alejandro de Rusia, contaba con el general
Alexey Arakcheyev para concretar el trabajo sucio.
Si el lector desea saber
por qué la literatura rusa es superior a la francesa, es suficiente comparar a
Arakcheyev con Davouz. Aunque Balzac tuvo portentosos modelos de seres
desalmados en los cuales pudo abrevar para sus novelas, ni siquiera el más
feroz se animó a expresar, como Arakcheyev: “Soy amigo del zar y solo existe
una persona ante quien es posible elevar una queja por mis métodos: Dios”.
Y aunque
Fouquier-Tinville, el acusador público que ordenó guillotinar a Carlota Corday,
y colaboró en el arresto de otras figuras públicas como Robespierre y
Saint-Just es lo más aproximado a un genio del mal, ni siquiera él intervino en
las tareas de reproducción de los franceses, como sí lo hizo Arakcheyev con los
rusos. En su enorme finca de Gruzino, las campesinas fueron obligadas a
procrear al menos un vástago por año. Se ignora cuál era el castigo para las
mujeres que no cumplían la cuota.
En América Latina,
durante la guerra de Independencia, existió un hombre bisagra con los atributos
combinados de Davouz y de Arakcheyev. Era el coronel Bernardo de Monteagudo,
quien sirvió a dos amos, los próceres de la independencia latinoamericana José
de San Martín y Simón Bolívar.
Monteagudo era bigger than life, uno de los grandes
villanos de la historia latinoamericana. En las memorias del general Guillermo
Miller, uno de los soldados más fieles de San Martín, se habla pestes de
Monteagudo, de su “imposición de medidas impopulares”, su “opresivo espionaje”,
“la cruel manera en que desterró a individuos muy respetables”. Además, se
sospechaba que intentaba “establecer un gobierno monárquico contrario a los
deseos del pueblo”. Esos atributos convirtieron a Monteagudo “en objeto de
desagrado y desconfianza”.
El pueblo de Lima,
aprovechando la ausencia de San Martín, se amotinó contra Monteagudo y lo obligó
a renunciar.
El historiador chileno
Benjamín Vicuña Mackenna dijo que Monteagudo “cometió horribles crueldades” en
Lima cuando fue ministro de San Martín. Además, se jactó de ellas. Según Vicuña
Mackenna, “En su famoso manifiesto de
Quito”, el ministro de San Martín alardeó “de haber reducido a quinientos los
diez mil españoles que encontró en la primera de esas ciudades”. Una lista “de
esos cargamentos humanos que aquel Sila criollo remitía a Valparaíso en 1821,
en un buque al que, para hacer más siniestro su destino, diera su propio
nombre, la célebre fragata Monteagudo”, menciona cuatrocientos ochenta
personas. De ellas indica el historiador chileno, “cerca de la quinta parte
pasaba de sesenta años de edad. Para que se juzgue de la inútil barbarie de
esta persecución, elegimos al acaso algunos nombres de la lista de
proscripción: Juan Muñoz, andaluz, de profesión mantequillero, edad setenta y
un años; Fernando María Gómez, comerciante, setenta años; Felipe Quinteler,
gallego, marinero, setenta y cinco años”.
Tras la decisión de San
Martín de renunciar a su cargo de Protector, Monteagudo retornó a Lima como
secretario de Bolívar, donde fue asesinado en el anochecer del 28 de enero de
1825, cuando tenía apenas treinta y cinco años de edad. El cadáver fue
encontrado boca abajo, con las manos aferradas a un puñal que tenía clavado en
el pecho.
Cuando Bolívar se enteró
del asesinato de Monteagudo, exclamó: “¡Monteagudo! ¡Monteagudo! Serás
vengado”. (Bolívar era un romántico hasta los tuétanos).
El retorno de Monteagudo
a Lima, aferrado a la levita de Bolívar, no fue recibido con gran beneplácito.
El patriota peruano José Faustino Sánchez Carrión, quien fue ministro de
Bolívar, había anunciado en un bando público que si Monteagudo regresaba,
cualquier limeño podía asesinarlo. Sánchez Carrión prometía total impunidad.
Bolívar, quien conocía la
calaña de los hombres que trataba, dijo de Monteagudo en una carta al
colombiano Francisco de Paula Santander, su vicepresidente: “Es aborrecido en
el Perú por haber pretendido una monarquía constitucional, por su adhesión a
San Martín, por sus reformas precipitadas y por su tono altanero cuando
mandaba”. Pero Bolívar, que además de romántico había leído con mucho provecho
a Maquiavelo, agregaba en la carta: “Añadiré francamente que Monteagudo conmigo
puede ser un hombre infinitamente útil”.
LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS
La investigación del
asesinato de Monteagudo puso a Bolívar en el rol de detective. (Una tarea que
los historiadores bolivarianos no han tomado en cuenta, aunque han explorado
todos los aspectos de su vida. Como recordaba el profesor Germán Carrera Damas
en su magnífico libro “El culto a Bolívar”, a un panegirista se le ocurrió
redactar un opúsculo titulado “Bolívar jugador de ajedrez”).
La pesquisa de
Bolívar, por sí sola, es para escribir
una novela, especialmente el descubrimiento de los dos asesinos materiales,
Candelario Espinosa y Ramón Moreira. La principal pista era el cuchillo usado
para matar a Monteagudo. Había sido recientemente afilado. Por lo tanto, se
citó a todos los barberos de Lima para ver si alguno de ellos reconocía el arma
homicida. Uno de ellos reconoció haber afilado el cuchillo, y reveló el nombre
del portador. Al día siguiente, se citó para ser reconocidos “a todos los criados
de casas y gente de color”. De esa manera, gracias a un gigantesco dragnet que solo podía permitirse
Bolívar, fue identificado un asesino, quien condujo al hallazgo de su cómplice.
Obviamente, no era una época en que
se respetaban excesivamente los derechos humanos, y los sospechosos fueron
torturados para que confesaran. Algunos historiadores dicen que Bolívar estuvo
presente en algunas de esas sesiones de apremios ilegales.
Pero a Bolívar no le
interesaban los autores materiales sino los intelectuales, pues eran capaces de
serrucharle el piso. El principal sospechoso era Sánchez Carrión, por la
proclamada inquina contra Monteagudo.
Muchos años después, el
general Tomás Mosquera, quien llegó a ser presidente de Colombia, y fue jefe
del estado mayor de Bolívar, dijo que uno de los asesinos de Monteagudo confesó
a Bolívar que Sánchez Carrión, le pagó 50 doblones en oro por su tarea. Sánchez
Carrión era líder de una logia republicana que se había enfrentado a las
intenciones monárquicas de Monteagudo.
También Mosquera dijo que
como represalia, Bolívar mandó a envenenar a Sánchez Carrión, quien falleció
meses después de una extraña afección, posiblemente causada por arsénico.
EL HOMBRE BISAGRA
Aunque muy desprestigiado
durante todo el siglo XIX, Monteagudo ha vuelto a ponerse de moda, adquiriendo
ribetes de revolucionario y de jacobino, tal vez porque el bicentenario de
nuestra independencia nos da la distancia suficiente para encubrir desafueros,
o porque en dos siglos desde el comienzo de la lucha por la independencia
tantos bellacos han gobernado nuestras patrias, que los protocrueles, los protoladrones
y los protolacayos son próceres por comparación.
La figura de Monteagudo
como hombre bisagra es incomparable, pues contribuye a esclarecer la actuación
de dos próceres como son José de San Martín y Simón Bolívar. Con San Martín,
Monteagudo fue promonárquico, pues San Martín era promonárquico. Hay abundantes
pruebas de que el general nacido en la provincia de Yapeyú hizo numerosas
gestiones para pactar con los españoles.
Cuando le llegó el turno
de servir a Bolívar, Monteagudo se pasó al bando republicano. En el ínterin,
ocurrió la batalla de Ayacucho, que puso punto casi final a la presencia de
España en Sudamérica, excepto por algunos reductos como las fortalezas del
Callao o la isla de Chiloé.
Con San Martín,
Monteagudo se mostró tan indeciso y vacilante como su jefe, pues cada vez que
San Martín independizaba algo, había que volver a independizarlo. Su gestión
como Protector de Lima fue un desastre. Su destacamento insignia, el Regimiento
de Granaderos a Caballo, se alzó en las fortalezas del Callao, luego que sus
soldados recibieron como alimento arroz en mal estado y sufrieron toda clase de
calamidades porque sus jefes se quedaron
con la mayor parte del dinero destinado a pagar los suministros. Los cabecillas
de la insurrección devolvieron las fortalezas a los españoles y fueron
recompensados con un exilio dorado en la Madre Patria.
Bolívar tuvo que ir al
Perú para resolver la situación incómoda que le dejó San Martín. Como Bolívar
actuaba con decisión, Monteagudo se acopló a su decisión. Con Bolívar al
frente, las fuerzas patriotas derrotaron a los españoles en dos combates
épicos: la batalla de Junín, donde dos ejércitos se enfrentaron con lanza y
cuchillo, sin disparar un solo tiro, y la batalla de Ayacucho, donde 4.500
colombianos, 1.200 peruanos y 80 argentinos derrotaron a unos nueve mil
españoles.
LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS
El escritor argentino
Miguel Bonasso, quien tiene a su favor el mérito de amar a Alejandro Dumas, ha
intentado en “La venganza de los patriotas” (Editorial Planeta) contar
simultáneamente la historia de las hazañas del general San Martín en tierra
americana, y la vida, pasión y muerte de Monteagudo.
En primer lugar, según mi
opinión, la figura de San Martín recibe un tratamiento inadecuado. Si bien el
general patriota no se muestra muy activo en sus labores como estadista, es un
amante excepcional. Pasa buena parte del tiempo en la cama con la patriota
Rosita Campuzano. O tal vez, pasaba buena parte del tiempo en la cama, y la
patriota Rosita Campuzano lo atendía como enfermera. San Martín sufría de
terribles úlceras gástricas. Y era un adicto al láudano, que aliviaba sus
síntomas.
En cuanto a Monteagudo,
consigue, al menos en la novela, que a sus plantas caigan, rendidas como leonas,
gran cantidad de mujeres patriotas, porque realmente el caballero es muy
seductor. (Los grabados de la época nunca le rindieron homenaje a su estampa de
galán, y por una razón muy específica: Monteagudo era un hombre de enorme
energía, que nunca se quedaba quieto en un mismo lugar más de dos minutos, y
sus retratistas tenían dificultades intentando capturar sus rasgos más
viriles).
Si calculamos que en “La
venganza de los patriotas” se registran dos encuentros amorosos por página,
debemos concluir, al llegar a la página 250, que se han registrado ya alrededor
de 500 apareamientos. Quizás mi cálculo esté equivocado, y una primera lectura
haya obviado algún encuentro sexual. Podría intentar una segunda lectura, pero
antes me corto las venas.
Curiosamente, no existe
una sola escena homoerótica. Podría atribuirse a que la novela tiene como
protagonistas a varios próceres de la independencia, que sólo merecen nuestro
mayor respeto.
Cuando el general San
Martín no está en la cama, o disuadiendo a sus soldados de entrar en combate
pues lo importante es ganar a los godos por cansancio, está diseñando una
bandera. Bonasso dice que la bandera es de sencilla confección. No compartimos
su criterio. El primer presidente de Perú, el Marqués de Torre Tagle, ordenó
otro diseño del estandarte, pues su bosquejo era imposible de concretar.
Durante la novela, el
general José de San Martín es acusado de apatía, de prejuicios monárquicos, y
de querer coronarse rey. Eso, según Bonasso, es toda una fabricación de sus
enemigos alentada por las usinas de rumores. En realidad, parte del Plan de San
Martín, que es de una increíble astucia, consiste en hacer creer a sus enemigos
que es apático, que tiene prejuicios monárquicos, y que quiere convertirse en
un usurpador de la corona real. En cuanto a la otra parte del Plan maestro de
San Martín, es imposible de dilucidarlo, o tal vez este comentarista obvió
algunas páginas.
Para hacer prosperar la
parte del Plan que divulga Bonasso –y también para tender una bonita trampa a
los godos–, San Martín instituye la Orden del Sol. Y aunque su propósito
ostensible es crear una aristocracia autóctona, fortaleciendo así las sospechas
de sus enemigos de que tiene prejuicios monárquicos y quiere convertirse en un
usurpador de la corona real, no debemos creer en los propósitos ostensibles. No
cuando se trata del general San Martín inventado por Bonasso. San Martín, según
el autor de “La venganza de los patriotas”, nunca quiso decir lo que dijo sino
todo lo contrario, inclusive si lo estampó al pie de un documento oficial de su
puño y letra.
Lo mismo ocurre con la
figura de Monteagudo. Bonasso presume, sin ofrecer pruebas, que Monteagudo fue
injustamente acusado de todos los desmanes que verdaderamente cometió.
Lo mejor de “La venganza
de los patriotas” es que nada de lo ostensible es real, en tanto mucho de lo
oculto e indescifrable forma parte del increíble Plan esbozado por sus eróticos
protagonistas, y que Bonasso, con su fragorosa prosa, nos permite ignorar en
qué consiste.
El resultado es una
novela hiper sexualizada, donde se rinde vasto homenaje a Venus, escaso
homenaje a Marte, y ningún homenaje a la verdad histórica. Y eso es lamentable.
Un personaje de la talla de Bernardo de Monteagudo merece no una, sino varias
novelas. Por la época en que le tocó actuar, por los personajes que frecuentó y
con los que se asoció, por su vida personal, por su asesinato y por las
secuelas de su muerte.
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