Mario
Szichman
–1–
Pogrom de Kielce, Polonia, Tras la segunda guerra mundial
Entierro de ataudes
En el invierno de 1943, mi tren se detuvo en
la estación de Kloplotz. Todas las
ventanas del gueto estaban abiertas. Sus andrajosas cortinas flameaban al
viento. Por la ventanilla del tren vi a un hombre subir rápidamente a mi vagón.
Apenas el tren se puso en marcha, el extraño me dijo:
–Seguramente usted querrá saber qué ocurrió
con los judíos de Kloplotz–. Sus dientes castañeteaban de frío.
–No necesariamente—le respondí. Eran tiempos
difíciles. Algunas personas formulaban preguntas por motivos perversos. Otras,
hacían trabajos chapuceros que ponían la vida en peligro. El hombre que me
vendió un pasaporte alemán lo estropeó, fijando mi foto del permiso de
residencia con grapas oxidadas. Los documentos
otorgados por las autoridades alemanas usaban grapas de acero inoxidable.
–No se preocupe: soy un id[i]
, como usted– me dijo el hombre frotándose las manos para entrar en calor.
Antes de que abriera la boca, desdeñó mis potenciales disculpas con un movimiento
nervioso del hombro, un giro de la cabeza y la oferta de una sonrisa. Era un gesto
que sólo podía emanar de alguno de los nuestros.
Al verme más tranquilo, me contó la extraña desaparición de los judíos de
Koplotz.
–No fue un pogrom, o una redada hecha por
soldados del Tercer Reich. Tampoco fue el resultado de una mala lectura del
momento judío– me dijo el hombre.
– ¿Qué momento judío?
–Temo que usted es un cosmopolita. Debe haber
pasado mucho tiempo viviendo en Varsovia ¿O fue en Bucarest?
–Nací en Viena.
–Sí, un
cosmopolita de Viena. Esos judíos vieneses están tan interesados en asimilarse
que nunca se preocupan por el momento judío.
Enseguida mostró gestos de simpatía para que
sus palabras no sonaran muy duras.
–Pero en los shtetls[ii]
, la cosa es diferente—añadió. –Siempre llega el momento en que presentimos una
catástrofe. La hemos bautizado: “el momento judío”. Cuando los idn de Kloplotz sospecharon que el
momento judío estaba a punto de atravesar el shtetl, decidieron huir. Una vez advirtieron el error, ya era muy
tarde para retornar. Por lo tanto, continuaron su éxodo y algunos se las
arreglaron para salvar sus vidas. En cuanto a lo que ocurrió con el resto...
Bueno, prefiero pensar en los sobrevivientes.
–2–
Al día siguiente de la noche de los cristales rotos en Alemania
Fue Moishe el Umruhik[iii] quien aventuró la posibilidad de que el
momento judío estaba a punto de llegar a Kloplotz, me dijo el extraño. Según le
explicó a Ianquele el herrero, sus sospechas se habían acrecentado al descubrir
que los goim [iv]se
abstenían de contar chistes antisemitas.
Sin soltar la pata del caballo que estaba por
herrar, Ianquele le preguntó a Moishe:
–¿No será por el clima? La gente se pone muy
rara cuando el clima no se acomoda a las estaciones.
¿Y cómo explicaba Ianquele el extraño
incidente con Vatia?
Ianquele nada había oído del incidente.
–Cuando Vatia fue ayer a la panadería, el
matón del pueblo se le acercó– dijo Moishe.
–Se lo tiene merecido– comentó Ianquele. El
caballo, muy paciente, seguía con la pata apoyada en la rodilla del herrero. –Vatia
no debería salir sola a la calle. Tiene dieciséis años. ¿Donde estaban sus
hermanos?
–Es imposible convencerla de que necesita
escolta—dijo Moishe. `Yo sé muy bien cómo defenderme´, dice. Desde que se hizo
sufragista, está llena de ínfulas. Hasta se cortó el cabello a la garçon. Bueno, lo que ella cree que es a
la garçon. El hermano mayor le puso
una taza en la cabeza, y cortó todo el cabello que sobraba.
–Hay que tenerle paciencia. Es joven.
–El matón del pueblo hizo algunos comentarios muy
desagradables. ¿Y qué hizo Vatia? Le pegó una cachetada y después fue a la
comisaría y presentó una denuncia...
–...Seguro que le hicieron pasar la noche en
la cárcel—intercedió Ianquele.
–Nada de eso.
–...Y la obligaron a limpiar el piso de la comisaría
con un cepillo de dientes...
–Está equivocado...El propio jefe de policía
ordenó arrestar al matón.
Por primera vez, Ianquele dejó de observar la
pata del caballo.
–¿Quién te dijo eso?
–Tengo mis fuentes– alardeó Moishe. – No solo
eso. Quien pasó la noche en la cárcel fue el matón.
–Eso es imposible.
–Hay más: al día siguiente, el matón recibió
una citación. La semana que viene tiene que presentarse ante un tribunal.
–¿Puedes
garantizar la seriedad de tus fuentes?—lo conminó Ianquele.
–Claro que sí.
–En ese caso, voy a convocar a la Kehilla[v] . Me
temo que el momento judío se está acercando a Kloplotz. La cortesía de los
funcionarios públicos siempre precede a un pogrom.
–3–
Caricatura antisemita. Archivos de Yad Vashem
Esa noche, todos los judíos de Koplotz se
congregaron en la sinagoga, que recordaba a un anfiteatro romano luego que una
explosión de origen desconocido había volado el techo.
Los dos secretarios: Leibele el afligido, y
Duveth el jovial, se encargaron de registrar los procedimientos.
Primero Leibele leyó en tono sombrío una lista
de 42 comunidades judías situadas dentro de la esfera del Gobierno General de
Polonia en las cuales habían suspendido la narración de chistes antisemitas. Se
oyeron murmullos de consternación.
Leibele cedió el podio a su amigo Duveth el
jovial.
Duveth
se levantó de su silla, agradeció a Leibele su cortesía, y anunció que tenía
una noticia para levantar los ánimos: aunque habían cesado de contar chistes
antisemitas en la zona, abundaban en varios países de Europa oriental. Le
habían relatado algunos que ponían los pelos de punta. Inclusive uno de ellos
había hecho reír a un oficial nazi de alta graduación. Luego, Duveth extrajo
una libreta de apuntes. Según sus cálculos, en el presente año fiscal los
chistes antisemitas habían aumentado en un 21 por ciento. Además, se habían
triplicado las denuncias antisemitas acusando a los judíos de fabricar pan
ázimo con la sangre de bebés.
La audiencia continuó afligida, pese a las
alentadoras palabras de Duveth. Uno de los asistentes le reprochó tomar en
cuenta solo la macroeconomía, y olvidar la coyuntura.
Tras una pausa de quince minutos en que
circuló aguardiente fermentado con cáscara de papas y una bandeja con
minúsculos trocitos de arenque, la congregación convocó a sus expertos en
pogroms.
El primero en subir al podio fue Jeremías el
metafísico. Su última hipótesis provenía del gran filósofo griego Xenón de
Eleas. Las paradojas de Xenón, explicó Jeremías, demostraban la imposibilidad
de que los miembros de la Asociación Patriótica de Ucrania pudiesen causar un
pogrom en Kloplotz.
–Todos los presentes estarán de acuerdo
conmigo en que un pogrom solo es posible cuando los patriotas ucranianos vienen
montados a caballo– explicó Jeremías. –Bueno, Xenón de Eleas ha demostrado que
un caballo que sale del punto A, nunca puede llegar al punto B. En este caso,
debemos imaginar que el punto B es Kloplotz. Bueno, es matemáticamente
imposible que el caballo pueda llegar. Sin importar la distancia a ser
atravesada, siempre se puede dividir por la mitad. Y así sucesivamente.
La exposición de Jeremías no convenció a nadie.
Uno de los concurrentes recordó la prisa con que los caballos pogromistas
solían llegar al shtetl.
Luego, le tocó el turno a Shatke el escéptico.
Shatke era un viejo rival de Jeremías, y cuestionaba el cauteloso método de su
rival para pronosticar las vísperas de un pogrom.
Aunque el defecto de Shatke era su inveterado
recelo, su fortaleza consistía en su detección de señales imperceptibles. En
ocasiones desechaba pogroms que una comunidad consideraba inevitables. En otras,
era capaz de anticipar un baño de sangre imposible de percibir. Un pogrom nunca
ocurría de manera súbita, sino en el curso de varias semanas, y en diferentes
lugares. Un día se registraba una violación, una semana más tarde un matón se
emborrachaba, dos meses después algunas vacas aparecían envenenadas, el cielo
se teñía de rojo, y alguien olvidaba apagar la estufa de leña en la sinagoga,
etcétera, etcétera.
–¿Cómo podemos saber si la escasez de chistes
antisemitas indica que ha llegado el momento judío?– preguntó Shatke a la
audiencia. –Nadie se ha preocupado por averiguar la recurrencia de los
diptongos en las amenazas de muerte.
–No hay tiempo para eso– le recordó Ianquele.
–Es lo primero que analiza Tinianov—insistió
Shatke. –La recurrencia de diptongos.
–No es lo mismo analizar la composición del poema
Eugene Oneguin, que una incursión de las Centurias Negras—insistió Ianquele.
Las Centurias Negras volcaban su patriotismo en la cacería de judíos.
–Bueno, si ustedes no están satisfechos con mi
método, le pueden preguntar a Joshua. Tal vez su prognosis sea más acertada–
dijo Shatke, y alzando la nariz se dirigió a su sitio en silencio, mientras
ignoraba los elogios de algunos judíos. Estaba furioso con Joshua. Con sus
técnicas de mercadeo, el advenedizo había adquirido una fama que no se
compadecía con su práctica.
–Por favor, Shatke, no te ofendas– le rogó
Ianquele. –Nadie duda de tu experiencia. Propongo un voto de aplauso por la
magnífica exposición del amigo Shatke.
Solo Ianquele aplaudió.
Joshua era seguidor del químico ruso
Mendeleyev, el creador de la tabla periódica. Mendeleyev había organizado los
elementos químicos según sus pesos atómicos, pronosticando así la existencia de
elementos aún desconocidos. Siguiendo el método de Mendeleyev, Joshua había
creado una tabla periódica en la cual incluía la cifra de personas muertas en
cada pogrom y la multiplicaba por las sinagogas profanadas. Eso a su vez era
dividido por la longitud y latitud del lugar en el que había ocurrido el
pogrom. La raíz cuadrada brindaba un factor constante que Shatke había designado
“El momento judío kloplotziano”.
–Todo está muy bien, Joshua –le dijo Ianquele
el herrero- Pero basado en tus cálculos ¿cuántos días tenemos para huir antes
que llegue el pogrom?
–Sin
tomar en cuenta la recurrencia de diptongos, yo calculo dos días– dijo Joshua.
La audiencia quedó consternada. Por primera vez alguien se animaba a fijar una
fecha.
–4—
Al día siguiente, los líderes de la comunidad
de Kloplotz acordaron enviar a Ianquele a Varsovia, donde delegados de todo el
mundo se habían reunido para discutir la amenaza de diferentes momentos judíos.
Gracias a una colecta, pudo recaudarse dinero
suficiente para que Ianquele pudiera viajar parte del trayecto dentro del vagón
de un tren.
Dos días antes que se cumpliera el plazo
fijado por Joshua, los judíos de Kloplotz recibieron una carta enviada por
Ianquele desde Varsovia.
Tras
ofrecer en su esquela algunos detalles de su accidentado viaje a la capital
polaca, donde varios perros hostigaron su trasero, Ianquele explicó que los
delegados de Moscú y Nueva York reprocharon a los judíos de Kloplotz sus
ínfulas. La coyuntura era más importante que el improbable momento judío en
Kloplotz .
Cuando Ianquele informó que los judíos de Kloplotz estaban alarmados
por la ausencia de chistes antisemitas, el delegado de Moscú le señaló que
debían imitar el ejemplo de la Unión Soviética: el genio de Stalin había
encontrado la solución dialéctica en el tercer volumen de sus obras selectas. En
ese momento intervino el delegado de Nueva York. Dijo que el regocijo por oír
chistes antisemitas era propio del auto-odio que aquejaba a muchos judíos de
Kloplotz.
Cuando Ianquele intervino para insistir en la posibilidad
del estallido de un momento judío en Kloplotz, hubo una rechifla generalizada.
El
delegado de Nueva York le pidió a Ianquele que tuviera la humildad de los
judíos de Buenos Aires. Aunque les habían atacado tres sinagogas en el último
mes, seguían reclamando el irrestricto respeto a los judíos en territorio de la
Unión Soviética. Eso había sido muy elogiado por las autoridades militares
argentinas, quienes consideraban a los judíos casi como sus compatriotas. No
descartaban ofrecerles algún día el permiso de residencia.
El delegado soviético, por su parte, recordó
la directiva 101 del camarada Stalin. Todos los chistes antisemitas habían sido
reemplazados por narraciones que describían a pioneritos participando en las
cosechas del último Plan Quinquenal.
–5–
Ataudes de víctimas del pogrom de Kielce. Julio 1946
Ianquele retornó a Kloplotz en medio de la
noche, sujetando con disimulo un cojín que apoyaba en el sector donde había
sido embestido por los perros. Cada vez consideraba más inevitable el pasaje
del momento judío por el pueblo. En varias partes de Europa, los judíos
visitaban lugares y tomaban fotos, persuadidos de que esa sería la última
ocasión en que verían a sus familiares, o dormirían en sus viviendas.
Ianquele se dirigió en primer lugar a la vivienda
de Leibele el afligido.
–Parece que habrá que abandonar Kloplotz—le dijo
Ianquele suspirando.
–El momento judío no podía llegar en peor
ocasión– se quejó Leibele. –Justo cuando estaba por dar el seminario. Mira,
mira esto– añadió, tendiendo a Ianquele un papel apergaminado.
Ianquele arrimó a la nariz sus lentes con las
patillas plegadas, y comenzó a leer. El seminario trataría los siguientes
puntos:
A) El sufrimiento: una perspectiva judía.
B) El sufrimiento en general y el libro de
Job, que es para retorcerse las manos de angustia.
C) El sufrimiento a través de las edades.
D) Sufrir por la causa justa.
E) Sufrir por la causa equivocada.
F) El sufrimiento físico, incluyendo la
ruptura de hernias.
¿Piensas quedarte en el pueblo?– le preguntó
Ianquele a Leibele.
–Todavía no lo sé. Hay mucha información, pero
poca evidencia.
–¿Tienes alguna idea?
–Tal vez no quieren desalojarnos por lo que
somos sino por lo que tenemos.
–¿Qué tenemos? No tenemos ni donde caernos
muertos.
–Tal vez estamos viviendo en una zona que se
ha hecho valiosa de repente. Quizás descubrieron oro, vaya uno a saber.
–No lo había pensado– dijo Ianquele alzándose
de la tambaleante silla y abandonando la casa de Leibele con el cojín bajo el
brazo. No permitió que el anfitrión lo acompañara hasta la puerta.
Ianquele comenzó a caminar sintiendo un gran
peso en el corazón. Y de repente, se encontró en un callejón sin salida. ¿Sería
algún tipo de premonición? Porque Duveth el optimista vivía en la segunda casa
del callejón sin salida, a partir de la esquina.
Aunque el infeccioso entusiasmo de Duveth
irritaba a Ianquele, al menos esa noche necesitaba consuelo.
Ianquele tocó la campanilla en la puerta de
entrada. Ningún sonido salió del artefacto. Probó una segunda vez sin oír
respuesta. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió de manera abrupta.
Ianquele estuvo a punto de lanzar un grito.
Duveth ahogó el grito poniendo un trapo húmedo en la boca de Ianquele, y lo
arrastró al interior de la casa.
–Casi me matas del susto– dijo Ianquele en un
susurro mientras Duveth lo empujaba hacia la ensombrecida sala de estar. –La campana
en la puerta de entrada no suena.
–Oh, me había olvidado de quitarle esto– dijo
Duveth mostrando el trapo húmedo que había usado para ahogar el grito de
Ianquele.
–No luces muy bien– dijo Ianquele mientras
Duveth el optimista comenzaba a llenar dos vasos con un líquido aromático.
–Prueba esto– le dijo Duveth tendiéndole el
vaso. –Te sentirás mejor. ¿Qué haces con ese almohadón?
–Tiene buen gusto– dijo Ianquele tras probar
el licor. Luego giró la cabeza hacia atrás–Los perros de Varsovia son una cosa
seria.
–Tienen fama de antisemitas.
Ianquele tomó un sorbo más del licor. –¡Qué
gusto tan raro para ser una bebida blanca—comentó.
–Los italianos lo llaman grapa. Se lo compré a
un gitano. Me pone todavía más optimista que en épocas normales.
–¿Un gitano? Ahora que lo pienso, ¿Te fijaste
que los gitanos se han convertido en los preferidos de los zhlobs?[vi] ? Eso
me preocupa.
–¿Preocuparte? ¿Por qué? No hay nada por qué
preocuparse– De repente Duveth quedó inmovilizado. –¿No oíste algunos ruidos?
¿Cómo el galopar de caballos?
–No, no escuché nada.
–Bueno, debe ser mi imaginación. Aunque no se puede tener imaginación y ser un
optimista como yo. ¡Dios mío, qué contento que estoy! ¿Un poco más de grapa?
–No, por favor– dijo Ianquele poniendo la mano
sobre el vaso, pero Duveth ya había comenzado a verter la grapa y le mojó la
mano.
–Bueno,
seguramente mi pobre imaginación escuchó los caballos... Aquí tienes, límpiate
con esto– le dijo Duveth tendiéndole el trapo que había usado antes para acallar
el sonido de la campana. –Nunca estuve más contento en toda mi vida. Joshua me
estuvo explicando el teorema de los binomios de Newton.
–Duveth, creo que tendrías que comer algo. No
es bueno tomar tanto con el estómago vacío– dijo Ianquele al ver que Duveth
empezaba a beber directamente de la botella.
–Por cierto– continuó Duveth cada vez más animado
–¿Sabías cuantas piedras se necesitan para matar a una persona? Cincuenta y
seis. Eso, de acuerdo al teorema de Newton. Ah, y además se necesitan diez
zhlobs, cada uno de ellos con brazos como los de Sansón. Como te darás cuenta,
eso es imposible. Si tienes un momento, te puedo explicar el teorema de Newton
en un pizarrón.
Ianquele le dijo que no, que tenía una idea
general, y se despidió de su amigo.
–Mi casa está a la orden. Y por muchos años–
dijo Duveth sonriendo, mientras la nuez de Adán le subía y bajaba por la
garganta.
Cuando Ianquele abandonó la casa, vio que
Duveth se acercaba furtivamente a la campana y volvía a insertar el trapo
húmedo. Posiblemente no quería que ruido alguno lo distrajera del que debían
hacer potenciales caballos pogromistas galopando por el shtetl.
–6—
A la mañana siguiente, cada judío de Kloplotz
despertó en un estado lamentable. Muy pocos habían podido dormir, tras
enterarse que los zhlobs del pueblo
habían convertido a los despreciados gitanos en sus favoritos tras muchos años
de repudio. La última barrera entre los judíos y un pogrom había desaparecido.
Cuando se volvieron a reunir en la sinagoga,
Joshua dijo que había revisado sus cálculos. Era necesario adoptar una
resolución en menos de veinticuatro horas. Pero antes de decidir, propuso
enviar al pueblo a Moishe el Umruhik, para que evaluara el ambiente.
Moishe visitó a varios zhlobs conocidos por su intransigencia. Se sorprendió por su
cortesía y placidez. Y para completar las cosas, uno de los zhlobs, que un mes antes había acusado a
una gitana de robarle dinero tras decirle la buena suerte, formuló respetuosos
comentarios sobre los gitanos, su vida, costumbres y leyendas.
Cuando Moishe fue a la sinagoga e informó que
los zhlobs habían cancelado no uno sino dos prejuicios al mismo tiempo, la
congregación decidió huir.
–7—
Una hora más tarde, todos los habitantes de
Kloplotz habían empacado sus pertenencias. Las salpicaduras de lodo de los
carruajes que abandonaban el pueblo continuaron hasta la noche.
Al día
siguiente, frío y soleado, las ventanas del barrio judío estaban abiertas y sus
andrajosas cortinas flameaban al viento.
–Fue realmente una mala lectura del momento
judío– dijo el extraño que viajaba conmigo en el tren, mientras agitaba su
paquete de cigarrillos y me ofrecía uno.
–¿No había amenazas de pogrom?– le pregunté.
–Bueno, el pogrom era inevitable, pero no
inmediato. Y lo peor del caso es que cada uno de los judíos de Kloplotz adivinó
parte de la intriga, pero no pudo sumar dos más dos. Mucho más tarde
descubrimos lo que había ocurrido. Algunos gentiles de Kloplotz habían
comenzado a atraer gitanos a nuestra zona. Ellos los necesitaban porque
ambicionaban sus maravillosos caballos y las monedas de oro que las mujeres
llevaban cosidas a sus pañuelos. Y si además podían desalojar a los idn y quedarse con sus pertenencias ¿por
qué no? Por lo tanto los gentiles prohibieron los chistes antisemitas, seguros
que eso causaría pánico en la congregación. Al mismo tiempo, comenzaron a
atraer a los gitanos contando chistes contra ellos. Estaban convencidos de que
sólo la ausencia de chistes étnicos anunciaba malos tiempos. Una multitud de
gitanos cayó en la trampa, como abejas en un tarro de miel. Nunca se supo qué
pasó con ellos.
Una
sombra pasó por los ojos del narrador.
–Usted debe ser uno de los judíos de Kloplotz–
le dije.
–Sí, el que se quedó último para apagar la
luz. ¿Y sabe cuál es la última imagen que tengo del shtetl? La del zhlob que
el día anterior me había mostrado un libro donde se destacaban los grandes
aportes hechos por los judíos a la cultura polaca. Pero en esta ocasión, el
mismo zhlob le estaba contando a un
gitano un chiste de mal gusto sobre otro gitano. El gitano estaba a punto de
reunirse con uno de sus compañeros, que por supuesto era un ladrón de caballos.
El gitano se reía, mostrando su dentadura perfecta. Y en el cuello tenía una
cadena de oro que debía valer el precio de cinco caballos...
El narrador se calló la boca. Luego asintió
silenciosamente a sus propios recuerdos, y suspiró.
–Usted debe ser Moishe– le dije para romper el
pesado silencio.
–Sí, la gente me llama Moishe el Umruhik– me
dijo distraído. –El que originó este éxodo–. Y luego, tratando de recuperar la
compostura, añadió tendiéndome la mano: –No necesito saber su nombre. Encantado
de conocerlo.
Fin
Este relato forma parte de un volumen titulado
Cuentos para la hora del davenen.
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