Mario
Szichman
My work in
progress, el actual proyecto en que estoy
involucrado, es sobre un viajero del tiempo. La narrativa y los filmes surgidos
de ese personaje que trasciende edades pueden contarse por centenares. Hay
clásicos del siglo XIX, como Un Yanqui en
la Corte del Rey Arturo, de Mark Twain, o La máquina del tiempo, de H.G. Wells, y otros modernos, como Replay, de Ken Grimwood, la obra de un
genio.
La premisa de Replay es
sencilla. ¿Qué ocurre si una persona resucita una y otra vez, para asimilar errores
previos? El protagonista, Jeff Winston, tiene 43 años en el momento de morir,
por primera vez, en 1988. Jeff resucita en 1963, a los 18 años de edad, en un
dormitorio comunal de la universidad Emory, en Atlanta, Georgia.
La primera persona con quien tropieza es Martin Bailey, “su amigo
más cercano”. Pero Jeff recuerda algo más: “Martin se había suicidado en 1981,
luego de su divorcio y de una subsecuente bancarrota”.
Los recuerdos del futuro que posee Jeff, le permiten apostar al
ganador de la Serie Mundial de Béisbol, y al caballo que triunfará en el Derby
de Kentucky, así como obtener una fortuna en Wall Street.
Grimwood traza una panorámica de la sociedad, las costumbres y la
política de Estados Unidos con elegancia, ironía, e inmaculada precisión. Trata
de evitar el asesinato de John Kennedy, así como encubrir su conocimiento de otros
episodios importantes que aún no han ocurrido. Pero también su vida cotidiana
se altera. Como cuando intenta reanudar
relaciones sentimentales con su novia de la adolescencia, época en que aún no
se había puesto en circulación la píldora anticonceptiva.
La escena en que la novia trata de complacer a Jeff evitando los
peligros del embarazo, deja una sensación muy incómoda. La sordidez reemplaza a
la pasión, y el lector queda tan avergonzado como el protagonista.
CABALLEROS CON ARMADURAS
El yanqui de Mark Twain, tras recibir un providencial golpe en la
cabeza, enfila hacia un pasado bastante remoto.
El escritor asumió el proyecto pensando que sería una buena burla del
pasado anglosajón, y de las extrañas costumbres de los habitantes de la corte
real a comienzos de la Edad Media.
Piensen los lectores en una novela moderna cuyos personajes hablan
como un contemporáneo de Cervantes, y tendrán una idea del ridículo capaz de
generar.
El lenguaje es una convención que se altera a toda velocidad. Y al
envejecer, sus anacronismos se tiñen de ridículo. Pero eso no ocurre
exclusivamente con el lenguaje. La vestimenta, el maquillaje, el calzado, nos
informan de pasados diferentes: los zapatos o botas devienen símbolos fálicos,
chaquetas o pantalones informan de alteraciones en la relación entre ambos
sexos. El maquillaje es otro gran delator, al ser transferido del hombre a la
mujer. En Barry Lyndon, el director Stanley
Kubrick nos mostró cómo en el siglo dieciocho, el caballero galante, no la dama
en edad de merecer, se encargaba de lucir lunares de amor, colorete en las
mejillas, o rimmel en las pestañas.
En cuanto a Mark Twain, siempre tan práctico y realista, estaba
obsesionado con las tribulaciones corporales de un guerrero medieval. ¿Cómo
hacían esos personajes para despojarse de su metálica indumentaria, cuando la
naturaleza planteaba sus urgencias? (Mark Twain ofrecía algunos ejemplos).
Pero el escritor, además de un gran humorista, era un trágico. A
medida que avanzó en la narración, descubrió no solo los defectos del pasado,
sino la desagradable realidad del presente. De esa manera, una simple travesura del intelecto derivó en uno de sus libros más
pesimistas y proféticos.
En el comienzo, Hank Morgan, un ingeniero de Connecticut que ha viajado
desde el siglo XIX hacia la Edad Media, engaña a sus congéneres simulando ser
un mago. ¿Cómo explicar de otra manera las extrañas tareas que logra concretar?
En la época del rey Arturo, no existían fuegos de artificio. Y nadie demolía
edificios usando dinamita.
Los intentos de Morgan por modernizar la vida en la Edad Media son
al principio bien recibidos, pero luego, la iglesia católica, alarmada por su
poder, dicta contra él un interdicto, y le hace la vida imposible, causando
toda clase de tragedias.
MARCHANDO HACIA EL FUTURO
Describir un viajero del tiempo transitando el pasado, es mucho
más sencillo que colocarlo en una nave espacial rumbo al futuro. Basta
contrastar Un yanqui en la corte del rey
Arturo con La máquina del tiempo,
de H.G. Wells, donde un explorador descubre en el remoto futuro una
civilización controlada por los Morlocks, trogloditas parecidos a simios, que
viven en las entrañas de la tierra, en tanto la superficie se halla habitada
por los Eloi, una sociedad de adultos elegantes y con la mentalidad de niños,
carentes de toda disciplina o curiosidad. Por cierto, los Morlocks son una de
las grandes pesadillas modernas de la literatura.
Wells exigía al lector que compartiera su copiosa imaginación,
pero, para eso, necesitó crear una narrativa muy simple, concentrada en las dos
principales sociedades visitadas por su máquina del tiempo.
La riqueza de una narrativa que visita el pasado es mucho más
vasta que la del futuro, pues hay mayor proliferación de incidentes. Así como
Grimwood, en Replay, nos permite
compartir sus intromisiones en un tiempo ya transcurrido y exhibir sus cambios,
ese mismo tránsito facilita ir a un futuro archivado en un pasado más reciente.
Un viajero del tiempo puede haber observado a un Napoleón obeso,
en las postrimerías de su carrera, tal como lo mostró la dibujante Anne—Louis
Girodet –Trioson en marzo de 1812, poco antes de la campaña en Rusia. (El
emperador de los franceses había acopiado una perniciosa obesidad en pocos
meses, quizás debido a un problema glandular). Pero ese mismo viajero del
tiempo pudo haber visto a Napoleón delgado y maléfico, cuando era apenas un
capitán de artillería.
Del mismo modo, ese viajero podría haber contemplado ancianas
reposando en ataúdes, que luego recuperaban las carnes y hasta mostraban
incipientes signos de embarazo.
Desde el punto de vista del narrador, un protagonista con una vida
prolongada ahorra la necesidad de múltiples personajes. Del mismo modo, el
infortunio amoroso, algo imposible de erradicar, se carga de mayor drama cuando
le ocurre a una sola persona, en lugar de diseminarse entre varias.
Coexistir con sus efectos, aceptar de manera serena el
sufrimiento, pues resulta imposible amputarlo, facilita el desarrollo
psicológico del personaje. Y el efecto de una carne invariablemente joven en
alguien cercano a la inmortalidad, exhibe otras recompensas. Ese inmortal está
obligado a maquillarse al revés, simular su decadencia, no su lozanía, pues de
lo contrario, se convierte en sospechoso ante sus amigos o conocidos. (Eso lo
obliga a borrarse de vidas ajenas al cabo de escasos años, pues corre el riesgo
de aparecer, en algún momento, inclusive más joven que sus hijos).
El viajero del tiempo que ha vivido reiteradas catástrofes
políticas, puede, en teoría, anticipar otras, y evitarlas. O predecir la forma
de pensar de quienes participan en los eventos, o los slogans de los
propagandistas. Escasos episodios históricos generan nuevas corrientes de
pensamiento. En la mayoría de los casos, como decía Carlos Marx en El dieciocho Brumario de Luis Napoleón, los
líderes se limitan a repetir frases de los tribunos griegos o romanos.
Curiosamente, escasos tratados resultan útiles en las crisis. Generalmente
suelen prever desastres que jamás ocurrirán, o felices, inalcanzables
porvenires.
En esas ocasiones, impera la fantasía, o la mentira más
desenfadada. Muchas efemérides transmutan batallas perdidas en victorias. Los
próceres siguen participando en batallas de las cuales han brillado por su
ausencia[i].
¿CÓMO MARCHAR CON EL VIAJERO DEL TIEMPO?
La ciencia ficción moderna es tan vasta, tan imaginativa, y
especialmente tan prolífica, que muchas veces sus mejores productos y autores
desaparecen del recuerdo del público. Si Robert Heinlein, Isaac Asimov, Ray
Bradbury, o Phillip Dick persisten, es porque sus obras más recordadas han sido
llevadas al cine, o porque famosos discípulos impiden que caigan en el olvido.
Pero se trata, muchas veces, de selecciones arbitrarias. Uno de los
intermitentes olvidados es Alfred Bester, que tiene en su haber dos novelas y
un cuento muy especiales, ligados al tema del viajero del tiempo.
Tal vez el problema que enfrenta la narrativa de Bester es su envoltorio.
Aunque corresponde al género de la ciencia-ficción, combina elementos que
discrepan con sus esenciales atributos: tiene un raro sentido del humor, y cierta
predilección por lo siniestro.
Al lector de ciencia ficción no le gusta emerger de la aventura en
que está sumergido para ser frenado por un sarcasmo, o por algo que puede
desviarlo hacia el mundo del horror, como ocurre con las novelas de Bester The Demolished Man, o con The Stars My Destination, la segunda,
una versión moderna de El conde de
Montecristo.
(Ver The Stars my Destination, de Alfred
Bester. El triunfo del cyberpunk
http://marioszichman.blogspot.com/2016/12/the-stars-my-destination-de-alfred.html)
El gran riesgo del escritor de ciencia ficción es crear un nuevo
mundo, “con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y
el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y
sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia
teológica y metafísica”, como decía Borges. Y Alfred Bester siempre lo logró.
La hazaña del escritor consistió en insertar los productos de una
cultura avanzada en géneros no muy acreditados, y a un ritmo muy veloz. Además,
eludió el error de muchos colegas, que primero construyen su mundo, y solo
después lo hacen habitable. El cosmos de Bester no difiere mucho del nuestro.
Solo muestra excentricidades que pertenecen a subculturas. Pero no se trata de
monstruos de tres cabezas, sino de marginados: estafadores, adivinos,
secundados por funcionarios que intentan activar o desactivar la acción de la
justicia.
Bester también diseñó una de las mejores teorías sobre el viajero
del tiempo en su relato The Men Who
Murdered Mohammed , publicado por primera vez en la edición de octubre de
1958 de The Magazine of Fantasy and
Science Fiction, y que ha sido antologizado decenas de veces por su premisa
y por su sentido del humor.
El protagonista es Henry Hassel, un científico loco vaciado en el
molde creado por el doctor Víctor Frankenstein. (Nunca olvidemos que el
Frankenstein de Mary Shelley es el científico, no el monstruo).
Un día, Hassel retorna a su hogar, y sorprende a su esposa en los
brazos de otro hombre. En lugar de asesinar a su cónyuge, o a ambos, el
científico tiene una idea mejor: eliminar a su mujer como si nunca hubiera
existido, pues de esa manera, será imposible procesarlo. Para eso crea una
máquina del tiempo, en el laboratorio de su hogar. Todo el proceso dura apenas
siete minutos y medio. A Bester le encantaba la suspensión de la incredulidad.
Hassel viaja al pasado, y
asesina al abuelo de la infiel. Cuando regresa al presente, su esposa continúa
en los brazos de su amante. Luego, mata a la abuela. La infiel sigue besándose
con su paramour.
Furioso y empecinado, Hassel inicia una masacre a través del
tiempo. Entre sus víctimas figuran George Washington, Cristóbal Colón, Napoleón,
Mahoma, y otros famosos personajes. Pero nada altera el encuentro amoroso de su
esposa con un desconocido.
En una de sus escapadas, el científico tiene ocasión de visitar a Marie
Curie, y le enseña el proceso de fisión nuclear. Es el único episodio en que
tiene éxito, aunque no en relación con su esposa. Marie Curie experimenta con
la fisión nuclear, y París desaparece en un hongo atómico. Sin embargo, cuando
Hassel regresa a su hogar, los amantes siguen acariciándose.
Desesperado ante sus fracasos, el científico consulta a Wiley
Murphy, el experto más famoso en viajes a través del tiempo. Aunque también
Murphy disfruta de las caricias de la señora Hassel, el científico decide por
una vez olvidar la propensión de su esposa por el adulterio, e investigar el
enigma. Así descubre la verdad. Una verdad bastante incómoda que puede acabar
con todo el subgénero literario del viajero del tiempo: nadie puede cambiar la
historia transcurrida. Cada persona transita en su propio tiempo, solo puede
avanzar o retroceder, pero sin afectar la vida de otros. Cuando Hassel dio
cacería a Washington, o a Napoleón, se desprendió de su propio tiempo, y apenas
enfrentó irrelevantes fantasmas del pasado.
La filosofía de Bester tiene un cariz que lo emparenta con
Theodore Sturgeon, el autor de More than
human. En el territorio de la ciencia ficción, que tanto abunda en
máquinas, telepatía, extrañas ocurrencias, investigación de galaxias, viajes a
través del tiempo, Bester era muy especial. Siempre reivindicó el poder de la
mente sobre las maravillas científicas, como puede verificarse en la novela The stars my destination. La mente
obliga a su protagonista, Gully Foyle, a
controlar sus emociones, evitando así que lo destruyan sus deseos de
venganza.
Tras numerosas peripecias, en que intenta la destrucción de sus
enemigos y del universo entero, Foyle cede paso a la reflexión, a la necesidad
de prolongarse en otros seres.
Moira, esposa, de Foyle, contempla su rostro. Alguien pregunta a
Moira: “¿Está muriendo?” Y Moira responde con sabiduría: “No, recién está
despertando”.
[i] En su trabajo
Introducción a la historia, Marc
Bloch nos muestra que la falsificación de la historia es tan prolífica como los
libros que se escriben sobre ella.
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