Mario
Szichman
Bernardo de Monteagudo
Las malas causas
Tienen tantos mártires
Como las buenas.
Lazare Carnot
General de la
Revolución Francesa
En América Latina, durante la guerra de
Independencia, existió un hombre, Bernardo de Monteagudo, que sirvió a dos amos:
a los próceres de la independencia latinoamericana José de San Martín y Simón
Bolívar.
Monteagudo era uno de los grandes villanos de
la historia latinoamericana, bigger than
life.
En las memorias del general Guillermo Miller,
uno de los soldados más fieles de San Martín, se habla pestes de Monteagudo, de
su “imposición de medidas impopulares”, su “opresivo espionaje”, “la cruel
manera en que desterró a individuos muy respetables”. Además, se temía que
intentara “establecer un gobierno monárquico contrario a los deseos del
pueblo”. Esos atributos convirtieron a Monteagudo “en objeto de desagrado y
desconfianza”.
El pueblo de Lima, aprovechando la ausencia de
San Martín, se amotinó contra Monteagudo y lo obligó a renunciar.
El historiador chileno Benjamín Vicuña
Mackenna dijo que Monteagudo “cometió horribles crueldades” en Lima cuando fue
ministro de San Martín. Además, se jactó de ellas. Según Vicuña Mackenna, “En su famoso manifiesto de Quito”, el
ministro de San Martín alardeó “de haber reducido a quinientos los diez mil
españoles que encontró en la primera de esas ciudades”.
León Tolstoi decía que en la administración
pública hay hombres tan necesarios como las bestias en la naturaleza. Esos
hombres descuellan por su cercanía con los jefes de estado. Como monopolizan la
crueldad, permiten a sus jefes exhibir altruismo y nobles modales.
El general Louis Nicolas Davouz se encargaba
de cometer crueldades “a espaldas” de Napoleón, en tanto su rival, el zar
Alejandro de Rusia, contaba con el general Alexey Arakcheyev para hacer el trabajo
sucio.
Si el lector desea saber por qué la literatura
rusa es superior a la francesa, basta comparar a Arakcheyev con Davouz. Aunque
Balzac tuvo portentosos modelos de seres desalmados en los cuales abrevaron sus
novelas, ni siquiera el más feroz se animó a expresar, como Arakcheyev: “Soy
amigo del zar y solo existe una persona ante quien es posible elevar una queja
por mis métodos: Dios”.
Y aunque Fouquier-Tinville, el acusador
público que ordenó guillotinar a Carlota Corday, y colaboró en el arresto de
otras figuras públicas como Robespierre y Saint-Just es lo más aproximado a un
genio del mal, ni siquiera él osó intervenir en las actividades reproductivas de
los franceses, como lo hizo Arakcheyev con los rusos. En su enorme finca de
Gruzino, las campesinas fueron obligadas a procrear al menos un vástago por
año. Se ignora cuál era el castigo para quienes no cumplían con la cuota.
EL GENIO DEL MAL
José de San Martín
Monteagudo puede considerarse un hombre bisagra.
Poseía los atributos combinados de Davouz y de Arakcheyev, y los puso al
servicio de San Martín y de Bolívar.
En el caso de San Martín, Monteagudo lo ayudó
a librarse de españoles. Vicuña Mackenna mencionó una lista “de esos
cargamentos humanos” que Monteagudo remitía a Valparaíso en 1821, “en un buque
al que, para hacer más siniestro su destino, diera su propio nombre, la célebre
fragata Monteagudo”.
En esa ocasión, fueron despachadas
cuatrocientos ochenta personas. De ellas indica el historiador chileno, “cerca
de la quinta parte pasaba de sesenta años de edad. Para que se juzgue de la
inútil barbarie de esta persecución, elegimos al acaso algunos nombres de la
lista de proscripción: Juan Muñoz, andaluz, de profesión mantequillero, edad
setenta y un años; Fernando María Gómez, comerciante, setenta años; Felipe
Quinteler, gallego, marinero, setenta y cinco años”.
Tras la decisión de San Martín de renunciar a
su cargo de Protector, Monteagudo retornó a Lima como secretario de Bolívar,
donde fue asesinado en el anochecer del 28 de enero de 1825, cuando tenía
apenas treinta y cinco años de edad. El cadáver fue encontrado boca abajo, con
las manos aferradas a un puñal que le habían clavado en el pecho.
Cuando Bolívar se enteró del asesinato de Monteagudo,
exclamó: “¡Monteagudo! ¡Monteagudo! Serás vengado”.
El retorno de Monteagudo a Lima, aferrado a la
levita de Bolívar, no fue recibido con beneplácito. El patriota peruano José
Faustino Sánchez Carrión, quien fue ministro del prócer venezolano, había
anunciado en un bando público que si Monteagudo regresaba, cualquier limeño
podía asesinarlo. Sánchez Carrión prometía al asesino total impunidad.
Bolívar, quien conocía la calaña de los
hombres que trataba, dijo de Monteagudo en una carta al colombiano Francisco de
Paula Santander, su vicepresidente: “Es aborrecido en el Perú por haber
pretendido una monarquía constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus
reformas precipitadas y por su tono altanero cuando mandaba”.
Pero Bolívar, que además de romántico había
leído a Maquiavelo, agregaba en la carta: “Añadiré francamente que Monteagudo
conmigo puede ser un hombre infinitamente útil”.
Simón Bolívar
La investigación del asesinato de Monteagudo
puso a Bolívar en el rol de detective, una tarea que los historiadores
bolivarianos no han tomado en cuenta, aunque han explorado todos los aspectos
de su vida. Como recordaba el profesor Germán Carrera Damas en su magnífico
libro “El culto a Bolívar”, a un panegirista se le ocurrió redactar un opúsculo
titulado “Bolívar jugador de ajedrez”.
La pesquisa de Bolívar, por sí sola, es para escribir una novela,
especialmente el descubrimiento de los dos asesinos materiales de Monteagudo,
Candelario Espinosa y Ramón Moreira.
La principal pista era el cuchillo usado para
matar a Monteagudo. Había sido recientemente afilado. Por lo tanto, Bolívar
ordenó citar a todos los barberos de Lima para ver si alguien reconocía el arma
homicida. Uno de ellos admitió haber afilado el cuchillo, y reveló el nombre
del portador.
Al día siguiente, se citó para ser reconocidos
“a todos los criados de casas y gente de color”. De esa manera, gracias a un
gigantesco dragnet que solo podía
permitirse Bolívar, fue identificado un asesino. Eso condujo al hallazgo de su
cómplice.
Obviamente, no era una época en que se
respetaban los derechos humanos. Los sospechosos fueron torturados para que
confesaran. Algunos historiadores dicen que Bolívar estuvo presente en algunas
de esas sesiones de apremios ilegales.
LA SOMBRA DETRÁS DE LOS ASESINOS
A Bolívar no le interesaban los autores
materiales del asesinato de Monteagudo, sino los intelectuales. El principal
sospechoso resultó ser Sánchez Carrión, por su proclamada inquina contra
Monteagudo y por haber prometido impunidad a quien lo asesinara.
Muchos años después, el general Tomás
Mosquera, quien llegó a ser presidente de Colombia, y fue jefe del estado mayor
de Bolívar, dijo que uno de los asesinos de Monteagudo confesó a Bolívar que
Sánchez Carrión le pagó por su tarea 50 doblones en oro.
Sánchez Carrión era líder de una logia
republicana que se había enfrentado a las intenciones monárquicas de
Monteagudo.
También Mosquera dijo que como represalia,
Bolívar mandó a envenenar a Sánchez Carrión. El funcionario falleció meses
después de una afección probablemente causada por la ingestión de arsénico.
REINVENTANDO A MONTEAGUDO
Aunque muy desprestigiado durante todo el
siglo XIX, Monteagudo ha vuelto a ponerse de moda, adquiriendo ribetes de revolucionario
y de jacobino, tal vez porque el bicentenario de la independencia de América
Latina brinda distancia suficiente para encubrir desafueros, o porque en dos
siglos desde el comienzo de esa lucha tantos bellacos han gobernado nuestras
patrias, que los protocrueles, los protoladrones y los protolacayos parecen
próceres por comparación.
La figura de Monteagudo como hombre bisagra es
difícil de imitar. Contribuye a esclarecer la actuación de San Martín y de
Bolívar.
Con San Martín, Monteagudo fue promonárquico,
pues San Martín era promonárquico. Hay abundantes pruebas de que el general
nacido en la provincia de Yapeyú hizo numerosas gestiones para pactar con los
españoles.
Cuando le llegó el turno de servir a Bolívar,
Monteagudo se transfiguró en republicano. En el ínterin, ocurrió la batalla de
Ayacucho, que puso punto casi final a la presencia de España en Sudamérica,
excepto por algunos reductos como las fortalezas del Callao o la isla de
Chiloé.
Con San Martín, Monteagudo se mostró tan
indeciso y vacilante como su jefe. Cada vez que San Martín independizaba algo, era
necesario volver a independizarlo. Su gestión como Protector de Lima fue un
desastre. Su destacamento insignia, el Regimiento de Granaderos a Caballo, se
alzó en las fortalezas del Callao, luego que sus soldados recibieron como
alimento arroz en mal estado y sufrieron toda clase de calamidades porque sus jefes se quedaron con la mayor
parte del dinero destinado a pagar los suministros. Los cabecillas de la
insurrección devolvieron las fortalezas a los españoles y fueron recompensados
con un exilio dorado en la Madre Patria.
Bolívar tuvo que ir al Perú para resolver los
desaguisados de San Martín. Como Bolívar actuaba con decisión, Monteagudo se
acopló a su brío. Con Bolívar al frente, las fuerzas patriotas derrotaron a los
españoles en dos combates épicos: la batalla de Junín, donde dos ejércitos se
enfrentaron con lanza y cuchillo, sin disparar un solo tiro, y la batalla de
Ayacucho, en que 4.500 colombianos, 1.200 peruanos y apenas 80 argentinos
derrotaron a unos nueve mil españoles.
LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS
El escritor argentino Miguel Bonasso, quien
tiene a su favor el mérito de amar a Alejandro Dumas, ha intentado en La venganza de los patriotas (Editorial
Planeta) contar de manera simultánea la historia de las hazañas del general San
Martín en tierra americana, y la vida, pasión y muerte de Monteagudo.
Pero la figura de San Martín recibe un
tratamiento inadecuado. El general patriota no se muestra muy activo en sus
labores como estadista. En compensación, resulta un amante excepcional. Pasa
buena parte del tiempo en la cama con la patriota Rosita Campuzano. O tal vez,
pasaba buena parte del tiempo en la cama, y Rosita Campuzano lo atendía como
enfermera. San Martín sufría de terribles úlceras gástricas. Y era un adicto al
láudano, que aliviaba sus síntomas.
En cuanto a Monteagudo, consigue en la novela
que a sus plantas caigan, rendidas como leonas, gran cantidad de mujeres
patriotas. Bonasso nos hace creer que el caballero era muy seductor. Si eso es
cierto, los grabados de la época nunca le rindieron homenaje a su estampa de
galán.
Quizás eso se debía a su enorme energía. Nunca
se quedaba quieto en un mismo lugar más de dos minutos. Sus retratistas tenían
dificultades intentando capturar sus rasgos más viriles.
Si calculamos que en La venganza de los patriotas se registran dos encuentros amorosos
por página, debemos concluir, al llegar a la página 250, que se han registrado
ya alrededor de 500 apareamientos. Quizás mi cálculo esté equivocado, y una
primera lectura haya obviado algún encuentro sexual. Podría intentar una
segunda lectura, pero antes me corto las venas.
Curiosamente, no existe una sola escena
homoerótica. Quizás eso se deba a que la novela tiene como protagonistas a
varios próceres de la independencia, y éstos sólo merecen el mayor de los
respetos.
Cuando el general San Martín no está en la
cama, o disuadiendo a sus soldados de entrar en combate pues lo importante es
ganar a los godos por cansancio, se la pasa diseñando una bandera. Bonasso dice
que la bandera es de sencilla confección. No compartimos su criterio. El primer
presidente de Perú, el Marqués de Torre Tagle, ordenó otro diseño del
estandarte, pues su bosquejo era imposible de concretar.
Durante la novela, el general José de San
Martín es acusado de apatía, de prejuicios monárquicos, y de querer coronarse
rey. Eso, según Bonasso, es producto de las usinas de rumores de sus enemigos.
En realidad, parte del Plan de San Martín es
de gran astucia. Consiste en hacer creer a sus enemigos que es apático, que
tiene prejuicios monárquicos, y que quiere convertirse en un usurpador de la
corona real. En cuanto a la otra parte del Plan maestro de San Martín, es
imposible de dilucidar, o tal vez este comentarista obvió algunas páginas.
Para hacer prosperar la parte del Plan que
divulga Bonasso –y también para tender una bonita trampa a los godos–, San
Martín instituye la Orden del Sol.
Y aunque el propósito ostensible de esa orden era
crear una aristocracia autóctona, fortaleciendo así las sospechas de que San
Martín poseía prejuicios monárquicos y deseaba convertirse en un usurpador de
la corona real, no debemos creer en los propósitos ostensibles. No cuando se
trata del general San Martín. No cuando se trata del general inventado por
Bonasso.
Según el autor de La venganza de los patriotas, San Martín nunca quiso decir lo que
dijo sino todo lo contrario. Inclusive si lo estampó al pie de un documento
oficial de su puño y letra.
En
cuanto a la figura de Monteagudo, pasa por un maquillaje similar.
Bonasso presume, sin ofrecer prueba alguna,
que Monteagudo fue injustamente acusado de todos los desmanes que cometió, y de
los cuales abundan las pruebas.
De esa manera, en La venganza de los patriotas, nada de lo ostensible es real, en
tanto mucho de lo oculto e indescifrable forma parte del increíble Plan
esbozado por sus eróticos protagonistas. La alborotada prosa de Bonasso impide
averiguar en qué consiste ese dichoso plan.
El resultado es una novela hiper sexualizada,
donde se rinde vasto homenaje a Venus, escaso tributo a Marte, y ningún
homenaje a la verdad histórica.
Y eso es lamentable. Un personaje de la talla
de Bernardo de Monteagudo merece no una, sino varias novelas. Por la época en
que le tocó actuar, por los personajes que frecuentó y con los que se asoció,
por su vida personal, por su asesinato y por las secuelas de su muerte.
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