miércoles, 22 de noviembre de 2017

La pasión de las amantes muertas. Recordando “Eros y la Doncella”


Mario Szichman




Ricardo Palma, el escritor peruano del siglo diecinueve, autor de un permanente bestseller: Tradiciones Peruanas, cuenta entre sus textos con uno de vastas repercusiones:  El manchay/puito[i].
Es una historia de amor y necrofilia. Narra la historia de don Gaspar de Angulo y Valdivieso, cura de Yanaquihua, diócesis del Cuzco. Según Palma, “el señor cura era un buen pastor, que no esquilmaba mucho a sus ovejas. Su reputación de sabio iba a la par de su moralidad”. 
Hasta que finalmente, llegó el día fatal. Y como el diablo tiene cuerpo de mujer, un día Anita Sielles se atravesó en el camino del doctor Angulo.  Cundió la pasión, el cura declaró su amor a la dama, quien decidió abandonar “una noche el hogar materno y fuese a hacer las delicias de la casa parroquial con no poca murmuración de las envidiosas comadres del pueblo”.
Seis meses “llevaban ya los amantes de arrullos amorosos, cuando el doctor Angulo recibió una mañana carta en que se exigía su presencia en Arequipa para realizar la venta de un fundo que en esa ciudad poseía”.
Cuando regresaba de Arequipa, dice Palma “le salió al encuentro un indio y puso en sus manos este lacónico billete: ´ ¡Ven! El cielo o el infierno quieren separarnos. Mi alma está triste y mi cuerpo desfallece. ¡Me muero! ¡Ven, amado mío! Tengo sed de un último beso´”.
Cuando arribó el doctor Angulo a la casa parroquial, se enteró de que su amada había muerto y su cadáver sepultado en el pequeño cementerio de la iglesia. Al llegar la noche, el cura sacó una pala de la sacristía del templo, “penetró en él con una linterna en la mano, tomó un azadón, se dirigió a la fosa y removió la tierra”.
El cuerpo de Anita Sielles fue llevado al cuarto del cura, quien “lo cubrió de besos, rasgó la mortaja, lo vistió con un traje de raso carmesí, le echó al cuello el collar de perlas y engarzó en sus orejas piedras preciosas.
“Así adornado”, señala Palma, “sentó el cadáver en un sillón cerca de la mesa, preparó dos tazas de hierba del Paraguay, y se puso a tomar mate.
“Y así pasaron tres días sin que el cura abriese la puerta de su casa”. Finalmente, “un vecino español se atrevió a escalar paredes y penetrar en el cuarto del cura.
“¡Horrible espectáculo!
“La descomposición del cadáver era completa, y don Gaspar, abrazado al esqueleto, se arrastraba en las convulsiones de la agonía”.
Lo interesante del relato es que esa letanía de horror recuerda mucho a los cuentos de Edgar Allan Poe.

DANTON Y SU SECUELA

Recién hace algunos días recordé un episodio similar que ocurrió con Georges Danton, uno de los personajes centrales de la Revolución Francesa. Mientras se hallaba en Bélgica, inspeccionando tropas, previo a una ofensiva militar, le informaron de la muerte de su esposa Gabrielle.
Debería revisar si realmente se encontró con el Precursor Francisco de Miranda en la población belga de Neerwinden, aunque las casualidades existen. Es posible que la escena fuera pura invención. Pero decidí usarla en mi novela Eros y la doncella.
Como decía el periodista en el filme The Man Who Killed Liberty Valance,  “Aquí, en el Lejano Oeste, cuando la leyenda supera a la realidad, nosotros imprimimos la leyenda”.
Escribí la novela prácticamente a cuatro manos con la profesora Carmen Virginia Carrillo, ella, en Trujillo, Venezuela, y yo en New Jersey –la computadora permite esos milagros–.
Me había afligido una muerte muy cercana, y la completa redacción del texto persiste en una especie de nebulosa. Pero estoy seguro que muchas veces trabajé hasta catorce, quince horas diaria y que la novela, con la imprescindible colaboración de la profesora Carrillo, fue concluida en no más de seis meses.
En los años desde la publicación de Eros y la doncella  (2013) evoqué, esporádicamente, algunos capítulos de la narración. Pero solo en estas últimas semanas me atreví a recordar lo ocurrido con Danton y con su amada Gabrielle:


 Georges Danton


Capítulo de Eros y la doncella: 

"—Querría explicarle una cosa —dijo Danton a Francisco de Miranda. La borrachera se había ahora agolpado en su boca y sus palabras se arrastraban. Algunas de ellas carecían de sentido—. Mi esposa acaba de morir. Y no le permito Miranda que me diga “¡Cuánto lo lamento!”No estoy para pésames. No pude ir al entierro de mi Gabrielle. La patria me ordenaba venir a este agujero mierdoso de Bélgica, y aquí estoy. Pero mi Gabrielle está sola, helándose en su tumba. Cuando la dejé, reposaba de perfil. Le vi las arrugas en sus mejillas. Todo ese tiempo que viví con ella,  nunca le vi arrugas en las mejillas. ¿Cómo se siente, Miranda? Estaba seguro que lo dejaría sin palabras.
Danton se alzó del sillón, se asomó a la entrada de la carpa y se puso a contemplar el cielo. Luego dio vuelta la cabeza y le dijo a Miranda: —Nada me importa ya. Mi esposa está muerta. Siempre la amé con desesperación. Cuando la conocí, me dijo que hablaba italiano. De inmediato conseguí un profesor para que me enseñara italiano; así resultaría más fácil cortejarla. Cuando inicié este viaje, exclusivamente para acusarlo a usted, Miranda, por esa estúpida derrota militar en Neerwinden, ya Gabrielle estaba muerta. No sabe el placer inmenso que siento al decirle lo que pienso. Usted merece la guillotina. ¿Sabe lo último que le vi a mi mujer? Sus partes. Le di el beso de despedida y vi sus partes. ¿Cree que es decente verle las partes a una mujer muerta? Yo amé mucho a esa mujer, Miranda. Y todavía recuerdo su perfil. Ya no era mi mujer. Ya no era nada. Toqué su frente. Estaba helada. Una piedra era más humana que esa mujer.
Francisco de Miranda

 Miranda estaba en el exacto lugar que le había asignado Danton. Podría haberle cruzado el rostro con un guante. Pero Danton no hubiera aceptado un duelo. Lo hubiera agredido a cabezazos. Era su única forma de pelear.
 —Estoy seguro que cuando regrese tendré que perder varias horas intentando averiguar dónde está su cadáver —dijo Danton—. Ignoro si la han enterrado o sigue en su lecho de muerte. Y yo aquí, varado en este gigantesco lodazal. Discutiendo con un general que me importa un bledo si es peruano o mexicano. Temo que nadie se ha preocupado por la suerte de Gabrielle. Tal vez sigue en su lecho de muerte. Imagínese, entrar en mi casa y ver que se pudre en el lecho.
Miranda pensó en irse alejando de Danton, y luego, dar una rápida vuelta y echar a correr, pues era un veterano de las huidas. Ya después buscaría alguna excusa. Pero en ese momento Danton retornó a la realidad y le preguntó a Miranda si había alguna posibilidad de victoria. No se molestó en oír su respuesta. Se limitó a tomar las solapas de su abierta chaqueta y sacudió la nieve que se había acumulado. Parte de la nieve se deslizó por su entreabierta camisa. Y casi de inmediato, se derrumbó en el suelo.
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Danton sacó un barrote y una pala del carruaje que lo había llevado hasta la puerta del cementerio. Un herrero del ejército había aplanado y encorvado la punta del barrote con una maza de hierro para que pudiera usarlo como palanca. Cuando el guardián del cementerio vio acercarse a Danton, le ordenó que se detuviera. Nada tenía que hacer ahí. Esas no eran las horas de visita. Danton alzó la pala y le dijo al guardia que le quebraría la cabeza si no le informaba donde estaba enterrada su esposa.

Gabrielle Danton
—Gabrielle —dijo Danton echándose a llorar—, Gabrielle Danton —y antes que el guardián del cementerio abriese la boca, y sin dejar de sollozar, Danton le oprimió el pabellón de su oreja derecha y se lo retorció. El guardián lanzó un alarido, cayó a tierra sobre sus rodillas y alzó su mano derecha para indicar alguna parte del vasto cementerio. Danton volvió a retorcerle el pabellón de la oreja. El guardián cayó a tierra, y comenzó a columpiarse con las rodillas alzadas mientras continuaba gimiendo.
—Gabrielle Danton —insistió Danton.
—Está en el lote 42 —dijo el guardián, tratando de modular la voz entre sus gemidos. —No, no, no lo haga. Yo le indico —gritó luego, al advertir que Danton se disponía a hundirle su bota derecha en los genitales.
Danton tomó su barrote y su pala, se recostó en un árbol cercano y reanudó sus sollozos. El guardián se levantó jadeando, tomó a Danton de la mano derecha, y lo fue conduciendo hacia el lote 42, como un lazarillo a un ciego.
Danton llevaba la pala y el barrote recostados sobre su hombro izquierdo. Las lágrimas le hacían arder los ojos.
La tumba de Gabrielle era la más reciente del lote. Se hallaba en un extremo de un rectángulo de tierra removida y nivelada a golpes. Danton trató de imaginar el objeto que habían usado para apisonar la tierra. Debía ser un objeto redondo, de hierro, del tamaño de un plato, al que habían soldado una vara, también de hierro.
 La tumba de Gabriel estaba señalada por dos varas cruzadas de hierro amarradas con cordel. Un cuchillo había sido enterrado en el suelo, y atravesaba la inscripción “Gabrielle Danton”, escrita en letras de bloque.
Danton pensó que las varas de hierro carecían de la simetría necesaria. Dejó de sollozar y preguntó al guardián del cementerio quien había hecho esa cruz tan chapucera. El guardián intentó explicar a Danton que el encargado de señalar la tumba de Gabrielle no sabía si su esposo seguía siendo religioso.
Danton ignoraba si el guardián se estaba burlando de él, y como precaución le propinó una patada en la espinilla derecha, que lo derribó nuevamente en tierra y lo puso a gemir lanzando cortos alaridos.
—Una cruz es una cruz —dijo Danton hablando a través de sus dientes apretados—. O plantan una cruz o no la plantan. ¿Qué es eso de no saber si el esposo era religioso? ¿Qué quiere decir, que si el esposo no era religioso podían hacer una cruz torcida? Si encuentro al cobarde que hizo esa cruz... —y se calló la boca.
¿Qué podía hacer con ese cobarde? ¿Ordenar su ejecución porque la cruz carecía de simetría? En ese momento de la historia, cuando los girondinos y los jacobinos luchaban por imponer una divinidad superior a la que había atormentado a los franceses desde el comienzo de su historia, Danton descubrió que prefería la vieja e infecta religión. Esa Diosa Razón enaltecida por los jacobinos era otra forma de impiedad. El necesitaba amar a Gabrielle ayudado por esas ridículas reliquias que había ido extrayendo de sus cabellos.
Gabrielle seguía viviendo en ese broche que solía dividir dos mechones de su pelo, en ese collar de bronce labrado a martillazos que había ceñido su cuello. En esos objetos se resumía toda la religión. La nueva religión nunca iba a prosperar porque se burlaba de las reliquias.
Con brusco gesto Danton extrajo la maltrecha cruz de la tierra y comenzó a revisar las ligaduras que la ceñían. Aunque era una simple cruz, requería un gran esfuerzo de la imaginación asemejarla a una cruz. Y de repente, entendió el mensaje. Así se iba infiltrando la traición en el mundo. Se acataban las órdenes, y al mismo tiempo se  hacía burla de ellas.
Ya Robespierre lo había alertado sobre esa chanza que iba penetrando el discurso político para trastornarlo. “Todos nuestros enemigos hablan el mismo lenguaje que nosotros”, había dicho Robespierre. “Todos lucen la misma máscara de patriotismo”.
Alguien había ordenado a un hereje que fabricara una cruz, y el hereje se había burlado de la orden.
Si Danton podía encontrar al culpable de ese adefesio, usaría una punta de la cruz para clavársela en la garganta. Luego sacó de sus calzas una tabla con hojas de papel. Desligando un lápiz de su oreja derecha anotó algo en la primera hoja y se la tendió al guardián del cementerio, que continuaba en el suelo.
—Ahí tiene mi carruaje —le dijo Danton señalando con la cruz el ligero carruaje que lo había traído hasta el cementerio—. El escultor se llama Claude Deseine. Usted le entrega este papel y lo trae hasta el cementerio. Es sordomudo, así que deberán entenderse por señas.
El guardián estuvo a punto de abrir la boca, pero se arrepintió. Alzándose del suelo, tomó el papel que le tendía Danton y se dirigió hacia el carruaje. Danton trató de recordar por donde había venido, para saber hacia donde debería marcharse.
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Cuando había emprendido el viaje para desenterrar a Gabrielle, Danton pasó por sitios donde quedaban huellas de derrota y confusión. De pie en el pequeño carruaje, con la camisa desabrochada, el caudillo azuzaba sus dos caballos. Por momentos parecía liderar una fuga. Agradeció ese frío que lo calaba hasta los huesos, los rebencazos de las ramas sobre su frente que parecían hisopos asperjando agua.

Danton volvió a alzar la cabeza hacia el cielo. Nubes negras se arrastraron encima de él y comenzó a llover. Pensó que la lluvia le ayudaría en su tarea y se puso a cavar la tumba. Dejó la pala de lado y agarró el curvado barrote para aflojar las piedras. Una vez desalojó varias piedras grandes que circundaban la tumba, recuperó la pala y fue ahondando la tierra hasta que el filo de la pala chocó contra el ataúd de madera. En el centro del ataúd había una pequeña placa que decía Gabrielle. Y debajo de la placa había una cruz. Seguramente había sido una idea de Robespierre, como un secreto homenaje a su mejor amigo.
Cuando aún estaba en Bélgica, Robespierre le hizo llegar una carta lamentando la muerte de Gabrielle. La carta era obscena en su aflicción. “Si en medio de los únicos infortunios capaces de estremecer un alma como la tuya la certidumbre de tener un amigo tierno y devoto puede brindarte algún consuelo, yo te la ofrezco”, decía Robespierre en su carta. “Te amo más que nunca, hasta la muerte. De ahora en adelante, yo soy tú. No cierres tu corazón a las palabras de un afecto que comparte todos tus sufrimientos. Te abraza tu amigo, Robespierre”.
Más que una carta de condolencia parecía una oferta de amor.
Danton siguió paleando. Cuando despejó totalmente la tapa del ataúd retomó la barra curvada y aflojó las piedras que ceñían el rectángulo de la caja. Y volvió a palear hacia los costados la tierra pedregosa. Luego cavó un sector de la tumba para poder instalar sus pies y facilitar la apertura del ataúd. Aplicó la barra en el cerrojo que aseguraba la tapa y lo hizo saltar. Alzó la tapa del ataúd y observó el cuerpo de Gabrielle. Tenía puesto un sudario y yacía de costado. Había tierra en el sudario y en su rostro. Primero acarició su rostro, le quitó la tierra. Gabrielle tenía numerosas arrugas horizontales en su mejilla derecha. Besó las arrugas. No parecía dormida. No parecía Gabrielle. Era como si la máscara mortuoria de Gabrielle hubiera cubierto su rostro. La había imaginado muerta. Pero la Gabrielle que yacía en el ataúd no estaba muerta. No era siquiera el remedo de una efigie.
Danton suspiró y tomó el cadáver de Gabrielle en sus brazos. El sudario se corrió y vio sus piernas. Casi carecían de carne. Corrió el sudario para cubrirle las piernas. Por un momento se sintió tentado de mirar sus entrepiernas. Era imposible encontrar alguna parte de humanidad en el cadáver de Gabrielle.
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Cuando emergió de la fosa llevando a Gabrielle en sus brazos, Danton estuvo a punto de trastabillar. Con dificultad se enderezó y logró depositar el cadáver en la tierra, al borde de la fosa.
La lluvia comenzó a limpiar el cuerpo de Gabrielle por sectores, distribuyendo en ciertas partes restos de tierra. Sus cabellos se aplastaron contra el rostro. De uno de los bolsillos traseros de sus calzas Danton extrajo un peine, desenmarañó los cabellos de Gabrielle con mucha ternura temiendo lastimarla. Cuando se dio cuenta de que ya nada podía lastimarla volvió a llorar, con un llanto extraño. Los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a murmurar “La pobrecita”. Y continuó peinándola, desenmarañando el cabello indócil, observando ese rostro que ya no pertenecía a Gabrielle.
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El escultor Claude Deseine era uno de los pupilos del gran Pajou. Haciendo señas, le explicó a Danton que tenía que quitarle la mortaja a Gabrielle. Era imposible hacerle el busto si no podía ver su cuerpo entero. Danton sintió vergüenza de revelar el cuerpo de Gabrielle, pero aceptó. Vio su pecho marcado por las costillas, su estómago hundido. Las clavículas parecían a punto de perforar la piel. ¿Estaba bien si la hacía descansar en sus brazos? Le preguntó a Deseine haciendo señas. Deseine asintió. El escultor tenía un rostro deforme. Su nariz estaba aplastada, sus gruesos labios sobresalían como los de un idiota. Su cabello recordaba las crines de un caballo. Pero sus manos eran maravillosas.
Deseine montó una pequeña tienda cerca de la tumba y colocó un baúl en su interior. Primero sacó un rollo de alambre delgado. Usando tijeras de esquilar, comenzó a cortar trozos de alambre de distintos tamaños y a entrelazarlos, hasta formar un torso. El escultor siguió trabajando, creando con los trabados alambres un simulacro de la cabeza y de las piernas de Gabrielle. La lluvia caía insistente sobre su cabeza y su abrigo.
En cierto momento, Deseine alzó un dedo y le explicó a Danton con sus gestos que no podía moldear el yeso al aire libre. El agua desbarataría todo intento. Prefería hacer un boceto a lápiz de Gabrielle. Después continuaría trabajando en su estudio.
¿Cuánto más tenía que sostener a Gabrielle en sus brazos? Le preguntó Danton. Usando otros gestos, el escultor le explicó que si tenía un poco de paciencia, haría un dibujo de Gabrielle dentro de su tienda. Y luego Danton podría volver a depositar a Gabrielle en el ataúd.
Deseine salió dos veces de su tienda para echar vistazos al cadáver de Gabrielle. Cuando había transcurrido una media hora, volvió a emerger de la tienda y le dijo a Danton que ya había concluido. Después ayudó a Danton a colocar el cadáver de Gabrielle en el ataúd, rellenó la tumba con lodo y la apisonó.
Cubierto con una frazada, goteando agua, sentado en un sillón del despoblado estudio del escultor, con los pies hundidos en una jofaina llena de agua caliente donde flotaban hojas de menta, Danton observó a Deseine cubrir de yeso las estructuras de alambre que había forjado en el cementerio. Deseine tenía un paño colgando de su hombro derecho. Apenas caía un trozo de yeso al suelo lo recogía con el paño y lo arrojaba en un cubo de madera.
El cuerpo de Gabrielle fue surgiendo, más vivo que el reclinado en los brazos de Danton. ¿Por qué los muertos nunca parecían previamente vivos? Danton le preguntó a Deseine por señas dónde estaba el resto de sus obras. El escultor señaló una puerta agachando la cabeza, como si se acomodase para embestir. Y de alguna manera logró explicarle a Danton que solo trabajaba un segmento por vez. Y que lo enfermaba el desorden.
Aunque nada tenía que hacer en el estudio de Deseine, Danton prolongó su estadía. No se animaba a retornar a su casa. Pensó que debía armar una nueva constelación. Y de acuerdo a cómo acomodara las piezas, así viviría el resto de su vida. ¿Viviría en la aflicción de la vida conyugal o se hundiría en sus delicias? Los objetos seguirían siendo iguales en ambos casos, pero no la manera de mirarlos, o de usarlos.

El escultor sacó a Danton de su letargo haciendo gestos para que viera la escultura. Danton vio a Gabrielle, aunque no era la imagen que evocaba su esposa. No podía recordar nada que se asemejara a la Gabrielle viva, caminando, sonriendo, afligida,  con el rostro en alto, amándolo con desesperación, durmiendo agradecida en sus brazos.
... Bueno, había un consuelo: tampoco era la imagen de una Gabrielle irremediablemente muerta.




[i] El Manchay Puito “es un instrumento propio de la música incaica. Se trata de una especie de cántaro hecho de barro, el cual consistía de dos flautas fabricadas con fémures humanos, y con el cual se podía entonar una melodía triste”. Wikipedia

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