Mario
Szichman
Me gustan los filmes protagonizados por
perros. Pero antes de ver alguno de ellos, averiguo si el perro muere al final.
Creo que el trauma de ver morir a un animal, viene de mi infancia. Quizás la
película más cruel que he visto en mi vida fue Bambi. Era la historia de un ciervo que quedaba huérfano a muy
tierna edad, cuando mataban a su madre. Nunca perdoné a Walt Disney semejante
afrenta. Por cierto, ese productor tenía un costado muy sádico. Se han escrito
volúmenes sobre la perversa mente del creador del ratón Mickey.
Me encanta el film K-9, protagonizado por James Belushi, aunque es obvio que el perro,
Jerry Lee, se roba la película. En la parte final de la trama, Jerry Lee es
baleado, y se halla en los estertores de la muerte. En ese momento, quise
alzarme de la butaca del cine y dirigirme a la boletería para reclamar la
devolución del dinero que había pagado en taquilla. Pero, afortunadamente, pude
advertir a tiempo que se trataba de una triquiñuela del director a fin de aumentar
la tensión. Cuando Belushi estaba afligido, pensando que el perro había pasado
a mejor vida, Jerry Lee movía levemente los ojos, de manera disimulada, y el
cine se venía abajo con los aplausos.
Rehúyo los filmes protagonizados por el actor
Tom Hanks, que por cierto es muy buen intérprete. Y eso se debe a que en la
película Turner & Hooch, el perro
muere al final. ¿Qué le costaba al guionista dejar vivir a Hooch, y matar en
cambio al detective interpretado por Hanks?
Estoy seguro que los espectadores hubieran aplaudido ese desenlace.
Un amigo mío se transfiguró en ex amigo,
cuando me informó que le había encantado la película Canal. Narraba las
peripecias de un grupo de miembros de la Resistencia polaca que huían de los
nazis atravesando las cloacas de Varsovia. En las últimas escenas, solo quedaba
vivo un partisano, y su tránsito hacia la libertad quedaba bloqueado por una
puerta constituida por barrotes de hierro que bloqueaba todo escape. ¿Tantos
esfuerzos heroicos para llegar a ese final inútil?
“Magnífica película”, me comentó quien se
convertiría en un ex amigo. “¡Se sufre tanto!”
No cuestiono los finales desdichados. Algunos
son justificables. James Cagney protagonizó en 1946 13 Rue Madeleine. Interpretaba a Bob Sharkey, un agente de espionaje norteamericano que
se infiltraba en la Francia ocupada por los nazis para desperdigar falsa
información entre los ocupantes. Sharkey
terminaba capturado por la Gestapo, la policía política nazi, que tenía su sede
en el número 13 de la calle Madeleine, y era brutalmente torturado. El final mostraba
cuando la celda donde estaba Cagney era abierta por sus captores. Sharkey,
convertido en una piltrafa humana, se alzaba para seguir enfrentando al enemigo. En ese
momento, la sede de la Gestapo comenzaba a ser bombardeada. Y la carcajada
animal que lanzaba el protagonista ante el evento, valía por toda la película.
LA HONDA DE DAVID
En su libro Plot, Ansen Dibell señalaba que el filme Lo que el viento se llevó cuenta con un final feliz. La
protagonista, Scarlett O´Hara, queda sola, pero su soledad es la de quien se
niega a aceptar la derrota. Su hijo ha muerto, ha perdido todo su dinero y su
amante, pero no sus anhelos de vivir y de luchar. Scarlett no permite ser
abatida por el infortunio. Eso es un final trágico, pero feliz.
Dibell dice que inclusive Hamlet cuenta con un happy
ending, aunque en la obra todos los protagonistas terminan muertos en el suelo.
La magia de Shakespeare consiste en que cada uno de ellos concluye su vida sin
sorpresas, como corolario de sus acciones.
Todos deseamos que el asesino sea identificado
y detenido, dice la autora, que los amantes se reencuentren, que el niño
secuestrado sea devuelto a su familia. Pero para convencer al lector hay que
actuar con cautela. Y manejar similar cautela en la dirección contraria, cuando
un relato, o un filme, concluyen en una situación desesperada. Como ocurre en la
película Kanal.
El protagonista había hecho increíbles
esfuerzos para emerger de una cloaca de Varsovia. Y por sus acciones y
temperamento, era obvio que continuaría combatiendo al invasor nazi. El
mensaje, implícito, era que la lucha necesita ser recompensada. En cambio, el
guionista le tendió una zancadilla al espectador, al hacer tropezar al
personaje principal con una puerta clausurada.
¿El
mensaje real? Que su lucha no había servido para nada. La solapada intención
del guionista era divulgar de manera artística su doctrina sobre la ineficacia
de toda resistencia.
La información contradecía la trama del film.
Era incongruente. Como señalaba Jorge Luis Borges, “Quienes dicen que el arte
no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las
suyas”. Un final feliz, con el héroe logrando huir de su encierro, no entraba
en la doctrina del guionista. Es posible que haya sido su manera de protestar
contra el gobierno de Varsovia, liderado en esa época por el comunista Wladyslaw
Gomulka. Tal vez el guionista pensó: ya que no existía para los polacos
esperanza alguna de librarse de Gomulka, tampoco el protagonista de Kanal estaba autorizado a salvarse.
¿POR QUÉ ES MEJOR UN FINAL DESDICHADO?
“Es importante advertir”, dice Dibell “que la
melancolía y la desilusión pueden ser tan ineficaces como una felicidad
doctrinaria y regulatoria. La tristeza no es de manera intrínseca más valerosa,
más honesta, o más respetable que la alegría a nivel intelectual”. El único
requisito es “que resulte creíble en el contexto de una narración en particular”.
Hay un filme que se mantiene persistente en
mis recuerdos. Es Lost in Translation,
protagonizado por Bill Murray y Scarlett Johanson. Es la historia de un actor veterano que viaja
a Tokio para publicitar una bebida. Está solo, no solo porque carece de
compañía, sino porque su matrimonio está en ruinas. En Tokio, el actor conoce a
una muchacha, Scarlett Johanson, aburrida de la vida, y no muy convencida de
que su matrimonio está funcionando. Ambos se hacen amigos, luego se enamoran,
pero el amor es platónico. La única escena en la cama es con ambos vestidos,
canjeando confidencias.
Algunos críticos han señalado que es una de
las mejores metáforas del amor postmoderno, caracterizado por la falta de
consumación. Por cierto, en el periódico The
New York Times, dedican una columna diaria a ese amor postmoderno. Generalmente,
uno de los miembros de la pareja narra cómo se produjo el encuentro, y los
desencuentros, generalmente los desencuentros. Algunas parejas se han visto de
manera esporádica en el curso de siete, diez años.
El mundo en que vivimos es un mundo muy
extraño. Por una parte, parece un pañuelo. Las distancias pierden importancia.
Conozco varias parejas que viven juntas de manera esporádica. Tal vez él es
profesor en California, y ella trabaja en Nueva York. O vive en Europa. Pero se
aman. Siguen juntos. No son infieles.
Si pensaba en Lost in Translation, es porque su directora, Sofía Coppola, trabajó
el final feliz con enorme astucia. Es obvia la atracción que siente el veterano
actor por su joven amiga. Y se trata de un amor correspondido. Cuando el actor
se acuesta con una cantante del hotel donde se hospeda, su amiga reacciona de
manera furibunda. Se siente traicionada. Es una ironía que el actor busque a la
cantante del hotel para hacer el amor. Obviamente, su intención es escapar de
su seductora amiga, y no dañar su matrimonio.
La directora tuvo el tino de no revelar hasta
los segundos postreros, ese final feliz. El protagonista se despide de su
amiga, quien luce desesperada. De repente, el actor decide sincerarse, la busca
por Tokio, y cuando la encuentra le murmura algo al oído. Nadie sabe en qué
consisten las palabras del actor. Pero basta observar el rostro de su amiga,
para advertir que marca la esperanza. Y eso es suficiente. Los finales felices
no necesitan proclamarse en voz alta.
No siempre he escrito finales felices. Pero
persisto cada vez más en ellos. Y en al menos una de mis novelas, La región vacía, la relación entre los
amantes no se consuma. Aunque sugiero que se concretará al día siguiente. Supongo
que Lost in Translation se cruzó en
mi camino para dictarme ese final.
Los amores a distancia son muy relevantes en
esta época, cuando las distancias son muy grandes, y los husos horarios,
diferentes. ¿Cuánta de nuestra comunicación es una forma equívoca de la
incomunicación? ¿Dónde termina el drama y empieza la comedia? Uno puede amar
desde cualquier distancia. El amor, en cambio, necesita el cuerpo del ser
amado. La vida, como dicen en el Libro de Job, “es una tentación prolija”. Tal vez estamos ingresando en el momento en
que el amor es reemplazado por el amar. Y esa puede ser la mejor garantía de
que será eterno.
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