Entrevista con Jorge Luis Borges. (Segunda parte)
Mario Szichman
Creo que hay dos maneras de acercarse a Jorge
Luis Borges: de guayabera, o de frac. Con actitud desenvuelta, o asumiendo la
pose de quien se apresta a cantar el himno nacional.
Hace algunos años, un talentoso musicólogo,
Julio Jorge Nelson, decidió, a puro pulmón, casi por su exclusiva cuenta,
exaltar las virtudes de Carlos Gardel. Julio Jorge Nelson tenía un programa
radial donde se dedicaba a difundir tangos, y a exaltar la figura del ídolo de
los cien barrios porteños. Porque la fama nunca crece sola. Hay que cultivarla
y publicitarla. Por cierto, cuando llegué a Estados Unidos, me enteré que el motto de Frank Sinatra era Ol´Blue Eyes, el viejo de ojos azules. Más
tarde me enteré de otra cosa: el motto
fue creado por una agencia a la cual Ol´Blue
Eyes, pagó una crecida suma de dinero para efectos de promoción.
En el momento en que se lanzó el motto, Ol´Blue Eyes estaba completamente en la lona. Había pasado al
olvido. Pero esa publicidad, y obviamente, el enorme talento de Sinatra,
lograron devolverlo al estrellato.
Y aunque todos suponen que Gardel fue siempre
Gardel, y que desde el inicio de su existencia cada día cantaba mejor, eso no
era cierto al principio. Julio Jorge Nelson contribuyó a la fama del ídolo.
Pero la tarea del musicólogo fue recompensada con una broma pesada. Algún
gracioso rebautizó a Don Julio Jorge Nelson (lo digo con plena admiración, pues
se la merece) como “La viuda” de Gardel.
Creo que la fama de Borges ha sido sometida a
un avatar similar. Han surgido muchos viudos y viudas, que han decidido
peculiares formas de adorarlo, algunos ataviados con fracs, algunas con vestidos de noche. Se trata de un
Borges inalcanzable, adusto, a quien es necesario desmenuzar hasta convertirlo
en un escritor totalmente ininteligible. Obviamente, la tarea de sus viudos y
viudas consiste en devolverle la claridad.
Por cierto, esos enlutados actúan, a veces
sin saberlo, en base a una recomendación del propio Borges, quien no comía
cuentos. A él le parecía difícil el Ulises
de Joyce, pero en vez de encubrir su dificultad, la exaltaba. Solía decir que
para entender la novela, convenía “leer a Stuart Gilbert, y si no se conseguía
su libro, había que aceptar la lectura del original”. (Por cierto, el trabajo
de Stuart Gilbert sobre el Ulises
sigue siendo ejemplar. El problema es que explica con demasiada claridad la
estructura de la novela, así como sus alusiones. Y eso pone en desventaja a los
críticos que abrevan en lo esotérico).
Y todo esto lo digo porque de los grandes
escritores que recuerdo haber entrevistado, Borges es uno de los escasos que
realmente tenía un gran sentido del humor, y disfrutaba en demostrarlo. A
diferencia de los viudos y viudas de Borges, el escritor no se tomaba en serio.
Y tampoco tomaba en serio la escritura, ni a los adoradores o adoratrices que
lo rodeaban. Gozaba haciendo quedar mal a los solemnes. En cierta ocasión,
comentó, creo que en El escritor
argentino y la tradición, la frase de un ensayista, quien calificaba el
poncho, tal vez la indumentaria telúrica más famosa de la Argentina, como “el
techo del gaucho”. El comentario de Borges fue más o menos éste: “Extraño
techo, con un agujero en el centro”.
Irreverente hasta la procacidad, cuando el
primer gobierno peronista decidió rebautizar la ciudad de La Plata, capital de
la provincia de Buenos Aires, con el nombre de Eva Perón –eso fue poco después
del fallecimiento de la primera dama– Borges dijo que era mejor hacer una síntesis,
y designar a la ciudad La Pluta.
Aunque en los últimos años de su vida Borges
se puso más “serio”, sus obras están plagadas de una ironía devastadora.
Mencioné en la nota anterior la andanada que disparó contra Rubén Darío, en
buena parte inmerecida. Y también el desdén –merecido– con que trató a Ernesto Sábato, cuando dijo
sus obras eran “tan inofensivas” que podían colocarse en el primer estante de
la biblioteca, “al alcance de cualquiera”. (Por cierto, en una ocasión
publicaron la novela de Sábato Sobre héroes
y tumbas, con una faja en la que aparecía la siguiente pregunta: “Sábato ¿rival
de Borges?” Borges comentó luego: “A nadie se le ocurriría poner en un libro mío
una faja con la siguiente inscripción: “Borges ¿rival de Sábato?”)
Pero, para mí la joya de las joyas sigue
siendo su ensayo Evaristo Carriego, un
poeta del suburbio, que a veces escribía versos malísimos, pero que Borges,
según se observa en el trabajo, también admiraba. En el texto, Borges comenta
un poema de Carriego que califica de “este barullo”. He aquí la estrofa
destruida por Borges:
Y en el salmo coral, que sintoniza
un salvaje ciclón sobre la pauta,
venga el robusto canto que presagie,
con la alegre fiereza de una diana
que recorriese como un verso altivo
el soberbio delirio de la gama,
el futuro cercano de los triunfos,
futuro precursor de las revanchas;
el instante supremo en que se agita
la misión terrenal de las canallas...
Comentario de Borges: “Es decir: una
tempestad puesta en salmo que debe contener un canto que debe parecerse a una
diana que debe parecerse a un verso, y la predicción de un porvenir recién
precursor encomendada al canto que debe parecerse a la diana que se parece a un
verso. Sería una declaración de rencor prolongar la cita: básteme jurar que esa
rapsodia de payador abombado por el endecasílabo rebasa los doscientos
renglones y que ninguna de sus muchas estrofas puede lamentar una carencia de
tempestades, de banderas, de cóndores, de vendas maculadas y de martillos”.
EL APRENDIZ DE ESCRITOR
El diálogo más extenso con Borges lo registré
en 1975 para el programa Especialísimo, de Radio Capital de Caracas, que producía
en esa época Napoleón Bravo, un modelo de periodista radial y televisivo.
Ignoro si esa entrevista ha sido rescatada, pero aún recuerdo el trabajo que se
tomó el productor para editarla. El diálogo era de aproximadamente una hora de
duración, pero Napoleón estuvo en la consola de grabación más de diez horas
revisando la conversación prácticamente segundo por segundo.
Por esas semanas Borges había publicado El libro de arena. Le recordé que en la
contratapa señalaba: “No escribo para una minoría selecta que no me importa, ni
para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la masa. Descreo de ambas
abstracciones, caras al demagogo. Escribo para mí, para los amigos, y para
atenuar el curso del tiempo”.
–Sí– añadió Borges. –Creo que sobre todo para
atenuar el curso del tiempo.
–Usted dice que los cuentos de El libro de arena son ejercicios de
ciego. Ahora ¿cómo se las arregla para escribir, para corregir, para toda esa
tarea que involucra el oficio literario?
–Es una tarea que comparto con mis amigos. Se
trata de personas muy pacientes y muy indulgentes que se resignan al hecho de
dedicarme una hora para escribir tres líneas, ensayar todas las variantes y
limar todas las asperezas. Yo escribo con mucha torpeza, con mucha dificultad.
Generalmente las frases que parecen muy sencillas y muy espontáneas han surgido
después de muchos borradores, después de muchas tachaduras.
En El
libro de arena Borges había retornado a los cuentos fantásticos, tras
muchos años de una narrativa “tradicional”. ¿Por qué?
–Siempre me ha interesado escribir cuentos
fantásticos. Por cierto, al escribirlos recordé el admirable consejo del autor
de La máquina del tiempo. H.G. Wells
decía que en un relato fantástico solo puede existir un hecho fantástico. La
imaginación puede aceptar la idea de un hombre invisible, y también la de la invasión
de este planeta por seres de otro mundo. Lo que no puede aceptar es dos ideas
simultáneas, es decir, por ejemplo, la invasión de este planeta por hombres
invisibles. Eso exige una excesiva hospitalidad e imaginación por parte de los
lectores.
También señaló Wells que convenía que las demás
circunstancias del cuento fantástico debían ser cotidianas. Y a eso agregaría
yo otra cosa: el estilo barroco que usé alguna vez en mis primeros cuentos es
un error cuando se trata de cuentos fantásticos. Si el estilo es difícil, y
también lo es el tema, surgen dos dificultades. Por eso, mis últimos cuentos
fantásticos están escritos en un estilo no diría oral, porque ningún estilo
escrito puede ser oral, pero sí que se aproxima a lo oral. He tratado de
mostrar un solo concepto fantástico en cada cuento y de narrarlo en el estilo más
sencillo posible.
Luego hablamos de los clásicos, de su
trascendencia y perdurabilidad. La misma que, estoy seguro, le aguarda a
Borges.
El escritor mencionó la “extraña gloria
parcial” de Quevedo. Sospecho que sugirió también al sitio que pensaba ocupar
en esa posteridad. Enseguida me recitó de memoria uno de sus textos más bellos:
–Para la gloria no es indispensable que un
escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna
circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. Lamentablemente, ni la vida
ni el arte de Quevedo se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es
la gloria.
fin
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