Entrevista con Jorge Luis Borges. (Primera parte)
Mario Szichman
La penúltima vez que ví a Jorge Luis
Borges ya corría la cuenta regresiva de noventa días impuesta por el general
Jorge Rafael Videla en diciembre de 1975, para autorizar al gobierno de Isabel
Martínez de Perón “la posibilidad de una rectificación”. El golpe militar estaba
en la calle, inclusive se barajaban los nombres de posibles ministros y se
pronosticaban represalias. Nadie visualizaba entre esas represalias la
desaparición de entre nueve mil y treinta mil argentinos.
– ¿Qué solución ve usted, Borges, para
superar la crisis que vive la Argentina? – le pregunté al escritor.
–No le veo solución alguna,
absolutamente ninguna, salvo importar de Berna un razonable dictador suizo–
bromeó Borges.
– ¿Un dictador suizo?
–Sí, y pienso en Berna porque me
sugiere los chocolates, un sitio tranquilo. Además, Suiza ofrece una imagen
confortable. Nadie puede pensar en la existencia de un imperialismo suizo ¿no?
En medio del derrumbe peronista, el
antiperonismo de Borges sonaba anticuado. En su recoleto apartamento del centro
de Buenos Aires, plagado de sombras y de ancestros –era a media mañana, el sol
se filtraba por las entornadas ventanas y además ¿para qué necesita un ciego de
la luz eléctrica? – el escritor era una sombra algo más nítida y parecía
regocijado por el tiempo borgesiano que vivía la Argentina.
Afuera, en el mundo real, aparecían
cotidianamente, en zanjas, cadáveres que habían sido previamente torturados.
Políticos, estudiantes, dirigentes sindicales, eran sacados de sus viviendas
por comisiones policiales o del ejército que se habían disfrazado de miembros
de la Alianza Anticomunista Argentina. El paso siguiente era organizar los
funerales de algunos de ellos. En otros casos era imposible, especialmente
cuando alguno de los asesinados había pertenecido a organizaciones
clandestinas.
Recuerdo un episodio, tal vez no
borgesiano, pero sí surrealista: un guerrillero fue asesinado, o murió en un
enfrentamiento con la policía. Su cadáver fue abandonado en un apartamento. Al
día siguiente, varias florerías de Buenos Aires recibieron pedidos para que
fueran enviadas coronas a un apartamento en cierta dirección. Los primeros
empleados que llegaron al apartamento observaron que la puerta estaba abierta,
y en el centro de una ancha cama había un cadáver acribillado a balazos.
Aquellos con mayor audacia depositaron su corona al pie de la cama, o junto al
cadáver, y huyeron como alma que lleva el viento, pero luego la policía se
enteró, se dirigió al apartamento, y cada vez que llegaba un florista con una
flamante corona lo apresaban y se lo llevaban a la seccional más cercana para
abrirle un prontuario. Siempre me pregunté de qué delito eran acusados los
floristas. ¿De portación de coronas?
IMPOSTURAS
Antes de entrevistar a Borges sobre
temas literarios, le pregunté sobre la situación política. Estábamos en 1975, y
el peronismo colapsaba al mismo ritmo que en 1955, cuando Juan Domingo Perón
fue desalojado de la Casa Rosada por un golpe militar.
–Imagínese– me dijo Borges – usted
ahora tiene ¿Cuántos años?
–Treinta.
–Pues bien, similares episodios los
vivió cuando tenía apenas diez.
–Marx decía que los grandes hechos y
personajes de la historia universal ocurren en dos ocasiones, la primera vez
como tragedia, y la segunda vez como farsa– le dije con el desplante de la
juventud. (Por cierto, Marx lo dijo en ese modelo de crónica periodística que
es El 18 Brumario de Luis Napoleón
Bonaparte).
– ¿Marx dijo eso? No lo sabía – me
respondió Borges malhumorado. Marx no era santo de su devoción. Y sin embargo,
había algo que Borges rescataba de Marx, aunque sin reconocerlo: el compromiso.
Borges era un escritor claramente comprometido. Al menos con la derecha, si
bien era una derecha creada a imagen y semejanza de Borges. Pues la derecha
argentina solía ser antisemita, y Borges no lo era.
En su volumen de cuentos El libro de arena, Borges expresaba su
decepción por la debacle de Estados Unidos en Vietnam, y por la previa derrota
de los sureños en la guerra civil de 1861-1865.
– ¿Cree que el escritor debe tener
militancia política? – le pregunté.
Borges me respondió con la frase de uno
de sus ensayos:
–Quienes dicen que el arte no debe
propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas–. Y
señaló luego: – A veces la pasión política permite crear obras perdurables.
Fíjese: Walt Withman creía en la democracia. Rudyard Kipling en el imperio
británico. Pablo Neruda en el comunismo. Los tres se valieron de sus
respectivas ideologías para hacer gran poesía.
–Muchos acusan a Neruda de haber
encubierto con la poesía muchos panfletos políticos.
– ¿Y eso qué tiene de malo? El panfleto
es también un género literario. Yo creo que a Neruda lo salvó el comunismo.
¿Qué escribió antes de entrar al partido? Veinte
poemas de amor y una canción desesperada. Para mí esos versos me suenan
almibarados. Recién cuando se hizo comunista se transformó en un gran poeta.
Basta recordar el Canto a Stalingrado,
o las poesías de El canto general.
–Y el Borges que no cree ni en la
democracia, ni el imperio británico, ni el comunismo ¿en qué cree?
–Ojo, yo creo en el imperio británico,
que hizo bien, mucho bien al mundo… En cuanto a mi posición política, supongo
que soy anarquista. Para mí los gobiernos deberían ser imperceptibles.
–Pero usted se afilió en la Argentina
al partido Conservador.
–Sí, esa es una forma del escepticismo.
Mire, los conservadores me caen muy simpáticos. Son los únicos seres a los que
les está vedado ser fanáticos. En cuanto a la doctrina conservadora… Hay tan
poco que se puede conservar en nuestra sociedad.
El diálogo con Borges fue a comienzos
de diciembre de 1975. Dos semanas más tarde volví a entrevistarlo. Me anunció
entusiasmado que estaba recuperando la vista.
–Imagínese– me dijo– ahora distingo
algunos matices del azul y del amarillo. Hacía más de veinte años que no veía
mi rostro en un espejo. Los cuerpos de mis amigos estaban constituidos por sus
voces. Las únicas que se beneficiaban de mi ceguera eran las mujeres. Las
seguía recordando con caras veinte años más jóvenes. Ellas se sentían
agradecidas.
VIAJE A LA SEMILLA
Borges se refería en el Examen de la
obra de Herbert Quain a El inverso mundo
de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento, y la cicatriz a la herida y
la herida al golpe. Y Lewis Carroll, en Alicia
a través del espejo mencionaba a un mensajero del rey que estaba encerrado
en una cárcel cumpliendo una condena, aunque el juicio aún no se había
realizado, y el crimen ocurriría en fecha posterior. También aludía a una reina
que gritaba “Mi dedo está sangrando”, pese a que persistía en su lugar el
broche causante de una futura herida.
La segunda entrevista con Borges tuvo
un desarrollo similar. Del Borges que estaba recuperando la vista y llevaba un
luto discreto por su madre, pasé al Borges que lamentaba pudorosamente su
ceguera, y la agonía de su madre.
Hablé con Borges en numerosas
ocasiones, entre abril de 1975 y quizás febrero de 1976, poco antes del golpe
de Videla. Mi esquizofrenia cultural se hallaba en todo su esplendor. Razones
de trabajo y mi enamoramiento de Laura, mi segunda esposa, me hacían transitar
entre Caracas y Buenos Aires con gran frecuencia. Trabajaba en Caracas, y amaba
en Buenos Aires. Podía intercalar paisajes urbanos con gran profusión. A veces
veía el caraqueño Monte Ávila como background
del Obelisco de Buenos Aires. Ciertas lluvias entrañables venían enfriadas por
los vientos del sur, e impregnadas
del olor de las tardes caraqueñas. El tiempo, ese tembloroso problema
metafísico del que hablaba Borges tenía una densidad y un peso específico muy
especial.
En el segundo encuentro Borges se
dedicó a pronunciar divertidas maldades. Tal vez Chesterton, Bernard Shaw,
Carlyle, Oscar Wilde, le enseñaron a practicar una cruel ironía. El inglés
parecía su lengua materna. No se sentía muy contento con el español. “Lo único
que tiene de bueno el español”, dijo en cierta ocasión, “son los galicismos”.
A Rubén Darío lo acusó de ser un hombre
“que a trueque de importar del francés algunas comodidades métricas amuebló a
mansalva sus versos en el Petit Larousse
con una tan infinita ausencia de escrúpulos que panteísmo y cristianismo eran
palabras sinónimas para él y que al representarse aburrimiento escribía
nirvana”.
En cierta ocasión, un joven literato le
preguntó a Borges: “Maestro ¿qué podemos hacer por los poetas jóvenes?” y
Borges le respondió: “Disuadirlos”.
Su rivalidad con Ernesto Sábato, el
autor de Sobre héroes y tumbas, fue
aumentando con el transcurso de los años. A Jean Milleret le dijo: “Sábato es
un escritor tan inofensivo que sus obras pueden ponerse en el primer estante de
la biblioteca, al alcance de cualquiera”.
Pero esas boutades de Borges eran siempre acompañadas de reconocimientos. A
mí me recitó versos de Rubén Darío de una intimidad y una belleza que parecían
ajenos a un poeta adicto a marchas y a clarines. En su trato personal Borges
nunca intentó disuadir a un joven poeta. Por el contrario, lo alentaba. Y
además, aunque sabía quién era Borges, tenía una sencillez producto de su grandeza.
Tras recordarle la frase de uno de sus ensayos: “Cada escritor crea a sus
precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de
modificar el futuro”, le pregunté qué precursores pensaba dejar.
–Yo creo que son evidentes– me dijo. –
He leído mucho a Chesterton, a Shaw, a Kafka, y espero que sea perceptible. En
cuanto al estilo, que se advierta que leí a Paul Groussac y a Alfonso Reyes. En
realidad, yo soy solo un alumno aplicado. Espero haber absorbido la lección de
los grandes maestros.
Espero que JLB nunca se haya retractado de lo que dijo de Sábato. Un escritor mediocre y además me disgustó mucho que después del papel lamentable que cumplió durante la dictadura se erigiera en la "conciencia moral de la nación" con el "Nunca más".
ResponderEliminarHermosa entrevista!!!!
¡Gracias, Daniel, por tu persistente generosidad! Como podrás ver en la segunda parte de la entrevista, el encono, o el desdén de Borges por Sábato, continuó incólumne. Algún día habrá que analizar el papel que ocupa Sábato en la cultura argentina. (De él, solo me gusta su novela El túnel). Creo que Sábato forma parte de una pléyade de intelectuales que poseen una nariz increíble para detectar hacia donde sopla el viento. Borges no temía quedar en minoría. Tal vez porque en definitiva, era una actitud que requería menos gasto físico. Supongo que hacer excesivas piruetas para quedar siempre bien con los propietarios del poder consume excesivas energías.
EliminarUn abrazo
Mario
Aprovecho el foro para repetir dos de las "ocurrencias" de Borges que más me gustan.
EliminarSobre la guerra de las Malvinas: Dos hombres calvos que se pelean por un peine.
Un hombre que lo reconoció por la calle en Santiago de Chile exclamó, "¡Inmortal!" La respuesta de Borges: "¡No sea tan pesimista!"
¡Excelentes las dos!
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