Mario Szichman
El
domingo 15 de octubre de 2017, hubo elecciones regionales en Venezuela. Estaban
en juego 23 gobernaciones. El chavismo obtuvo 17 gobernaciones, y la coalición
opositora MUD (Mesa de Unidad Democrática) cinco. Falta una por definirse.
¿Fueron comicios limpios? Más de uno piensa que el gran elector fue el técnico
alemán Max von Frauden.
Las
peripecias que pasaron los venezolanos en enclaves opositores son dignas de
Ripley. Hubo reubicación de centros electorales, demora en apertura de las
mesas, horas de colas, y toda clase de inconvenientes. En ocasiones,
“colectivos” motorizados enviados por el gobierno, agredieron a potenciales
votantes.
No
hubo monitoreo internacional, se limitó el acceso de periodistas, se
multiplicaron las trabas. Y aún más importante, la oposición aceptó las reglas
de juego impuestas por un gobierno que solo soltará el poder al día siguiente
que las ranas críen pelos. El gobierno de Nicolás Maduro, como dicen en nuestro
ámbito, “le tomó el tiempo” a la oposición. Ya en el 2015, la oposición ganó la
mayoría absoluta en los comicios parlamentarios. ¿Qué hizo el chavismo? Fue despojando
de poderes a la Asamblea Nacional opositora, hasta convertirla en un objeto
decorativo.
La
única acción que se recuerda de la AN fue haber ordenado quitar del hemiciclo
los cuadros del fallecido presidente Hugo Chávez Frías. La primera acción que
adoptó el chavismo tras ganar las elecciones de la Asamblea Nacional
Constituyente –en las cuales se abstuvo la oposición— fue devolver los cuadros
de Chávez al hemiciclo.
La
Mesa de Unidad Democrática, la franquicia electoral opositora, estaba segura de
un abrumador triunfo en los comicios regionales. Cuando se revelaron los
resultados, vastamente favorables al gobierno presidido por Nicolás Maduro, la
oposición se negó a respaldar los resultados. Exigió una auditoría, y convocó a
salir a la calle para protestar. Sin embargo, según indicó The New York Times, la oposición “no ofreció evidencia alguna de
fraude a través del sistema de auditoría”.
Estoy
escribiendo en la noche del martes 17 de octubre. Quizás en los próximos días
la oposición exhiba las pruebas del presunto fraude. Quizás. Ocurre que algunos
de sus voceros son notoriamente unreliables,
como suelen decir en estas tierras. Por ejemplo uno de ellos, Freddy Guevara,
anunció el pasado 11 de enero la remoción del presidente Nicolás Maduro. Guevara
nunca se disculpó por esa incorrecta aseveración. No es su estilo. El estilo es
siempre pasar a otro tema.
La
noche del domingo 15 de octubre, mientras se aguardaban los resultados de las elecciones,
Gerardo Blyde, jefe de la campaña opositora, fue consultado sobre la cifra de
participación. Blyde indicó con cierta jactancia: “Somos respetuosos de la ley.
Yo no puedo dar en este momento las cifras de participación que manejamos, pero
vean mi cara”. Y mostró una sonrisa de gran triunfador.
En
otro país, su sonrisa hubiera aparecido al día siguiente en la primera plana de
muchos periódicos, con irónicos pies de leyenda. En la Argentina solían decir
que se retorna de todas partes, menos del ridículo. En cualquier otro país, esa
foto hubiera obligado a Blyde a renunciar a su cargo, y buscar refugio en
alguna remota isla del Pacífico. Pero nada ocurrió en Venezuela. Blyde seguirá
en su cargo de jefe de campaña, o en otro puesto importante. Todos los
políticos, a ambos lados del espectro, suelen ser vitalicios en Venezuela. Nadie
aludirá a su desplante. Tampoco lo objetará. Con cada día que pasa, Venezuela
profundiza su status como el país de la desmemoria.
En
otras partes, quien recuerda no repite. En Venezuela, todo se olvida con gran
facilidad. Hay presos políticos que se encuentran en la cárcel desde hace más
de una década, o quince años. Solo sus familiares los recuerdan.
Desde chismes hasta bulos, desde promesas
hasta flagrantes traiciones, todo se relega. Al punto que los malos de ayer se
convierten en los fugaces héroes de hoy. Es suficiente con que “salten la
talanquera”, que se pasen al otro lado. Ha ocurrido recientemente con la ex
fiscal general Luis Ortega Díaz. Presos y decenas de familiares de presos
políticos se la han pasado denunciándola durante años por su complicidad con la
justicia chavista. Una vez saltó la talanquera, se convirtió en heroína de
parte de la oposición.
Lo
mismo ocurrió con un temible general que cuando era capitán, y mientras
participaba en la asonada militar de 1992 contra el gobierno de Carlos Andrés
Pérez, intentó asesinar a la esposa del primer magistrado y al resto de la
familia, que había tomado refugio en La Casona, la residencia presidencial. El
general llegó a ministro del Interior durante el gobierno de Maduro, y una de
sus tareas consistió en ordenar la muerte de un temible miembro de los
colectivos. El sujeto en cuestión logró dar declaraciones por televisión
señalando que si algo le ocurría, el responsable era el general. Algo le
ocurrió. El miembro de los colectivos fue ultimado de 34 balazos. En Youtube quedó el indeleble testimonio de su
denuncia.
Pero
una vez el general fue destituido, y saltó la talanquera, comenzó a ser alabado
por miembros de la oposición. Eso a pesar de que él, o alguno de esos sujetos
con tenebroso pasado chavista, nunca sería invitado a una fiesta por una
persona en su sano juicio. Simplemente para no pasar vergüenza ante el resto de
los asistentes.
LO
QUE VA DE AYER A HOY
Venezuela
me recuerda un episodio de The Great
Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. El narrador de la novela, Nick
Carraway, es invitado, en cierta ocasión, a la residencia de un misterioso
millonario que vive en Long Island. Multitud de personas de diferente pedigrí
asisten a la reunión. Nick Carraway se aburre muy pronto del clima de la
fiesta. Pero cada vez que intenta abandonar el lugar, se entromete alguna
conversación, que lo obliga a escuchar. Nada interesante emana del diálogo. En
realidad, todo es muy banal. Y sin embargo, se suman las trivialidades, y Nick
pierde varias horas intentando descifrar el insípido subtexto.
Es
muy difícil huir del monomaníaco diálogo venezolano para alguien que habitó ese
país durante casi una década (1967-1971—1975-1980), en el cual pudo ejercer el
periodismo sin censura, y ganarse honestamente la vida.
Siempre
le voy a estar agradecido a Venezuela por haberme cobijado en una época muy
difícil para los argentinos. Cuando viajé por segunda vez a Caracas, en 1975,
fue porque en la agencia noticiosa de Buenos Aires donde trabajaba,
parapoliciales o paramilitares se habían llevado a cinco de mis compañeros de
trabajo, que integraron luego la legión de “desaparecidos”. El episodio ocurrió
poco antes de la llegada del general Jorge Rafael Videla al poder, en marzo de
1976, pues la lucha contra la guerrilla se había iniciado durante el tercer
gobierno de Juan Perón, y la Triple A, presuntamente liderada por el ministro
de Bienestar Social, José López Rega, había comenzado a secuestrar personas
haciéndolas “desaparecer”.
Aunque
yo no era un sujeto peligroso para las autoridades, era siempre mejor prevenir
que lamentar. En esa época se comentaban las peripecias de un conejo, que había
huido de la Argentina tras llegar a sus oídos la versión de que las autoridades
estaban matando tigres.
“Pero tú no eres un tigre”, le decía uno de
sus colegas al conejo. “Es cierto”, reconocía el conejo. “Pero aquí, disparan
primero, y averiguan después”.
UNA
NUEVA VIDA
En
Venezuela conseguí trabajo de inmediato, y en varios medios periodísticos.
Trabajé con Sofía Imber y Carlos Rangel en el programa de televisión Buenos Días, y en la revista Auténtico. Luego pasé a la Cadena
Capriles, donde colaboré en la revista Elite
y en Venezuela Gráfica, antes de
dirigir el Suplemento Cultural del diario Últimas
Noticias.
Para
un periodista, Caracas era una fiesta. Abundaban los medios de prensa, y los
sueldos resultaban bastante decentes. La prosperidad podía olfatearse en el
aire, junto con un increíble desperdicio de dinero, y una manera de arrojar
manteca al techo que hubiera causado envidia a Jay Gatsby.
Personas
de clase media enfilaban los fines de semana a Miami para poder llenar su
vivienda de objetos innecesarios. Una de mis alumnas en la universidad Andrés
Bello, viajó en cierta ocasión con su esposo a Miami. Su exclusivo propósito era
adquirir toallas para el baño. Cuando retornó a Caracas, descubrió que las
toallas no combinaban con los azulejos. Por lo tanto, a la semana siguiente,
viajó nuevamente a Miami para comprar azulejos que hicieran juego con las
nuevas toallas.
Nunca
viví en una ciudad tan irreal como Caracas. Como dicen en estas tierras: It´s too good to be true, era algo demasiado
bueno para ser verdadero. Y por supuesto, no lo era. Se trataba de una
gigantesca burbuja que poco necesitaba para estallar.
La
política estaba dominada por la clase alta, y por pequeños sectores de la clase
media. Pero los llamados “Amos del Valle” (de Caracas) controlaban el país.
La
mayoría de los venezolanos vivían en los cerros que circundaban el valle. Y la
población de esos cerros crecía de manera constante, siempre en condiciones
precarias.
El
petróleo era el milagroso maná que permitía subsidiar toda clase de
actividades. Se construían hospitales y escuelas, autopistas, y durante el
primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, líder de Acción Democrática, se
implementó un descomunal plan de desarrollo que incluyó plantas siderúrgicas en
el estado Bolívar, la presa del Guri, empresas petroquímicas y otras obras de
industria pesada.
Pero
la mágica riqueza seguía surgiendo del petróleo. La creciente dependencia del
oro negro era evidente. Declinaba la agricultura y la ganadería. Comenzaba a
acechar el fantasma de la inflación. Alrededor del 90 por ciento de los
ingresos de Venezuela provenían de las exportaciones de crudo.
Aunque
se hablaba de diversificar la economía, existían grandes baches para
implementarla. El empresariado venezolano rehusaba todo riesgo. Por lo tanto,
había que subsidiarlo. Y eso encarecía los productos.
La
crisis se fue acumulando. No tenía la magnitud que destruyó los ahorros de los
alemanes en la República de Weimar, o que hundió a Estados Unidos en La Gran
Depresión. Pero había muchos síntomas alarmantes. Luego, con el gobierno del
socialcristiano Luis Herrera Campins, comenzó la devaluación del bolívar, que
durante varios años se había mantenido en la paridad de 4,3 bolívares por
dólar.
Para
sumar el insulto a la ofensa, aumentó la corrupción. El cómico Joselo insistía
en sus programas de televisión en que Venezuela estaba siendo devorada por “la
marabunta adeca”. (Los partidarios de
Acción Democrática eran calificados de “adecos”). Los gobiernos
socialcristianos podían enorgullecerse de contar con una marabunta similar.
En
cierta ocasión, el intelectual y político venezolano Arturo Uslar Pietri reclamó
“sembrar el petróleo”, usar el dinero de sus ingresos para diversificar la
economía. El famoso pintor y caricaturista Pedro León Zapata, replicó con un
dibujo en el periódico El Nacional. Un
pobre venezolano comentaba: “Aquí, cada vez que siembran petróleo, solo crecen
cambures”. (Cambur es sinónimo de plátano, pero también de empleo. Estar
encamburado, es contar con un empleo rentable, y provisto por el gobierno de
turno).
FALSOS
POSITIVOS
Venezuela
no era una meritocracia. Era una partidocracia. En cierta ocasión, fui a pedir
trabajo en una planta de la televisora oficial. El director de la planta me
entregó un sobre. Dentro había un cheque por 500 bolívares. Algo más de cien
dólares. Le devolví el sobre. Le expliqué que buscaba trabajo. Sonrió amable.
No entendió mi gesto. Tal vez le pareció absurdo que buscara trabajo cuando
podían subsidiarme. Luego, resignado, me ofreció empleo. Como archivista. Meses
más tarde, uno de los periodistas del canal de televisión renunció, y yo pasé a
ocupar su puesto. Eso fue a finales de la época del presidente adeco Raúl
Leoni.
Tras
las elecciones, los adecos fueron reemplazados por los copeyanos que lideraba
Rafael Caldera. Como yo había ingresado a la planta durante un gobierno adeco,
al cabo de pocos días me echaron del trabajo. Estaban convencidos de que era
adeco. A cambio, hicieron ingresar a un copeyano. Quizás a varios. El partido
que obtenía el poder, monopolizaba los empleos públicos.
Recuerdo
que cuando nos convocaron a todos los empleados del canal para saludar a la
nueva junta directiva, más de cien personas que nunca había visto en mi vida,
aparecieron en el salón. Según me explicaron luego, se trataba de adecos, cuya
única tarea era ir los 15 y 30 de cada mes a cobrar el cheque, en pago por sus
inexistentes servicios.
FAST
FORWARD
Por
estos días trabajo en una biografía de un político y diplomático venezolano.
Reencontrarme con él, tras varias décadas, ha sido muy interesante. Posee una
increíble memoria, ha tenido que lidiar con personajes muy importantes, y
observarlos, además, en vivo y en directo. Siempre ha sido un indeclinable
adversario del fallecido presidente Hugo Chávez, desde el día de su
inauguración.
En
un debate con un chavista, dijo: “Yo conocí quién era el comandante Chávez a
las 5: 00 am del 4 de febrero de 1992, cuando entré en el Palacio de Miraflores
con el presidente Pérez y vi en la puerta de su oficina la sangre de un oficial
que venía a matarlo por órdenes de su comandante. Ese día supe quién era Chávez”.
Mi
respetado amigo, a quien conocí en Caracas, me ha servido, entre otras cosas,
como una vara de medir. Sus relatos me han permitido comparar de manera
constante la Cuarta República de adecos y copeyanos, con la Quinta República
bolivariana. También analizar la evolución de los personajes políticos de la
Cuarta.
Muchos
de ellos se convirtieron en una caricatura de sí mismos durante la Quinta. Los
románticos, juveniles, audaces luchadores de la Cuarta, se transfiguraron en
asalariados de burócratas opositores, o solapadamente, del gobierno. Hablan
eternamente por los dos costados de la boca, usan discursos trillados, carecen
de una mirada fresca, están anquilosados en sus gestos, son perezosos hasta para
pensar, y suelen reemplazar sus reflexiones con bravuconadas que nunca cumplen.
Los
vientos de la Cuarta República han traído la tempestad de la Quinta. Si bien la
destrucción de la Cuarta República, fue acelerada en cierta forma por la
rebelión militar de 1992, uno de cuyos cabecillas fue Chávez, todo anunciaba
los difíciles tiempos por venir. Un poco como el putsch de Munich en que participó Adolf Hitler en 1923. Gracias a
esa rebelión, Hitler obtuvo una fama nacional que lo propulsó al poder en los
comicios de 1933.
En
Venezuela, la devastación culminó con el juicio político al presidente Pérez, y
la desastrosa segunda administración de Caldera –quien además indultó a Chávez
y contribuyó a convertirlo en una figura nacional.
Chávez
nunca permitió el juego democrático, y
las últimas elecciones han demostrado –aunque la oposición sigue sin exhibir
pruebas—que cuando un régimen decide quedarse en el poder, es casi imposible
desalojarlo.
Diecinueve
años de chavismo han creado un país tan irreal como el surgido en la Cuarta
República, aunque obviamente, mucho peor.
Venezuela
no es todavía el agujero negro de Calcuta, pero va en camino de serlo. La
miseria ha permitido al gobierno de Nicolás Maduro ampliar su clientela
electoral a través del otorgamiento de bolsas de comida, y de otros subsidios.
Los
relatos que uno escucha de la gente son para poner los pelos de punta. Entre
tanto, una de las vías de escape son los comicios, que el régimen convoca
prácticamente cada año, o que cancela a voluntad cuando se le antoja, como
ocurrió con el Referéndum Revocatorio destinado a librarse de Maduro. El
referéndum debía haberse llevado a cabo el año pasado, y nunca se concretó.
Todos
los poderes han sido capturados por el chavismo. Eso le permite gobernar a su
antojo. Venezuela es ahora una sociedad de irresponsabilidad ilimitada. Las
esperanzas de que algo cambie son magras. El problema es que la oposición
oscila perpetuamente entre la resistencia y la cohabitación.
Recuerdo
que el historiador venezolano Domingo Alberto Rangel decía de los chavistas: “son
como los adecos, pero a lo bestia”. Los chavistas parecen a veces una mutación,
en otras, una prolongación corporal de sus antecesores, aunque más obesos.
Abundan las dobles papadas en sus filas.
Pese
a sus defectos, la Cuarta República era una democracia. Quizás chucuta, pero
democracia al fin. Ejercía la violencia, aunque era mucho más morigerada que la
violencia actual. Tampoco mostraba el total desprecio por la ley de que se vanaglorian
los chavistas.
Intentar
eludir el malsano atractivo de la política que se practica en Venezuela es a
veces difícil. Me siento, insisto, como el Nick Carraway de The Great Gatsby.
Venezuela
es un país muy aburrido. Pero cada vez que uno intenta eludir su temática,
siempre surge alguien trabando el camino hacia la salida. Es cierto, nada
interesante se oye en el diálogo. Es verdad, todo resulta trivial. Y sin
embargo, pese a eso, uno derrocha horas enteras oyendo propuestas, algunas
alucinantes, intentando descifrar el subtexto. En esa irrealidad sobrevuela un
aire de locura.
Pero
es muy difícil huir del monomaníaco, improductivo diálogo venezolano. Aunque
representa una enorme pérdida de tiempo. Y puede afectar la salud mental.
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