Mario
Szichman
Ricardo Palma, el escritor peruano del siglo
diecinueve, autor de un permanente bestseller: Tradiciones Peruanas, cuenta entre sus textos con uno de vastas
repercusiones: El manchay/puito[i].
Es una historia de amor y necrofilia. Narra la
historia de don Gaspar de Angulo y Valdivieso, cura de Yanaquihua, diócesis del
Cuzco. Según Palma, “el señor cura era un buen pastor, que no esquilmaba mucho
a sus ovejas. Su reputación de sabio iba a la par de su moralidad”.
Hasta que finalmente, llegó el día fatal. Y
como el diablo tiene cuerpo de mujer, un día Anita Sielles se atravesó en el
camino del doctor Angulo. Cundió la
pasión, el cura declaró su amor a la dama, quien decidió abandonar “una noche
el hogar materno y fuese a hacer las delicias de la casa parroquial con no poca
murmuración de las envidiosas comadres del pueblo”.
Seis meses “llevaban ya los amantes de
arrullos amorosos, cuando el doctor Angulo recibió una mañana carta en que se
exigía su presencia en Arequipa para realizar la venta de un fundo que en esa
ciudad poseía”.
Cuando regresaba de Arequipa, dice Palma “le
salió al encuentro un indio y puso en sus manos este lacónico billete: ´ ¡Ven!
El cielo o el infierno quieren separarnos. Mi alma está triste y mi cuerpo
desfallece. ¡Me muero! ¡Ven, amado mío! Tengo sed de un último beso´”.
Cuando arribó el doctor Angulo a la casa
parroquial, se enteró de que su amada había muerto y su cadáver sepultado en el
pequeño cementerio de la iglesia. Al llegar la noche, el cura sacó una pala de
la sacristía del templo, “penetró en él con una linterna en la mano, tomó un
azadón, se dirigió a la fosa y removió la tierra”.
El cuerpo de Anita Sielles fue llevado al
cuarto del cura, quien “lo cubrió de besos, rasgó la mortaja, lo vistió con un
traje de raso carmesí, le echó al cuello el collar de perlas y engarzó en sus
orejas piedras preciosas.
“Así adornado”, señala Palma, “sentó el
cadáver en un sillón cerca de la mesa, preparó dos tazas de hierba del
Paraguay, y se puso a tomar mate.
“Y así pasaron tres días sin que el cura
abriese la puerta de su casa”. Finalmente, “un vecino español se atrevió a
escalar paredes y penetrar en el cuarto del cura.
“¡Horrible espectáculo!
“La descomposición del cadáver era completa, y
don Gaspar, abrazado al esqueleto, se arrastraba en las convulsiones de la
agonía”.
Lo interesante del relato es que esa letanía
de horror recuerda mucho a los cuentos de Edgar Allan Poe.
DANTON Y SU SECUELA
Recién hace algunos días recordé un episodio
similar que ocurrió con Georges Danton, uno de los personajes centrales de la
Revolución Francesa. Mientras se hallaba en Bélgica, inspeccionando tropas, previo
a una ofensiva militar, le informaron de la muerte de su esposa Gabrielle.
Debería revisar si realmente se encontró con
el Precursor Francisco de Miranda en la población belga de Neerwinden, aunque
las casualidades existen. Es posible que la escena fuera pura invención. Pero
decidí usarla en mi novela Eros y la
doncella.
Como decía el periodista en el filme The Man Who Killed Liberty Valance, “Aquí, en el Lejano Oeste, cuando la leyenda
supera a la realidad, nosotros imprimimos la leyenda”.
Escribí la novela prácticamente a cuatro manos
con la profesora Carmen Virginia Carrillo, ella, en Trujillo, Venezuela, y yo
en New Jersey –la computadora permite esos milagros–.
Me había afligido una muerte muy cercana, y la
completa redacción del texto persiste en una especie de nebulosa. Pero estoy
seguro que muchas veces trabajé hasta catorce, quince horas diaria y que la
novela, con la imprescindible colaboración de la profesora Carrillo, fue
concluida en no más de seis meses.
En los años desde la publicación de Eros y la doncella (2013) evoqué, esporádicamente, algunos
capítulos de la narración. Pero solo en estas últimas semanas me atreví a
recordar lo ocurrido con Danton y con su amada Gabrielle:
Georges Danton
Capítulo de Eros y la doncella:
"—Querría explicarle una cosa —dijo Danton a
Francisco de Miranda. La borrachera se había ahora agolpado en su boca y sus
palabras se arrastraban. Algunas de ellas carecían de sentido—. Mi esposa acaba
de morir. Y no le permito Miranda que me diga “¡Cuánto lo lamento!”No estoy
para pésames. No pude ir al entierro de mi Gabrielle. La patria me ordenaba
venir a este agujero mierdoso de Bélgica, y aquí estoy. Pero mi Gabrielle está
sola, helándose en su tumba. Cuando la dejé, reposaba de perfil. Le vi las arrugas
en sus mejillas. Todo ese tiempo que viví con ella, nunca le vi arrugas en las mejillas. ¿Cómo se
siente, Miranda? Estaba seguro que lo dejaría sin palabras.
Danton se alzó del sillón, se asomó a la
entrada de la carpa y se puso a contemplar el cielo. Luego dio vuelta la cabeza
y le dijo a Miranda: —Nada me importa ya. Mi esposa está muerta. Siempre la amé
con desesperación. Cuando la conocí, me dijo que hablaba italiano. De inmediato
conseguí un profesor para que me enseñara italiano; así resultaría más fácil
cortejarla. Cuando inicié este viaje, exclusivamente para acusarlo a usted,
Miranda, por esa estúpida derrota militar en Neerwinden, ya Gabrielle estaba
muerta. No sabe el placer inmenso que siento al decirle lo que pienso. Usted
merece la guillotina. ¿Sabe lo último que le vi a mi mujer? Sus partes. Le di
el beso de despedida y vi sus partes. ¿Cree que es decente verle las partes a
una mujer muerta? Yo amé mucho a esa mujer, Miranda. Y todavía recuerdo su
perfil. Ya no era mi mujer. Ya no era nada. Toqué su frente. Estaba helada. Una
piedra era más humana que esa mujer.
Francisco de Miranda
Miranda
estaba en el exacto lugar que le había asignado Danton. Podría haberle cruzado
el rostro con un guante. Pero Danton no hubiera aceptado un duelo. Lo hubiera
agredido a cabezazos. Era su única forma de pelear.
—Estoy
seguro que cuando regrese tendré que perder varias horas intentando averiguar
dónde está su cadáver —dijo Danton—. Ignoro si la han enterrado o sigue en su
lecho de muerte. Y yo aquí, varado en este gigantesco lodazal. Discutiendo con
un general que me importa un bledo si es peruano o mexicano. Temo que nadie se
ha preocupado por la suerte de Gabrielle. Tal vez sigue en su lecho de muerte.
Imagínese, entrar en mi casa y ver que se pudre en el lecho.
Miranda pensó en irse alejando de Danton, y
luego, dar una rápida vuelta y echar a correr, pues era un veterano de las
huidas. Ya después buscaría alguna excusa. Pero en ese momento Danton retornó a
la realidad y le preguntó a Miranda si había alguna posibilidad de victoria. No
se molestó en oír su respuesta. Se limitó a tomar las solapas de su abierta
chaqueta y sacudió la nieve que se había acumulado. Parte de la nieve se
deslizó por su entreabierta camisa. Y casi de inmediato, se derrumbó en el
suelo.
-----0-----
Danton sacó un barrote y una pala del carruaje
que lo había llevado hasta la puerta del cementerio. Un herrero del ejército
había aplanado y encorvado la punta del barrote con una maza de hierro para que
pudiera usarlo como palanca. Cuando el guardián del cementerio vio acercarse a
Danton, le ordenó que se detuviera. Nada tenía que hacer ahí. Esas no eran las
horas de visita. Danton alzó la pala y le dijo al guardia que le quebraría la
cabeza si no le informaba donde estaba enterrada su esposa.
Gabrielle Danton
—Gabrielle —dijo Danton echándose a llorar—,
Gabrielle Danton —y antes que el guardián del cementerio abriese la boca, y sin
dejar de sollozar, Danton le oprimió el pabellón de su oreja derecha y se lo
retorció. El guardián lanzó un alarido, cayó a tierra sobre sus rodillas y alzó
su mano derecha para indicar alguna parte del vasto cementerio. Danton volvió a
retorcerle el pabellón de la oreja. El guardián cayó a tierra, y comenzó a
columpiarse con las rodillas alzadas mientras continuaba gimiendo.
—Gabrielle Danton —insistió Danton.
—Está
en el lote 42 —dijo el guardián, tratando de modular la voz entre sus gemidos.
—No, no, no lo haga. Yo le indico —gritó luego, al advertir que Danton se
disponía a hundirle su bota derecha en los genitales.
Danton tomó su barrote y su pala, se recostó
en un árbol cercano y reanudó sus sollozos. El guardián se levantó jadeando,
tomó a Danton de la mano derecha, y lo fue conduciendo hacia el lote 42, como
un lazarillo a un ciego.
Danton llevaba la pala y el barrote recostados
sobre su hombro izquierdo. Las lágrimas le hacían arder los ojos.
La tumba de Gabrielle era la más reciente del
lote. Se hallaba en un extremo de un rectángulo de tierra removida y nivelada a
golpes. Danton trató de imaginar el objeto que habían usado para apisonar la
tierra. Debía ser un objeto redondo, de hierro, del tamaño de un plato, al que
habían soldado una vara, también de hierro.
La
tumba de Gabriel estaba señalada por dos varas cruzadas de hierro amarradas con
cordel. Un cuchillo había sido enterrado en el suelo, y atravesaba la
inscripción “Gabrielle Danton”, escrita en letras de bloque.
Danton pensó que las varas de hierro carecían
de la simetría necesaria. Dejó de sollozar y preguntó al guardián del
cementerio quien había hecho esa cruz tan chapucera. El guardián intentó
explicar a Danton que el encargado de señalar la tumba de Gabrielle no sabía si
su esposo seguía siendo religioso.
Danton ignoraba si el guardián se estaba
burlando de él, y como precaución le propinó una patada en la espinilla
derecha, que lo derribó nuevamente en tierra y lo puso a gemir lanzando cortos
alaridos.
—Una cruz es una cruz —dijo Danton hablando a
través de sus dientes apretados—. O plantan una cruz o no la plantan. ¿Qué es
eso de no saber si el esposo era religioso? ¿Qué quiere decir, que si el esposo
no era religioso podían hacer una cruz torcida? Si encuentro al cobarde que
hizo esa cruz... —y se calló la boca.
¿Qué podía hacer con ese cobarde? ¿Ordenar su
ejecución porque la cruz carecía de simetría? En ese momento de la historia,
cuando los girondinos y los jacobinos luchaban por imponer una divinidad
superior a la que había atormentado a los franceses desde el comienzo de su
historia, Danton descubrió que prefería la vieja e infecta religión. Esa Diosa
Razón enaltecida por los jacobinos era otra forma de impiedad. El necesitaba amar
a Gabrielle ayudado por esas ridículas reliquias que había ido extrayendo de
sus cabellos.
Gabrielle seguía viviendo en ese broche que
solía dividir dos mechones de su pelo, en ese collar de bronce labrado a
martillazos que había ceñido su cuello. En esos objetos se resumía toda la
religión. La nueva religión nunca iba a prosperar porque se burlaba de las
reliquias.
Con brusco gesto Danton extrajo la maltrecha
cruz de la tierra y comenzó a revisar las ligaduras que la ceñían. Aunque era
una simple cruz, requería un gran esfuerzo de la imaginación asemejarla a una
cruz. Y de repente, entendió el mensaje. Así se iba infiltrando la traición en
el mundo. Se acataban las órdenes, y al mismo tiempo se hacía burla de ellas.
Ya Robespierre lo había alertado sobre esa chanza
que iba penetrando el discurso político para trastornarlo. “Todos nuestros
enemigos hablan el mismo lenguaje que nosotros”, había dicho Robespierre.
“Todos lucen la misma máscara de patriotismo”.
Alguien había ordenado a un hereje que
fabricara una cruz, y el hereje se había burlado de la orden.
Si Danton podía encontrar al culpable de ese
adefesio, usaría una punta de la cruz para clavársela en la garganta. Luego
sacó de sus calzas una tabla con hojas de papel. Desligando un lápiz de su
oreja derecha anotó algo en la primera hoja y se la tendió al guardián del
cementerio, que continuaba en el suelo.
—Ahí tiene mi carruaje —le dijo Danton
señalando con la cruz el ligero carruaje que lo había traído hasta el
cementerio—. El escultor se llama Claude Deseine. Usted le entrega este papel y
lo trae hasta el cementerio. Es sordomudo, así que deberán entenderse por
señas.
El guardián estuvo a punto de abrir la boca,
pero se arrepintió. Alzándose del suelo, tomó el papel que le tendía Danton y
se dirigió hacia el carruaje. Danton trató de recordar por donde había venido,
para saber hacia donde debería marcharse.
-----0-----
Cuando había emprendido el viaje para desenterrar
a Gabrielle, Danton pasó por sitios donde quedaban huellas de derrota y
confusión. De pie en el pequeño carruaje, con la camisa desabrochada, el
caudillo azuzaba sus dos caballos. Por momentos parecía liderar una fuga.
Agradeció ese frío que lo calaba hasta los huesos, los rebencazos de las ramas
sobre su frente que parecían hisopos asperjando agua.
Danton volvió a alzar la cabeza hacia el
cielo. Nubes negras se arrastraron encima de él y comenzó a llover. Pensó que
la lluvia le ayudaría en su tarea y se puso a cavar la tumba. Dejó la pala de
lado y agarró el curvado barrote para aflojar las piedras. Una vez desalojó
varias piedras grandes que circundaban la tumba, recuperó la pala y fue
ahondando la tierra hasta que el filo de la pala chocó contra el ataúd de
madera. En el centro del ataúd había una pequeña placa que decía Gabrielle. Y debajo de la placa había
una cruz. Seguramente había sido una idea de Robespierre, como un secreto
homenaje a su mejor amigo.
Cuando aún estaba en Bélgica, Robespierre le
hizo llegar una carta lamentando la muerte de Gabrielle. La carta era obscena
en su aflicción. “Si en medio de los únicos infortunios capaces de estremecer
un alma como la tuya la certidumbre de tener un amigo tierno y devoto puede
brindarte algún consuelo, yo te la ofrezco”, decía Robespierre en su carta. “Te
amo más que nunca, hasta la muerte. De ahora en adelante, yo soy tú. No cierres
tu corazón a las palabras de un afecto que comparte todos tus sufrimientos. Te
abraza tu amigo, Robespierre”.
Más que una carta de condolencia parecía una
oferta de amor.
Danton siguió paleando. Cuando despejó
totalmente la tapa del ataúd retomó la barra curvada y aflojó las piedras que
ceñían el rectángulo de la caja. Y volvió a palear hacia los costados la tierra
pedregosa. Luego cavó un sector de la tumba para poder instalar sus pies y
facilitar la apertura del ataúd. Aplicó la barra en el cerrojo que aseguraba la
tapa y lo hizo saltar. Alzó la tapa del ataúd y observó el cuerpo de Gabrielle.
Tenía puesto un sudario y yacía de costado. Había tierra en el sudario y en su
rostro. Primero acarició su rostro, le quitó la tierra. Gabrielle tenía
numerosas arrugas horizontales en su mejilla derecha. Besó las arrugas. No
parecía dormida. No parecía Gabrielle. Era como si la máscara mortuoria de
Gabrielle hubiera cubierto su rostro. La había imaginado muerta. Pero la
Gabrielle que yacía en el ataúd no estaba muerta. No era siquiera el remedo de
una efigie.
Danton suspiró y tomó el cadáver de Gabrielle
en sus brazos. El sudario se corrió y vio sus piernas. Casi carecían de carne.
Corrió el sudario para cubrirle las piernas. Por un momento se sintió tentado
de mirar sus entrepiernas. Era imposible encontrar alguna parte de humanidad en
el cadáver de Gabrielle.
-----0-----
Cuando emergió de la fosa llevando a Gabrielle
en sus brazos, Danton estuvo a punto de trastabillar. Con dificultad se
enderezó y logró depositar el cadáver en la tierra, al borde de la fosa.
La lluvia comenzó a limpiar el cuerpo de
Gabrielle por sectores, distribuyendo en ciertas partes restos de tierra. Sus
cabellos se aplastaron contra el rostro. De uno de los bolsillos traseros de
sus calzas Danton extrajo un peine, desenmarañó los cabellos de Gabrielle con
mucha ternura temiendo lastimarla. Cuando se dio cuenta de que ya nada podía
lastimarla volvió a llorar, con un llanto extraño. Los ojos se le llenaron de
lágrimas y empezó a murmurar “La pobrecita”. Y continuó peinándola,
desenmarañando el cabello indócil, observando ese rostro que ya no pertenecía a
Gabrielle.
-----0-----
El escultor Claude Deseine era uno de los
pupilos del gran Pajou. Haciendo señas, le explicó a Danton que tenía que
quitarle la mortaja a Gabrielle. Era imposible hacerle el busto si no podía ver
su cuerpo entero. Danton sintió vergüenza de revelar el cuerpo de Gabrielle,
pero aceptó. Vio su pecho marcado por las costillas, su estómago hundido. Las
clavículas parecían a punto de perforar la piel. ¿Estaba bien si la hacía
descansar en sus brazos? Le preguntó a Deseine haciendo señas. Deseine asintió.
El escultor tenía un rostro deforme. Su nariz estaba aplastada, sus gruesos
labios sobresalían como los de un idiota. Su cabello recordaba las crines de un
caballo. Pero sus manos eran maravillosas.
Deseine montó una pequeña tienda cerca de la
tumba y colocó un baúl en su interior. Primero sacó un rollo de alambre delgado.
Usando tijeras de esquilar, comenzó a cortar trozos de alambre de distintos
tamaños y a entrelazarlos, hasta formar un torso. El escultor siguió
trabajando, creando con los trabados alambres un simulacro de la cabeza y de
las piernas de Gabrielle. La lluvia caía insistente sobre su cabeza y su
abrigo.
En cierto momento, Deseine alzó un dedo y le
explicó a Danton con sus gestos que no podía moldear el yeso al aire libre. El
agua desbarataría todo intento. Prefería hacer un boceto a lápiz de Gabrielle.
Después continuaría trabajando en su estudio.
¿Cuánto más tenía que sostener a Gabrielle en
sus brazos? Le preguntó Danton. Usando otros gestos, el escultor le explicó que
si tenía un poco de paciencia, haría un dibujo de Gabrielle dentro de su
tienda. Y luego Danton podría volver a depositar a Gabrielle en el ataúd.
Deseine salió dos veces de su tienda para
echar vistazos al cadáver de Gabrielle. Cuando había transcurrido una media
hora, volvió a emerger de la tienda y le dijo a Danton que ya había concluido.
Después ayudó a Danton a colocar el cadáver de Gabrielle en el ataúd, rellenó
la tumba con lodo y la apisonó.
Cubierto con una frazada, goteando agua,
sentado en un sillón del despoblado estudio del escultor, con los pies hundidos
en una jofaina llena de agua caliente donde flotaban hojas de menta, Danton
observó a Deseine cubrir de yeso las estructuras de alambre que había forjado
en el cementerio. Deseine tenía un paño colgando de su hombro derecho. Apenas
caía un trozo de yeso al suelo lo recogía con el paño y lo arrojaba en un cubo
de madera.
El cuerpo de Gabrielle fue surgiendo, más vivo
que el reclinado en los brazos de Danton. ¿Por qué los muertos nunca parecían
previamente vivos? Danton le preguntó a Deseine por señas dónde estaba el resto
de sus obras. El escultor señaló una puerta agachando la cabeza, como si se
acomodase para embestir. Y de alguna manera logró explicarle a Danton que solo
trabajaba un segmento por vez. Y que lo enfermaba el desorden.
Aunque nada tenía que hacer en el estudio de
Deseine, Danton prolongó su estadía. No se animaba a retornar a su casa. Pensó
que debía armar una nueva constelación. Y de acuerdo a cómo acomodara las
piezas, así viviría el resto de su vida. ¿Viviría en la aflicción de la vida
conyugal o se hundiría en sus delicias? Los objetos seguirían siendo iguales en
ambos casos, pero no la manera de mirarlos, o de usarlos.
El escultor sacó a Danton de su letargo
haciendo gestos para que viera la escultura. Danton vio a Gabrielle, aunque no
era la imagen que evocaba su esposa. No podía recordar nada que se asemejara a
la Gabrielle viva, caminando, sonriendo, afligida, con el rostro en alto, amándolo con
desesperación, durmiendo agradecida en sus brazos.
... Bueno, había un consuelo: tampoco era la
imagen de una Gabrielle irremediablemente muerta.
[i]
El Manchay Puito “es un instrumento propio de la música incaica. Se trata de
una especie de cántaro hecho de barro, el cual consistía de dos flautas
fabricadas con fémures humanos, y con el cual se podía entonar una melodía
triste”. Wikipedia
No hay comentarios:
Publicar un comentario