Mario Szichman
El plebiscito del primero de
octubre de 2017, para separar a Cataluña de España, ha traído a la memoria el
largo trayecto colonizador del imperio español, así como las innumerables
quejas de sus gobernados contra sus gobernantes.
Hace dos siglos, la mayor parte de
América Latina se alzó contra ese imperio, formulando numerosas protestas
contra su mandato. Algunas de ellas muy similares a las de los catalanes. A
comienzos del siglo diecinueve, España dejó de ser la madre patria de muchos
latinoamericanos, y se convirtió en la madrastra.
Obviamente, Napoleón Bonaparte fue
el gran partero de la independencia latinoamericana. Las abdicaciones sucesivas
del rey Carlos IV de España, y del príncipe heredero Fernando VII a favor de
Napoleón, el 5 de mayo de 1808 en el castillo de Marracq, Bayona, permitieron
al emperador de los franceses sentar en el trono español a su hermano José. La acefalia
engendró juntas de gobierno en varias ciudades como Buenos Aires, Bogotá o
Caracas. Al principio eran juntas ventrílocuas que conversaban en nombre del
príncipe de Asturias. Luego, empezaron a hablar por su cuenta, hasta que
Fernando VII recuperó el trono y envió ejércitos para recuperar las colonias.
En La Trilogía de la Patria Boba, me concentré en lo ocurrido en La
Gran Colombia, especialmente en la Capitanía General de Venezuela, y en
próceres como Francisco de Miranda y Simón Bolívar, o en villanos como José
Tomás Boves, el asturiano, uno de los protagonistas de Los años de la guerra a muerte. Boves tenía la indelicada costumbre
de amarrar las muñecas de los enemigos a una soga que pasaba por una viga, y
sumergirlos en toneles repletos de melaza a punto de cocción.
En cuanto a los patriotas de la
Gran Colombia, exhibieron diferentes formas de sadismo. Pero en materia de
crueldad, no le iban a la zaga de los españoles. Entre los días 8 y 16 de
febrero de 1813, Simón Bolívar ordenó ejecutar en la plaza de la catedral de
Caracas, en el sitio destinado al matadero general, y en las alturas de La
Guaira, castillo de San Carlos y camino de Macuto a 866 españoles y canarios,
inclusive aquellos recluidos en un hospital. [i]
Como se verá, la tolerancia no
figuraba entre las virtudes de los combatientes.
Ya para fines de la década del
veinte del siglo diecinueve, el imperio español en América Latina estaba dando
manotazos de ahogado. La batalla de Ayacucho, liderada por el mariscal Antonio
José de Sucre, posiblemente el mejor guerrero de la independencia, fue uno de
los penúltimos golpes de gracia al imperio, aunque su presencia perduró en el
Caribe, especialmente en Cuba y en Puerto Rico, hasta fines del siglo
diecinueve.
ABAJO CADENAS
José Martí, el apóstol de la
independencia cubana, recomendó a los cubanos exiliarse en España, “como un
perfecto antídoto para cualquiera que sintiese una persistente lealtad a la madre patria”, señala John Lawrence Tone
en su excelente libro, War and Genocide
in Cuba, 1895-1898 [ii].
Esta es la síntesis que hace el
autor de la lucha de los cubanos por separarse
de España. En esa guerra “se inventó el campo de concentración, España perdió
su imperio, y Estados Unidos ganó otro”.
El escenario fue la cuenca del Caribe,
que durante el siglo XIX fue espacio de algunas de las peores matanzas que el
mundo haya presenciado. El azúcar solía ser el premio mayor.
El siglo XIX comenzó en el Caribe
con la exitosa rebelión de los esclavos negros en La Hispaniola (lo que es hoy Haití) y concluyó con la
prolongada cruzada por la independencia cubana. Ambas contiendas fueron disputadas
por ejércitos de insurgentes en los cuales los negros proporcionaron la carne
de cañón, y algunos de sus mejores generales.
Tone dice que unos 780.000
africanos fueron llevados a Cuba como esclavos entre 1791 y 1867 para trabajar
en los cañaverales y en las moliendas, remodelando la colonia como una sociedad
esclavista “justo cuando la esclavitud estaba comenzando a ser atacada desde casi
todas las partes” del mundo. (La guerra civil de Estados Unidos entre 1861 y
1865 tuvo como uno de sus temas la libertad de los esclavos).
Los cubanos lucharon con gran
ahínco para desalojar a los españoles. Primero combatieron en la Guerra de los
Diez Años (1868-78) y luego en la conflagración de 1895-98, comandados por veteranos
del previo conflicto, hartos de esperar que el gobierno de Madrid cumpliera con
las promesas formuladas en el tratado de paz del Zanjón.
DEL COMBATE AL EXTERMINIO
La guerra tuvo su santo, José
Martí, uno de los grandes intelectuales que dio la América Española, y un poeta
que comparte el Parnaso cultural con Rubén Darío y Pablo Neruda. Pero también
tuvo sus Robespierre: los generales cubanos Máximo Gómez, un criollo, y Antonio
Maceo, un negro, el “titán de bronce”. El bando opuesto fue liderado por un militar
que la prensa norteamericana apodó the butcher, el carnicero. Era el
general español Valeriano Weyler, un veterano de la guerra contra los obreros
anarquistas de Cataluña.
La figura más carismática fue
Martí, que desde su exilio en Nueva York fue forjando la idea de una nación
cubana multicultural y tolerante. Como no era militar, necesitó exhibir más
coraje que un guerrero. Por lo tanto,
poco después de regresar a Cuba, participó en un insensato ataque contra una
columna de la infantería española, armado sólo con una pistola, y mientras
cabalgaba un caballo blanco, convirtiéndose en un blanco perfecto. Fue abatido
por las balas de un rifle español.
Marti murió el 19 de mayo de 1895.
Su cadáver sufrió algunas indignidades. Al día siguiente, los españoles lo
enterraron en el cementerio de Remanganaguas, sin ataúd, vistiendo apenas un pantalón. Encima de su cuerpo arrojaron el
cadáver de un soldado español.
Tres días después, un contingente
español retornó al cementerio acompañado por un médico, y se llevó el cadáver a
Santiago de Cuba. Según los historiadores, el cuerpo, ya putrefacto, fue
exhibido durante cuatro días en varios pueblos. Por último, enterraron a Martí
por segunda vez, el 27 de mayo, en otro cementerio, en Santiago de Cuba.
(Antes de su muerte, Martí
escribió en un poema, “No me pongan en lo oscuro/a morir como un traidor/Yo soy
bueno, y como bueno/moriré de cara al sol”).
Según Tone, la exhibición del
cadáver de Martí, permitió a los españoles “lograr un golpe publicitario usando
un estilo bastante horripilante”.
LA LUCHA CONTINÚA
El general Gómez, quien creía en
la guerra total, dijo en cierta ocasión a sus soldados que sólo debían temer
una cosa: “La horrible idea del futuro que aguardaba a Cuba” en caso de una
victoria española en la contienda. Y
Maceo fue aún más contundente. Ordenó a sus tropas, “destruir, destruir,
siempre destruir”, pues “destruir a Cuba es derrotar al enemigo”.
Uno de los resultados fue que la
guerra no sólo consistió en combates, sino en la quema de cañaverales,
refinerías y viviendas de todo aquel que no compartiera los anhelos de
independencia.
Además de la destrucción causada
por seres humanos, uno de los peores instrumentos de la guerra fue la plaga.
El general Gómez, dice Tone,
consideraba “a sus tres mejores
generales junio, julio y agosto, cuando el clima y los letales mosquitos
inmovilizaban más españoles que lo que podían hacer los insurgentes”.
Y después estaba la llamada reconcentración, que “transformó una guerra ya cruel en algo calificado de genocidio”,
dice el historiador.
Soldados españoles desalojaron de
sus poblaciones a medio millón de civiles y los arrearon hacia lo que los
norteamericanos en Vietnam bautizarían luego como “aldeas estratégicas”. Tone
calcula que entre 155.000 y 170.000 civiles, alrededor de un 10 por ciento de
la población de Cuba, murieron en esos campos.
MIRAR DESDE AFUERA
Según Tone, los viajeros cubanos
que visitaron España durante la segunda mitad del siglo XIX percibieron “un país
escuálido, gobernado por una monarquía moribunda que parecía incapaz de
corregir el rumbo de la nave del estado, o de ofrecer dirección alguna a sus colonias”.
En tanto los australianos o los
habitantes de la India “abrigaban en ocasiones orgullo por formar parte del
imperio británico”, dice Tone, los cubanos no podían “sentir algo similar hacia
España”. Su pueblo parecía “carecer de
aptitudes para el pensamiento moderno, para la ciencia, para el progreso
económico”.
Casi a finales del siglo XIX, otro
revolucionario cubano, José María Izaguirre, tras analizar la situación de
España, dijo que “Chile, Argentina, Venezuela, México, e inclusive la República
Dominicana, son países que lejos de marchar a la zaga de España, tienen futuros
más promisorios”. Y añadía Izaguirre: “Si Cuba logra desprenderse del régimen
español, también disfrutará de un futuro de grandeza”.
Ese sentido de superioridad de los
cubanos sobre los españoles, habría alentado el separatismo en Cuba. Y algunos
de los argumentos de sus próceres, recuerdan bastante a los usados en estos
días por los catalanes. Por ejemplo, su denuncia de la abrumadora burocracia
española, enquistada en Madrid. Era una burocracia parásita, que desalentaba
los esfuerzos en el campo industrial.
Finalmente, Estados Unidos
intervino en Cuba luego que el acorazado Maine
estalló en la rada de La Habana en febrero de 1898. Fue un misterioso incidente
que aún hoy tiene diversas y contradictorias explicaciones. La prensa española
de la época dijo que los norteamericanos causaron la explosión, pues
necesitaban una excusa para declarar la guerra a España.
Estados Unidos derrotó a España en
un breve conflicto, y obtuvo como botín las colonias españolas de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas, además de la isla de Guam.
La secuela de esa guerra tuvo sus
frutos en la segunda mitad del siglo XX. Cuba se convirtió en la Polonia[iii] del
siglo pasado, muy anhelada por dos imperios. Y en la crisis de los misiles de
octubre de 1962, un conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética por el
emplazamiento de misiles nucleares en territorio cubano, no estuvo solamente en
juego la partición de Cuba, sino la pulverización del mundo en una guerra
atómica, como lo reconoció Fidel Castro años después a Robert McNamara, quien
fue secretario de Defensa durante esa época.
Entre los conscriptos españoles
que lucharon en la guerra contra los independentistas cubanos figuraba Ángel
Castro y Argiz. Algunos autores han dicho que Castro y Argiz formaba parte de
los soldados que participaron en el ataque en que murió el general cubano
Maceo, aunque ese dato no figura en los archivos españoles.
Una generación más tarde, Castro y
Argiz bautizó a dos de sus hijos en el municipio de Mayarí, en lo que era
entonces la provincia de Oriente, el extremo oriental de Cuba. Uno recibió el
nombre de Fidel, el otro, de Raúl.
Los hijos de Castro y Argiz
crecieron en un lugar todavía habitado por los fantasmas que combatieron a
favor y en contra de la independencia de Cuba. Y es obvio que la herencia
española nutrió generosamente la intransigencia de ambos.
[i] José
Manuel Restrepo: “Historia de la revolución de la República de Colombia en la
América Meridional”.
[ii] War and Genocide in Cuba, 1895-1898,
John Lawrence Tone. The University de North Carolina Press. 2006.
[iii] La mancomunidad de Polonia y
Lituania fue ambicionada en el siglo dieciocho por tres potencias: el imperio
ruso, el reino de Prusia y el imperio austríaco de los Habsburgo. La primera
partición ocurrió en 1772, la segunda en 1793, y la tercera en 1795. A partir
de esa época la mancomunidad se borró del mapa durante 123 años.
Excelente artículo Mario. A veces es bueno echar un vistazo atrás. Nos ayuda a estar un poco menos confundidos en el presente.
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